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En el salon doré de Louisenlund y en la terca duración de la tarde, algo de luz burla el cortinaje echado, se vuelve polvo y destella en los espejos. Ante la curiosidad de tres filas de butacas, sentados en baldosas que figuran la rosa de los vientos, Herr Da Vila y los infantes Friedrich y Christian ofrecen una velada de linterna mágica en honor a la princesa Luisa en el día de su aniversario. Las pinturas animadas desfilan con éxito sobre un lienzo blanco que sólo por hoy esconde el retrato de una antepasada a quien nadie recuerda.

Durante un solo minuto gira la manivela que impulsa la invención. Martín se alegra de la contenida euforia en la mirada de los infantes y se convence de que ha diseñado una contrapared donde todo es armonía frente al abominable mundo imaginario que antes le torturaba. Ahora obsequia a los infantes y a los príncipes con emociones y sosiego, no por trabajados, menos honorables.

La chispa inventiva que le hizo reorganizar el ingenio óptico, y ese modo de animar figuras, se le ocurrió en Gottorp, paseando a orillas del fiordo, al observar el vuelo de una bandada de pájaros hacia el desafío del bosque noruego, tras mucho devanarse el seso y cuando ya nada esperaba. No recuerda cómo una cosa llevó a otra (¿la noria del tiempo, de las estaciones?, ¿la manivela que todo lo prensa?, ¿la garrucha en la cual se enreda la vida?); el asunto es que, si nunca volverá la única y fugaz relación de ideas, tampoco olvidará la fresca serenidad del aire, ni la inédita experiencia de oír cómo se agrieta una extensión de hielo en sonido largo y lento. Los huesos del Norte crujían; láminas que detuvieron la vida y ahora la reaniman con el mismo gemido que la Nada cuando Dios dijo: «¡Hágase la luz!».

Las figuras desfilan por el lienzo, según decíamos, y Fabianus entona una canzonetta de propia inspiración: «Hay dos pastoras, cuyo nombre no diré, bellas por igual, pues son madre e hija, aunque hermanas parecen». Fabianus aceptó a regañadientes la orden de componer y sólo por el entusiasmo de los infantes se ha ido animando en los últimos días. Ahora derrocha sus agudos con música de cuerda y moderno fortepiano. El corazón de Fabianus no es tan duro y la ilusión lo encoge; por ello sigue cantando mientras, en el lienzo, se representa una divertida fábula.

Esta que sigue:

Las figuras que representan a Friedrich y Christian se despiden del canciller Koeppern, quien se encoge de hombros y agacha la cabeza varias veces como lamentándose de los deberes que le retendrán en Gottorp durante el verano.

Y se ríe en el salon doré.

Ahora, los infantes evolucionan por un sendero mientras juegan a la pídola. Uno se agacha, el otro salta, y en su avance los niños adelantan fondos de carrozas, lacayos cargando baúles, el pabellón de descanso, un pelotón de caballería y, más allá, cocineros y criados que siempre se anticipan una semana a los príncipes y su séquito.

De soslayo, Martín advierte la sonrisa y las mutuas miradas en los umbrales de doncellas y ujieres, que se sorprenden y hasta se emocionan por su mínima aparición en aquella historia.

En la pared empieza el auténtico drama, pues los niños se cruzan con una fila de monjes, indiferentes en principio al juego de los mozalbetes. Pero no son monjes tales monjes, sino malandrines. Así que se despojan de los hábitos, blanden sables, hoces y guadañas, saltan como cabras, rodean a los infantes…

La corte se indigna con ahogada protesta.

Ante la amenaza de los bellacos, las figuras de Friedrich y Christian echan a correr, perseguidos, sí, pero veloces, hasta que topan con un mago de estrellada túnica que de algún modo convoca en su porte la sabiduría de los siglos.

Y Martín recuerda que Welldone tendría que hallarse en el salón, venido desde Eckenfiorde; pero como a la corte le es indiferente su ausencia, ríe mucho.

