31

Parpadeó, un tanto confundido. Había oído el ruido de la puerta al cerrarse. Se frotó los ojos y, con la visión borrosa, cogió el despertador. Marcaba las seis y media de la mañana. Se fijó bien y comprobó que los primeros rayos de sol empezaban a filtrarse por las rendijas de la persiana.

No necesitó darse la vuelta ni palpar el otro lado de la cama: sabía que ella no estaba y que el portazo anunciaba su llegada. Una llegada al amanecer. La había llamado un par de veces durante la noche, pero tenía el móvil apagado. Tardó en dormirse preguntándose si había sido ella la que había decidido desconectarlo o si se le había acabado la batería.

Lo había llamado a la oficina para disculparse porque esa noche la pasaría fuera. Sus compañeros de trabajo celebraban el compromiso de uno de los jefes, así que ella se veía obligada a ir. «Te juro que no me apetece, pero no tengo más remedio. No querrás que lo tomen como una falta de respeto, ¿no?». Se puso a la defensiva en cuanto él protestó. Le prometió que no se alargaría mucho pero, de todos modos, lo había hecho.

—¿Cariño? —preguntó con la voz aún pastosa.

Ella apareció en el umbral de la puerta en completo silencio. Atinó a ver que no traía muy buen aspecto: el pelo oscuro revuelto, el carmín corrido y el lápiz de ojos como un borrón de tinta. En cuanto se acercó, el olor a alcohol lo echó para atrás. ¡Madre mía! Pero ¿cuánto había bebido? Menuda fiesta se habían pegado. Se aproximó más a él dando tumbos y, al final, cayó en la cama con una risita.

—¿Estás bien?

Él se incorporó, inclinándose sobre el cuerpo desmadejado de la mujer. Se le había deslizado un tirante del vestido negro y apreció la curva de su hermoso pecho. Notó un pinchazo en el bajo vientre. ¿Cuánto tiempo hacía que no se acostaban juntos?

—Tengo sueño… —murmuró ella con un ronroneo.

—Pues tienes que ir a trabajar dentro de un par de horas… —Le acarició el cabello.

—Ojalá pudiese pedirme el día libre —protestó haciendo un mohín con los labios.

—¿Todos se han quedado hasta tan tarde?

No contestó. Se limitó a colocarse de lado, con los ojos cerrados. Su pecho subía y bajaba de manera casi provocativa, aunque no era consciente; estaba demasiado borracha. Él se inclinó más, dispuesto a darle un pequeño beso en la frente —pues ella apenas le dejaba hacer nada más alegando que no pasaba por una buena racha—, y entonces lo notó. Tabaco. Muy fuerte. Bueno, quizá había pasado la noche con un montón de personas en un local. Sin embargo, el pecho le palpitó con fuerza. Sin poder evitarlo, la tomó por la nuca y hundió la nariz en su cuello.

—¿Qué coño haces? —Intentó quitárselo de encima.

Pero ya estaba todo hecho. Ya lo había olido. El perfume de un hombre. Un aroma muy familiar que le provocaba náuseas. La apretó más de la nuca al tiempo que ella soltaba un quejido.

—¿Has estado con él otra vez?

—¡No!

—¿Por qué coño me mientes?

La ira empezaba a invadirlo. Ella se lo había prometido. Le había jurado que jamás volvería a encontrarse con ese hombre, que tenían que darse una oportunidad porque se la merecían.

—No sé de qué estás hablando —susurró ella, trabándosele la lengua un poco.

No le dio tiempo para que reaccionase. Encendió la lamparita y, a continuación, se puso a inspeccionarle el cuello en busca de alguna marca. Sabía que aquello no estaba bien, que estaba volviéndose loco como tantas otras veces… Pero, sinceramente, era esa mujer quien lo convertía en un maniático. Ella se retorció bajo sus manos, pero al fin encontró lo que buscaba. Sintió que el corazón volvía a rompérsele en cientos de pedazos. En su plano y sensual vientre había una marca de un chupetón, casi un mordisco. Le bajó el vestido con intención de tapárselo y se llevó las manos a la cara, frotándose los ojos.

—¿Por qué has vuelto a hacerlo? Me prometiste que podrías evitarlo. Me dijiste que lo superarías.

Ella, enfadada por cómo acababa de tratarla, se incorporó a duras penas y lo miró con una sonrisa ladeada. Le costaba mantener los ojos abiertos y, aun así, estaba tan hermosa… Ardió en deseos de besarla, de lamer todo su cuerpo, de no dejarle un milímetro de la piel sin acariciar.

