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Gonzalito se fue de la casa harto de que don Gonzalo se negase a contratar un hidráulico que desviase agua del río para ampliar el jardín, se escandalizara con la idea de adornarlo con esculturas y gruñera cuando le hablaba de repoblar con más robles lo que eran huertos junto al río. El señor sólo autorizó la construcción de una pequeña presa, más lucida que útil. Por desgracia, la ínfima concesión animó a Gonzalito a exponer su plan más ambicioso. ¿Qué le parecía a don Gonzalo elevar un puente chino sobre el río, y abrir al otro lado un paseo que llevase, entre una celosía vegetal, el sol jugando en ella, hasta un rincón ameno con bancos en torno a una trampa galana y curiosa? De acuerdo con los planes de Gonzalito, si el paseante iba por el sendero, al llegar al rincón y pisar un resorte, unos surtidores ocultos lanzarían chorros en parábola que sorprenderían al embromado y harían las delicias de quien se hallase en los bancos. Don Gonzalo casi asesina a Gonzalito cuando llegó a sus oídos lo que consideraba disparates propios de un mamarracho. Martín aún conserva y admira alguno de los bocetos que Gonzalito abandonara en el desván. Los encontró al volver de Santiago, el año en que le dieron la noticia de que su hermano se había ido una noche sin dejar aviso.

Pero el castaño que ahora dibuja Martín es duración y es buen olvido. Martín traza líneas, mientras urde semejanzas e hilvana recuerdos: aún cabría en el hueco de ese árbol si entrar ahí no le ocasionase una honda tristeza, y no le poseyera la seguridad de que, una vez dentro, niño de nuevo, pero él de nuevo, el castaño habría de volverse confesonario. De la boca de Martín brotarían entonces esos pecados que llevan directo al infierno cuando mueres, que puede ser hoy mismo, ahora. Mientras teme la lluvia y la muerte repentinas, Martín asienta un pie en la tierra resbaladiza, renueva la incomodidad de su postura, medita y perfila con su lápiz cada una de las hojas secas, se aventura por leyes artísticas que nadie le ha enseñado, y yerra como siempre, yerra hasta que acierta, o al menos cree que acierta. Duda siempre y siempre se turba, porque sabe que quizá no sea tan buena la aventura del yerro constante, que no todo el que va a las Indias descubre América. Pero ahí delante, al menos, la destreza conseguida a tropiezos finge pardo lo negro, gradaciones de sombra que se enredan en una espiral de grises. Entonces resuena un disparo y se sobresalta.

Su padre y uno de sus hermanos, y sólo uno, andan al acecho de un jabalí en los montes altos, sobre la catedral antigua. Martín oye el revoloteo de las alondras hasta que desbandan en remolinos, alcanzan el cielo y la salvación, se reagrupan, dispuestas a marchar al sur, bien lejos del frío, de la lluvia y del escopetazo de un Viloalle cualquiera. A su espalda y entre la vegetación, lo que parece animal de buen tamaño arrastra con empuje helechos y aliagas, avisado del significado fatal de los disparos. Martín contiene un escalofrío, porque sabe demasiado bien que eso no es animal, ni hombre tampoco. Entretanto, una vaca muge tras el disparo, otras le corresponden, un perro ladra y un pastor reniega, no tanto para calmar el jaleo como dar cuenta de su posición a los cazadores y librarse de un tiro. No sería la primera vez que una fugaz intuición cinegética, el susurro leve de una rama, animase el gatillo de un Viloalle y la confirmación de su puntería terminara en el camposanto, en el dudoso consuelo de una viuda o de una huérfana, y en las bajas murmuraciones que tarde o temprano llegan a oídos del obispo y sobre el púlpito se vuelven historias de babilonios, de Judit, la viuda hebrea, de la cabeza degollada del arrogante Holofernes, y el que quiera entender que entienda.

La fuga de Gonzalito creó un serio problema en el mayorazgo. Don Gonzalo de Viloalle ha defendido siempre el derecho de primogenitura como hicieran su padre, sus abuelos y a buen seguro aquel conde don Francisco. A esa incertidumbre de don Gonzalo la espolea el hecho de que Gonzalito hubiera partido no tanto a correr cortes, porque se fue sin un real, como para huir de un destino de hastío y molicie al que le había condenado nacer el primero. Don Gonzalo quería perdonarle, ya que la desgana para tomar decisiones era más grande que el rencor. Además, las cartas que Gonzalito iba enviando, donde explicaba que no se arrepentía de su marcha, aunque solicitaba el perdón y hacía intuir su regreso, cesaron hace ocho años, cuando llegó la última desde Roma. En ella, Gonzalito afirmaba que se hallaba al servicio del cardenal Colonna y era preceptor de sus sobrinos. El señor de Viloalle preguntó qué significaba eso a hidalgos amigos suyos, más viajados, como si el preceptor de los sobrinos del cardenal Colonna no fuese su propio hijo, sino el de un conocido de los tiempos de Madrid. De ese modo le informaron que, si hablaba del famoso cardenal, estar a su servicio en Roma sólo se hallaba al alcance de los más honorables caballeros.