El mago entrega a los infantes unos martillos mágicos y sale volando en el instante preciso en que los falsos monjes alcanzan a los niños. Con ese instrumental, que Martín ha copiado de unas láminas del dios Thor, no parece raro que los niños machaquen a los falsos monjes, las cabezas trituradas giman y las piernas huyan sin sus dueños. Cuando sólo queda uno de esos facinerosos, se arrodilla ante los niños implorando clemencia. Para que no le escalabren, el falso monje les entrega una copa luminosa de cuyo interior surge la palabra

GRAAL

Martín, quien nunca imaginó que alguna vez le fuera a servir de algo el dominio de la caligrafía gótica, se sonroja cuando el príncipe Carlos aplaude frenético y anima a la concurrencia a imitarle: porque ¿acaso no es eso una versión de la historia del héroe germano Parsifal? Y la concurrencia, sobra mencionarlo, se anima.

La historia continúa y los niños, con el talismán en su poder, avanzan hasta encontrar a una bella muchacha…

… Y Martín mira de reojo a la infanta María, que abre el abanico y oculta su rostro a las súbitas miradas con el deseo de ser tragada por la tierra… En ese punto del relato, la noble muchacha parece explicar algo a los infantes. En el salón se especula qué estará diciendo…

Martín hace un alto para que callen los que cuchichean y pueda seguir con la historia. No supuso esfuerzo convencer a los infantes de que sus dibujos eran óptimos, aunque se hiciera necesario retocarlos, ordenarlos en una historia sencilla y trasladarlos a papel vegetal. En las últimas semanas, tras mucho razonar el mecanismo, Martín dibujó la acción con pequeñas variantes en dos filas, arriba y abajo. De ese modo, consiguió una banda que colocó enrollada e invertida en la parte izquierda de su linterna. La manivela de alambre iría desenrollando esa tira al paso entre el foco de luz y dos lentes, dispuestas una sobre otra, que a un tiempo, y con la misma vuelta, iría cubriendo y descubriendo los dibujos. Así conseguía ilusión de movimiento; la misma que ahora maravilla a los presentes. Aún se asombra Martín de que fuera tan simple.

Cuando prosigue la historia, los dos infantes y la infanta caminan hasta llegar a Louisenlund, en cuya puerta esperan el príncipe y la princesa, aunque nadie sabe, ni se preguntará, cómo y cuándo han llegado. Rinden honores los tres hermanos, la princesa se adelanta y el primogénito Friedrich entrega el grial. La princesa besa a sus hijos en la frente. La figura dibujada del príncipe Carlos se vuelve a la sonriente corte de carne y hueso en el salon doré y levanta un cartel que reza

ENDE

La corte ríe, aplaude, da vivas a Dinamarca, a Schleswig-Holstein, a Hesse-Kassel, a Brunswick, a Hannover, a Inglaterra, a Prusia y a la princesa en el día de su cumpleaños. Enseguida, ruega que esa historia pintada desfile de nuevo en la pared. Tras valorar de un vistazo la opinión de Fernando de Brunswick y de Luisa, el príncipe Carlos accede, no sin resignación, ya que desea proseguir a toda costa el excitante juego que imita la batalla de Neisse. Así que vuelve la música, canta Fabianus y la animación de los infantes ilumina el blanco lienzo. Sin embargo, cuando la historia llega al capítulo del mago, una súbita y viva presencia se cruza como un mal sueño con el haz luminoso y su sombra se agiganta en la pared. Mientras dos lacayos le retiran sin miramiento, formas y colores reptan por la cara y la indumentaria del señor de Welldone quien, para hacerse respetar, grita «Daemon spectra ab inferis revocata!», y después, ante la tenacidad de los sirvientes que le arrastran, vocifera:

—¡Dejadme, esclavos, traidores a Espartaco! ¡Anunciad al señor de Welldone! —Luego, mientras aún se resiste con fuerza inaudita, señala a Martín—: ¿Y qué haces tú, traidor, ladrón de invenciones? ¿No seré yo ese espantajo que reparte griales?

