4

Martín de Viloalle vive abrumado por la ilusión. Quizá le hayan embaucado, pero sabe que no. Desde luego que no. Acepta, pues, el envite de la libertad recién ganada: hacerse responsable de algo más que sus cuidados y anhelos. Los rasguños de la aventura le han concedido el don de reír y de observar; ahora llega el desafío de proteger sin interés y desafiar la injusticia natural, eterna; la misma que desdeña leyes y doctrinas para gozar con el infortunio de una situación difícil.

Martín duda que fuera san Ignacio el autor de la frase «No ser abarcado por lo grande, sino contenido por lo más pequeño». Son palabras demasiado humildes para tan enardecido personaje. Sin embargo, su aroma de enigma concibe significados diversos. Martín tiene uno y lo hace suyo en forma de vocación: no hay nada más pequeño que un alma peregrina; una luz temblorosa que, al mostrarse, dice: «No hace falta que te arrodilles, o te exaltes, pero admira lo desarbolado, lo herido y aun así indestructible. Luego, actúa».

En los días siguientes a la conversación con Rosella, y antes de las obligaciones diarias, templa la mano esbozando en galeradas sueltas el propio rostro, la misma cara que, desde el momento de saber, tendría que ser nueva y no lo es. Se mira en un espejo y valora los párpados de almeja y las sombras de fatiga que ondulan surcos hasta los labios; filamentos de remolacha en una melena que se ha retirado a la nuca. El entendimiento que maneja el lápiz no se reconoce en el rostro dibujado. Por tanto, concluye, su alma peregrina se ha posado en alguien mejor, en su posibilidad. Ahí se intuye el Gran Trazo: su imaginación ya no pagará tributo a lo suspicaz, a lo malvado. Anhela un vacío de sí para llenarse de una Gracia sin otro origen que la experiencia y un don precioso de Naturaleza cuando lo concede de forma tan delicada.

Se hace con las monedas del saco que hubiera costeado la impresión de Memoria para servir al conde de Saint-Germain —desde luego, no cree que nadie de Schleswig se atreva a venir a exigirle cuentas, o hacer que las exijan, en plena Revolución— y con la ayuda de Maurice Leblanc, periodista del atelier de Mirabeau, alquila unas buhardillas en la Rue Grenelle, sección de Croix Rouge, más allá de los Cordeleros, que ahora queda a mitad de camino entre su casa y la de los cómicos: toda la planta de servicio de la antigua casa del marqués de Tissot, a quien, por ahora, no le sobran intenciones de volver a París. De ese modo consigue, que los Fieramosca y compañía no llamen demasiado la atención, vivan cerca de los muelles del Sena, donde vuelven a ejercer su oficio y, también —nadie se desprende con facilidad de sus rasgos esenciales—, vigila las idas y venidas de Emmanuelle, quien cada día pasa más horas en el antiguo convento de aquellos franciscanos cuyo cíngulo o cordel dio nombre de «cordeleros» al lugar y a quienes ahora se exaltan en su interior: los D’Anton, De Robespierre, De Saint-Just, Desmoulins, D’Eglantine, De Séchelles y, ay, Marat, el único, por cierto, entre tanto incendiario que no se adorna con esa «de» que finge nobles ancestros.

Trabaja día y noche. Cuando Emmanuelle se levanta, ya le ve pintando, casi a ciegas, unos decorados en grandes sábanas de lino finísimo, translúcido. Su antigua amante pasa ante él y advierte: una sola vela caída entre el papel y todo arderá hasta los cimientos.

—Dile lo mismo a tus amigos de los Cordeleros… Es una espléndida metáfora.

Ella ignora el contenido de la alusión y se acerca a mirar los dibujos reseguidos con una brocha de pintura negra.

—¿Es eso la Asamblea?

—No, el senado romano.

—¿No eras tú quien se burlaba no hace mucho de esa tendencia del gran David? ¿No hay ninguna metáfora en ello? ¿O esa figura es la paradoja? Y hablando de figuras… Me han dicho que tu novia comediante posee una bella silueta. Quizá por eso te dejas esclavizar por su familia y corrompes tus ideas…

Antes, Martín hubiera enrojecido, por lo menos. Ahora, le divierten esos celos y descubre la facilidad con que Emmanuelle sabe de su vida. Por todo ello ríe sin alzar la vista, en apariencia ensimismado.

