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En plena tarde de verano del año de Gracia de mil setecientos ochenta y seis, cuando en París se diluyen los ecos del asunto del collar, la rueda magnífica recupera el colosal movimiento, y danza María Antonieta, caza Luis, paladean limonada en sus châteaux los de Rohan y libelistas de cualquier estofa se distraen con picardías que suceden tras los ramajes, aquí, en el plácido Norte, las gaviotas graznan, se llaman, sobrevuelan, caen en picado o se mecen en ese Báltico que lame los jardines del palacio de Louisenlund. Es la hora de dibujo bajo los cipreses del ala este y Martín se sienta con los infantes. Algo más allá, el pastor Mann repasa un libro de himnos y a veces se inquieta y otras maquina, y Fabianus tararea, garabatea en un pentagrama, cierra los ojos con los puños en estudiado gesto de rabia intelectual.

Martín traza rápidas líneas. Intenta dibujar una escena que está sucediendo en el tejado de palacio, entre mansardas, hacia la cornisa. Un gatito azafrán, que a saber cómo ha subido allí, pugna, esquiva, se esconde, salta y se equilibra, lucha con la gaviota que le acosa. La gaviota bate sus alas, queda suspendida en el aire para desconcierto del felino, que intuye la trampa del vacío como intuye que carece del hasta ahora subestimado don del vuelo. Y se enrosca el gatito en sus pasos, algo desquiciado. Ahora, la gaviota hipnotiza al felino al enfrentarle la trémula blancura de su vientre y, al verle confuso, lanza el pico. Sobre la escena, la inmensidad del cielo.

Si reflejara en el papel lo que ve, lo que sabe que está viendo, la cordialidad y ferocidad de lo que ve, forjado al fin el rayo imaginario sobre el que discurre a menudo, sería maestro en su oficio. Y por no conseguirlo en esas rápidas líneas, o porque mientras dibuja se convence del fracaso, desespera. ¿Por qué esa necesidad de urgencia, de inclinarse sobre el papel, de traspasarse? Son otra vez los meros «garbanzos del alma», la necesidad de ser uno y seguir hasta las últimas consecuencias un propósito aunque parezca raro y nimio. Quiere convencerse de que el dibujo, sólo un dibujo, perdonará las muchas faltas de su biografía. Y de repente, como si abriera los ojos tras mantenerlos cerrados mucho tiempo, y esos ojos se sacudieran la arena de años, a Martín le viene a la cabeza que algo sigue inmóvil desde que pasara sus últimas semanas en el pazo de Viloalle frente a un castaño, aquella corteza centenaria, las raíces como patas de una araña gigante. Y surge la espinosa duda: quien asalte el don de conquistar los propios trazos, que la forma del mundo sea su forma, quien pruebe a revivir en serio la lucha entre gato y gaviota, volverá al inicio una y otra vez, morirá de incertidumbre. La gloria de la tentativa; la dignidad del pentimento. ¿Quién los quiere a estas alturas?

La docencia es más saludable.

Ahí siguen los infantes, ensimismados. Friedrich, el que ya es muchacho, y Christian, quien no quiere ser un niño, en todo imita al mayor y como única práctica artística se dibuja sobre el labio la pelusa que su hermano ya merece. Tanto Friedrich como Christian han tomado este verano la costumbre de disfrazarse con chaleco amarillo y casaca azul, tal que burguesitos desorientados, según incita la lectura de Die Leiden des jungen Werther, un libro que ha ido contagiando como viruela a los jóvenes teutones hasta llegar a esos áridos pagos. Martín está seguro de que chaleco, libro y casaca se llenarán de polvo en los desvanes en cuanto la corte regrese a Gottorp, el mayor de los infantes parta a la academia militar de Copenhague, y el menor, lejos de esa influencia, se concentre en llegar a hombre cuanto antes. Lo mismo ha de suceder con ese huraño semblante wertheriano que vuelve a los infantes graciosas réplicas de Mann. A diferencia de Martín —quien halla provecho en esa desmedida novelería, ya que el personaje llamado Werther es muy aficionado al dibujo y a la pintura—, el reverendo se preocupa por ese aire gazmoño de la juventud que, si el pastor no lo remedia, alterará la férrea matriz pietista de las almas a su cargo. Fabianus, quien introdujo en la corte ese modelo enfermizo, lo asume y se entrega a la melancolía. De ahí el tarareo bajo el ciprés, componiendo una ópera sobre las desgracias del tal Werther, las cuales distan mucho de las del paje. Fabianus ha engordado lo menos tres arrobas, sus gestos son cada vez más afeminados y ya no busca la mofa, se la encuentra.

El infante Friedrich entrega un dibujo a Martín para que lo revise. El profesor sacude las briznas de hierba del cuaderno y regaña:

—Alteza, ¿debo suponer que sobre este papel organiza desfiles un ejército de ratones?

Excusez-moi?

Las manchas, alteza, el desaliño… No por tratar un motivo extravagante, y enseguida hablamos de ello, un dibujo debe ser presentado con falta de pulcritud.

