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Los jesuitas expulsos, en la ignorancia de lo venidero, califican de horribles los días de viaje que terminan en el puerto de Ferrol. Para su desgracia, habrán de recordar más de una vez el agrado de la tierra firme, los sólidos refugios de la lluvia y de la oscuridad, el cariño popular que les ha seguido hasta el mismo muelle, el valor de ser jesuitas en España. Los buques de la marina fondean entre duras líneas de fortalezas. La brea, la sal y el tiempo granulan y erosionan las máquinas gigantes que montan, carenan, reparan o abastecen navíos y fragatas, mientras hombres y más hombres serpentean entre cabestrantes, fardos y almacenes que rodean la boca de la ría. Y sobre ello campea el hermoso presagio, esa flamante mole de madera y trapo, el San Juan Nepomuceno, el navío que ha de llevar a los expulsos, si no hay novedad, hasta la misma presencia del Papa, a quien se debe obediencia por voto. Mientras bajan de los carros con grande dolor de huesos, se sacuden el polvo y espantan las moscas, los jesuitas se empeñan en ignorar la nave colosal cuya envergadura achica hasta lo ínfimo aquel trajín portuario.

Martín salta del carro y, anonadado ante la grandeza del navío, busca distinguir si el mascarón de proa del San Juan Nepomuceno es legendario grifo o mero león. Es un león. ¿O un grifo? Como no se aclara, se pone a contar los cañones, aunque el cálculo se interrumpe por un manotazo nervioso del padre Olmedo al que acompañan órdenes perentorias: que se arrodille, que le limpie el calzado y los bajos de la sotana, que le busque un sitio donde sentarse. Martín es el único novicio que a Olmedo le queda, el único objeto de sus torturas. Desde que salieron de Villagarcía, Martín ha acatado los caprichos del jesuita sin decir esta boca es mía, a sabiendas de que cuanto mayor fuera el fingido celo en obedecer sus órdenes, ir a buscar su tazón de cocido en cada parada, limpiar sus ropas, llevar recados o leerle vidas de mártires para encaminarle el sueño, más patente se haría a miradas ajenas la inapropiada conducta del prefecto.

Durante la marcha interminable desde la Tierra de Campos hasta el océano Atlántico la plebe vitoreaba a los jesuitas. Entretanto, ellos, fingiendo rezo tras rezo, la cabeza gacha, la espalda encorvada, tonsura contra tonsura, chocando a veces las cabezas por las sacudidas del carro, han discutido mucho sobre la inesperada y monstruosa afrenta. Y lo han hecho en latín para que su escolta no comprendiera nada si les daba por arrimar la oreja, aunque con tanto murmullo y secretismo sólo reforzaran su fama de conjurados. Martín, para su asombro, ha descubierto muy escaso el latín de alguno de los padres, o al menos la torpeza de su manejo fuera de la rutina litúrgica. Proponían los jesuitas escribir a las autoridades real y papal cartas que abandonasen la mansedumbre de estilo característica en los últimos años y ganaran en fuerza con la soberana ilustración del cielo, pues esa y no otra era la auténtica ilustración. En ellas se condenarían por fin las intrigas de tipógrafos ignorantes, de librepensadores oportunistas, de eruditos a la violeta que escribían en gacetas y mercurios las más execrables blasfemias contra la Compañía, la Iglesia y su cabeza visible, que también lo era de la Cristiandad. Ya lo habían conseguido en Francia y Portugal… Pero España… Y en su torpe latín denunciaron los jesuitas constantes atropellos de los Aranda, de los Alba, de los Grimaldi, de los Roda y del confesor real, esa infame jauría que sale de caza con el rey y le sorbe el seso con infamias sobre quién organiza motines en torno al uso de capas y sombreros y quién prende la combustible ignorancia de la chusma. Entre algunas quejas y suposiciones, finamente argumentadas, Martín podía oír también numerosos Qui? Ubi? Quod? del que no comprende y disimula. Ese emboscado furor palabrero, ese mirarse de reojo, esas muecas contenidas y extremadas a un tiempo, han diluido la reverencia que le inspiraban los sacerdotes para igualarlos a las caricaturas que alguna vez ha osado perpetrar.

Ahora, en el muelle, los soldados hacen agruparse a los expulsos de Villagarcía con otros jesuitas de la provincia de Castilla. El cabizbajo remolino de sotanas polvorientas ante el colosal navío no es óbice para que se crucen emocionados saludos y se repitan los «¿Por qué?» y los «Que Dios sepa perdonarlos».