Emmanuelle se cubre con el chal y sale a la calle. Enseguida, anunciado por un carraspeo, y tropezando con todo, aparece Baptiste, quien sólo habrá dormido un par de horas.

—Anda, españolito, deja eso y a trabajar…

Así, en esas noches sonámbulas, va construyendo Martín una versión del Mundo Nuevo que aniquila la vulgar sugestión de otras máquinas que se agolpan en las riberas del Sena. Ahora son de gran tamaño, y ha mejorado la óptica, pero aún funcionan como en los tiempos en que Welldone hiciera una demostración ante la corte de Schleswig. Martín ha construido un armario de tres varas de alto, dos de ancho y tres de fondo con ventanas circulares en el lado principal. Por ellas, el curioso ve un resumen de cinco minutos de la tragedia Julio César. La novedad para el público, lo que aplasta la técnica rudimentaria de la competencia, es que en lugar de láminas que necesitan cambiarse a mano, su Mundo Nuevo contiene en el mismo armario un proyector de luz y sombra, y Alí, un moro forzudo, y Godard, un enano, mueven desde el exterior dos manivelas que accionan los rodillos contiguos que desenvuelven las telas en planos superpuestos que van desde fondos de la antigua Roma hasta figuras en las telas principales. El movimiento de esas figuras sigue el mismo mecanismo que Martín ideara para la linterna mágica de los infantes Friedrich y Christian en Louisenlund. El invento ha salido por un ojo de la cara. Si Martín fuese el empresario de la nueva compañía Marceau tardaría años en compensar la inversión.

De cualquier modo, el gasto es lo de menos cuando ve el rostro de Roberta —y hasta el de la madre de Roberta— declamando con entonación de bóveda y apego al escalofrío: «Pero Bruuuuto es un hoooombre honoraaaaable…». Consiguen ese gran efecto acercando la boca a unos conos de metal. De ese modo, sus voces resuenan en toda la caja y hasta adquieren una pátina de antigüedad, como si las voces llegaran desde el fondo de los siglos. El conjunto, no cabe duda, produce grande emoción y los visitantes se agolpan ante la carpa. La pregunta que hacen los avisados siempre es la misma: «¿Quién se supone que es César? ¿Quién Bruto? ¿Quién Casio? ¿El rey? ¿La Fayette? ¿Mirabeau? ¿Marat?». Es asunto del mirón alcanzar el vínculo sutil entre los avatares de hoy y la conjura contra César. Y, desde luego, a la hora de adivinar el trasunto de los personajes, el cliente siempre lleva razón.

Pese a los aires de espionaje y susurro que corren por París, no hay conjura alguna, ni violencia, en la muerte de Mirabeau.

Su salud estaba consumida. El aspecto de ultratumba y los gestos continuos para aliviar el dolor de estómago eran la sal de los corros que se hacían y deshacían en el vestíbulo del Picadero. Cada discurso en aquella Asamblea parecía un desafío al aguante físico del tribuno. De todos modos, aunque la vasija parecía quebrada, no lo estaba la magnífica elocuencia que soplaba sobre aquellos espíritus remolones, instigando tormentas cuando quería, imponiendo calmas si era menester. Hasta que un día se encontró peor que mal, escribió «Dormir…» en un papel que le ofrecían manos temblorosas y murió en su cama.

Se declara luto público en toda Francia. Entre la lenta muchedumbre, de camino hacia la iglesia de Santa Genoveva, el nuevo panteón nacional, Emmanuelle y Martín vigilan el andar vacilante de un Rivette desconsolado, roto. Ante ellos, va el ataúd, cubierto por la nueva bandera, que cargan al hombro una docena de soldados; luego, la Asamblea en pleno, sin discusiones ni peleas, todos de acuerdo por una vez en compartir esa nueva nobleza del mérito que asombra al mundo. Y aún no han llegado al panteón cuando Rivette se desploma y, ya en el suelo, se encoge como un recién nacido, mientras balbucea:

—Me he quedado solo… Estoy solo… Estaré solo…

Martín se encamina a una taberna y consigue aguardiente. Con ayuda de Emmanuelle, apoya al robusto Baptiste en la primera pared, le dan de beber y esperan, cada uno en su particular silencio, mientras ven pasar multitudes, no tan desconsoladas como Rivette, pero igual de recelosas sobre el qué será:

—Solos… Todos solos… ¡Del rey al mendigo! —gime y vocea Rivette. Cuando está del todo borracho, y cabecea con mirada confusa y demente, tal que si persiguiera los ecos de una voz de ultramundo, alquilan un coche, le llevan a casa, le suben por la escalera y, al llegar a lo alto, la puerta de la alcoba de los Rivette se cierra de golpe en las narices de Martín.