El infante Friedrich se encoge de hombros, mientras el profesor Da Vila examina el dibujo de un cadáver tendido, según es costumbre, pero sonriente, que no suele. En la mano del muerto, la pistola fatal. Llevado quizá de un afán de mejora de la composición, en medio de la nada flota una mesa que sostiene un volumen titulado Emilia Galotti y una botella volcada que derrama líquido oscuro.

—Dígame, alteza, ¿considera edificante el asunto de este trabajo?

—Me atrevo a llamarlo sublime —replica Friedrich taconeando, mientras añade más seriedad a una expresión ya muy severa.

Martín tiene ganas de echarse a reír. Pero su socrático deber es preguntar y estimular el razonamiento.

—Aunque lo deduzco, ¿me podría suscribir su alteza cuál es el modelo en que se ha inspirado para esta «sublime» representación?

—¡Es el destino del joven Werther, Herr Martino! —y «Herr Martino» evoca la entonación de «imbécil».

—Bien, bien… —y el de Viloalle, antes de proseguir su comentario, mira de reojo al pastor Mann, quien da vueltas y revueltas a su libro de himnos—: Sepa su alteza que la representación de un cuerpo tendido es harto difícil. Sobre todo si la cabeza queda en primer término y el cuerpo se inclina hacia el fondo de la representación. Ese escorzo requiere suma destreza. Muchos artistas eluden tal complicación, ya sea con armas, violines, cadáveres… Como no puedo, ni debo, remitirle a modelos católicos, le aconsejo que repase algunas láminas en las que el francés Chardin representa diversos objetos en esa disposición, la misma que busca para el señor Werther. Imítelos y luego sustituya el cuchillo por un cuerpo humano.

Cariacontecido, el infante vuelve bajo su roble y, una vez allí, rasga el dibujo como si se rasgase el mismísimo corazón. Mejor. Así el pastor Mann no verá hasta dónde llega la rebelión temática de sus pupilos.

Se oyen voces más allá del jardín y se aproximan. Martín mira en todas direcciones antes de verificar que las llamadas se dirigen a su persona. Un soldado de la guardia le llama. Con permiso del infante Friedrich —quien ya lo exige, y ahora se demora en concederlo, en venganza de la amonestación recibida—, Martín se levanta y, según se encamina al cuerpo de guardia, divisa al soldado, a una muchacha de buen ver y, ya tras la reja, a un niño desarrapado en posición de firmes que sujeta la brida de un mulo.

—Esta moza, que pregunta por ti… —informa el soldado gañán, mientras saliva ante la grupa de la joven, alta y gallarda. La mirada azul de la muchacha brilla al ver a Martín, y eso es bueno.

Tentado está Martín de llamar al oficial de guardia para que arreste al soldado por el tuteo para con él y la desvergüenza con la joven. Sin embargo, el soldado ha vuelto a la garita y, además, hay algo en la sonrisa de la muchacha, casi un ruego, que si Martín no interpreta mal, quizá sea promesa. En la tarde milagrosa, quizá llegue a un oasis en su penosa travesía por el desierto de la castidad.

Así, antes de que la moza vuelva palabra el gesto solícito, Martín mira en todas direcciones y no deja circunstancia sin estudiar. Desde el declive del jardín donde se encuentra, no le ven el pastor Mann, ni Fabianus, ni los infantes; con sólo andar cuatro pasos hacia el fiordo, le pierden la mirada los soldados, el niño y hasta el mulo. Ocho pasos y se desenfila de los ujieres de la puerta principal. Hasta calcula las horas de luz, que en aquel lugar, y en esa estación, son muchas y límpidas. Así que toma del brazo a la muchacha, encorva la espalda y, con la cabeza pendiente de la monotonía del sendero, tal que si meditase un asunto decisivo, arrastra a su acompañante hasta un bosquecillo que no se llama «de Venus» como el de Versalles, pero ya se llamará. En el mirador que asoma al fiordo y al lentísimo y dulce atardecer del Báltico, Martín pretende, con el arresto de los grandes burladores, satisfacer una doble pasión: la principal es erótica; la otra se llama venganza. De nadie en particular, de la existencia toda.

A mitad del sendero, Martín observa con astucias de fauno esas blancuras que caminan a su vera, repasa, se deleita. Comprueba que la muchacha no necesita esfuerzo alguno para seguir su paso, ya que la cabeza del viril dibujante llega al hombro de esa valquiria.

Ya en el mirador, un panorama verdeazulado se extiende hasta la otra orilla del fiordo. Martín ordena el alto a la muchacha, avanza unos pasos, admira el talle ágil y cómo su leve giro mece la rubia trenza. ¡Qué graciosa!

—¿Cómo te llamas? —pregunta Martín con autoridad.

—Gretha —y Gretha le extiende unos papeles doblados como una carta, pero sin sello alguno.

