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Una carroza llega al patio de El Oso Feliz, cae el estribo, desciende Fabianus, sacude un fragante pañuelo y las camareras, deshechas de recato, vociferan y se arañan el rostro como ménades. Ignorante de la femenina admiración, Fabianus ordena al mesonero Hans que avise a un tal Welldone. Al rato, sin prisa ninguna, aparece Martín. Tras mirar al pelirrojo de pies a cabeza, Fabianus emite un oscuro francés, influido quizá por el extremo rigor que impone a sus muecas. Una voz tras el rostro, más que empolvado, encalado, ordena que se le anuncie de una vez al señor de Welldone. Martín niega la petición, mientras valora si un buen trompazo, amén de lanzar a siete leguas las pecas del doncel en nube de colorete, cancelaría esa actitud desdeñosa. Ante la súbita y descortés negativa, una mano de Fabianus oculta el corazoncito de la boca y finge, sucesivamente, un mareo y su recuperación. Sólo cuando se mitiga el unánime suspiro de las camareras, avisa que un vehículo recogerá al de Welldone a las cuatro para llevarle a la audiencia con los infantes en el castillo Gottorp.
Dicho eso, ni más ni menos que un recado, por mucha ceremonia que se añada, Fabianus empieza a reír y a frotarse los ojos como si le atacaran vapores de un ácido, y como estudiado colofón avisa que si el amo de Martín no se hallara en la puerta de El Oso Feliz a la hora en punto, será expulsado de la ciudad por orden de Carlos de Hesse-Kassel, príncipe de Schleswig-Holstein.
—No es mi amo… —corrige Martín a la repentina espalda de Fabianus y al coro de sus devotas. Cuando suben la escalera que lleva a la habitación de Welldone, el mesonero Hans explica que la impropia conducta de las mozas se debe a que Fabianus es cantante en palacio. Que eso es mérito singular a día de hoy. Que comprende a la juventud como comprendía a los lapones cuando sirvió al rey en la tundra noruega: muy poco y muy mal. Que sería necesario recordarle a su amo la deuda de tres meses de alojamiento—. ¡Que no es mi amo! —se enoja el de Viloalle mientras repica en la puerta de Welldone.
Al llegar a Schleswig, tras resolver un asunto con el banquero de la ciudad y ordenar a Hans que sólo le importunase con motivo de un Segundo Advenimiento, Welldone buscó refugio en su aposento a fin de «ahondar en la muy alta y singular paradoja óptica». En noventa días, Martín no le ha visto.
Sin embargo, el de Welldone desliza cada madrugada bajo su puerta una tarjeta con instrucciones. En esos tres meses, Martín ha copiados los planos de una linterna mágica según el volumen Ars Magna Lucis et Umbræ de Athanasius Kircher; y para las supuestas láminas que, según imagina, deberán proyectarse alguna vez en una superficie blanca, ha dibujado aspectos de la isla y del castillo Gottorp. Para dar remate cabal a las misteriosas industrias de Welldone, ha negociado con ebanistas y espejeros. Aunque ha conocido paisajes fríos y sabe lo que es tiritar hasta creerse endemoniado, la gélida calma de esa ciudad le resulta balsámica. Blancura lisa en las calles que sólo mancha la huella parda del tiro, del herraje y los rieles; general blancura que contrasta con vivos azules y amarillos en puestos de flores. En las casas, sillares recios, gamas de castaño, le recuerdan bosques de su tierra. Es cierto que, cuando sopla, el viento mineral del Báltico corta como una navaja; pero si esos filos derramaran sangre, serían de tristeza las sangrías. El cuerpo se renueva, acepta, persevera en los justos intereses: planear, dibujar, honrarse. Al andar, se deleita con el crujir de la nieve como si fuera música; y cuando la nieve es blanda y abundante, Martín de Viloalle cree que camina sobre nubes y el compás del paso es el más misterioso dibujo del tiempo.