Ese súbito reclamo de intimidad —resentida, consoladora, fría, redentora, qué puede saber él— hace que Martín visite a la compañía Marceau en la ribera del Sena, ya que hoy el luto les prohíbe trabajar y a buen seguro se hallarán desorientados por el suceso.

Cuando llega al muelle bajo el Pont Neuf, todas las casetas están cerradas, y en la húmeda desolación de la perspectiva, en el fondo de calígine, más allá de virutas y aserrín de almacenes de madera, taludes de basura y el hedor mordaz del agua, sorprende vislumbrar un tumulto en la carpa de la compañía Marceau.

Martín se ajusta los lentes y acelera el paso cuando percibe que ese grupo contra natura de cómicos y guardias nacionales se halla inmóvil y mudo frente a la tarima. Al llegar, busca a Roberta con la mirada y la encuentra en una esquina del minúsculo escenario. Vestida de Libertad con su túnica blanca, sujeta una antorcha llameante, rugiente en el denso silencio y, al verle, guiña un ojo. En el centro del escenario, ante el Mundo Nuevo cubierto por una tela negra con escarapela tricolor, Rosella camina de un lado a otro vestida de hombre. Su rostro ancho y amasado, su melena gris y enmarañada recuerdan, no hay duda, a Mirabeau. Parece que el mismo tribuno haya vuelto de los míticos Campos Elíseos para llevar a cabo un elogio en memoria de sí mismo. Pero no hay parodia, sino un máximo respeto que sobrevuela a quienes admiran la escena. Y la voz tonante de Rosella saborea y da forma y sentido a cada palabra, a cada frase, cuando declama:

—¿Por qué el laurel del genio, verdadera corona, reposa en la almohada, inquieta compañera de lecho? ¡Oh, espléndida turbación! ¡Dorada ansiedad, que tienes las puertas del sueño de par en par abiertas a tantas noches agitadas! ¡Oh, grandeza! ¡Cuánto oprimes a quien te posee! Lo haces como una rica armadura que en el calor del día abrasa reluciendo… —Y Rosella hace una pausa, toma aliento, y señala a su hija echando el brazo hacia atrás, la palma abierta—: ¡Porque él era la luz de esa antorcha que se agita en la brisa! Ahora te debemos lágrimas, hondas de aflicción en la sangre, que Naturaleza, el amor y la memoria fiel te pagarán, gran hombre, ampliamente… Aunque todas las fuerzas del mundo se reúnan en un brazo gigante, no nos arrancarán este honor. Lo recibimos de ti, lo transmitiremos intacto a nuestros hijos y sólo entonces nos regocijaremos de ser ceniza humilde, ceniza orgullosa que un día te vio, te admiró y te lloró.

Rosella da la espalda al público más exigente que pueda encontrarse: sus compañeros de oficio y la guardia nacional. Enseguida, camina lenta hacia el fondo del escenario y baja aún más despacio los escalones de la tarima. El efecto que logra es el haberse sumergido en las aguas del Sena como si fuera el Leteo… La hija mira orgullosa a una madre que no ha dejado tras de sí un ojo seco. Martín vuelve a mirar a Roberta, a Rosella, y de nuevo a Roberta, y le viene a la cabeza la muy lejana tarde del Trastevere en que una muchacha vivaz le ayudó a ser hombre sin mayor ceremonia y con gusto. Él se reía por lo bajo de sus quimeras de cómica; ella se burlaba sin recato de su oficio de caricaturista. ¿Por qué negar que habían hecho algo de sus vidas, algo tan loable como esa nobleza del mérito de los miembros de la Asamblea? Aquella afirmación de quien ahora es Rose Marceau, «No nos han dejado ser quienes éramos», sólo puede comprenderse en mares de dolor acumulado, pero ese espíritu ha logrado el milagro de la elocuencia, de la mímica, de la virtud y el talento… Lo demás es comercio.

Aunque también el comercio alcanza una extraña belleza aquellos días.

