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Aunque viajaba con la compañía, la única ocupación de monsieur Deville era visitar burdeles y trasegar ginebra o cerveza, mientras hacía burla de las grandes frases de Napoleón en cualquier cantina y ante quien pudiera oírle —lo desease o no—. Según esa actitud, se le oía citar con ceremonia: «La muerte no significa nada, pero vivir derrotado es morir un poco cada día». El comentario a la grave sentencia —que, Roberta no dudaba, el corso canijo había copiado de la arenga de Hotspur en la primera parte del Enrique IV— era: «¡Los hay más imbéciles, pero no tan enormemente imbéciles! ¡No morirás gloriosamente tú, figlio de la più grande putana, que ocasiones te han sobrado! ¡Qué Libertad es la que se impone a cañonazos! ¡Que se mueran los otros! ¡Que se mueran los feos! Ah, la grandeur! Je crache sur ta tombe!». Después de la victoria de Austerlitz, y cuando la figura de Napoleón era casi sagrada, sólo su tamaño y edad evitó que monsieur Deville fuese golpeado al glosar del modo siguiente la frase de Bonaparte tras la batalla de Austerlitz, «Este ha sido el mejor día de nuestras vidas».
—Muchos estaban convencidos de que vivían el mejor día de sus vidas una vez y otra. Se aficionaron a esos mejores días como yo a este brebaje de bayas. Por eso creyeron a Mirabeau, a D’Anton, a Robespierre y, sobre todo, creyeron en ese loco hasta el punto de que los fueran despanzurrando por toda Europa. Y sus ojos se iluminaron cuando el enano volvió a decirles que, si no habían muerto, aún estaban a tiempo de hacerlo en Waterloo. Eran viciosos de la gloria. La Bastilla que nunca asaltaron, el Versalles donde nunca protestaron, las matanzas que veían por rendijas de ventanucos… Y yo os digo: cuando alguien hace mención al mejor día de su vida, el peor no tarda en llegar. Mintieron, definieron su mentira, buscaron ejemplos en los que su definición cristalizase y a ese cristal le llamaron Gloria y del cristal de la Gloria gotearon detalles, gestos y palabras sagradas de la boca misma de quienes guillotinaban, sus hermanos en la Gloria no podían morir de otro modo. Las acciones de los hombres se volvieron un verbo impersonal: llueve, relampaguea, se rumorea, se sabe, se guillotina, tiembla la tierra… Palabra mía, me alabo.
Y vaciaba la copa. No eran otra cosa que manías y disparates de quien entra a regañadientes en la vejez y desea que todo se prohíba y se encarcele a quien no se comprende, o a quien irrite de un modo u otro.
Ese libertinaje acabó un día, y de repente. Monsieur Deville se hallaba muy pálido, le costaba respirar, boqueaba en unos labios como la nieve. Desestimó una consulta médica y, al igual que Benvenuto, se quedaba en las habitaciones de los hoteles. Siguió bebiendo mucho y todo ánimo le fue abandonando menos, a Dios gracias, sus hábitos de higiene. Se deshizo de cualquier trato con la excepción única de Roberta, no demasiado halagada por merecer ese honor. Ella supuso que la confundía con su madre y, convencida de que a monsieur Deville le quedaba un hilo de vida, no quiso privarle de su exigencia única: la visita diaria de Roberta antes de acostarse. A veces no era fácil satisfacer la costumbre, y llegaba a ser muy fatigoso ir a esa habitación después de las funciones o de alguna obligación social. Roberta entraba con unas galletas, té y media frasca de ponche. Ella debía brindar con él, mientras oía cómo el fecundo narrador tardío le contaba una historia tras solicitar ayuda en el siguiente acertijo o dilema:
—A lo largo de mi vida he sido expulsado por los que expulsaron a quienes expulsaron a los que me expulsaron. Como mínimo… Luego, les expulsaron a ellos y a quien les expulsó y volvieron quienes expulsaron a los que me expulsaron y también quienes me expulsaron. De momento… ¿Crees, Roberta, que nos expulsarán otra vez? Entretanto, deja que le cuente la historia de…
Roberta pasaba el tiempo de la historia descansando los pies en un barreño de agua caliente, mientras pensaba en sus cotidianas labores y, cuando parecía que la historia había concluido, apuraba su vaso, metía la cucharilla en la taza y se limitaba a sonreír cuando escuchaba la frase de siempre: «Antes de dormir, te cuento una historia, ¿lo ves?».
Al darle la espalda, ella percibía en el aire una silbante desilusión. Sin embargo, nada podía hacer quien ignoraba —y deseaba ignorar— la vaga ilusión originaria.
Al llegar a Augusta, en Maine, monsieur Deville ya parecía cadáver. Rogó que le dejaran solo con Roberta. Embozado hasta el cuello, más blanco que las sábanas, un par de mechones del antiguo pelo rojo, era idéntico a una ardilla moribunda, atrapada ya por lo ineludible.