Ante la interrupción y el revuelo, Carlos manda descorrer el cortinaje, iluminar la sala, que Fabianus enmudezca y que los lacayos suelten al imbécil. La servidumbre surge de todas partes; los sillones vuelven junto a las paredes y mesitas; algunas miradas asesinan a Welldone y otras se mofan con guiños y cabeceos; las faldas polonesas de seda flotan y oscilan hasta distribuirse por el salón de acuerdo a un orden antiguo y secreto y, en gesto simultáneo, relampaguean los abanicos y centellean las risas. Entretanto, el antiguo socio de Martín lanza fuego por los ojos y, como suele, alisa su indumentaria, lujosísima esta vez: una casaca a rayas azules y verdes de la que prende la insignia romana de la Espuela de Oro —una condecoración que nada premia, según sabe Martín, pero quizá sea allí el único en saberlo—, un chaleco de seda con escenas campestres, un cuello de pajarita y calzón de raso. Tanta elegancia se ve embrutecida por el sarcasmo de su boca imparable:

—¡Qué ven mis ojos! ¡La crema de la crema de Europa! ¡Hoy no se ara la tierra! ¡Hoy no se pisa la uva! A juzgar por mi porte y el vuestro, excelencias y otros animales, he llegado con veinte años de adelanto. Veinte años menos dos horas para ser exacto. En fin, haya paz. Me disculpo y quedan disculpados…

Y Welldone se inclina en exagerada reverencia cuando la corte, remota en cuanto geografía, pero idéntica a las demás, le ha olvidado y prosigue la velada como si tal cosa. La música vaga por el aire. Se felicita una vez más a la princesa y se elogia la esmerada educación de los infantes. El príncipe Carlos y el duque de Brunswick, los auténticos niños allí, se abalanzan sobre la enorme mesa de caoba circular, obra del ebanista Riesener, para proseguir su falsa batalla de Neisse donde ofician de coimes y árbitros a un tiempo maese Helwig, por la parte de Brunswick, que se simula prusiana, y el joven Vinturinus, por la parte de Schleswig-Holstein, que se simula austríaca.

Signore Da Vila, prego

Es extrema la deferencia de Luisa al dirigirse en italiano al profesor y muy delicado el tacto al presionar la mano de Martín quien, no muy ducho en etiqueta, al rendir honores se ha postrado de hinojos ante la princesa como si del mismo Papa se tratase:

—Se lo ruego, levántese… —añade Luisa, algo avergonzada.

Y cuando Martín se levanta:

—He de decirle, signore Da Vila, que al margen de este obsequio maravilloso, Schleswig-Holstein se halla muy satisfecho de usted. Hágame una confidencia: ¿con qué pócima ha hechizado a esos mosquitos de mis hijos para que se queden quietos dibujando y coloreando todo eso? ¡Es increíble!

En verdad lo es. La de noches en blanco que ha pasado Martín conforme se acercaba esta fecha.

—¡Todo se lo he enseñado yo, alteza! —interrumpe el de Welldone sin ninguna distinción, mientras, con toda distinción, reverencia.

La princesa Luisa ignora al viejo. Sonríe de nuevo a Martín y con un hábil giro del cuello, como si algo la reclamara en otro lugar, pregunta sin mirarle:

—¿Nos acompañará a la mesa esta noche, verdad, signore Da Vila?

Martín, que no esperaba eso, enmudece y se sonroja.

—Sea… —dice la princesa y se esfuma sin dar una oportunidad al viejo tunante, que ya abría la boca.

—Si pienso en las grandes damas que dijeron alguna vez que yo era fascinante, y batían las pestañas al decirlo… —musita Welldone, mientras ve cómo un nuevo corro de besamanos rodea a la princesa—: Vista de pie, es bien robusta nuestra graciosa princesa. Y casi un año más vieja, de pie y sentada.

Welldone mira a Martín con sorna hiperbólica, hipnótica. Pero Martín no se arredra:

—Ha hecho una entrada triunfal, señor de Welldone. Tan digna como las palabras que le han acompañado. Cuando quiera, le propongo que reproduzca «su invento». ¿Acepta el reto?