Al día siguiente de la muerte de su mentor y amigo, Baptiste Rivette se levanta con los ojos en sangre y, algo tiránico, ordena a Martín que empiece a dibujar láminas sobre la vida y la muerte de Honoré Gabriel Víctor Riquetti, conde de Mirabeau. Y a medida que Martín trabaja, el mismo Rivette, sin darse una pausa en el escrito que ha iniciado, a medida que completa cuartillas sin apenas revisarlas, suministra material a los tipógrafos, da el visto bueno a los dibujos y manda a un aprendiz que los lleve al grabador. En tres días, Rivette escribe e imprime un largo panfleto que titula La herencia de Graco, donde glosa al difunto con perfiles admirables. Decide insertar algunas láminas de Martín en su panegírico, encuadernarlo y sacarlo en volumen. Y aunque el precio de cada ejemplar es prohibitivo, durante días hay colas ante la librería-imprenta Bainville. Martín debe salir a la calle, negociar con la competencia y contratar impresores para que ayuden a reeditar una y otra vez el libro. Entretanto, el autor vaga por su establecimiento como un poseso, no come ni duerme, y, sólo de vez en cuando, vocea a pie de la escalera para preguntar por Emmanuelle a una cohorte de cocineras que preparan el rancho de los eventuales.

Así de frenéticos corren los meses. Y cuando el pabilo que ilumina la memoria de Mirabeau empieza a consumirse, llega la noticia de la fuga de los reyes y, al cabo de dos días, su detención en Varennes, Martín obedece una orden perfectamente grosera de Rivette y pasa horas con su carpeta ante las Tullerías esperando el regreso de la monarquía traicionera. Entretanto, y ya nadie discute que en ello le va la vida, Rivette escribe un manifiesto en pro de lo inconcebible, la república, y Martín se sume en la irrealidad: las ficticias recreaciones de esa República romana, tan ideal como una bucólica de Virgilio, quieren encenderse ahora entre los rescoldos de la vergüenza por haber creído en el rey como figura, símbolo y vehículo para aplacar a unos y a otros. Con mayor agilidad y descaro que en ninguna otra época, a una máscara que tiña de grandeza los acontecimientos le sucede otra. La welldonesca Ley del Vampiro nunca llegó a concebir esa velocidad. De hecho, nadie la concibe y es fácil, por tanto, caer de hinojos ante percepciones sobrenaturales de Providencia y Fatalidad. Así, en julio, la misma guardia nacional que la revolución crease, dispara sobre unos amotinados en el Campo de Marte y no ha prendido aún la mecha del último fusil cuando Rivette concibe y plasma El pueblo contra el pueblo. En esa obra, redactada a galope tendido, Rivette avisa que las armas se deben utilizar contra el enemigo común, y aquel que dispare contra un patriota comete sacrilegio cívico. Su dibujante, quien al parecer carece ya de nombre, se persona en el mismo lugar donde sólo un año antes tuvo lugar la Fiesta de la Federación y debe fantasear sobre los antecedentes de esos carros llenos de cadáveres y esos charcos de coágulo en los escalones del Altar de la Patria, esas madres llorando y la exigencia de venganza. Martín vuelve a la imprenta y lleva a cabo la diáfana consigna de Rivette: «Mejor cuanto más terrible, españolito…». Martín le recuerda que ese exacerbar el ánimo ha sido hasta ahora patrimonio de los amargados: era el mismo Rivette quien moderaba y buscaba la agudeza y el justo medio. Pero aquel Rivette ha muerto con Mirabeau y el sustituto proclama: «Es necesario un tono de ley marcial». Justo al pie de la escalera, se desgañita preguntando por Emmanuelle a las criadas. Y es la cocinera quien siempre responde y siempre responde lo mismo: que si el señor no recuerda que Emmanuelle ha ido a pasar el verano a la Borgoña a casa de los padres del señor.

—¡No me llames señor! ¡Soy el ciudadano Rivette!

La vieja cocinera se despide con todo el respeto hacia el ciudadano Rivette alegando una enfermedad de su hermana. Cuando pasa ante Martín, la vieja le mira de reojo y se persigna.

Martín busca la noche propicia. Cuando llega el momento, se dirige a Rivette, quien sin otra cosa que hacer, y deseando hacer cualquier cosa, va y viene por la imprenta, limpia moldes, engrasa tornos y la guía de las palancas… Martín, con mucho tacto, le llama «ciudadano» y le invita a brindar por la futura victoria de los ejércitos nacionales si se confirman los presagios de guerra.

