5
Nunca duermen.
Más allá de la escalera alfombrada de grumos fósiles de tinta y briznas de papel, a través de la plancha de madera que cubre la puerta de la librería-imprenta Bainville, se cuelan turbios hilos de amanecer otoñal. Los periodistas siguen con su animada tertulia en lo más hondo de los bajos, aunque las velas agonicen y la trastienda sea una neblina espesa de humo martiniqués y aliento a vino. Sin embargo, nadie bosteza y nadie se emborracha, salvo de preceptos y supremos ideales.
Rivette lleva horas hablando, abierta la camisa, el velludo pecho descubierto, las encallecidas manos de largos dedos impulsadas por una suerte de cívica hechicería; manos augurales que recuerdan a un sacerdote de antiguos ritos; exquisitas si presentan ilusiones, crispadas si someten aquel ámbito a severa indignación. Como ahora:
—¿Se ha vuelto loco Marat? ¿Estuvo siempre loco ese medicucho vuelto hez de littérateur, ese fracaso de musas chifladas, de una Clío emputecida? ¿Alguien se imagina que, a día de hoy, en la actual situación, se pueda escribir esto? Oíd: «Los crímenes contra la sociedad exigen castigos ejemplares que espantan la justicia misma. No se arranca la raíz de las encinas sin remover el suelo. Dicen que el rey es un buen hombre. Y yo, el Amigo del Pueblo, les replico: “Muy bien, ¿y para qué?”». ¿Para qué, hijo de la gran ramera? En los últimos días, ese bastardo ha jurado que Mirabeau se halla a sueldo del de Orleáns y luego ha dicho, en flagrante paradoja, que también se halla a sueldo de los reyes. ¡Pues buen negocio estará haciendo nuestro querido Mirabeau, si cobra de dos bandos enfrentados! ¡Pronto habrán de faltarle manos! Pero ese estúpido también ha dicho que el infeliz de Brissot fue durante años espía al servicio del jefe de policía Lenoir. ¡Y Brissot era su amigo más querido! ¡Ahora os diré cuál es el peor de los negocios! ¡Ser amigo del Amigo del Pueblo!
Estallan las risas. Se aspira el humo de cigarros o de crepitantes cazoletas con larga boquilla. Los reproches de Rivette apuntan al fanático Marat cuya hoja volante El Amigo del Pueblo ha sido prohibida el día de ayer, cuando se inició la tertulia que no acaba.
—Esa prohibición, compañeros, es justicia, verdadera justicia —y con mucho ademán, Rivette arruga el último número de El Amigo del Pueblo hasta convertirlo en una bola que enseguida vuela sobre su espalda—. Sí, a veces hay que trazar límites… Porque de siempre es sabido que la gran ventaja de los malvados es lograr que se dude de la virtud de los buenos. Además, Marat embrutece las palabras «amigo» y «pueblo». Las gasta… Las enmierda… Y ahí se dice: «¡Basta, Marat!».
Y el murmullo general —cinco voces amigas— consiente, y se escancia vino. Alguno bosteza ya. Pero dormir, nunca. Nadie duerme nunca.
Algo alejado de la mesa principal, Martín piensa, sin querer remediarlo, en que Emmanuelle, súcubo fogosa, carne irresponsable, se desvela de lujuria en el piso de arriba. Entretanto, asiente a distancia las muy discutibles pero convenientes palabras de Rivette y revisa —una pasión a la que vuelve con las mismas ganas que vuelve a Emmanuelle— los dibujos que hizo durante el cinco y seis de octubre: las altas jornadas en que un arrebato de las vendedoras del mercado, un impulso hecho de odio, amor, comercio y maternidad, logró de carambola que se asaltara Versalles, que el rey jurase la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y, lo que parecía imposible el día anterior, que la familia real abandonase el monumental emblema de la tiranía, con los regimientos mercenarios observando mudos en las cunetas, para regresar a París y habitar el antiguo palacio de las Tullerías.
Enseguida, lo imprevisto se ha hecho inevitable.
Frente al de Viloalle, garabatos, vínculos de figuras y sombras y claros, la impronta de un alma peregrina. En el dorso de inútiles cartas de reclamación del principado de Schleswig-Holstein, cuyo buen papel es magnífico para ejercitar la mano, Martín mejora los esbozos que hiciera en la estupenda jornada de Versalles para conseguir, no la versión perfecta, sino la Versión, aquella que, ante el empuje razonador por lo inevitable, resalte lo imprevisto, mantenga vida y suspenda el juicio: algo que puede hacer y ya sabe hacer.
Pero no consigue difundir.