Martín toma las manos de Gretha con la decisión y el aplomo del mismísimo príncipe, y enseguida vuelve la muñeca y estudia sus palmas. Ni un callo, ni una rozadura. Una casadera de manos suaves. Al fin, toma los papeles mientras interroga:

—¿De quién eres hija, Gretha?

—Mi padre, Herr Ludwig Alvensleben, es el mayor comerciante de abonos del principado. Los abonos Alvensleben se venden en toda Dinamarca y en muchos estados de la noble y antigua liga hanseática. Son los mejores. Impulsan la cosecha al cielo, los abonos Alvensleben.

—¿Y yo debería saber eso, Gretha?

—Oh, no… Sólo quería… He venido, porque…

—Está bien, está bien. Calla un momento…

Satisfecho de sí mismo, Martín finge estudiar el recado de la moza.

La presunta carta gasta más arrugas que un dátil. Todas las hojas llevan un corte en el lado derecho, indicio de que alguien quiso rasgarlas una vez. El papel es misérrimo y, al trasluz, uno imagina sin dificultad las ramas y las tronchas de un bosque petrificado. Al mirar un papel y otro por fingido trámite, ya que le domina un asunto de mayor sustancia, Martín descubre en cada hoja un pequeño emblema desleído: tres lobos con ojos de diamante y el lema Ab ipso ferro. Y en el saludo:

«Penoso babuino, enano traidor…».

Martín pregunta a la muchacha:

—¿De dónde vienes?

—De Eckenfiorde vengo. Es lo que intentaba decirle, señor Da Vila.

Pero Martín está leyendo otra vez:

«Penoso babuino, enano traidor…».

Sólo por ganarse la confianza de Gretha, Martín repasa la carta con supuesta atención. La fecharon el quince de octubre del 1781, tres meses después, por tanto, de que el príncipe azotase a Welldone, un año antes de que reconociese el prestigio del anciano y dos y pico de que Welldone muriera. Lo amarillento del papel y el débil rastro de tinta desleída suscriben la fecha. Aunque la prosa sea la de un viejo demente, la caligrafía guarda semejanza con la del infante Christian. Parece la de un diestro que intentase escribir con la mano zurda para lograr al cabo una letra monstruosa, pero legible. Las hojas están llenas de borrones, cada frase guarda un insulto, el pulso falla muchas veces, caen los renglones, se desmaya el pensamiento. En resumen: es una carta auténtica, pues así garrapateaba el Gran Venerable. Desde luego, le pica el mal concepto que, a juzgar por los insultos, Welldone le guardaba; pero a esas alturas, y conociendo al difunto, a Martín se le da una higa y no encuentra el momento de lanzarse a lo que importa. Gretha observa con atención:

—El señor de Welldone también leía así de rápido. El señor de Welldone leía las cosas como si adivinara lo que estaba escrito, como a veces hacía con el pensamiento. Yo le preguntaba por qué leía sobre lo que ya parecía saber…

—¿Tú sabes leer, Gretha?

—Claro, en mi alemán. El señor de Welldone me enseñó algo de francés y ya se me ha olvidado. Pero eso no está en francés… ¿Qué idioma es ese?

—El del demonio. Dime, Gretha, ¿te enseñó algo más el señor de Welldone?

Y sin alarde, pero sin vergüenza, responde Gretha:

—Muchas cosas. De todo un poco. ¡Si hasta quería enseñarme a empujar, el muy granuja…!

—¿A empujar? —finge escándalo Martín, mientras va guardando la carta en el bolsillo de la casaca—: ¿Y no te repugnaba que un hombre tan viejo…?

—¿Repugnar?

—Que si te daba asco aquel viejo enfermo y loco.

—¡Oh, no, señor! No es lo que piensa…

—¿Y qué pienso, dulce criatura?

—Lo que pienso que está pensando.

—Así se nos va a hacer de noche, Gretha…

—Lo que quería decirle, señor Da Vila, era que, mientras el señor de Welldone se hallaba convaleciente, y también después, le gustaba acariciarme. Por agradecimiento en buena medida. Cuando se repuso algo y podía caminar, se dedicó a buscar pimienta y clavo y canela por la cocina. ¡Y se lo echaba todo al vino! ¡Y se lo bebía de un trago! Enseguida me miraba con ojos saltones y encarnados del todo, a un punto de la asfixia. Yo no entendía nada. Mi madre, sí, porque reía. Y cuando mi madre reía y movía la cabeza, así, como diciendo «No tienen remedio…», el señor de Welldone hacía cosas en verdad extrañas, porque silbaba y resoplaba y se hacía el importante como usted hace un momento. Y enseguida se encontraba fatal, el pobre, de la mala digestión de ese mejunje, y mi madre se caía al suelo de la risa y el señor de Welldone, aun hallándose indispuesto, se reía también. El señor de Welldone reía muy raro, ¿verdad?

—Muy raro.