A la que puede, Martín se aleja de los dominios visuales del padre Olmedo y se dedica a esperar imposibles. Aunque su decisión de partir con los jesuitas sea valiente a ojos de los demás y de que en Roma pueda recibir, si sigue en la ciudad y lo encuentra, alguna ayuda o alguna orientación de su hermano Gonzalo, a Martín le cosquillea la posibilidad de la alternativa. Ha llegado a pensar que alguno de sus parientes vendrá a buscarle, que le abrazará y le dirá que se ha concertado su boda con tal hija de ni se sabe qué notable, que se olvide de una vez de todo ese embrollo de curas y soldados y espere la decisión de su padre. Sin embargo, entre los mirones reunidos en el muelle sólo se encuentran los indómitos habitantes portuarios, que han visto ocupado el terreno de sus fechorías. Sucios, horribles y malhablados, insultan y exigen la horca para los jesuitas con la misma fácil algarabía con que harían lo contrario si fueran a sacar tajada pronta de sus aullidos. Sólo los culatazos de los soldados o una invitación al aguardiente inglés les aleja de ahí y, en consecuencia, del pensamiento de Martín, el cual, resignado ya al embarque, al viaje, a una atmósfera inédita de aventura que a veces le sienta como un guante y otras le produce escalofríos, observa la carga que los estibadores suben al San Juan Nepomuceno: gallinas, jamones, escabeches, vino, chocolate, bizcochos, licores… Comer se comerá, al menos. Y no es el comer la mayor preocupación de Martín, sino que los jesuitas no coman, porque ha comprobado en los últimos días que el humor jesuita se tuerce a falta de periódico alimento. Y mucha torcedura es esa. Aunque no tan retorcida al fin como el giro de los sucesos cuando Martín divisa —y por ello se sobresalta no poco— a un hombre a quien los marineros que faenan en el muelle saludan con urgencia. Porque ese hombre de tricornio y casaca azules, que anda, se detiene, estudia, ordena, señala, afirma y reanuda su camino, seguro de sí mismo hasta la exageración, lleva bajo el brazo un cartapacio verde de cantos plateados que Martín diría, aunque la idea le trastorne, que es el suyo.

Entre los avisos de los marineros, sin calcular la consecuencia de su acto, Martín se lanza como un gato en pos de ese hombre notable. Cuando lo alcanza, se saca el bonete, inclina la cabeza, actúa:

—Martín de Viloalle, novicio de la Compañía de Jesús, para servir a Dios y a Vuestra Merced.

Algunos marineros ríen, mientras otros sueltan la maroma que tienen cogida y hacen amago de irse hacia Martín para arrojarle al agua sin otro comentario. Pero el hombre, que ha advertido la mirada de Martín al cartapacio, alza una mano que detiene al momento cualquier intención y cualquier risa:

—Alonso de Idiáquez, capitán de la Real Armada Española. Disculpe si no me descubro, pero tengo una mano aferrada a la espada y la otra a este cartapacio, y no las suelto porque delataría el temblor que su presencia me procura…

Y nuevas risas de gargantas alijadas por el vicio que despiertan la atención de algunos corros jesuitas. Martín está anonadado. Valora si es prudente rogar la entrega del cartapacio, cuando el capitán Idiáquez decide por él:

—Si lo que está haciendo es preguntar con la mirada, novicio, y si yo comprendo su no formulada pregunta, la respondo diciendo que un oficial de caballería de su majestad me ha vendido a muy buen precio este cartapacio y su contenido. Papeles rotos, ya lo sé, pero trozos inútiles a los que el aburrimiento de la travesía encontrará buena empresa. Pero ¿desea acaso reclamarme cualquier cosa?

—Su propiedad, señor.

—Señor marqués… —corrige con sorna el capitán.

—Y yo podría ser conde… —aclara Martín.

—¡Mira, el segundoncillo, qué aires! ¿Conde? Condenado a comer hostias… y rancias… —risa coral de marineros y humillación de Martín, que no sabe qué hacer mientras don Alonso mira más allá de su altura, gesto que en verdad no requiere mayor esfuerzo, y en un tono displicente, sin volver a mirarle, dice—: Se acerca alguien que le añora, señor conde.

Se vuelve Martín pensando en su hermana Elvira, hasta en un Viloalle cualquiera, pero sólo ve al prefecto Olmedo, quien descarga en Martín la obvia y general falta de atención hacia su persona. Entre chanzas, Olmedo coge a Martín de una oreja y lo arrastra y lo revuelve:

—¿Qué hacías ahí?

—Preguntar si el viaje es largo…

Y la respuesta de Martín merece un golpe.

—¿Crees que, con el ahogo que padecen tus superiores, algunos ya ancianos, debes andar buscando privilegios por ahí como una damisela? ¡Señoritingo! ¿Y lo mío? ¿Y lo de todos?

—Vamos, padre Olmedo… —se oye entonces. Martín levanta la vista. Es el rector de Villagarcía, su rector—: Está bien que el compañero defienda lo suyo si se lo han tomado con malas artes. Otros tendrían que aprender de ello, y no buscar una víctima que cargue con su desconsuelo.

Se paraliza la expresión del prefecto antes de que llegue a balbucear:

—¿Y delante del novicio me regañas…? ¿Y le llamas compañero?

—Has entendido bien. Con sus labores, sus deberes y su dignidad de compañero. En cuanto haya ocasión, tomará las órdenes menores.

Martín se avergüenza. No sólo es evidente para cualquier inteligencia despierta su interés por el cartapacio, sino que ha sufrido además la peculiar humillación que a veces infiere la bondad en los que van para malos.