Un torbellino de ropa que se lanza desde un ventanal y vuela como festiva guirnalda por los jardines («No podemos ir enseñando eso por ahí… —dijo Rivette—; implica saqueo»). La cabeza degollada del guardia de corps («Fantasea con crímenes que jamás se han cometido desde que existe la Guardia Nacional»), El Pequeño Trianón asaltado y el intento de forzar a la criada («¿Te has vuelto más loco que Marat?»). Las carpas devorándose unas a otras («Didactismo perverso que da pie al fatalismo»). Y todo lo que dice Rivette es discutible, pero conveniente. Y es Rivette quien decide qué se vuelve ilustración impresa y qué no.
Pero el de Viloalle no ha mostrado a Rivette el último dibujo que hizo en el Pequeño Trianón. Por decirlo con la mayor humildad posible: el más alto logro desde los tiempos de Rafael de Sanzio; o siendo ya miserables con el amor propio, digno del holandés Rembrando. Un dibujo que Martín no concibe suyo, ni de otro ninguno. Estudia la posibilidad de tirar un grabado con dinero propio —ya que muy secretamente es hombre de posibles gracias a Fabianus y su bolsa de oro— sólo por conservar un hallazgo artístico de tal magnitud, de tal fuerza. La suma de violencia y piedad, desmochada, imperfecta, pero no insegura: luminosa, radiante, incendiada. Una belleza que ni tiene que ver con preceptos artísticos ni con Igualdades y Fraternidades. Nada que ver con la Voz y mucho menos con el Brazo. Nada con didactismos, nada con alegorías históricas. Moral desnuda, belleza desnuda. Martín ha logrado una revelación que no sabe de pasados o futuros. Sí, Welldone, con los años he capturado el Ahora y su infinita sustancia.
—Amigos… —dice Rivette en ese otro ahora, tan distinto, mientras sus manos aletean—: Con nuestro empuje hemos demostrado que, cuando lo evidente es ilegal, las jerarquías son tan débiles que se tambalean y caen. Pero, ay, amigos, los ideales son incoloros, mientras el árbol de la vida es verde.
Y sin el aire adecuado para que ese árbol de la vida nueva crezca y florezca, las ideas dejan de ser incoloras, pero la realidad tampoco es verde. Los marats de este mundo, que no son pocos y lo sabéis, salen de sus madrigueras. Se impone sacralizar el aire nuevo… Una sacralización cívica que rodeará con aureola el derecho y la moral…
—Como muy bien pensó Numa Pompilio, el segundo rey de Roma, cuando fingía encuentros con los dioses… La diosa Egeria, para ser concisos… —apunta Martín desde su mesa como si pensase para sí.
—Este español que no parece español nos ha venido como un guante de la mejor hechura… —comenta Rivette y prosigue—: No olvidemos, compañeros, que somos Mirabeau. Y esto es lo que Mirabeau dijo la semana pasada en la Asamblea: «Cuando uno se mete a dirigir una revolución, la dificultad no estriba en hacerla marchar, sino en moderarla». Hemos logrado la Igualdad, ciudadanos. Ahora, nuestro deber es conseguir que ese pueblo que tanto dice amar a Marat sepa cuál es su lugar en esa Igualdad… Y no sólo el pueblo. El rey ha de ser un símbolo y modelaremos ese símbolo. Ni déspota, ni árbitro le dejaremos ser. Toda la corte huye como ratas en un naufragio. ¿No os alegráis, compañeros, cuando veis partir sus carrozas hacia Saboya o el imperio austríaco, engalanadas sin decoro ni prudencia, porque nunca supieron de tales cualidades ni las conciben? Y tanto adorno hace, bien lo sé, que no tengan un viaje agradable, porque el camino es largo y en las cunetas amenazan los marats. Pero no es asunto nuestro si quieren correr el riesgo. Cuanto más solo esté el rey, más será nuestro rey… Y Mirabeau su ministro… Y nosotros, compañeros…
Y la tertulia afirma en silencio con una ilusión muy humana. Y los ojos vagan soñadores al imaginar que pueden hacer una carrera distinguida cuando un año antes sólo les quedaba la carrera de costumbre: la fuga de los acreedores o de la policía, los faldones de la casaca al viento. Y porque el ambiente exige día a día un aura de importancia —porque Rivette soslaya de buena fe que si los émigrés huyen es para volver, y por la fuerza—, esos conversadores necesitan modelos heroicos a quienes imitar y no tanto las estratagemas políticas que Rivette divulga. Y su idea del heroísmo virtuoso es Roma. Y su idea de Roma es aquella de las tragedias —más bien grotescas— de Racine y de Corneille… Mucha violencia fuera de escena por pudor y buen gusto, y mucha declamación y ademán trágico y solemne ante el público bullicioso.