A esa mejora en el ánimo ayuda también el buen trato en El Oso Feliz y la curiosidad y fantasías de vecinos y vecinas en torno a su persona, menor que la suscitada por Welldone, siempre agitando con enigma arbolillos de Cracovia, pero curiosidad al fin. Martín ha examinado con gusto a rubias criaditas, a costureras y, en días de plenitud exagerada, a damiselas que se ruborizan al pasar en carrozas cuando el de Viloalle exhibe la mirada de pillo que aprendiera en Roma. Además, le domina un buen augurio. Es verdad: le asalta de continuo una indefinida vibración aunque no existan razones justas que la avalen. Hace dos días, Welldone le hizo solicitar audiencia en el castillo Gottorp a los infantes Friedrich y Christian, hecho que suscitó hirientes carcajadas en el cuerpo de guardia y en la varia servidumbre. Ahora, con ese paje blandito, ha llegado la cita y han vuelto las risas. Nada es muy convincente, pero, llegados a ese punto, nada es desolador.
Martín espera que Welldone abra la puerta. Y abre.
Digamos lo bueno. Welldone parece al menos diez años más joven que al encerrarse. Tan delgado como siempre, el descanso y una saludable rutina han suavizado sus facciones. Fin de lo bueno.
Martín ignoraba que Welldone tuviese la cabeza monda y las pelucas que figuran su cabello sean tan pelucas como las meramente ornamentales. La piel de esa cabeza brilla como una campana. Hasta ahí no hay queja. Sin embargo, al descender por las arrugas del cuello, Martín se encuentra con una especie de sábana con bordados de estrellas, cruces de Estanislao y otros símbolos místicos que se derraman hasta los pies como un camino de Santiago. La túnica es de propia confección, pues Welldone aún levanta las mangas y sacude los brazos para comprobar lo holgado de las costuras. Ensaya poses de astrólogo a ver si tiran las sisas; el ademán invoca fuerzas supremas más allá de Naturaleza. Enseguida, sin transición, la cara regresa a lo impasible, el cuerpo gira y, mientras ruega a Martín que le alcance la peluca, solicita comentario de su porte:
—Sorprender, sorprende… Dudo que ningún bandido se atreva a asaltarle… —se escabulle Martín hasta que añade con cautela—: ¿Requerirá mi ayuda en el castillo Gottorp?
—¿Temes algo? —Welldone no muestra recelo. Su hablar es el de quien ha ingerido galones de infusión calmante, y antes de que Martín responda, confiesa—: Siempre te he considerado mi socio, Martín. Jamás un criado o un empleado a mi servicio. El hecho de que me acompañes al castillo Gottorp es un modo inmejorable de mostrar la confianza común. Y no te estés preguntando ahora si has de vestir como un hechicero infame. La respuesta es negativa.
Aún está intrigado Martín con esa lucidez de Welldone, cuando a la hora fijada se oyen campanillas en el patio. Una carroza del príncipe: no es mal indicio. Los mozos cargan un baúl que esconde «mis trabajos», según ha dicho Welldone, quien parece repasar los sucesos venideros de camino hacia Gottorp, mientras, en la calle, crecen las sombras. Alguien tropieza con alguien, y se dañan la frente los dos, por quedarse mirando patidifusos al mago. Aunque no sólo es asombro lo que Welldone convoca; también hay mofa despiadada. Sin embargo, el hombre capaz de insultar en diez lenguas, ignora y mira al frente. Examina los edificios de la calle principal:
—Fíjate qué austeridad de líneas. Así será mi Ciudad del Hombre… Estas viviendas son el reflejo perfecto de la limpieza de espíritu, de la gravitas. Se acercan como nadie, aunque sus dueños lo ignoren, al ideal romano.
Pasan ante una pareja de pescadores ebrios que sale de una taberna. Los borrachos jalean y corren, flanqueando el vehículo. Como si se tapase los oídos con las propias palabras, Welldone musita:
—Uno intenta enmendar durante la edad madura los errores de juventud. Pero ¿cuánto dura esa juventud, Martín? Porque a medida que uno cree enmendar aquellos errores ve que el tapiz de la juventud consumida no se acaba y que la vida es corta… Seguimos trenzando la experiencia en la paja del pasado y del presente. ¡Míralos! Aquí y en París y en Roma y en San Petersburgo. Juzga si quieres y te crees con derecho a ello. La gente desocupada ríe para desahogar su rabia, ríe bostezando y ríe matando. Hace un frío del demonio y sudo…
Cruzan el puente, llegan al castillo y Welldone, sólo pisar adoquín, cambia el tono de estoicismo. Sigue siendo el de siempre y eso no es buena señal. Insiste con firmeza en que, pese a su ligereza, dos criados sujeten el baúl por sus extremos y mantengan la posición horizontal. Sobre todo, cuidado al subir la escalera. En el patio de armas, miradas burlonas. Pero Welldone sólo se altera cuando distingue a un huidizo personaje saliendo del castillo:
—Vaya, el banquero Tronk…
En el vestíbulo, se suman a una comitiva que mantiene el ceremonial con enojo mal simulado.