—Y en cuanto pudo salir de casa, el señor de Welldone le solicitó permiso a mi padre para coger un cerdo del corral. Entonces tendríamos unos ciento diez cerdos. Ahora tenemos doscientos sesenta y cuatro. En cambio, mi señor padre se obliga a no aumentar la cabaña vacuna, con lo que alegran el campo las vaquitas. Lo que decía… El señor de Welldone cogió un cerdo, le ató una cuerda y se lo llevó de paseo por el robledal, que es nuestro. Se lo llevaba para olfatear trufas. Y también le pidió a mi padre que, si degollaba un cordero, le diera los sesos. Y que si mataba a un toro viejo, se lo guisaran. Y el señor de Welldone, ya fuera de día o de noche, comía apio que parecía un conejo. ¿Sabe a qué me refiero?

—¡Claro, Gretha! A remedios para cierta debilidad que yo, sin ir más lejos, no necesito.

—Sobre esa conducta del señor de Welldone, mis padres se decían cosas al oído y se reían. Y el señor de Welldone acabó riéndose también y se sentaba con ellos junto al fuego y les contaba historias de países lejanos. Me acuerdo que un día mi madre, al ver al señor de Welldone por la ventana, cuando salía a la calle, con aquel porte suyo, tan enderezado, y con el cerdo bien sujeto caminando a su vera, me dijo: «Hay algunas que dicen que el desvirgarse con un viejo es indoloro y dulce…». Y se reía otra vez. Es muy risueña…

—¡Dios bendiga a tu madre por siempre! ¡Démosle gracias al mismo cielo que desde hace un tiempo ocupa y alegra el buen, el por siempre recordado, señor de Welldone! ¡Mil aleluyas entonemos! —exclama el de Viloalle, mientras ciñe con mano ávida el talle de Gretha, lanza al fiordo el ramito encajado en el escote, y amasa ¡por fin! carne de hembra. Cree subir Martín al cielo que acaba de mencionar, y se convence finalmente de la ascensión cuando ve las estrellas. Hacía mucho que no tenía en mente a los Montgolfier.

La cabeza como una campana, Martín de Viloalle no concibe el tortazo que le ha propinado la gentil muchacha. Pese a frotarse la mano dolorida, Gretha sonríe como si nada ocurriera. Y pregunta:

—¿Por qué no sigue leyendo el profesor?

Martín lo intuye: Gretha quiere bravura. La va a tener. A fin de domar la rebeldía se abalanza con agilidad y resolución en pos de la muchacha para revolcarla bien revolcada y que la frotación seguida vaya haciendo su trabajo. Con la ventaja de la posición horizontal, esa potrilla ha de saber quién manda ahí y lo que ganará, si se deja. Pero debido a un misterio que seguiría irresoluble así los masones convocasen cien asambleas de Wilhembad, todo Martín se pierde en el aire y, enseguida, conoce cada rincón de la Vía Láctea. Despierta en el suelo y solo. A poniente, oscilan astros indefinidos. ¿Dónde está ese putón y la maza que oculta? Una mano enrojecida, la de Gretha, aparece ante Martín y Martín se cubre el rostro. Ríe Gretha y eso es lo que más duele:

—Sólo voy a ayudarle, profesor. Levántese. Y lea, por amor de Dios.

Martín mendiga dignidad en cada esquina de la tarde. Algo mareado, se sienta en un banco de piedra. Con mucha prudencia, invita a la muchacha a hacer lo mismo. Gretha rechaza la invitación con esa sonrisa que ya convoca amenazas.

«Penoso babuino, enano traidor.»

Se le está hinchando la mejilla. Se le nubla la vista. No tiene ganas de leer. Sin embargo, le puede cierta curiosidad:

—Si te pregunto algo, Gretha, ¿tendrás las manos quietas?

—Claro, profesor…

—¿Cómo acabó Welldone en la casa del mayor y más reputado comerciante de abonos de esta parte de Europa?

Gretha baja la vista como si organizase la memoria. Da una patada a las piedrecillas y Martín, asustado, se echa hacia atrás. Por fortuna, Gretha está mirando el resplandor del fiordo en la tarde. Sólo un movimiento de los ojos y un suspiro al contemplar el rostro tumefacto, coronado por una mata pelirroja.

—Con su permiso… —dice, y se sienta junto a Martín, a la debida distancia.

—¿Le conocisteis cuando llegó allí de tintorero? ¿Vivía ya entonces con vosotros?

—No, señor Da Vila, entonces sólo oíamos algún que otro chisme. Que un extranjero se había venido donde la fábrica del difunto Otte, que había en la ciudad un nuevo tintorero que no empleaba a nadie. Un viejo que se había encerrado en la vivienda de la fábrica y no salía nunca. Cuando llevaba en Eckenfiorde dos o tres semanas, dejó recado en la posada de que se le podía encontrar en Hamburgo. Y, al parecer, salió para allá. Andando… Y cuando llegó la primavera, un buen día, por la calle grande de Eckenfiorde aparece un carruaje de calidad… Los niños salen corriendo detrás y los vecinos se asoman a la puerta de las casas. Y el carruaje para en la tintorería. Y vemos cómo baja el tintorero vestido como si fuese el mismísimo príncipe —y Gretha baja la voz para decir—: …o más. El príncipe o más. El cochero descarga un baúl, cajas con libros y un saco de nueces. La verdad es que no lo vi, me lo contaron. No me interesaba nada todo aquello. Así que no puedo decirle mucho hasta aquella medianoche…

Gretha calla, mira a Martín y sus ojos preguntan si el profesor sabe de qué medianoche habla. Afirma Martín con la cabeza y vuelve la sonrisa de Gretha, que, por paradoja, es una puerta que cierra cualquier emoción, cualquier sentimiento.