Porque eso hacen los artistas parisinos. Eso mismo perpetra a diario en su taller la némesis de Martín, su Voltaire particular, ese pintor al que todos tienen por nuevo Miguel Ángel en apoteosis de la ceguera: Jacques-Louis David. Por envenenarse la sangre a conciencia, el de Viloalle mira un grabado de esa obra que da la risa: El juramento de los Horacios. Unos trillizos espada en alto, un viejo que parece sufrir un ataque de lumbago y unas doncellas al fondo inermes, narcotizadas, sesteantes más que dolientes. Todo rígido, pomposo… Los tres Horacios se van a enfrentar con los tres Curiáceos para disputarse la primacía de Roma sobre la vecina Alba. Muy bien. ¿Y qué narices juran? ¿Triunfar o morir? ¿Que se han lavado? Cualquiera que haya leído lo que es necesario leer y no haya pasado la vida con un binocular en la Comédie sabe que la virtud ascética de aquellos romanos encontraría indigno establecer un juramento para cumplir con el deber. Por cierto, según Tito Livio, cuando volvía a Roma el Horacio superviviente encontró llorando a su hermana porque la muchacha estaba prometida a uno de los Curiáceos y este había caído en el combate. Al ver aquello, el Horacio la traspasó con su espada y dijo aquello tan delicado de: «¡Así ocurra con la romana que llore a un enemigo!».
Violento, sí. Como la escena de la que Martín fue testigo en el Pequeño Trianón… Y él, sobre eso, percibió más y más allá.
Compara Martín esa burda grandeza de El juramento de los Horacios, cien veces abocetada en cuadrícula, el cálculo justo de desajuste, «la osadía con las espaldas bien cubiertas», con su modesto y maravilloso dibujo en el Pequeño Trianón. Algo que nunca lograrían ni David ni esa caterva en vogue, antiguos becados de la Academia Francesa, los mismos que solían mofarse del caricaturista de la Piazza di Spagna, y si un día poseían la segura noción de cuál era la senda óptima del mejor arte, al día siguiente también, aunque ese hacer hubiese cambiado del todo conforme al gusto de quien pagaba. Todos buscan ahora lo que David tiene: prestigio, seguridad, fama, un patrocinio lucrativo, una residencia espaciosa y, con cierta manga ancha respecto a Belleza en ese punto, el matrimonio con una muchacha de buena familia.
El de Viloalle se levanta y llena en silencio un vaso en la mesa donde Rivette, Dumont, Reybay, Duroverey, Desmoulins y Clavière definen el bien común. Da un trago al buen vino borgoñés y recuerda el momento de aquella mañana del seis de octubre cuando, tras liberar a la vivaz Héloïse, decidió completar la tarea y, aún en sangre los nudillos por los golpes que le diera aquella fiera pelirroja, dibuja la sagaz tortura que unos salvajes infligían a un falso aldeano, el mismo al que habían golpeado a mansalva en una simulación de gallina ciega.
Martín siente de nuevo la fatiga de aquella mañana, pero enseguida ve un todo en ese rayo imaginario que gira sobre el asunto que se propone llevar al papel. Al fondo, el Pequeño Trianón. Ante él, a dos tercios de la composición, en el mismo lugar donde asoma un robledal de fondo, el grupo que rodea al aldeano impostor, al parásito cuya destrucción es, si no necesaria, tampoco muy de lamentar, que así es la turba; a veces se desmanda y consigue ecces homini como aquel: el rostro ya sin venda, el pelo engrasado de sangre, la boca tumefacta, el blanco de la blusa revuelto en lodo y escupitajos.
Uno de los bárbaros mantiene en alto el cañón de una pistola, el codo en la cadera, a veces mira el arma y su sonrisa gasta tal arrobo que la mueca del labio le ciega un ojo. El resto, en jarras los brazos, ríe y mercadea silenciosas señas de aprobación.
Han puesto a cavar un hoyo al falso aldeano. Y no cuesta mucho deducir que, sin prisa ninguna, le hacen cavar su propia fosa.
Cuando el crescendo de miradas de astucia llega a su paroxismo, y no hay silencio que aguante el peso de tanta crueldad, estalla el corro en carcajada unánime.