—Cuanto más pequeña es la corte, más arrogantes son los súbditos… —exclama Welldone en el español que sólo entiende Martín. Como si fuera un comediante, se aclara la garganta para entrar en situación, enrolla en el brazo las enormes mangas de su túnica; luego, sin cambiar el tono, alza la voz como si alabase cuanto ve—: ¡Serán rústicos! La escalinata que hemos dejado atrás es igual a la del palacio de Catalina, el de verano, claro, que es pequeño, y el corredor que cruzamos idéntico al de los espejos de Versalles en pobre y mal concebido, desde luego… Eso de la izquierda es el típico saloncito chino de todos los palacios europeos. ¡Ridícula pretensión! —y parece que diga «¡Cuánta grandeza!»—: Los grandes príncipes imitan el pasado, porque en algún lugar del pasado moraban los titanes. Y los pequeños príncipes imitan a los grandes. Y la plebe imita a los pequeños príncipes… ¡Sólo tienen imaginación los mendigos! ¡Sólo ellos levantan las manos al cielo y rozan suavemente con las yemas la cara de Dios!
Ese tono de voz enlaza con el aire pastoril que interpretan unos músicos en el balconcillo de un salón rosado. Presiden la estancia dos tronos de raso azul con molduras doradas que remata el blasón de Hesse-Kassel. Desde allí sonríen sus majestades, el príncipe Carlos y la princesa Luisa, y del mismo lugar surgen dos arcos de súbditos que rodean el ámbito. Los cortesanos sonríen a su vez, pero sin majestad ni piedad ninguna. En el centro, con casacas y calzones dorados, con pelucas doradas, se sientan dos niños en doradas sillitas. El mayor tiene ocho o nueve años. El menor, de apenas tres, con el dedo pulgar en la boca, duerme plácido y ajeno a la velada.
El paje Fabianus avanza entre los cortesanos con arácnido paso al frente y reverencia a los príncipes con una exageración que fuerza coyunturas de hombro, codo y espinazo. El príncipe, joven, de rostro afilado, mueve la cabeza con leve ademán. La música se detiene al punto.
—Como veis, señor de Welldone, el menor de los hijos varones del príncipe, Christian de Hesse-Phillips-Barchfeld, se ocupa ahora mismo de asuntos de la máxima importancia y hondura, los cuales hacen imposible atenderle. —Como si silbara la culebra, así ríen los cortesanos para que el niño no despierte. Hecho el silencio, prosigue Fabianus—: Sin embargo, el infante y príncipe heredero Friedrich, a quien habéis solicitado, no sin impertinencia, audiencia inmediata, ha dispuesto la ocasión, breve, desde luego, para que usted, señor de Welldone, diga aquello que deba decir y haga lo que ha venido a hacer. El príncipe heredero exige de lo que digáis, y acaso mostréis, un valor equivalente al tiempo que le estáis haciendo perder. ¿O me equivoco, alteza?
A tenor de la pregunta, Friedrich intuye el carisma festivo de la velada. Sonríe a Fabianus y la complicidad en los ojos sugiere un carácter despierto. Finge altivez al dirigirse a Welldone:
—No me hagáis perder el tiempo… El tiempo es tan valioso como el trigo en Schleswig… —y toda la corte jalea lo que será lugar común en aquel principado sin trigo. Martín duda seriamente sobre un punto crucial: Welldone ha sido mal informado sobre la edad de los infantes y, en consecuencia, están haciendo el mayor de los ridículos. Pero en ese momento, Welldone mira a Martín, y Martín se da cuenta de que tiembla bajo la túnica, que los dos tiemblan, unidos en algo que no ha de ser otra farsa. Aunque a Martín le ayudaría un mayor conocimiento sobre la situación general y las intenciones de Welldone.