Pero Martín sabe que si no ha de acariciarla, al menos la poseerá de algún modo. Ventajas de la edad:

—Como sabrás, Gretha, y si no lo sabes, te lo digo ahora, durante seis años tuve el gran honor de ser socio del señor de Welldone en varias empresas. Visité con él las mejores cortes de Europa, compartimos veladas con ricos industriales. El aprecio común era notable.

—De usted nunca habló nada. No sé si le quería bien o mal…

—¿Y qué haces aquí entonces? ¿Por qué me das una carta de hace cinco años? Mal no me quería, Gretha. Eso lo sabemos, ¿verdad?

Y esa criatura avergüenza a Martín una vez más porque, sin dar pie a nuevas preguntas o a revueltas discursivas, explica lo que el de Viloalle necesita saber:

—Llegaron a medianoche. Todos dormían en Eckenfiorde, pero los soldados daban voces sin importarles nada. Mucho sobresalto, mucho. Usted no sabe lo que es eso…

¿De qué sirve decir que lo supo exactamente cuando tenía su misma edad y que por eso está ahí con ella, en el fiordo? Que el mismo sobresalto se repite muchas noches conforme envejece, y crece al repetirse, aunque nunca piense, nunca imagine, nunca fantasee ya sobre aquella lejana noche suya en la que se condenó a salir de España. Que ella no sabe lo difícil que es olvidar la decepción de uno mismo y el colosal remordimiento que se agita en la memoria de aquel sobresalto.

—Cuando me desperté —sigue Gretha— mis padres ya estaban en el piso de abajo y los criados se revolvían por algún sitio. Encendí una palmatoria y bajé. Mis padres miraban por la ventana y, al verme, se asustaron y me ordenaron apagar la vela. Y que me metiera en la cama otra vez. Y subí, pero me puse a mirar por la ventana de mi cuarto. Mi familia vive en la plaza mayor, ¿sabe? No me gustaría pasar por presumida, pero somos una de las mejores familias de Eckenfiorde. Los Alvensleben. Pregunte, si quiere. Cuando pude mirar bien, vi unos soldados a caballo, que se marchaban. En medio de ellos, iba una carreta vacía. Habían venido para dejar un fardo en medio de la plaza. Fue entonces, cuando ya no había soldados, que se empezaron a encender las velas. En cada casa varias velas. Pero nadie salía a la calle y ahí seguía el fardo. Yo, señor Da Vila, soy muy nerviosa. No lo parece, pero lo soy. Tengo humores raros… Me cuesta mirar o hacer algo durante mucho tiempo, pero creo que esa noche me pasaba como a todos, que nadie dejaba de mirar el fardo. Y creo que cuando el fardo empezó a moverse, todos saltamos del susto. Se apagaron luces, se oyeron agitaciones. Y eso que el fardo no se movió casi nada, o por eso. Y tardó una eternidad en moverse de nuevo. Y si el fardo estaba quieto, los que miraban en su casa estaban más quietos aún. Se lo digo yo: quietos como estacas, cada uno en su casa. Y cada vez que se distinguía un moverse del fardo, el sobresalto. Y asomó una mano, y el susto. Y, luego, esa mano, despacio, despacio, despacio, apartó la sábana, o el saco, o lo que fuese aquella tela. Y despacio fue apareciendo la cabeza del tintorero y muy despacio el cuerpo del viejo, desnudo de cintura para arriba. Tenía pelos blancos en el pecho y ninguno en la cabeza. Y al lado, las ropas distinguidas con las que vino de Hamburgo. Algo había pasado, que así le trajeron los soldados. Por eso no salió nadie. Ni al verle hecho una calamidad. Nadie salió, nadie. Y nadie sabe tampoco cómo pasaron las horas, y si pasaron tan despacio como se movía aquel viejo, o pasaron muy rápido. No lo sé yo ni nadie. Las llamas se movían en todas las ventanas. Y más de una vela se gastó aquella noche y más de cien, mientras el tintorero apoyaba primero una mano en el suelo y se esforzaba, se esforzaba, se esforzaba… hasta que pudo ponerse boca abajo y doblar las piernas. Y despacio se fue echando hacia atrás, muy despacio, hasta ponerse de rodillas. La noche era oscura, pero con la luz de las velas, se lo digo, aquella cabeza brillaba más que la luna. La cabeza iluminaba la plaza. Y creo que, al verle vivo y que estaba de rodillas, muchos dijeron: «Bah, no es asunto nuestro» o «Bah, no pasa nada» y se irían a dormir. Y dormirían, se lo digo yo. Pero yo no podía dejar de mirar aquel esfuerzo. Sé muy poco, nada, pero le digo la verdad, y que me perdone quien me tenga que perdonar: ese hombre, ahí, en la plaza, estaba tan solo como Dios en el Origen del Tiempo. Era tal aquel esfuerzo suyo que parecía que se estuviera naciendo. Porque ese hombre se estaba naciendo, señor. Él mismo se paría, tan viejo. Y así llegaron los primeros claros. Primero se iluminó la escalera del ayuntamiento y luego la luz de la mañana fue llegando hasta el hombre. Y yo, que lo había visto todo, sólo veía el esfuerzo, veía sólo el antes de aquello todo el rato, sólo el antes y nada más que el antes. Pero ahí estaba el después, ahora, de repente, el viejo vestido con sus ropas distinguidas. Arrugadas pero muy distinguidas. Y la vaina sin espada al cinto. Más tieso que un olmo. Así…