—Lo que tú digas, novicio. Y es verdad, he de reconocer que me he asilvestrado un poco en estos meses de malvivir en una tintorería en ruinas, sin una mala visita… En fin, te perdono, si me haces un favor. Finge que te digo algo muy ingenioso para que los presentes reparen en mi persona. Ríe, pero sin carcajada, ya sabes. Venga, ríe, y de paso nos vamos acercando a la mesa donde está el de Brunswick.

Y ríe Martín como si le hablara un arlequín de Marivaux, mientras busca con la mirada a la infanta María para presentarle sus respetos y conseguir un cumplido. Si no fuera con el carcamal… Vuelve la cabeza a un lado y a otro, soporta esta vez que su acompañante le diga que, con tanto mirar aquí, allá y más allá, parece una oca en un comedero. Ve Martín cómo retiran la linterna mágica. Los infantes Friedrich y Christian, junto a otros niños y sus ayas y preceptores, persiguen a los lacayos, ordenan que les entreguen la linterna para encerrarse con ella en una estancia. Y antes de llegar a la mesa donde se dirime otra vez la crucial batalla de Neisse, Martín apura visiones que sólo le serán concedidas esta noche feliz. Mira a las damiselas, y aun a las damas, conocidas y desconocidas, y piensa en cómo le atraen de modo brutal, y no sólo por la vanidad que su rango convoca. Aquellas muchachas poseen una tez blanquísima y mejor conservada, las manos más bellas, más gracia en el vestir, cierto aire de finura y limpieza en toda la persona, un gusto más delicado en el habla y la compostura. La fértil imaginación vence la magra experiencia: Martín de Viloalle no renuncia a desatar algún día esos lazos de corsé, a besar el suave alabastro…

—Se te van a caer los ojos… ¡Y no rías más! ¡Pareces un autómata! ¡Observemos este cartón, estos soldaditos de plomo, como si entendiésemos algo!

Y Martín, rehén de alguna argucia de Welldone, se sitúa en el polo contrario de aquel en que meditan sus jugadas el príncipe Carlos y el duque Fernando de Brunswick.

Sobre la mesa, vuelta mapa topográfico con cuadrados que han sido numerados hasta el mil seiscientos sesenta y seis en distintos colores que fingen rango de tropa y calidad del terreno, se ubican pequeños cañones, infantes y húsares. El príncipe Carlos lanza un dado, maldice, medita, pronuncia un código cifrado y el joven Vinturinus con una larga espátula mueve un regimiento ficticio. Martín mira de reojo a Welldone, quien observa a los poderosos. Quiere hacerse ver, maquina, gesticula y, al fin, cansado de que el juego discurra sin que le sea prestada la mínima atención, aborda al llamado Helwig. Este redacta a veces unos apuntes y se los pasa a su señor, el duque de Brunswick, como si se hallasen en una verdadera campaña:

—Dígame, joven… —le dice Welldone al tal Helwig, que rondará los cincuenta—: ¿No es esta la batalla de Mollwitz, la misma en la que Federico pudo escapar a lomos de asno? ¿La gesta que el Grande aún evoca cada diez de abril diciendo a sus oficiales «Así hicieron vuestros padres en Mollwitz»? Y yo siempre he dicho: menos mal que los padres hicieron algo, porque si llegan a imitar a Federico ahora están lo menos en la China arreando el borriquillo…

—Caballero… —interrumpe con enojo solemne Helwig, mientras percibe con alivio que ni el príncipe ni el duque han oído la impertinencia de Welldone—: … este cartón no representa los hechos de Mollwitz.

—Excelencia, joven, llámeme excelencia… ¿Me dice que esto no es Mollwitz? ¿No es este río el Neisse de Lausitz? ¿No son de aquel lugar estas colinas y estos bosques? Y eso otro es la frontera de Bohemia… —Welldone comprende el mapa a la perfección—: ¿Y no son estas las murallas de la misma Neisse?

—La batalla de Mollwitz tuvo lugar en el cuarenta y uno. Pero hubo otra batalla en Neisse… —explica Helwig con paciencia—. En el año cincuenta y ocho, junto al mismo río. Y ha quedado en los libros como batalla de Neisse. Y es esta de aquí, la que ve su excelencia…

—Y usted la ha vuelto a inventar… ¿No quedaron contentos con el resultado? Puedo imaginármelo. Fue una gran victoria de los austríacos, ¿no es así?