Martín percibe que esa manada es el núcleo de los círculos concéntricos de ese falso mundo, el centro de la diana. Aunque se vaya apagando el chirrido de las atrocidades, y la crueldad sea ahora el silencio que sigue al último navajazo de la riña, no parece ese el motivo de que ninguna otra cosa merezca la atención del grupo, sino el natural inclinarse por la destrucción, como si aquellos tuviesen también gemelos muertos con horribles paredes mágicas y no se hubieran deshecho de su compañía. Martín sólo está dibujando a unos seres humanos que rodean a otro que mengua y mengua al cavar su propia fosa. En verdad, no se sabe quién representa qué, cuáles son los bandos ni la causa que defienden. Pero esa es la exacta savia que nutre el mundo.
Los primeros trazos. Ya en el croquis de su nuevo dibujo, ve Martín los círculos concéntricos cuyas ondas no se expanden, se recogen. La violencia fatal se enmascara de justo, severo y meditado castigo, depurado de odio o pasión, de algún modo razonable.
El hombre con el arma es el único que ha cambiado de postura. Con el brazo libre sujeta el codo que sostiene la pistola. Se cansa de aguantar y no disparar.
—¡Alto todos en nombre del general La Fayette!
Un tropel de pasos decididos ha pasado junto a Martín sin hacerle caso. Son miembros de la Guardia Nacional que vienen a reinstaurar el orden, a poner coto a tanto desmán. Sin embargo —será por la parsimonia con que transcurre la escena—, no reparan en quienes obligan al hombre a enterrarse, ni estos se dan por aludidos. El grupo de la Guardia Nacional corre hacia el interior del Pequeño Trianón y hacia las casas de la aldea. Mientras sigue dibujando, Martín ve cómo los guardias se asoman curiosos por las ventanas, cómo se llevan algún recuerdo, como empujan a golpe de bayoneta, y sin distinción, a bárbaros y falsos aldeanos, y unos y otros desfilan de buen grado o a empujones hacia la puerta de palacio. El lugar empieza a vaciarse y, solamente continúa solitario, pero en tensión, el grupo que rodea al hombre que cava y cava.
Y Martín sigue en lo suyo. Mira por enésima vez el círculo que rodea al enterrador de su propio entierro. Estudia otra vez las caras para afinar detalles. Esta vez no necesita hociquearlas, exagerarlas con asnerías o monerías. Se convence de ello al trazar las narices hinchadas por ese anhelo inagotable de quieta crueldad; los hombros y las nucas que delatan el sofrenarse para no golpear de nuevo al infeliz; las muecas que destellan lujuria de muerte, gula de castigo ejemplar. Simbólico: deslómate para que te den un tiro en el hoyo, en tu obra. Más: en la obra que resume una vida.
Y es que Martín está viendo —y sobre todo dibuja— que la víctima, sin dar tregua a su carne apaleada, ni cruzar una mirada de súplica con quienes le rodean, sigue cavando con la maña de quien, si alguna vez le diesen ocasión, interpretaría el papel de Hombre Que Cava: todo ademán preciso, ni un gesto de más, ni una parada para enjugarse el sudor de la frente o respirar hondo o estallar en lágrimas; ni una duda en las piernas bien asentadas en el hoyo creciente. Es como si un círculo aún más privado de orgullo y olvido le protegiese del odio íntimo de sus futuros asesinos. Sus manos, sus hombros, su espalda, no manejan el movimiento rítmico y hábil de la pala, sino que la pala, llena de energía, parece moverse sola, y esa luz del don, sin pensamiento ni miedo, le da a su esfuerzo una eficacia superlativa, ridiculiza a quienes pretenden humillarle. De un modo extraño, tal como vino la natural crueldad del mundo, se da en el mismo lugar un instante de extraña piedad, de amor hiperbólico a la vida.
Y de nuevo la misma fascinación: ese es el motivo de la obra, la exacta esencia de todo más allá del todo.
Y ocurre.
Como la pala de aquel hombre, es la mano de Martín y no Martín quien dibuja. Porque él, si piensa aún, no entiende sus pensamientos, se limita a saberlos. No hace falta combinar lo patricio con lo satírico, darle vueltas a las cosas, medir con tanta cautela la circunstancia. Está en la mano, esa mano mágica, su mano, no la de cualquier otro. Sin fantasía, sin otra invención que el buen rendimiento de los años y ese algo más que ya desentrañará cuando toque. Ahora, todo posee sentido: el desquite del débil con el más débil, la verdadera cadena del ser del mundo, y aun así… El lápiz, esas marcas que reconoce suyas, porque es su mano quien las mueve, le están diciendo que el que puede, quiere. Y el que quiere, quiere.