—Él siempre vuelve, ¿lo entiendes? No puedo escaparme. Me atrapa.

No respondió a su provocación. Pero notó el bulto en su entrepierna. Sí, hacía demasiado tiempo que no la sentía debajo, encima o en cualquiera de esas posturas que tanto les gustaban antes. Quería oír sus gemidos, observar su cara de placer cuando la penetrara. No se lo pensó dos veces: se colocó sobre ella con un movimiento rápido, apresándola de las muñecas y poniéndoselas por encima de la cabeza para que no pudiera moverse. Ella no protestó. En cierto modo, apreció que estaba excitada por la forma en que se contoneaba bajo su cuerpo. Apretó su erección contra su vientre, a lo que la mujer contestó con un gemido.

—¿Por qué me haces esto? ¿Por qué has vuelto a acostarte con él? —le preguntó al tiempo que arrimaba los labios a su cuello y se lo besaba—. ¿Por qué permites que me convierta en una bestia?

—Porque me gusta —respondió ella en un tono demasiado sensual. Y después añadió—: Porque él siempre me folla así: duro, bestial. Sexo primitivo. El que tú nunca me has dado. —Soltó una carcajada.

Quiso pensar que sus palabras se debían a que estaba demasiado ebria. Descompuesto por la rabia, le subió el vestido y le arrancó el tanga. Lo tiró al suelo, roto. Ella gimió y prosiguió con sus sinuosos movimientos. Estaba excitándolo tanto… Se inclinó y la besó de manera violenta, metiéndole la lengua en la boca, atosigándola con ella. Quería darle todo, todo lo que ella le decía que no era capaz de darle. Se colocó en su entrada, húmeda y caliente, y la penetró de una embestida.

Ella gritó, cerró los ojos y se mordió los labios. Era la segunda vez que la penetraban esa noche, se dijo él, y, a pesar de todo, continuaba gozando.

Y entonces, al pensar en el otro, al imaginar que el otro la había besado, que había acariciado cada una de las partes de su cuerpo, que había lamido sus pequeños y hermosos pechos y que se la había follado como estaba haciendo él en ese momento, le sobrevino una arcada. Tuvo que apartarse para no vomitarle encima. Mientras corría al baño, la oyó reírse y decir:

—¿Ahora entiendes por qué caigo en sus garras? ¿Me has oído? ¡Porque me lo hace mejor que tú!

Se acuclilló sobre el inodoro, pero no salió nada de su boca. Su estómago se contrajo, invadido por el dolor. Oyó que ella se levantaba y acudía al baño a trompicones. Alzó la cabeza como pudo para mirarla. Era preciosa. Podía entender que cualquier hombre mucho más atractivo que él, más poderoso, con más encantos, la sedujera. Pero lo que no podía soportar era la idea de tener que compartirla. Y, a pesar de todo, tampoco podía dejarla. Llegó a pensar que, a veces, podías enamorarte de tu propio dolor y acostumbrarte a él.

Ella lo observó con una sonrisa indulgente, como si se tratase de un niño, y dijo:

—Lo siento. Te quise… Estoy intentando volver a hacerlo. Pero mi cuerpo me lleva a él. ¿Crees que podrás perdonarme? ¿Me estás escuchando?

—¿Me estás escuchando? ¿Héctor?

Tiene la mirada perdida. Parece sumido en sus pensamientos, que deben de encontrarse muy lejos de aquí. Agito los dedos ante su rostro, pero no hay manera. Noto un pinchazo en el pecho al distinguir un destello de dolor en sus ojos turbios. Sí, de ese dolor del que ambos estamos procurando escapar. Pero ¿qué leches le pasa? Lo zarandeo del brazo y, al fin, reacciona. Parpadea confundido, como si no supiese dónde se encuentra.

—¡Eh! ¿Adónde te habías ido? —le pregunto forzando una sonrisa.

—Melissa… —Su voz es un susurro.

Lo abrazo por detrás, apoyando mi barbilla en su cálida espalda. Tan sólo lleva puesto su bóxer y está tan sexy que el vientre me cosquillea. Su pecho se refleja en el espejo del baño, ofreciéndome un fantástico espectáculo. Deslizo mi mano por él, acariciándolo con suavidad, regodeándome en sus marcados abdominales.