Y en el café, mientras los asiduos se levantan solícitos ante uno de los mejores cronistas de la Revolución, y son ignorados con patente desprecio, Rivette se sienta, hace un gesto de cabeza hacia el resto de mesas y afirma:

—¿Ves a esos de ahí? Y a los de más atrás, ¿los ves? Todos espías, españolito, todos espías de unos y otros…

—Ciudadano españolito… —aclara Martín, quien sólo desea calmar la tensión continua de Rivette. Sin éxito.

—Es la última vez que te llamo español. Al hacerlo, te convierto en enemigo de Francia y de la Revolución. Se van a hacer obligatorias las Cartas de Hospitalidad antes de depurar la patria de extranjeros.

«Vaya… —piensa Martín—. Los temores se vuelven rumores que se vuelven hechos: no hay nada como imaginar desgracias para crear las condiciones que las hagan realidad. ¿No le explicaron algo parecido los jesuitas?». Mientras intenta recordar cuál y de quién es la cita que viene al caso, sigue aliviando la desmejorada firmeza de Rivette, y le dice:

—Pero si la mayoría es entusiasta…

—La mayoría se encoge de miedo. Ya no sabe uno de qué y con quién alegrarse, de qué y con quién apenarse ni de qué o a quién decirle «Me importa todo un rábano». Y nada me importa un rábano, porque en el extranjero, me consta, redactan los planes para exterminarnos. Estamos rodeados de conjura y se vuelve necesario el paso al frente.

De pronto, el de Viloalle recuerda la enseñanza de los jesuitas:

—¿Has leído la Retórica de Aristóteles?

—¡Por supuesto! ¡Anoche! —exclama Rivette con sarcasmo.

Martín ignora la acritud:

—Traduzco: «Lo que está en disposición de ocurrir, y hay voluntad de que ocurra, ocurrirá. Igual que lo que está en el deseo, la ira y el cálculo…».

Sin meditar en la sentencia, Rivette alarga los brazos y sacude los hombros del dibujante:

—¿No entiendes nada, o no quieres entenderlo? Te es indiferente cuanto suceda. Para ti sólo es una aventura, un pretexto para el florilegio sin sustancia… —y le imita—: «Estuve en París durante la Revolución, justo antes de que arrasaran todo… Pero qué espíritus vivaces y trágicos… Lo que ellos pensaban, ocurría, y lo que ocurría era temible». No es tu patria. No la sientes… Desaparecerás con el resto de forasteros.

—Siento la libertad, Baptiste. Y Francia es la libertad. Creo que he formado parte de un logro. Y temo por su entereza. Pero ahora sólo quiero solapar ese temor y apurar el gozo del día, ciudadano, que eso también es libertad. Quizá no me ha hecho más feliz la libertad, pero me ha dado más coraje y más aplomo. Que lo que tenga que suceder, suceda…

—Claro… Así, al menos, nos aliviamos de pensar que Marat llevaba razón, que está pasando mucho de lo que avisaba… ¿Qué será eso? ¿La capacidad profética de los malvados? ¡No! Yo tenía una tía en Dijon que era idéntica a Marat… Vieja, renegrida, mezquina, sólo vaticinaba desgracias. Y luego te recordaba sus antiguos augurios de tal modo que fingía no errar nunca. «Eso ya lo dije yo…», decía. Por supuesto, como tantas desgracias que nunca pasaron. Te entraban ganas de matarla… Y apuesto a que si la matabas, la vieja iba a morir diciendo: «Estaba segura de que eras un asesino…».

—¡Pues no lo digas, Baptiste! ¡Escríbelo!

—¿Para qué? ¿Para que vengan los secuaces de Marat a colgarme de un farol? Ahora hay que seguir a quienes acertaron. Y menos mal que no todos son Marat… D’Anton, Desmoulins… A Desmoulins le conozco bien. Tiene sentido común.

«Y a ti no te falta prudencia…», deduce Martín, quien ha unido su suerte a la de ese hombre. Nunca han existido, pues, los insultos que Rivette dedicó en su momento a Desmoulins, cuando este abandonó a Mirabeau por unas posiciones que entonces le parecían descabelladas y ahora convenientes. La amenaza de la guerra todo lo justifica. Hasta la insistencia en un brindis.

