24
Entré a toda prisa en el edificio. Era mi primer día y llegaba cinco minutos tarde. ¡Me había quedado dormida porque la noche anterior no pegué ojo de tan nerviosa como estaba! Mi primer empleo como correctora en una revista bastante importante. Creí que en la entrevista previa no les había gustado, pero cuando una semana después me avisaron de que el puesto era mío, di saltos de alegría por toda la casa. Y me convencí de que quizá era buena.
Corrí a los ascensores como una loca, pero por más que apretaba el botón, no llegaba ninguno. Así que tuve que optar por la escalera. Siete plantas a las nueve de la mañana no eran muy agradables para mí, y menos sin haber desayunado. En mi mano portaba el maletín que mi madre me había regalado para guardar mis escritos. Por aquel entonces estaba decidida a convertirme en una estupenda escritora y los llevaba a todas partes, ya que la inspiración podía llegar en cualquier momento y lugar. Pero el maletín ya estaba viejo y muy usado, y yo metía demasiados papeles en él, así que sucedió lo inevitable. Mientras subía los escalones de dos en dos, se rasgó por abajo y todas mis historias salieron disparadas, diseminándose por la escalera. Papeles aquí y allá, y yo sola, sin saber por dónde empezar a recoger. Ya llegaba tarde, y pensé que se me iría todo el día en la tarea.
Llevaba un par de minutos intentando recoger mis hojas cuando oí unos pasos a mi espalda y una sombra se cernió sobre mí. Antes de levantar la cabeza, ya me había puesto roja. Y mucho más cuando lo descubrí a él. Por aquel entonces yo todavía no era Melissa la aburrida, ni la cara de vinagre. Era una joven bastante guapa, segura de sí misma y alegre y, sin embargo, en ese instante sentí que me hacía pequeñita bajo la atenta mirada de aquel hombre.
Era también muy joven… y atractivo. Llevaba un móvil en la mano; tanto lo apretaba que tenía los dedos blancos. Me fijé en que los labios le temblaban. Pero lo que más me sorprendió fueron sus ojos: percibí dolor y miedo en ellos. Ese mismo miedo que yo conocí poco tiempo después.
Pensé que iba a ayudarme con mis hojas; de hecho, estaba a punto de pedírselo. Pero me dedicó una mirada tan dura que me encogí y, sin decir nada, continuó bajando los escalones. Me quedé con la boca abierta, sin poder creer lo ocurrido. Por mi mente pasaron muchas cosas, pero ninguna de ellas buena. Lo insulté y lo maldije, imaginando que era uno de esos tíos engreídos que trataban a las mujeres como basura. Cuando se convirtió en mi jefe, yo casi había olvidado aquel encuentro. En realidad, estaba demasiado ocupada lamiéndome las heridas.
Ahora, en cambio, no puedo más que dar vueltas a la cabeza una y otra vez. Necesito saber por qué se comportó así, ya que siempre lo veía hablando con todos; engreído, pero amable. Dispuesto a ayudar, aunque a continuación te pidiese de manera autoritaria que te quedaras un par de horas más. ¿Dónde he estado encerrada todo este tiempo para no haber sido consciente de ello?
Y se me agolpan más y más recuerdos, y pienso que soy una persona que no está hecha de carne, piel y huesos, sino de momentos, de situaciones, de palabras y de gestos que acaban controlando mi vida. Sí, puedo recordar que, en alguna ocasión, antes de que Germán me dejara, Héctor me miraba con curiosidad mientras yo escribía en la cafetería o que siempre tenía un gesto amable conmigo. Pero luego, al encerrarme en mí misma, ya no aprecié ninguno de esos detalles y quizá mi propia mente los ocultó.
—Héctor… Tú y yo…
Me observa con la mandíbula apretada. Los huesos se le mueven de manera incontrolada.
—Aquel día que llegué aquí… Nos encontramos en la escalera… ¿Lo recuerdas?
—Se te habían caído muchos papeles.
—Tu mirada… Vi tanto dolor en ella… —Trago saliva sin poder continuar porque le ha cambiado el semblante. Se ha puesto pálido y está más tembloroso si cabe.
—Quise ayudarte, pero no podía. Mi conciencia no regía en ese momento.
—Pero no entiendo por qué te comportaste así…
—Había recibido una llamada minutos antes. Me disponía a ir al hospital porque mi novia había tenido un accidente.