—Estabas en tu mundo. ¡Mira que te he llamado veces! —lo regaño en broma—. Tenemos una reserva para dentro de quince minutos, ¿lo recuerdas? ¿Qué estabas haciendo? Yo ya he terminado de arreglarme, sólo me falta maquillarme un poco. —Le señalo mi vestido negro, el que llevé en nuestra primera cita.

Me mira a través del espejo y sonríe. Mueve la cabeza de manera divertida.

—Me acuerdo de ese escote…

Me echo a reír. Menos mal que el Héctor al que tanto adoro ya está aquí conmigo de nuevo. Últimamente lo noto un poco raro. No es la primera vez que se queda pensativo, aunque ésta le ha durado más. No puedo evitar preguntarme qué es lo que le sucede. En más de una ocasión he querido saber si se encontraba bien. Siempre contesta que sí, pero sé que no es cierto. Y estoy empezando a asustarme porque lo veo mucho más apagado que hace unas semanas. ¿Tendré algo que ver? No, no puede ser… No sé si se muestra así desde que me pidió que me viniera a vivir con él; quizá sólo lo imagino. Me fijo en que tiene el puño apretado con fuerza, como si encerrase algo en él. Le acaricio los nudillos y le pregunto:

—¿Qué tienes ahí?

—No es nada.

—¿Seguro?

Le saco la lengua e intento abrirle la mano. No opone resistencia. Al despegar sus dedos, encuentro los restos de una pastilla destrozada. La ha hecho pedacitos de tanto apretar. Alzo los ojos y lo miro sin comprender.

—No es más que un paracetamol. Me dolía la cabeza —dice meneando la cabeza con una sonrisa para restarle importancia.

—¿Estás bien? Si quieres nos quedamos en casa —sugiero, aunque lo cierto es que me muero por compartir esta cena con él y divertirnos un rato; ¡que se olvide de tanto trabajo!

Tira los restos de pastilla por el desagüe y a continuación se vuelve hacia mí. Apoya el trasero en el lavabo y me coge de la cintura, arrimándome a él. Le sonrío de manera coqueta.

—Me encantaría quedarme, pero ya sabes para qué.

—Pues eso tendrá que esperar un rato.

Le doy un beso rápido en los labios y me aparto. Protesta porque quiere más. Me fijo en que su sexo está despertando y, mientras camino hacia la habitación, me contoneo.

—¡Vamos, vístete! —le grito desde allí.

Héctor aparece segundos después. Se ha lavado la cara, y tengo la impresión de que se encuentra mejor. Se pone una camisa celeste y unos vaqueros que le marcan su estupendo culo. Madre mía, menudo hombre tengo a mi lado. ¡Y pensar que durante unos cuantos años no me había fijado en él!

La verdad es que ahora que trabajamos cada uno en una empresa creo que me siento más tranquila. Supongo que podría haber salido con él aun siendo mi jefe, pero habría sido incómodo acudir cada día a la oficina y que todo el mundo me mirase o comentase sobre mí. Aunque seguro que lo hacen y yo ni me entero…

He reservado mesa en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Tengo algo que decirle a Héctor. Han tenido que pasar unas semanas, he dado muchísimas vueltas a la cabeza, he sopesado los pros y los contras, no he permitido que los recuerdos regresasen y… creo que he conseguido abandonar todos los miedos. Sus continuas visitas a mi piso, las mías al suyo, las noches y las mañanas que compartimos en nuestras alcobas, la forma en que me mira y me susurra que me quiere, que yo camine por su apartamento como si fuera el mío… Todo ha acelerado mis sentimientos. Y estoy preparada para vivir con él.

Ya en el restaurante, se comporta como el Héctor de siempre. Seductor, sonriente, pícaro. Me suelta tonterías de vez en cuando, como si fuera nuestra primera cita, y no puedo sino reírme y balancear mi copa de vino.

—¿Ese escote va a ser mi postre hoy también? —me pregunta con una sonrisa maligna.

—Pues no lo sé… Tengo que pensarlo, señor Palmer —contesto inclinándome hacia delante para enseñarle un poco más.

—Habré de castigarla contra la mesa, señorita Melissa Polanco —dice llamándome por mi apellido. Rememoro aquellos días en que lo hacía y siento una especie de nostalgia.

—¿Estás más tranquilo en el trabajo? —He esperado al postre para preguntarle sobre ese tema. Últimamente no le gusta hablar sobre ello, aunque supongo que tan sólo es porque no quiere agobiarme con sus problemas.