Pidió que llamara a un sacerdote.
—Claro que sí, monsieur Deville.
Y fue entonces cuando sucedió el prodigio.
Henry Ferguson marchó sin demasiada esperanza a buscar un sacerdote católico. El asunto es que volvió con cinco.
—¿Qué pretendes? —le preguntó Roberta—: ¿Una misa cantada?
Su marido le explicó que eran jesuitas. Volvían a América a centenares tras la restitución de la Compañía y su aura de leyenda —casi siempre diabólica— hacía que nadie les diera cobijo y, por precaución, tampoco nadie les tocase. De cualquier modo, siempre estaban de paso hacia los recónditos y salvajes bosques donde moran los abnaki y los micmac.
Así, mientras el resto de jesuitas murmuraba en el patio de la posada, uno subió a uncir los santos óleos al agónico Deville. Roberta le guió hasta la habitación y sólo abrir la puerta, se movieron los labios de tiza de monsieur Deville:
—¡Qué veo! Napoleón no volverá, pero anda que estos…
Y mientras el cura rezaba las oraciones pertinentes, monsieur Deville le observaba con un destello en los ojos que no era de burla, ni tampoco de compasión o ternura, pero algo tenía de aquellas cualidades. Luego dejó que sus párpados descansaran.
Cuando el sacerdote concluyó el sacramento, monsieur Deville abrió los ojos de repente y, como si no le hubiera gustado la ceremonia, volvió la cabeza para mirar al sacerdote con algo que no era reproche, ni solicitud, pero sin duda, como todas las miradas de aquel rostro confundidor, poseía esas y otras cualidades.
—Roberta… ¿Nos podrías dejar solos, por favor?
Y Roberta salió al pasillo donde los comediantes se miraban unos a otros sin saber cuál era el gesto adecuado a la situación. De vez en cuando, Mrs. Ferguson miraba por la ventana para cerciorase de que los jesuitas en el patio no incendiasen la casa, ni cometieran estupro o canibalismo, ni trazasen planes secretos para dominar el mundo. Al fin, giró el picaporte y asomó el sacerdote, pensativo y cabizbajo:
—Quiere vino… Del bueno, dice.
Los comediantes se miraron sin compartir el pasmo del sacerdote. Conocían a Deville y se conocían. Una última voluntad. Era necesario satisfacerla. Pero el jesuita no había concluido:
—Y quiere sopa de pollo y estofado de buey…
El delirio de nuevo. Desde la habitación, llegó un hilo de voz, que sólo alcanzaba oír el jesuita:
—Y quiere nueces también…
La misma Roberta vio cómo el sacerdote, muy preocupado, bajaba la escalera y se reunía con sus compañeros. Muy sorprendentes serían las palabras que dijo porque todos los ojos se abrieron como platos y miraron hacia la ventana donde se hallaba Roberta.
Los jesuitas se quedaron a la espera de ni se sabe qué. Dormían frente a la posada. Se alimentaban de frutos silvestres.
Al término de la función, Roberta acudía a la alcoba de un monsieur Deville reanimado, hay que decirlo, por una locura manifiesta. Cada leve mejoría era para él un estallido de plenitud, un motivo de goce inigualable. Nadie es tan feliz porque a duras penas logre coger él solo un vaso de la mesita de noche. Quizá el jesuita que siempre le acompañaba supiera los porqués de esa euforia. Desde luego, Mrs. Ferguson nada deducía de la conversación porque hablaban entre ellos en latín. Roberta se sentía algo aliviada por no tener que acompañar al viejo cada noche y se iba a dormir.
Los habitantes de Augusta se inquietaban por esa presencia de los jesuitas y su relación con la compañía Ferguson. Henry les explicó que el lunes siguiente volverían a Boston. Sano o enfermo, monsieur Deville volvería con ellos y los jesuitas ya no iban a molestarles.
Ese domingo, monsieur Deville, quien ya podía sentarse en la cama, oyó los pasos de Roberta al volver del teatro. La llamó.
La historia que le iba a contar, según dijo, era secreta. Pero era imposible que dejara de contársela. Y empezó su relato.
Era atroz.
—Lo pude ver. Aún lo veo. Los niños entran en el río y en hilera cogidos del hombro del que va delante y se ahogan en las aguas torrenciales con las cuencas de los ojos vacías… Y estoy viendo a los indios arrancarme la cabellera y me dejan vivo para que lo cuente. Me he intentado deshacer de ese recuerdo cada día de mi vida. Y quizá por ello sigo recordando.
Roberta lamentaba pensar lo que pensaba: era mejor que ese hombre muriera a sobrellevar el peso de la senilidad desbocada. Benvenuto ya era carga suficiente. Y por lo menos no hablaba, ni se movía. Además, era su abuelo.