Sus palabras caen sobre mí y me aplastan. Busco el papel para darme aire. Me asfixio. Héctor me da la espalda. Entiendo que no quiera hablar más conmigo. Joder, sí, me acuerdo. La siguiente vez que lo vi en la oficina habían pasado dos semanas. Imagino que se tomó una baja o algo por el estilo. Pero sé que cuando regresó su mirada ya no era la misma: se había transformado en el Héctor que yo conocía, el que pensé que era el auténtico.
—Tengo que irme, Melissa. Espero que seas muy feliz con Aarón.
No quiero que salga por esa puerta. Necesito disculparme. Decirle al menos que lo siento mucho, que comprendo su dolor, que sé lo que es pasarse las noches en vela recordando tiempos mejores. Pero no me atrevo. Las palabras se han atascado en mi garganta. Y Héctor se va sin llevarse ni una sola que lo reconforte.
—Soy una mala persona —susurro.
Aarón me aprieta contra su pecho. Deposito un beso en él, acariciando el escaso vello que le otorga un aspecto más varonil. Hemos intentado hacer el amor, pero la verdad es que no he podido concentrarme debido a todo lo que tengo en la cabeza. Desde que el otro día Héctor me confesó que su novia había muerto en un accidente, me siento como la peor persona del universo. ¿Y si esperaba, en alguno de nuestros encuentros, que le preguntara más sobre él? Jamás lo hice y pensé que no quería, pero puede que se sintiera como yo, que anhelara que lleváramos más allá algo que había comenzado siendo sólo sexo. Y ahora… simplemente he conseguido que se alejara de mí. Y me parece que es lo único para lo que sirvo, para distanciar a las personas y echarlas de mi vida.
Como Aarón se ha dado cuenta de que no estaba por la labor, hemos terminado abrazados en la cama charlando sobre lo ocurrido. Con él es sencillo hablar, pero, a pesar de todo, no me siento yo misma, sino una sombra que se comporta como lo hizo hace mucho tiempo. Y no es lo que quiero… Lo que de verdad necesito es ser una nueva Melissa, fuerte y decidida.
—No lo eres. Lo que pasa es que no has sabido cómo actuar. Y es normal, Mel.
—¿Puedes llamarme Melissa?
Alza la cabeza para mirarme, un tanto confundido. Me encojo de hombros. Ya sabe que me molesta muchísimo que se dirija a mí de esa forma y, sin embargo, continúa haciéndolo.
—Han pasado años desde aquello. Seguro que él ahora está bien —prosigue acariciándome la espalda desnuda.
—No creo que lo esté, Aarón. Nadie puede estarlo ante algo así. Que muera la persona que más amas… Debe de ser algo terrible. —Cierro los ojos, luchando por hacer a un lado el dolor que descubrí en los de Héctor—. Se ha abierto a mí. Me ha contado algo horrible, y lo único que he hecho es quedarme con la boca abierta. Al menos debería haberle dicho que lo sentía, que lo comprendía y que podía confiar en mí.
—Creo que lo ha hecho a propósito. Sabe que ahora estás sensible y que tú y yo nos acostamos, así que… Quizá ha querido aprovecharse de la situación.
Niego con la cabeza. No, no lo creo. ¿Por qué dice eso? Me parece que conozco a Héctor, al menos un poco, y no considero que sea de ésos. No lo veo como un tío despechado. No ahora, al menos… Ahora que me ha revelado que es una persona con sentimientos. Puede que se mostrara celoso al verme con Aarón en el restaurante, pero no ha dado ningún paso más, así que no creo que haya intentado darme lástima. Sólo quiso explicarme por qué había actuado así porque se lo pregunté.
Aarón me coge de la barbilla y me alza el rostro. Me mira sonriente. Pasa uno de sus dedos por mis labios, provocándome un escalofrío. Cada vez que me reflejo en sus ojos… la inquietud me aborda.
—No tendré que preocuparme, ¿no? —Se echa a reír.
—¿A qué te refieres?
—Un hombre con un pasado tortuoso siempre es mucho más atractivo —responde con ojos burlones.
—Héctor no tiene un pasado tortuoso. —Lo miro un poco enfadada—. Sólo doloroso.
—¿Ves? Ya estás defendiéndolo. —Me da un pellizco en la mejilla, como si fuese una cría.
—No es cierto. Sólo es que, como te digo, me siento fatal. Me he portado mal con él. Lo he tratado como una mierda algunas veces. —Paseo mis dedos por el pecho de Aarón, perdida en divagaciones.
—A ver, Mel… —Doy un bufido y se corrige al instante—: Melissa, que él tampoco es que se haya comportado como un galán. Llegaba a tu casa, a tu despacho o a donde fuera, y te follaba. ¿Qué significa eso?