—No, fue una victoria de Prusia.

—Pues no es eso lo que se dijo en París. Mis excusas por hallarme en París. A uno las guerras le tocan donde le tocan. No vaya a reprocharme ahora, después de tantos años, alta traición o cosa parecida. Así que ganaron los prusianos… Vaya, vaya…

Welldone medita, alza la mirada, la baja, pinza un cañón, lo observa, lo deja en una casilla equivocada. Helwig, nervioso, devuelve el regimiento de artillería a su lugar. Welldone se excusa, empieza a dar una vuelta en torno a la mesa, y al fin pregunta en alta voz:

—¿Seguro que ganaron los prusianos, Helwig?

—Estuve allí… excelencia.

—¡Oh! The few! The happy few! ¿Y por qué bando?

—¡Me ofende usted! —exclama Helwig, enojado—: ¡He sido oficial prusiano!

—¡Qué bien! ¿Y alcanzó ese grado sin llamarse «Von Chuchen­chafen­chofen»?

El príncipe Carlos vuelve la cabeza de pronto, mira a Welldone, y en su frente se lee el mudo lamento por la ligereza del dado que su mano sopesa, inofensivo si fuese arrojado y diera de lleno en el viejo liante. Pero ha surgido cierta curiosidad burlona en el duque de Brunswick, tan vetusto como Welldone, aunque gordo y cargado de medallas. Y el de Brunswick pregunta:

—¿Qué diría?

—¿Qué diría sobre qué, excelencia?

—Usted, conde de Saint-Germain, iba a decir algo…

—¿Nos conocemos? —pregunta Welldone como si hablase a un vagabundo.

—Desde luego. Si conoció a Jesucristo, como dicen que ha dicho en alguna ocasión, a buen seguro se ha encontrado conmigo en un lugar o en otro. ¿No me recuerda? Me ofende usted… Temo que fuera en Londres y temo que entonces se hiciese llamar conde y sólo ejerciera de amable salonnier con oscuro prestigio de alquimista… —El de Brunswick espera la risa de todos, la recoge, prosigue—: ¿Ahora enseña estrategia? ¿Ahora duda de quién fue el vencedor inapelable de la batalla de Neisse?

—No, por favor, excelencia… Sólo deseaba informar aquí al caballero que la batalla de Neisse no fue tal batalla, sino una escaramuza más bien ridícula… Pero en aquellos meses centrales de la guerra, los dos bandos anhelaban enardecerse con la noticia de una victoria.

—¿Estuvo allí como ha estado en la antigua Roma y en las cruzadas?

Martín no entiende mucho, pero observa a Welldone y, como le conoce, intuye la idea general que sugiere el de Brunswick. Y la comparte, desde luego; sin embargo, prefiere correr el cerrojo de antiguos rencores.

—¿Yo en Neisse? ¿En ese Neisse? No, no, no… ¿A quién le apetece estar en una escaramuza sin importancia? Los hechos allí ocurridos me fueron relatados por alguien cuyo nombre, ya que guardo juramento, sólo diré si me obligáis a ello y en razón de vuestro rango.

—Le obligo, le obligo, claro que sí… —ordena jubiloso el de Brunswick, convencido de tener al ratón entre las fauces.

—Como queráis, y allá vos con vuestra conciencia. El nombre que queréis oír es Werner Von Scheppenburg… Me habló de una jornada de tedio, de mucha cerveza, de cierto problema matemático y de una serie de azares que no adeudan nada a esta réplica en miniatura. Lo único que aprendí cuando me contaron lo sucedido es que cuando hay paz se juega a la guerra. Y cuando hay guerra… Se juega a la guerra también.

—¿Habla del general Scheppenburg? —pregunta Carlos, quien no ve relación ninguna entre el anciano saltimbanqui y el nombre que acaba de mencionar.

En cambio, el de Brunswick mira a su ayudante Helwig, quien afirma con la cabeza, algo pesarosa, y tras una reflexión, se frota la oreja derecha con la mano izquierda.