Con verdadera pasión, Gretha levanta el antebrazo con el puño cerrado, y Martín ve a Welldone. El mismísimo Welldone revive ante sus ojos. No tiene palabras. Gretha las tiene todas:

—Y veía que el hombre aquel, con aquella elegancia, muy despacio otra vez, daba una vuelta a la plaza con la mirada. Sólo con la mirada. Y conforme miraba cada casa, las velas se iban apagando y se corrían las cortinas. Se lo juro. Y mi padre y mi madre empezaron a subir la escalera, muy despacio también, como si todo tuviera que ser despacio, como si de verdad tuvieran miedo de aquel hombre. Y se quedaron como estatuas al oír golpes en la puerta. Me asomé a lo alto de la escalera y vi que mi padre y mi madre se miraban. Y lo que vi entonces hizo que si mi padre o mi madre me pidieran la vida, yo se la diese. Bajó mi padre y abrió la puerta. Entonces escuché:

—Buenos días, Herr Alvensleben, burgués y gentilhombre reunidos al fin en una destacada figura del comercio local. Mi nombre es Welldone. Ayer era el tintorero de su alteza, como seguramente sabrá. Bien, hoy soy el antiguo tintorero de su alteza. Les rogaría a usted y a su distinguida familia que me acepten como huésped. Soy uno de los mayores expertos de Europa en la mezcla de estiércol con sustancias químicas que con la sola ayuda de una retorta potencia de modo admirable el poder de los abonos. Además, le informo de que, mientras he sido honrado con la residencia en esta magnífica ciudad, no me ha pasado desapercibido que su hermosa hija ya se halla en edad de merecer. Hoy en día, un conocimiento del idioma francés, enseñado a esa edad, puede hacer de ella uno de los mejores partidos del principado. Si es usted observador, se dará cuenta de que, mientras expongo mis cualidades, se está formando un charco de sangre en el umbral de su casa magnífica y renombrada. Me cuesta insistir, pero estoy en disposición de afirmar que, si su respuesta se demora un instante, a buen seguro he de caer sobre su honorable persona… Tengo fama de inmortal y no quisiera decepcionar a todos aquellos que han contribuido a tan dudoso prestigio.

—Y le recogisteis…

—Y le cuidamos. Y se puso muy enfermo, muy enfermo. Después de aquella presentación tan caballerosa y mientras le llevábamos a una cama, sólo le pidió a mi madre que por nada del mundo le sacase los guantes. Y fue prometérselo mi madre y desmayarse el hombre, tanto esfuerzo como hizo aquella noche y aquella espalda que le dejaron, que se podía encajar en cada herida el canto de una mano. Dígame, ¿es de hombres hacer eso con un viejo? Mi padre vende abonos y es mucho más hombre. Hasta yo soy más valiente que aquellos soldados…

Martín adivina que Gretha no sabe la verdad. Nadie llegó a decirle nada a ella, ni quizá a sus padres.

—¿Y qué creían tus padres que le había pasado al señor de Welldone?

—Pues que había dejado de ser tintorero por un capricho del príncipe, y como ya no era nada, ni nadie, unos soldados empezaron a burlarse de él y luego le azotaron. ¿No ve cada día que esos soldados son unas bestias?

—¿Y qué pensabas tú?