—Signore Martino da Vila… —presenta Welldone—: Abra el baúl y entregue el objeto rojo al infante Friedrich para que lo examine. Entretanto… —ahí Welldone salta de su perfecto francés cortesano al más noble alemán—: Os suplico, alteza, permiso para contar una pequeña historia.
—No me hagáis perder el tiempo… —repite el heredero, mientras se vuelve hacia su padre entre las risas, ahora forzadas, de los cortesanos. El príncipe Carlos dirige entonces una mirada precisa a un individuo con levita negra que, al punto, chista con severidad. El infante Friedrich se turba, calla y el salón le acompaña en su silencio:
—Os contaré la historia del embajador de las Provincias Unidas o Países Bajos en Siam, el exótico reino de Oriente, como bien sabrá su alteza.
El niño vuelve a mirar la severa figura de levita negra y lazo blanco que le acaba de reprender. El niño asiente y a punto está de arrancar una sonrisa de quien será su preceptor. Sí, el niño conoce Siam:
—Muy bien, pues. El embajador de los Países Bajos iba a visitar cada tarde el castillo del rey. El motivo de esa visita diaria era relatar a su majestad las peculiaridades de su tierra. El rey de Siam, como buen gobernante, era curioso y ansiaba saber lo que ocurría en otros lugares. Así el embajador le describía una tarde cómo se organiza la flota holandesa y la Compañía de Indias, otra tarde le hablaba de los diques que contienen las poderosas aguas del mar, otra tarde le contaba el modo de cultivar tulipanes y otra tarde fascinaba al monarca con la descripción de la belleza de sus mujeres…
—Ji, ji… —ríe el niño, y chista el de la levita negra.
Welldone prosigue:
—El rey escuchaba todos esos relatos en silencio, con mucho interés y seguía invitando al embajador. Pero sucedió la tarde en la que el embajador contó que, algunas veces, en los Países Bajos, el agua se endurece de tal modo en la estación fría del año que los hombres caminan sobre ella. Esa agua endurecida, dijo, soportaría hasta el peso de un elefante, en el caso de que hubiese alguno en los Países Bajos. Cuando el embajador dio fin a ese episodio, el rey de Siam se levantó, señaló la puerta de su cámara y dijo: «Hasta este momento he creído las cosas extrañas que me has relatado porque vislumbré en ti a un hombre sensato y de honor. Pero ahora estoy seguro de que mientes…».
En el salón del castillo Gottorp continúa un silencio que sólo interrumpen el paso de Martín cuando entrega al infante una caja de madera, roja y alargada, con su rueda de metal en un extremo y un cristal en el otro. Mientras Welldone invita al pequeño príncipe a mirar por el lado del cristal, el niño se sobresalta, se vuelve en todas direcciones, exclama:
—¡El rey de Siam no conocía el hielo!
Nada comprenden algunos cortesanos; sin embargo, .aplauden con sigilo, porque el otro niño aún duerme.
—En efecto, alteza. Sois mucho más sagaz que el rey de Siam, quien ni conocía el hielo ni, sobre todo, concebía el conocerlo. Ahora, si sois tan amable, mirad por el orificio de la caja que tenéis entre las manos. Justo ahí, por el lado que ostenta el escudo de los Welldone.
Aunque el muy espléndido y bien tallado «escudo de los Welldone» sean tres lobos con ojos de diamante, un capricho que Martín hizo labrar a los ebanistas de Schleswig por puro deleite, no es ese momento ni ambiente para el reproche. Welldone ha logrado expectación. Ahora, todo será que no le dé la ventolera…
El niño está mirando el interior del artefacto. Enseguida, como si temiera pasar por ignorante, levanta la vista y dice:
—Es Schleswig. Es nuestra ciudad. Y veo nuestro castillo…
Martín está admirado, no puede remediarlo. Lo que Welldone ha construido es una miniatura de la modalidad de linterna mágica llamada Mundo Nuevo. Welldone debe conocer el modo de jugar con espejos y cristales, ser ducho en vitrofanías; y tendrá una cámara clara para calcar sus dibujos. Y también supone Martín que en la Gran Logia Madre de los Tres Globos, y ante Federico, aprendió de una vez el tono adecuado a los poderosos, ya que se dirige al infante con extrema suavidad:
—Es vuestra ciudad y vuestro castillo. En efecto, alteza, seguid mirando, os lo ruego…
Mientras el niño se concentra en las maravillas del interior de la caja, Welldone solicita mudo permiso para acercarse al infante, el cual se concede por vía de uno de los ujieres tras recorrer, en ida y vuelta, el protocolo de una serie de cortesanos que va del ujier al mismo príncipe. Cuando se halla junto a Friedrich, Welldone hace girar una ruedecilla de la caja que se encuentra en el extremo opuesto del agujero. El niño vuelve a asomar la cabeza y disimula cierta confusión al relatar qué ha visto:
—En Schleswig se hace de noche, pero las luces del castillo siguen iluminadas. En una de las ventanas del castillo, un niño mira por una caja.