—Más o menos. —Se encoge de hombros al tiempo que toquetea su porción de tarta de tres chocolates con la cucharilla—. Pero es comprensible: el puesto en el que estoy es importante, siempre nos jugamos mucho y no puedo permitirme un solo error.

—Eso suena duro, Héctor. —Esbozo una mueca. Alargo la mano, haciéndole notar que estoy aquí, con él, y que puede contarme todo—. Pero vamos, estoy segura de que lo haces muy bien. Te gusta la perfección, el rigor… Creo que te exiges demasiado.

—Dentro de poco empezaremos con un nuevo proyecto en el que hemos puesto mucho. —Se me queda mirando, aunque en realidad no me ve; está en su propio mundo—. Cuando pase, estaré más tranquilo. —Ha regresado y me regala una gran sonrisa.

Se la devuelvo, aunque estoy un tanto intranquila. Mi mente ha volado hasta el momento en que lo he encontrado en el baño. Durante unos segundos, se llena con la imagen de esa pastilla que apretaba en una mano. No tenía pinta de ser un paracetamol, pero si no era eso, ¿qué era? Pero Héctor no me mentiría.

—¿Y tú? ¿Te tratan bien en la revista desde que no estoy? —me pregunta, sacándome de mis pensamientos—. No habrá ningún jefe que esté tonteando contigo, ¿no? —Ríe de su ocurrencia y me uno a él.

—La verdad es que el nuevo jefe no es tan guapo como el antiguo… —contesto, siguiéndole el juego—. No lleva esas corbatas que tanto me gustan y tampoco tiene un excitante tatuaje.

—¿Ah, no? ¿Y cómo sabes eso? —Arquea una ceja y, aunque parece habérselo tomado en broma, creo que no ha sido un comentario demasiado afortunado.

Por suerte, el camarero viene a nuestra mesa y me saca del apuro. Le pedimos la cuenta y, cinco minutos después, estamos en la calle, caminando cogidos de la mano. Me apretujo contra Héctor, buscando el calor de su cuerpo. Las noches son cada vez más frescas; es pleno otoño… Cuando menos me lo espere, habrá llegado el invierno.

—Mañana he quedado con Aarón para ver el fútbol —me anuncia con su nariz entre mi cabello.

—¿Otra vez? —Chasqueo la lengua, aunque en realidad no me molesta. Empiezo a aficionarme a ese deporte de tanto compartir partidos con ellos—. ¿Va Dania?

—Puedes venir aunque ella no esté —me recuerda él.

—No quiero hacer bulto en vuestra cita —bromeo con la sonrisa en el rostro.

—La verdad es que Aarón y yo estamos intimando mucho de un tiempo a esta parte. —Me acaricia los hombros y me aprieta más contra él.

—¿Tengo que ponerme celosa? —Hundo el rostro en su camisa y aspiro su olor, que se está internando ya en cada uno de los rincones de mi cuerpo y de mi alma.

—Hombre, reconozcamos que sabe más de fútbol que tú… ¡Y es capaz de tragarse una cerveza tras otra!

Los últimos metros hasta su apartamento los cubrimos corriendo, persiguiéndole yo como si fuera una adolescente tontaina mientras él no deja de reírse. Hay que ver lo que hacemos cuando estamos en los primeros meses de una relación… En el ascensor me llena de besos la frente, las mejillas, la barbilla… hasta que se detiene en mis labios y pasa la lengua por ellos. De inmediato enrosco mis brazos en su cuello y me dejo llevar, sonriendo sobre su boca porque sé que vamos a tener una sesión de sexo magnífica. Me empuja contra la pared en cuanto entramos, y nos quitamos la ropa de forma ansiosa para después observar nuestros cuerpos desnudos como si fuera la primera vez. Nada más poner un pie en el dormitorio, nos echamos en la cama y permanecemos enrollados un buen rato, besándonos simplemente, descubriendo nuevos rincones de nuestra piel y compartiendo miradas cómplices.

—Estás preciosa cuando te excitas, Melissa —me susurra al oído, apartándome un mechón de pelo—. Se te sonrojan las mejillas de una forma encantadora.

—No voy a confesarte lo que es encantador en ti cuando te pones así… —le digo, muy atrevida yo.