—Yo pienso lo que mis padres piensen. Y usted es extranjero y no sabe muchas de las cosas que pasan aquí. Y el señor de Welldone también es extranjero, pero sabía mucho más que usted, porque, en cuanto despertó, por no comprometernos, dijo que se iba. La gente habla, ya sabe. Pero mi padre le dijo muy firme que cómo se iba a ir, si no podía caminar siquiera. Que además había que cambiarle los vendajes a menudo. Que no habría soldado fanfarrón que se atreviera a desafiar la hospitalidad de los Alvensleben… Y no sé si mi padre hizo algo para que no le molestaran o lo dejó de hacer, pero nadie dijo nada, o nadie quiso saber nada. Y si alguien supo o dijo, nadie hizo nada. En cuanto el señor de Welldone se levantó de la cama, me pidió recado de escribir y estuvo varios días escribiendo esta carta que le he traído. Rompía y escribía. O me mandaba romper, que el pobre no podía… —Gretha sonríe un momento—. No podía romper una hoja hoy y al día siguiente ya quería… buscar trufas. Cuando acabó la carta, me dijo: «Encantadora, Gretha, orgullo divino, ¿podrías un día de estos, sin decirle nada a nadie, acercarte al castillo Gottorp, preguntar allí por el profesor de dibujo de los infantes, Martino da Vila, y darle estos papeles?». Y le contesté que lo haría sin falta en cuanto pudiera. Y por la mañana avisé al hijo de una de las criadas para que me acompañase al gran castillo. Y no habíamos hecho más que sacar la mula de la cuadra, cuando una voz muy débil me llama, me vuelvo y es el señor de Welldone en la puerta de casa, descalzo, con el frío que hacía ya, los vendajes sangrando y hechos un asco, que cada noche debía ser para él como un año para otros. Me pidió que me olvidara de todo y le devolviese la carta. Escribió algo más en ella y se acercó a la misma cuadra donde estaba el mulo y tiró los papeles al canalillo del estiércol. Pero cuando se volvió para la casa, recogí esos papeles. Y luego llegó y se fue el invierno y, en cuanto pasó lo crudo, ya estaba por el bosque el señor de Welldone buscando trufas. Y me contó unas aventuras que no sé si creer o no. Y acababa una de esas historias y me miraba y se volvía bizco, que yo pensaba: «Se me muere». Y me acariciaba un poco. Yo me dejaba. ¿No se habría dejado usted?

—Es una de las pocas certezas que me quedan: no.

—Allá con su conciencia… Así que al señor de Welldone se le veía tan contento, cuando un día llega el príncipe, que no parecía el príncipe, todo halago y remilgo, y se lo llevó de vuelta a la tintorería. Y le trajeron unos hombres para limpiar las cubas y cada semana venía el príncipe a Eckenfiorde, que nunca le había visto yo por ahí más que para algún entierro. Llegaba casi a escondidas, se metía con Welldone en la vivienda de la tintorería y ahí se quedaban horas y horas. Yo también me acercaba alguna vez, para llevarle comida, o hacerle compañía, pero el señor de Welldone, se lo digo yo, no era el mismo. Me miraba fijo durante el rato de mi visita. Como un padre esta vez, o como un abuelo. Le preguntaba si quería alguna colación o alguna infusioncita y él que no, que aguardiente. Se le habrían contagiado las manías de quien yo me sé —y Gretha ladea la barbilla hacia el palacio—. Bebía y me miraba y luego me decía con voz de fantasma: «Mejor que se retire antes del fin del mundo, noble hija de Roma por la gens flavia y la gens julia: Odoacro está en puertas». El hombre se levantaba y me besaba la mano con mucha reverencia y me hacía ceremonias mientras salíamos. Cuando llegaba a la calle y volvía la cabeza para despedirme, él parecía volver en sí. Y me decía entonces: «¿Sabes, Gretha Alvensleben, qué he hecho yo en esta vida?». Y al preguntarme eso, extendía el puño y lo abría luego muy despacio como si dejase caer arena hasta que se acababa y abría la palma. «¿Y sabes, Gretha Alvensleben, qué he sido yo?» Y entonces iba cerrando la palma hasta que el puño se volvía una piedra. Y decía: «Recuerdos a los grandes, que desfilan. Y sobre todos, flamígero, póstreme a los pies de nuestro joven emperador Rómulo Augústulo…». Digo que recibir tanto afecto y tanta dedicación del príncipe Carlos es una carga de las que hacen enfermar…

Gretha se pone en pie como si la impulsara un resorte, da una patada en el suelo, se vuelve a sentar. Mira a Martín como si se preguntase por la confianza que merece, y algo ha decidido, porque prosigue:

—Su alteza… Es muy amable y sobrehumano, su alteza. Son intereses más altos, sin duda, los de su alteza. Los pensamientos de su alteza son como la luna, están ahí arriba y cambian y bueno… Pero sé cómo el señor de Welldone le hablaba al príncipe, no diré con burla, pero como si fuese más que él y el rey de Dinamarca, algo que nadie puede imaginar. Eso lo sé. Y sé también con qué fiebre escribió esta carta. Era muy distinto. El señor de Welldone obraba muchas veces contra su conveniencia. El señor de Welldone quiso romper esta carta, pero yo distingo y sé bien las cosas que sé. Y sé que, a veces, mientras escribía la carta, el señor de Welldone agachaba tanto la cabeza que la frente tocaba el papel y la mesa. Así se quedaba hasta que las velas se consumían. Cuando el señor de Welldone escribía esta carta era más que un hombre y era más que un príncipe. Y el señor de Welldone sabía muchas cosas. Lo sabía todo, el señor de Welldone, y eso era lo único que sabía. Porque cuando escribía esta carta, o cuando se levantó más muerto que vivo la noche aquella, no sabía que era más príncipe que un príncipe. Eso nunca lo supo. Por eso le traigo la carta y los dos sabemos por qué se la traigo.

