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Pero ¿quién era Jean Deville?
Si pudiera, nos diría: «Nací, sufrí manías faciales, engañé, me engañaron, morí». La historia que ahora prosigue ha de sumar lo debido a ese resumen atroz.
De momento, nos hallamos en disposición de mantener que el verdadero nombre del recluta al servicio del rey de Prusia se fue gastando, encubriendo y falseando en los salones, en las logias, en las tabernas, en las aduanas y en los banderines de enganche hasta llegar a ese último «Jean Deville». El verdadero nombre de aquel recluta era Gonzalo de Viloalle y de Bazán, y una década antes del fatídico ocaso del año del Señor de 1758, era conocido por su familia como Gonzalito. A veces, el diminutivo actúa como un mal presagio.
Sin meditarlo nunca, pero calado de ello en carne y sangre, el más pequeño de los hermanos de Gonzalo de Viloalle, animado primero por los avatares de una juventud singular, y luego por el aliento de los ingeniosos, de los tramposos, de los enardecidos, de los vanidosos, de los invictos y de los enardecidos, llegó a creer en una suerte de inmortalidad de Gonzalito, pues ese hermano, Martín de Viloalle y de Bazán, mantuvo un peculiar comercio con tan excelso y raro atributo.
En la tumba de san Ignacio de Loyola reza esculpido el epitafio «No ser abarcado por lo grande, sino contenido por lo más pequeño».
Si hay una idea grande, excesiva, es la de un alma inmortal. Nada más menudo, en cambio, que un alma peregrina.
Pero dejemos a un lado ese oráculo fingido, y como nada puede hacerse ya por Gonzalo de Viloalle, caído en una batalla que nunca sucedió, elijamos a su hermano como guía de nuestra historia.