Me besa el cuerpo riéndose, me lo recorre entero con su cálida y experta lengua, provocando que me contorsione sobre la cama, ávida de más sensaciones como las que sólo él me despierta. Esta noche lo hacemos lento, pausado, intenso, sin dejar de mirarnos ni un segundo, con mi rostro entre sus manos, con mi vientre apretado contra el suyo, notando nuestros corazones que se aceleran con cada uno de sus movimientos. Me reflejo en sus ojos, y no puedo más que sonreír y dejar que una inmensa calidez se acomode en mi pecho. Sí, tengo muy claro que no sólo su apartamento se ha convertido en mi hogar; también su cuerpo.

—Eres tan bonita… —murmura, haciéndome cosquillas en el cuello con la punta de la nariz.

Héctor se adentra más en mí, inundándome de toda su esencia, logrando que ascienda hasta los rincones más alejados del universo y permitiendo que descubra quién soy: la mujer que quiere hacer esto con él cada noche de su vida.

—No salgas de mí… —le suplico al terminar.

Parpadea, un tanto sorprendido, pero al instante sonríe y asiente con la cabeza al tiempo que me acaricia el pómulo con tan sólo la punta de los dedos.

—Me pasaría cada segundo dentro de ti, Melissa. Es lo que hace que me sienta vivo.

Lo estrecho contra mí y suelto un suspiro, gozando de esta deliciosa familiaridad que me inspira su cuerpo contra el mío. Unos segundos después, acojo su rostro entre mis manos y lo miro con intensidad.

—¿Qué? —me pregunta observándome con sus preciosos ojos almendrados.

—Me vengo contigo, Héctor.

—¿Cómo?

—¡Me iría contigo al fin del mundo! —Lo atraigo hacia mí para posarle un delicado beso en cada párpado.

—¿Quieres decir que…? —Me mira con ojos brillantes, sorprendidos, repletos de alegría e ilusión. Asiento y esbozo una sonrisa casi más ancha que mi cara.

—Tendrás que ayudarme a traer mis cosas.

—¿Estás segura, Melissa? —Se le ha empañado la vista.

Le acaricio la mejilla mientras me veo reflejada en esos ojos como la miel que tanto adoro.

Asiento otra vez sin dejar de sonreír. Me toma de las mejillas, me apretuja contra su cuerpo y me llena el rostro de besos de nuevo. Jamás me he sentido tan amada. Y ya no puedo pasar mucho más tiempo sin imaginarme con él en un hogar. Porque, desde luego, su apartamento se ha convertido también en mi hogar. No puedo ser más feliz. Y espero que esta sensación nos dure mucho. Por eso aparto de mi cabeza el recuerdo de cuando lo he encontrado esta noche tan raro.

Y también obvio que, ya de madrugada, Héctor se levanta y va al cuarto de baño a hurtadillas. Desde mi cama oigo que abre el grifo y, a continuación, el silencio de la noche que se me antoja algo inquietante. El recuerdo de la pastilla deshecha en su mano acude a mi mente y me provoca una ligera sensación de malestar. «Sólo es un paracetamol, Melissa», me digo, esperando a que regrese a la cama y me acoja entre sus brazos. Pero tarda mucho más de lo normal.

Estoy a punto de ir en su busca cuando la puerta del baño se abre. Pienso en que él nunca la cierra cuando está conmigo, que la deja entreabierta. Y ese nuevo gesto hace que el malestar que siento sea aún más profundo.

—¿Héctor? —susurro cuando se tumba a mi lado. No responde, tan sólo suelta un suspiro y se queda boca arriba, como si le diese miedo volverse hacia mí—. ¿Estás bien? —insisto.

—Melissa… —Su tono de voz no es para nada el de siempre, sino un poco más impaciente y bastante menos cariñoso—. ¿Qué haces despierta?

—Te esperaba —musito.

—Pues ya estoy aquí. —Esta vez sí ladea el cuerpo y me toma entre sus brazos. Y quiero creer que está cansado, sólo eso, y que no hay ninguna razón oculta que explique su actitud arisca de hace un instante—. ¿Me das un beso?

Acerco mi rostro al suyo, buscándolo en la oscuridad. Cuando nuestros labios se juntan, lo noto tan mimoso como de costumbre. Me acurruco entre sus brazos, inspirando con fuerza para empaparme de su aroma.

—Te quiero, Melissa… —dice en voz baja cuando ya se me cierran los ojos—. Estoy tan contento de que te vengas… Éste será tu hogar. Nuestro hogar.

Soy consciente de que hay algo diferente en él. Pero, como siempre, aparto ese pensamiento a un lado y trato de convencerme de que todo marcha bien. Y acabo durmiéndome… Mecida entre sus brazos. Soñando con sus trazos de placer.