—¿Y por qué ahora y no cuando murió?

—Por el príncipe Carlos. Porque venía y buscaba todo lo que hubiera pertenecido al señor de Welldone… Tenía una desazón por algo, el príncipe, se le notaba. Y yo pensé que usted era un hombre que no tenía miedo.

El llanto inesperado expresa la completa desilusión de la señorita Alvensleben. Y con el pespunte del borde de la falda enjuga sus lágrimas y Martín le mira el muslo, y siente mucha ternura por ese muslo y el mínimo lunar en la rodilla. Martín saca un pañuelo del chaleco y se lo ofrece.

—Es un poco… un poco extraño usted… No disimula lo… lo cobarde que es… Esfuércese un poco, señor… Échele coraje y disimule, por lo menos… —Gretha hipa, tartamudea y solloza.

Martín no sabe qué hacer.

—¿Quieres decirme algo más?

—Sí, profesor, mucho. Le diría mucho, pero me tengo que ir, que se me va a hacer de noche y mi prometido, el burgomaestre de Eckenfiorde, vigila. Y hoy he venido aquí en secreto. Porque el señor de Welldone se pasaba los días y la noche en los sótanos de la tintorería, fríos y húmedos, y algunos dicen que cogió un reumatismo tremendo, pero yo digo que se volvió loco. Ningún enfermo del cuerpo canta a grito pelado como cantaba el señor de Welldone en sus últimos días, que lo fui a ver y ya no me reconocía, pero cantaba. Y murió el señor de Welldone y le enterramos, y aún tuvo que pasar su tiempo para que el príncipe volviese para decirle a todo el mundo que pagaba el entierro. Pero ya estaba pagado, como se puede imaginar, que lo pagó mi padre. Y volvió el príncipe para hacer obras. Obras importantes. Nos prometió riqueza. Y lo que hizo… ¡Vaya chapuza! Este mar que tiene delante, que parece tan bonito, todo lo pudre, todo se lo come. Y la tierra no tiene arreglo… Lo dice mi padre, que es el mejor comerciante de abonos de Europa, que se dejó una fortuna para habilitar pastos y, cuando el príncipe empezó a hacer y enseñar lo que no sabe, tuvo que llevarse las vacas a Lübeck y ahí las tiene, con los dineros que eso cuesta. Pero el príncipe siguió volviendo a Eckenfiorde, a nuestra casa. Ya no prometía nada, se le había olvidado eso que llamaba con tanto aire «Ciudad de Carlos», que nos enseñó unos dibujos como antiguos que serían edificios nuevos. Cuando menos lo esperábamos el príncipe llegaba sin avisar y dejaba a esos malditos soldados en la puerta. Luego, se encerraba horas en la habitación donde había vivido el señor de Welldone. Le oíamos abrir y cerrar cajones. Luego salía y nos mandaba darle aguardiente. El príncipe terminaba la botella y nos miraba. Y sé que su alteza vive en otro mundo. Pero cuando nos miraba así, ni estaba en este mundo, ni estaba en el suyo. Y esta Gretha que aquí ve, profesor, ha visto llorar al príncipe Carlos. Y le ha oído repetir una vez y otra: «Como decía el Gran Federico: si la muerte hará eso conmigo, ¿qué no hará con todos vosotros? Si le hizo eso al señor de Welldone, ¿qué nos hará a los demás…?». Por eso nunca le di la carta. Si era de alguien, era de usted, profesor.

Como sigue sin saber qué decir, Martín dice una vez más lo que de él se espera:

—Has hecho muy bien, Gretha.

—¿En serio? ¡Ay! ¡Qué tranquilidad! —Gretha devuelve el pañuelo a Martín, y termina de secarse los ojos con el dorso de la mano—: El mes que viene contraigo nupcias… Y antes de tener que rendir cuenta de todo a mi marido, quería resolver este problema.

—El burgomaestre de Eckenfiorde es hombre afortunado.

—¿A que sí? Y soy doncella, por si no ha quedado claro. Me ha costado guardarme… Pero tengo esperanzas de parir el año que viene. ¡Ah! Y si por un casual en unos años prefiriera Eckenfiorde a la corte, con mucho gusto le admitiría como preceptor de los hijos que Dios me dé. Mi prometido tiene ambiciones y mucho juicio.

Martín sonríe y baja la vista. Conforme lee, se traga sus espinas.

Cuando concluye la lectura, es casi de noche. Oye voces que le llaman. Gretha Alvensleben no está a su lado. Hace trizas la carta y el viento favorable lleva los pedazos al fiordo para júbilo de las últimas gaviotas.