—Así es, alteza, ¿y qué ve el niño?
El infante Friedrich se adentra de nuevo en los secretos de ese objeto misterioso. Su emoción es tanta que no ha percibido, como ha hecho Martín, que Welldone ha formulado una pregunta tramposa. «¿Y qué ve el niño?» sólo es un ardid para cambiar de imagen, ya que nadie puede adentrarse en la mente, por lo demás inexistente, del niño dibujado. Pero no es eso lo que desea saber el infante heredero, quien ahora, al fin, contesta:
—El niño ve una ciudad hundida entre fiordos. Una isla como Gottorp, pero en el sur, porque todos son morenos, harapientos y sucios. El niño ve unos barcos que parecen lunas y no tienen velas. Hombres con gorras rojas están pescando con estacas. El niño ve un gran palacio y grandes torres a lo lejos que acaban en punta. No hay carrozas, ni carros tirados por bueyes, ni mulas ni caballos…
—Venecia… —esa es la voz de su padre, el príncipe Carlos.
Todos en la sala miran a la máxima autoridad. El príncipe de Schleswig-Holstein no es el rey de Siam.
—En efecto, alteza… —esa es la primera vez que Welldone habla al príncipe después de que una mirada, astuta y circular, haya rodeado el salón. La princesa Luisa recibe también un saludo.
—Estoy seguro… —dice Carlos adelantando la cabeza—:… de que eres el mismo Welldone que se ha dirigido alguna vez a mi canciller por vía epistolar con algunas propuestas…
—Ese soy, alteza.
—¿Y por qué ofreces esas empresas tan ventajosas precisamente a mí, que soy príncipe de un pequeño territorio, y no a Federico, a Jorge, a Luis o a Catalina?
—No lo he hecho tan sólo porque vuestro amor a la paz y a la prosperidad de los súbditos que gobernáis ha llegado a todos los confines de Europa. El motivo que me impulsa a importunaros es semejante a la prudencia que dicta mostrar este objeto al príncipe heredero, y no a vos. Lo pequeño sólo puede ser grande. Lo grande sólo puede volverse pequeño.
—¡Demonio de hombre! —esa propuesta de grandeza no gusta a Carlos—: ¿Me sugieres ante mi queridísima esposa y hermana de mi señor, el rey de Dinamarca, que cometa actos de arrogancia política y haga grande a Schleswig para ruborizar a Copenhague?
Welldone palidece. Todos guardan silencio. Martín se da cuenta de que la princesa Luisa abre el abanico para refugiar su rostro tras el varillaje. Sin embargo, es el propio príncipe quien ríe antes de que lo haga al unísono y con aduladora satisfacción la infecta y diminuta corte de Schleswig-Holstein. El príncipe Carlos se está burlando.
La sombra de lo ocurrido en la Gran Logia Madre de los Tres Globos oscurece el rostro de Martín, quien descubre el célebre destello en los ojos de Welldone. Lo vio por primera vez en el estudio de Fieramosca cuando le dijo a lord Skylark: «Hágase un favor y cierre el pico». Welldone no puede evitar ese relámpago de furia o de sorna cuando decide perderse y tirar por tierra en un momento ilusiones de años, laboriosas tácticas y paciencias. Pero esta vez ha llegado demasiado al Norte demasiado viejo. Martín no consigue verle, y mucho menos verse, recibiendo befas en los hielos perpetuos de la Ultima Thule. Hoy, si busca algo, Welldone se humillará:
—Si he cometido una imprudencia, alteza, ruego que me sugiráis el rumbo adecuado para suplicar vuestro perdón… —y de pronto, Welldone sonríe—: Porque la impertinencia de verdad tendría que venir ahora y me temo que ya ha perdido la gracia. Pero, si aún sentís curiosidad, me esforzaré en recuperarla. Martino da Vila, acérqueme la otra caja…
Martín se llega al baúl y recoge otro objeto óptico conocido por Mundo Nuevo, sin dejar de admirarse de que ese tunante haya podido construirlo. Salvo en el color verde, esa caja es idéntica a la que maneja el príncipe heredero.