—No diga esas cosas, monsieur Deville… No se invente más historias… Usted no ha estado antes en América.
—Ahora estoy en América según creo. El alma es peregrina… Es una especie bien curiosa, el alma. Adornada de belleza, siempre va por tierra extraña, siempre de paso hacia una vaga inmortalidad, siempre de paso hacia otra alma, siempre necesitada de visitar el río de la misericordia y de la sangre. Kentu-ki. La vida es corta. Cuida a tus hijos, Roberta, como tu madre te cuidó.
Cuando se levantaron al día siguiente, monsieur Deville había desaparecido con los jesuitas. Los tramoyistas, quienes se habían levantado al alba para cargar los carromatos, dijeron que apareció en el comedor de la posada, arrastrando los pies con mucho esfuerzo, vestido él también de negro hábito. Se sentó en una mesa y se comió dos perdices escabechadas, mientras los curas le miraban, se miraban entre ellos y le intentaban convencer de que no se obstinara en seguir con su empresa. Le hablaron de las dificultades del camino, de los bosques de abetos sin principio ni fin, de los aullidos de las bestias famélicas, de los lagos de cien leguas de perímetro, de cataratas de ochocientos pies de altura que chocaban contra las rocas con estampidos de cañón…
—Ya será menos… —decía monsieur Deville sin dejar de masticar.
—Y los indios…
—Sí, desde luego, los indios… ¡Patrona! Los gastos de estos días corren de mi cuenta. ¿Nos ponemos en marcha, compañeros?
Eso mismo. Llamó «compañeros» a los jesuitas. El anciano pelirrojo fue hasta la leñera y se hizo con una buena rama que sirviese de bastón. Los tramoyistas hicieron apuestas por lo bajo. Si volvía antes de que empezara la marcha se pagaba medio dólar. Si le veían caerse antes de llegar al horizonte, un dólar entero. Si no volvían a saber de él, quien hacía de banca cobraba.
Monsieur Deville marchó por el camino principal un poco por delante de los demás, bajo la inmensidad de nubes que representaban en el cielo lentas batallas. Aunque los otros miraban hacia atrás, no hacía lo mismo Deville, una ínfima pulga negra entre vastos trigales verdes. Al llegar a la serpenteante cuesta que llevaba a un bosque de abetos, su paso no le permitió encabezar la fila y hasta se detuvo algunas veces a tomar aire. Sin embargo, no fue el último en adentrarse en la sombra forestal, los árboles aún más altos que aquel Altar de la Patria que Roberta viera elevarse en París antes de que las montañas de muertos sobrepasaran cualquier medida concebida por el hombre.
La patrona le dio a Roberta lo único que había quedado en la habitación del anciano: su carpeta de dibujo.
Allí no había nada sustancioso. Ni siquiera una clave que, por mera amenidad, se pudiera ir descifrando hasta iluminar secretos, la biografía de alguien, partes de historias. Una lámina del todo amarillenta, pisoteada, sucia, del Campo Vaccino en Roma. Un dibujo terrible, casi soez —y Roberta se estremecía al recordar la escena—, donde se veía a Marcel (¿dónde estaría ahora?) ensangrentado y cavando su fosa en el Pequeño Trianón, mientras unos salvajes le rodeaban en taimado silencio. Una estampa religiosa muy extraña, pues a quien se llamaba «Benito, el Santo Infante», quizá fuera el mismo Deville en su niñez, posando de modelo como uno más de los miembros del muy nutrido santoral católico. Desde luego, era imposible hallar una fácil emoción que hiciese pensar en monsieur Deville como un santo: no sólo putañero y bebedor irredento, no sólo un chiflado inconsecuente y extraño, sino amante de una jacobina casada con su protector. Para Roberta quedaba fuera de cualquier duda que la muy zorra yacería sin cabeza en cualquier fosa común. Como todos aquellos a quienes los acontecimientos, Robespierre y Napoleón les pasaron por encima y ya nadie recuerda, lo que tan nuevo parecía y hoy son ya estampas remotas que suben al cadalso como en rutina. Quizá la tal Emmanuelle fuese ejecutada en la plaza del Carrousel tras declamar las solemnes frases de rigor ante multitudes. Una grandeza fingida y estúpida con el único fin de dar un sentido desesperado al tajo inminente. Plagiar a Cicerón mientras se muere, vociferando ante unas gentes que salivan anhelo de sangre, le parece a Roberta, no sólo desdichado y de mal gusto, sino competencia desleal.
Al examinar la última pieza del legado de monsieur Deville, el escalofrío de aquellos recuerdos ingratos de París se volvieron turbación. El dibujo era de ella, muy joven, algo idealizada. Se hallaba en el interior de un castaño centenario con las piernas encogidas. Parecía contenta.