El dibujo está a medio hacer y concluido al mismo tiempo. Y es la misma mano que ha dibujado quien da orden de parar. La misma mano que guarda despacio el lápiz y los lentes, que deja la carpeta bien cerrada bajo el árbol, la mano que se apoya en el suelo y levanta a Martín. La mano que se vuelve puño de nudillos lacerados, mientras va hacia los inminentes asesinos, el corro que mira cavar al hombre del que sólo se intuye su presencia por los montones de tierra que alcanzan la superficie.
Es esa misma mano de Martín, la mano que dibuja, que guarda, que se apoya, la que ahora golpea con fuerza esa contraída nuca —recién dibujada— de uno de los hombres del corro, mientras la boca obedece el mandato de la mano y pronuncia con decisión:
—Dejadle ahora mismo, criminales…
Mientras el hombre sigue cavando su hoyo, sin reparar o querer reparar en la intromisión, el resto de asesinos se miran unos a otros durante el instante reservado a decidir si sólo se descoyunta a ese monigote cubierto de harina y fango, o también se le decapita, se le cuelga, se le arranca la piel a tiras y se le hace bailar desollado. Entretanto, Martín ya no es su mano mágica, sino el Martín de siempre, quien acaba de reparar en su acto. Percibe el regreso a su habitual estado de ánimo en que le cuesta mucho esfuerzo mantener la mirada de esos vándalos, cruzar airoso el momento crucial y abrir la boca para mentir:
—Soy miembro de la Guardia Nacional y lo que hacéis es un atropello a los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Habéis visto a los compañeros. Habéis oído las órdenes de nuestro general.
Los del corro mueven los hombros, se rascan el muslo, le insultan a regañadientes. No hacen lo que pueden hacer de sobra. Cualquiera de ellos mide el doble que ese pelirrojo extranjero que habla tonterías. Se hallan completamente solos en aquel lugar. Una situación de lo más agradable, pues, cuantío la mano de Martín vuelve a poseerle.
—¡Eh, vosotros! —avisa.
Y entonces, mientras sigue la exacta cadencia del hombre que cava, y oye nuevos insultos murmurados cuyo coloquial significado ignora, Martín se alza en uno de los montículos de húmeda tierra excavada, levanta un brazo y el puño ensangrentado señala aquellas miradas patibularias. Luego, se abre despacio, los cinco dedos muy juntos, como si volcase la tierra de Versalles. Y Martín dice:
—Esto es lo que hago…
Enseguida vuelve a cerrar el puño con la misma lentitud y sin perder de vista a esos cabezones, pronuncia en claro francés:
—Esto es lo que soy…
Y sin decir más, baja de su podio, camina despacio de vuelta a la loma y a su carpeta, rogando al Dios de los Insensatos que no le cuelen la espalda a perdigones. Que el seguro castigo sea moderado.
Pero llega la loma y mira de reojo. Su cara se ilumina. Aquellos animales corren hacia la verja de palacio, gacha la nuca, el oscuro temor recogido en sí mismo de los matasietes. El de la pistola recapacita, se vuelve y dispara a Martín desde muy lejos. Es un disparo imposible, pero esa arma sólo quería ser usada. Cuando el eco del tiro y la nube de humo negro se han disuelto en el aire, Martín vuelve la cabeza hacia el Hombre Que Cava. Y el hombre ha salido del agujero y vomita, se diría que con gusto, al pie de lo que iba a ser su fosa. Ya espabilará.
De vuelta a París, uno más en la Voz, el de Viloalle cantó Traemos al panadero, a la panadera y al aprendiz y bebió el vino que le tendían y besó a las mujeres que se dejaban y se prendió las escarapelas que iba encontrando hasta cubrirse por entero con los colores blanco, rojo y azul. A mitad de camino, ahogado en el frenesí de la jornada, detuvo una carreta, se subió a ella como pudo, llamó la atención de los caminantes, y sin saber muy bien por qué, inició una elocución con ese acento francés que muchos encuentran gracioso:
—Hoy, seis de octubre del año del Señor de 1789, el espíritu inmortal de Marco Furio Camilo ha descendido sobre una multitud de vestales y de hombres de bien. Y Marco Furio Camilo refunda hoy Roma y Marco Furio Camilo devuelve hoy el Capitolio a su lugar. ¡Aquí los fuegos de Vesta, aquí los escudos sagrados enviados desde el cielo, aquí todos los dioses que serán propicios si permanecemos unidos, fraternos y libres! ¡Viva la Revolución! ¡Viva la Patria de los Justos!
«¡Viva!», exclamó la multitud.
Una chiquilla regordeta se subió al carro, buscó la mano de Martín con los labios, dijo «Gracias, señor cura» y ya en marcha, también ella alzó vítores por san Marco Furio Camilo.