—Tienes mucha razón, Baptiste. Y recuerda esto: «Lo que está en disposición de ocurrir, y hay voluntad de que ocurra, ocurrirá…». ¡Brindemos por que no haya guerra. Pero si la hay, que la victoria sea nuestra…!

Y Martín alza el vaso. Sin embargo, Rivette tiene la vista fija en el asado como si fuese un cadáver más hasta que alza la mirada y sentencia:

—Supongo que sabes lo de Emmanuelle tan bien como yo.

Hacía años que la expresión de nube no asomaba al rostro de Martín.

—No te he dicho nada, porque no quería mentirte, Viloalle. Habrás oído que cuento que Emmanuelle está en casa de mis padres con nuestros hijos… Lo digo fingiendo que no sé que saben…

Martín sigue sin abrir la boca. Ya han tenido esa conversación al menos un par de veces, pero Rivette no lo recuerda. A modo de aproximación, decide hacer la pregunta que ha evitado en otras ocasiones:

—¿Añoras a tus hijos?

—Todos los días. Por suerte, están bien donde están… Son gemelos, ¿te lo dije? Gaspard y Gérard. Nacieron un poco débiles y decidí que se criaran en la salud borgoñesa. Tienen diez años… Buenos mocetes… Cuando esta vorágine se detenga…

Rivette sigue mirando la carne donde ya se forman pátinas de grasa. Sólo se alimenta de ideas funestas, que se le atragantan por numerosas y contradictorias. Al fin, habla:

—Me ha dejado… Se ha atrevido a dejarme… Está viviendo en casa de una prima suya y se pasa el día en los Cordeleros. Se ha vuelto loca, Martín. Una locura de gran oportunidad, hay que decirlo todo. Sólo morir el ciudadano Mirabeau, me echó en cara lo que llama mi solicitud perruna con un traidor. ¡Le llama traidor! ¡Mi propia mujer! ¡La misma que me debe obediencia absoluta y todo el respeto! La culpa es sólo mía. Por haber sido más que un marido para ella… Por haber sido el buen padre que no tuvo… Porque aquel cerdo la encerró en un convento sólo morir la madre… ¡Yo la eduqué! ¡Compartí con ella cada idea, cada intuición, unos hijos…! ¡Y me lo paga con desprecio y ridículo! Se imagina que puede discutir, debatir, ponerse a la altura de los hombres… ¡En la cama se pone a la altura! ¡Y con quien conviene, que bien que se deshacía cada vez que Mirabeau le hablaba! Y ahora, cuando por burla somos ricos gracias a mis libros y, por tanto, al designio desbocado de los tiempos… Trabajo día y noche para tener la cabeza ocupada. Porque si guardo un instante de reposo, la cabeza se llena de abominaciones, de caras y de nombres fornicando con mi esposa. Imagino a cada paso las risas en los Cordeleros, las burlas… La monjita conversa, la novicia lasciva de Diderot… Pero también imagino que se ha metido en la boca del lobo y que tengo que ir a buscarla para decirle: «Nosotros, Emmanuelle, sólo nosotros por encima de las ideas. Somos nosotros y nuestros hijos: el deber, la obligación, la entrega…». Pero no puedo ir a buscarla y rogarle y ponerme en ridículo aún más. No, de momento. No, mientras me asocien con la traición de Mirabeau que inventan… No, mientras sepa que voy a acusarla de lo puta que es. Porque lo es… Sé que lo es… Dime, ¿tú qué has oído?

—A todos los efectos, Baptiste, hablar conmigo sería como hablar contigo. Sabes que nadie se atrevería a decirme nada de lo que pueda hacer Emmanuelle en los Cordeleros o en cualquier otra parte.

¿Ha mentido Martín? No. ¿Se repugna? Del todo. Ahora, no ha de preguntar lo que va a preguntar. Sin embargo, ha de hacerlo por mucho asco que se dé:

—Soy tu amigo, Baptiste… ¿Quieres que hable con ella?

Rivette bebe por fin un buen sorbo de vino y le mira con simulación de templanza:

—Ni se te ocurra… Y recuerda algo más. Soy el dueño. Y por ello te ordeno que nunca hables con ella si no es en mi presencia. Si por casualidad te encuentras con Emmanuelle, o si cometes el disparate de entrar en ese nido de víboras, ni se te ocurra saludarla. Hablaré primero con Desmoulins. ¿Te he dicho ya que es de los pocos que tiene sentido común?