—El general Von Scheppenburg, sí. Entonces quizá sólo fuese un oficial… —confirma Brunswick—: Aproxímese, Saint-Germain…

Y ante el estupor de los que circundan la mesa y de algunos corros próximos, Welldone se acerca al duque, quien inicia una serie de preguntas. Y si confusas son las preguntas, las respuestas son delirantes, salvo para los protagonistas del diálogo y el conocimiento masónico de Martín, quien ha presenciado ese toma y daca en cien oportunidades, lo menos:

—¿Ha conocido del mismo modo a Scheppenburg que a Marschall de Bieberstein? —pregunta Brunswick, con visaje de la mayor intriga.

—Mucho tiempo después, aunque en circunstancias similares… —responde Welldone, impasible.

—¿Dónde le conoció?

—En Brandenburgo a uno. En Varsovia al que murió.

—¿Sabía algo el que murió?

—Sabía tanto como el difunto Hund.

—Pero Hund no quería engañarnos, ¿verdad?

—Era un buen hombre como he conocido pocos.

—Sí que lo era… —y tras meditar un instante, mientras examina a Welldone de otro modo, el duque pregunta—: ¿Quién fue el predecesor de Marschall de Bieberstein?

Y, entonces, cuando parece que todo es cordialidad, fraternidad y felicidad, Welldone enrojece y su mudo furor casi asusta al personaje que tiene enfrente, un viejo guerrero, al fin y al cabo. Pero como ya se ha visto en diversas ocasiones a lo largo de esta historia, la rabia de Welldone se concentra en los ojos, el tono se nutre de rabioso sarcasmo y, como siempre, dice en mala hora:

—Si lo que desea Vuestra Merced, el insigne vencedor de Minden, es una reverencia, aquí la tiene —y con floreada pirueta reverencia Welldone al de Brunswick—. Y si queréis que os adore, me postro y entono letanías. Pero mucho cuidado con burlaros de mí. Porque a estas alturas de mi vida me tratáis como a un bachiller que ha de soportar ridículas preguntas…

—¿Por qué escupes mojigangas, tintorero? —pregunta ahora el príncipe Carlos, quien va perdiendo el juego, al parecer, y ni le gusta perder, ni le gusta ser interrumpido mientras pierde, ni le está gustando la comedia de su protegido.

Welldone no se arredra:

—La respuesta sobre quién fue el antecesor de Marschall de Bieberstein es el barón Rod, de Königsberg. Rectifico. Esa es la respuesta que vos, señor duque de Brunswick, vencedor de Minden, queréis escuchar. Pero, ay, ¿dónde estará la verdadera respuesta a una pregunta que es mucho más intrincada de lo que parece? Mirad, oh, gran guerrero, hasta dónde he tenido que llegar buscándola.

Ríe el de Brunswick como si entendiera algo. Y ríe el príncipe Carlos, porque admira al de Brunswick y es su invitado. Y ríen todos porque sí, mientras se abre la puerta central del salón y un mayordomo declama en francés inventado que la cena está servida. Como el príncipe Carlos tiene que encabezar el desfile, el duque de Brunswick acompaña a Welldone y los dos entran juntos en el comedor que llaman «de las porcelanas».

Ante el bullicioso desfile, Martín se queda como un pasmarote junto a la mesa de caoba. Finge que mira la batalla, muy concentrado. Es entonces cuando la infanta María se acerca hasta él, le da un suave toque en el codo para que Martín ofrezca el brazo. Entretanto dice:

Herr Da Vila, ¿tendríais la gentileza de acompañarme a la mesa?

—Será un honor, alteza… —y a Martín le tiemblan las rodillas.

—Preciosa historia la de la linterna mágica. ¿Os ha costado mucho perfeccionar el ingenio?

Cuando Martín entra en el gran comedor de porcelanas, con el rubor pleno de hacerlo con la infanta, y ya abre la boca para explayarse en la elaboración de la linterna, apenas siente como si un gorrión levantase el vuelo de su antebrazo, mira en torno suyo y la infanta ya se sienta entre dos petimetres que le jalean ocurrencias danesas.