—Éramos dos personas intentando abandonar su dolor de la única manera que sabíamos y podíamos.
—Permíteme decirte que es una manera muy rara.
—A veces no es posible hacerlo de otra forma —le contesto de mal humor. Es la primera vez que me enfado con él, pero no me gusta que esté hablando así de algo que no conoce.
—Oye, ¡que intento animarte! —Me aparta un mechón de la cara y se lo acerca a la nariz para olerlo—. Sé cómo eres… He aprendido a conocerte poco a poco, y de tanto pensar… —Me da unos golpecitos en una sien—. Acabas destrozándote a ti misma. No quiero que vuelva a sucederte.
Me quedo callada. No me apetece continuar hablando de ese tema porque Aarón no parece entenderlo, a pesar de que siempre hablamos de todo. No obstante, ahora se muestra molesto, y supongo que tiene razones para estarlo, ya que me acuesto con él y no con Héctor. Y, sin embargo, su sombra ha planeado entre nosotros y ni siquiera hemos podido tener sexo hoy. Quizá le esté dando más importancia de la que tiene, pero soy así… Me preocupo por las personas que se cruzan en mi vida y que, de algún modo, se convierten en algo para mí. No sé qué es Héctor, pero estuvo ahí, le ofrecí parte de mi intimidad, compartimos nuestro sufrimiento… De todas formas, hace unos cuantos días que no lo he visto por la oficina. No tengo constancia de que se haya ido ya, pero es como si estuviese evitándome. En cuanto a mí, no me atrevo a acudir a su despacho. Ni siquiera se me ocurren excusas para hacerlo.
—¿Quieres que nos duchemos juntos? —me pregunta Aarón de repente.
—Claro —respondo con una sonrisa forzada, aunque en realidad no me apetece mucho.
Los últimos encuentros con Aarón han sido extraños. No es que lo pase mal con él, pero lo cierto es que no consigo alcanzar eso que denominamos «felicidad». Continúo sin preguntarle qué es lo que tenemos, pero tampoco quiero hacerlo ya. No me interesa realmente. Estoy conforme con lo que sea esto, con tenerlo para mí algunas noches, con poder hablar con él como una auténtica amiga. Puede que él no sea el hombre a quien estaba esperando, a pesar de haberme convencido de que lo era.
Me da un pequeño beso en la nariz y a continuación se levanta para ir al baño. Observo sus duros glúteos… Me provocan un leve cosquilleo, pero para nada los veo como aquellas veces en las que quedábamos y nunca llegábamos a nada. Ahora que lo tengo para mí, ¿por qué me siento como si no fuera lo que había esperado? Sé que estoy comportándome como una niña caprichosa, pero es algo que está fuera de mi alcance.
En cuanto desaparece en el cuarto de baño, me escabullo de la cama y me encamino a la cocina. Tengo una sed terrible. Estoy sirviéndome un poco de agua fresca cuando suena el timbre. Alargo el cuello para ver si Aarón sale, pero me llega el sonido de la ducha, así que ya estará bajo ella. Son las diez de la noche. No sé quién puede venir a estas horas a casa. Todavía no hemos encargado la cena. Corro a la habitación y me pongo el vestido. En cuanto abro la puerta, la boca se me seca.
—Hola —dice ella.
Nada más ver su rostro, la recuerdo. Es la chica que estaba con Aarón la noche en que nos vimos en su local. Es pelirroja, con muchas pecas en la nariz, las mejillas y los brazos. Tiene los ojos verdes y chispeantes, y unos labios muy gruesos y rosados. Es preciosa. Y me siento cohibida ante ella, a pesar de ser mayor.
—¿Está Aarón? —pregunta al caer en la cuenta de que no voy a abrir la boca.
—Eh… Sí. Pero está en el baño.
—Hoy no tenía hora con él, pero quería saber cómo lleva el cuadro.
Abro la boca, confundida. Ignoraba que estaba pintando uno nuevo, y menos de esta chica. Lo único que hago es asentir con la cabeza; las palabras se me han esfumado de la mente.
—Si puedes decirle que he venido… —La pelirroja suelta una risita.
—Claro.
Se despide con un gesto juvenil. Antes de cerrar la puerta, me fijo en sus pechos bien puestos, en su pequeño y redondo culo y en su diminuta cintura. El corazón me está jugando la mala pasada de aprisionarme en el día aquel que jamás quise volver a recordar.