—Alteza, ¿dais vuestro permiso para que os haga entrega de este presente?
El príncipe accede con un ademán y recibe la caja de manos de Welldone. Estudia el objeto, halla el orificio de observación y mira el interior. Toda la corte, curiosa, atiende y especula. Ese bufón ha hablado de impertinencias… ¿Qué imagen le tendrá reservada? Martín oye diversas conjeturas: caprichos galantes, secretos de alcoba… Todos saben que ese miserable no se atrevería a insultar al príncipe o al país… Los cortesanos demuestran poco ingenio… El príncipe Carlos hace girar la rueda del artefacto, primero con calma y después con torpeza y prisa, levanta la cabeza, hace un gesto que dice: «Ahora podría enfadarme, pero no te daré el gusto» y tira la caja al suelo como si echara un trozo de carne a los perros. Efectivamente, un par de dogos sale de un rincón y husmea la caja, que ha rodado por la tupida alfombra que muestra a Diana en pleno baño.
—Sabes mejor que yo, cretino, que eso es una caja vacía…
Mediante una imaginación sencilla, Martín se ve en lo más hondo del fiordo. Entretanto, el silencio en el salón parece un témpano que recoge el frío del Báltico, y es a través de ese ambiente endurecido por el que Welldone se desliza para recoger el Mundo Nuevo, ajeno al gruñido de los dogos. Sin pedir permiso esta vez, se acerca a los niños: mientras el más pequeño sigue durmiendo con el dedo pulgar en la boca, Friedrich ya domina las necesarias destrezas para que las imágenes vayan y vuelvan, y aparezca su ciudad y las ventanas del castillo y el niño que mira por una caja y descubre Venecia. En la tensión del aire, Welldone retira con inusual delicadeza la caja roja que el niño sostiene entre las manos y la sustituye por la verde. Y Friedrich mira. Como supone que los reunidos en el salón se hallan intrigados ante lo que ha visto, anuncia con pena:
—En Venecia es de noche y todos duermen ya.
Nadie dice nada, salvo el pequeño infante Christian quien, a su lado, se saca el pulgar de la boca y murmura: —Yo no. Yo sueño…
Y como si sus propias palabras fuesen tétrico dictamen, el pequeño Christian abre los ojos y rompe a llorar. Su hermano mayor deja caer la caja al suelo:
—No tengas miedo, Christian. Eso sólo es algo que ve un niño.
Mientras el príncipe Carlos estudia a Welldone, aplaude el círculo cortesano, no al forastero, sino el generoso acto de Friedrich para con su hermano menor. Welldone se encoge de hombros y saluda como si esa fabulación tuviese el sabor de una despedida a las lejanas torres, a las distantes agujas de las cúpulas venecianas. El príncipe mira a la princesa, susurran: El príncipe ha decidido. Con una punta de burla en la voz, se dirige al mago:
—Welldone… Gracias por la aguda amenidad. Lo cierto es que me habías hecho enojar, malandrín…
La corte ríe y enseguida intriga. Cuando toma de nuevo la palabra, el príncipe suaviza el tono:
—Ahora, si tienes la bondad, y dado que el programa de actos no acaba aquí, ya que Fabianus ha de deleitarnos con sus canciones, tú y tu… ¿ayudante? acompañaréis al canciller Koeppern y al reverendo Mann…
El príncipe llama al hombre de la levita negra y a otro de sus súbditos, quien, por maneras y aplomo, será el canciller. El runrún dura un instante y, cuando las cabezas se levantan y se deshace el corro, basta una seña para que regrese la música y en la sala se forme el remolino de una corte agrupándose en cháchara leve, pero urgente. Nadie escucha a Fabianus, que canta Chagrin d’amour como si le estrangulasen.