Don Gonzalo necesitaba calmar la incesante crepitación de su conciencia. Así que, sin olvidar del todo a Gonzalito, y descartado Martín, que iba a tomar ropa de jesuita, el señor empezó a preparar a los tres segundones, Gil, Jorge y Juan, para decidir quién habría de ser el heredero en caso de que el primogénito no volviera. Así, y según la temporada y el capricho, don Gonzalo sale de caza con uno y sólo uno de los segundones. En las conversaciones que entonces sostienen padre e hijo, se da a entender a este último que las circunstancias y sus aptitudes le señalan como favorito. Y mientras cobran piezas diversas don Gonzalo relata la leyenda de don Francisco, el mariscal Pardo de Cela y los tres lobos; o su fértil imaginación viaja hasta la corte en la carroza de la engañosa nostalgia y recorre su colorido y su trasnoche, sus palacios con marquesas y sus hotelitos con actrices. Cuando se recrea en esas hazañas cortesanas, don Gonzalo advierte de los cepos que él mismo pudo pisar, y pisó seguramente, cuando hizo su entrada en Madrid cargado de viejos pergaminos para reclamar el uso de su título de conde, y bajó enojado escaleras que había subido exultante, tras meses de esperar en antesalas, de abrazar y palmear hombro de paje, de saludar y sobornar porteros, de vislumbrar gabinetes oficiales, de que le abrieran y cerraran infinidad de puertas, en las narices casi siempre, muy fatigado don Gonzalo de interpretar al pie de la letra los «celebro», los «rendido servidor», los «apasionado amigo», los «entregado a complacer sus justas pretensiones» y los «cuanto antes».

Hay algo en el relato de su padre que los segundones no quieren entender. Lo que su padre cuenta en realidad es que fue, se deslumbró y volvió. O que fue, fracasó y volvió. Pero que volvió. Que Gonzalito volverá.

Los paseos por el bosque enseñan mucho de la propiedad familiar. Desde la puerta de la casa, y llevándose el canto de la mano a las cejas sin alzar la frente, todo cuanto dominan los ojos es de los Viloalle. Sólo cinco familias en la provincia de Mondoñedo tienen tanto. En cualquier caso, el resto de las tierras y de los montes, de las casas y del ganado, es de un hombre que no es hombre, porque muere uno y llega otro igual: el obispo. Y el obispo hace trampas. No mantiene las leyes antiguas, sino que aprovecha las sucesivas divisiones de los arriendos entre hijos y nietos de campesinos para debilitar a la nobleza de espada en murmuraciones de merienda. Así que, entre anís y migas de bizcocho, avemarías y sermones torticeros, el obispo confunde a las pobres gentes, les azuza contra su señor y les invita a la pobreza en la tierra, que ahí estará siempre el obispo para rociar con agua bendita al famélico rebaño. Por eso, por indicación del obispo, que les trastorna, rechazan esos desgraciados el invento de la patata, que paliará el hambre y hará que abonen las rentas a su hora. Pero la patata es cosa de indios, pecado mortal es la patata.

Contra esas adversidades, el señor ejerce su dominio y autoridad sobre los súbditos, aunque eso le valga a la postre las llamas del infierno. Por eso exige a los arrendatarios el pago de la renta, a palos y con escarnio, si es menester. También es necesario procurarse el respeto y la alianza con otros señores. Esa es la razón de que Elvira se haya casado este mismo verano con uno de los Bermúdez. Si los Bermúdez y los Viloalle dejan de usurparse las lindes, invadir con rebaños la tierra ajena, desviar los regos y plantar fuego al monte de su vecino, como vienen haciendo desde siempre por sana costumbre, si señalan el mutuo adversario, al obispo sólo le queda denunciarles a la Inquisición por algún desvío religioso o intelectual, y un riesgo de esa índole es poco menos que imposible, gracias a una acendrada inactividad mental. Esas son también las circunstancias que han alimentado el hecho, lo sabe muy bien Martín, de que él mismo vaya para jesuita siendo como es la Compañía enemiga tremenda del obispo.

En cuanto Gil, Jorge o Juan aprenden esa política de provincia durante sus largas cacerías, llega una madrugada en que con las botas calzadas, la pólvora a punto, el morral con pan y chorizo, y los perros husmeando en torno suyo, esperan en vano que su padre acuda a seguir impartiendo lecciones. Desde esa hora infeliz, el favorito vigente se vuelve un ser invisible y hasta molesto. Otro hermano recoge el frágil delfinato, mientras Gil y Jorge, o Jorge y Juan, o Gil y Juan lloran en las riberas maldiciendo al nuevo elegido, cruzan espadas en el patio, bostezan a la sombra de un olmo o examinan con ausencia risueña las tareas de labranza, al acecho de la flexión de una moza. O preparan a Martín en las paciencias de la confesión relatándole sus cuitas una a una. O cuando están de malas, se dedican a arrinconar al hermano menor y a darle de capones como si fuesen cabreros. Y del mismo modo que, cuando se confiesan, Martín escucha, cuando le pegan, honor de Viloalle contra honor de Viloalle, Martín se defiende como puede. Y sabe poder: un aprendizaje que no le vendrá mal sí, con los años, le envían a misiones, Dios no lo quiera.