17

Muchas niñas sueñan con casarse al llegar a la edad adulta, con llevar el vestido que las haga sentirse como una princesa de cuento. Cuando yo era pequeña, con lo único con lo que fantaseaba era con verme rodeada de gente que me pedía que les firmara un libro o saliendo en la tele para hablar de mis historias.

También durante un tiempo mis amigas hablaban sobre matrimonio y se imaginaban cómo sería el hombre de sus sueños, dónde se casarían o qué vestido llevarían en su boda. Mi hermana era una de ellas. Desde su décimo cumpleaños, Ana pedía en cada deseo casarse antes de tener treinta años. Quería ser una novia perfecta, y no dudaba ni por un instante que lo conseguiría. Por mi parte, me burlaba un poco de su actitud, y siempre le decía que todo eso del matrimonio era una farsa y que no se necesitaba firmar ningún papel para demostrar a otra persona que se la amaba. Por eso, Ana pensó que sería ella la primera en casarse. Por eso y porque estaba convencida de que Germán era un hombre de esos modernos a los que pasar por el altar no les hacía ninguna gracia.

Al principio de nuestra relación no se me pasó por la cabeza ni por un momento que algún día fuéramos a casarnos. Es más, nos imaginaba como esas parejas que viven juntos y tienen hijos pero no llevan un anillo en el dedo porque no lo necesitan. No, no pensé en ello durante mucho tiempo. Tenía lo que quería y necesitaba; además, cuando asistía a la boda de alguno de mis familiares me parecía que todo aquello era una pantomima para presumir de a ver quién organizaba la mejor boda o llevaba el vestido más caro —excepto la ceremonia de mi prima, claro… Ésa me pareció estupenda—. Mis amigas, en cambio, empezaron a casarse bastante jóvenes, tal como se habían prometido desde niñas, e incluso perdimos el contacto como consecuencia de esas uniones.

Germán y yo teníamos veintiséis años cuando mi mejor amiga de entonces se casó. Durante meses estuve nerviosa pensando en que me había pedido que fuera su testigo y debería hablar delante de todos los invitados. Sin embargo, poco a poco ese sentimiento fue cambiando a uno cercano a la ilusión que ni yo misma podía entender.

—Es normal que Juan y Lucía se casen —opinó Germán mientras nos vestíamos para acudir a la iglesia—. Ambos tienen un trabajo estable, sus familias los apoyan muchísimo…

—¿Crees que eso es necesario para casarse? —le pregunté un tanto confundida. Bueno, no podía decirse que nosotros tuviéramos el mejor trabajo del mundo, pero yo había conseguido empleo fijo en una de las revistas más importantes y, aunque mi sueldo no era muy alto, estaba bien y me sentía a gusto. En el caso de Germán, en cambio, sí que era cierto que iba dando tumbos de instituto en instituto y, en ocasiones, temíamos que lo destinaran lejos. Por otra parte, respecto a nuestras familias… Lo cierto es que su madre deseaba que nos casáramos y a la mía no le importaría, así que no encontraba ningún problema en la posibilidad de que lo hiciéramos.

—Reconoce, Meli, que eso ayuda en parte. —Se encogió de hombros y terminó de ajustarse la corbata.

—No es necesario tener mucho para casarse, a no ser que quieras una boda por todo lo alto. —Hice desaparecer una pequeña arruga en mi vestido, uno que me había costado un riñón, pero Lucía ya me había dejado claro que, después de ella, yo tenía que ser la que más resplandeciera—. Lo único que se necesita es amarse.

Germán se me quedó mirando como si fuera una poetisa loca. Me molestó esa actitud, así que decidí ir al cuarto de baño y dejar que pensara sobre lo que le había dicho. Aunque quizá pensar no era lo más adecuado.

En el camino hacia la iglesia empecé a ponerme nerviosa. Llevaba en mi bolsito el papel con el discurso que Lucía me había encargado. Ella sabía de mi sueño y era de las pocas personas que me animaban a continuar con él. Era una amiga estupenda, de esas que jamás te fallan, así que quería ofrecerle las mejores palabras. Unas que, ciertamente, me habían salido desde lo más profundo del corazón. La primera vez que me senté para redactarlas, no estaba nada segura. Es sencillo plasmar en el papel sentimientos sobre otras personas que no son reales, como sucedía con las historias que escribía. Pero hacerlo sobre tu mejor amiga y, encima, cuando no crees en el sacramento del matrimonio, es complicado. Sin embargo, eso cambió poco a poco y me esforcé todo lo que pude. Hice docenas de borradores y rompí muchos otros, hasta que al final me encontré con un discurso sincero. Germán quiso leerlo, pero no se lo permití porque me daba una vergüenza tremenda.

Durante la ceremonia mis nervios se tensaron hasta límites insospechados y ya en la sala de celebraciones me di cuenta de que la comida no me entraba —a diferencia del vino, que se deslizaba por mi garganta sin que apenas lo notara—. Así que cuando me llegó el turno de palabra, la cabeza me daba vueltas. Después de que saliera el hermano del novio, me tocó a mí. No me hacía ninguna gracia tener que estar allí arriba, pero los novios se habían empeñado en que todo fuera espectacular. Y me había puesto unos tacones que se me antojaban infernales. Un montón de pensamientos inconexos empezaron a formarse en mi mente antes de poner un pie en el escalón. Y, antes de subirlo, me volví para echar un vistazo a la sala abarrotada. Al segundo después me daba cuenta de que estaba despatarrada con el vestido casi por la cintura y un desgarrón en la media por el que podía pasar un tren. Juan, el novio, se apresuró a acudir en mi ayuda y me sostuvo hasta que pude mantenerme en pie sin parecer un pato. Después de ese día no volví a ponerme aquellos tacones asesinos.

—Estoy bien, estoy bien… —murmuré apartándome de la cara el pelo alborotado.

Subí al escenario repleto de cables e instrumentos musicales que después serían utilizados por la orquesta que habían contratado. Por suerte, no acabé otra vez en el suelo, pero porque Juan fue tan amable de acompañarme hasta el micrófono. Cuando me cogí a él, estaba sudando y sentía que la cara me ardía; debía de estar como un tomate. Todo el mundo me observaba con expresión preocupada —como mi amiga— o con gesto divertido —como el maldito Germán.

—Perdón, estoy un poco mareada —dije con una vocecilla que parecía la de Heidi.

Es lo que tienen los micrófonos o, por ejemplo, oírte hablando por la radio o en una grabación: siempre acabas reconociendo que tu voz no es tan sexy como habías pensado durante tanto tiempo. Alguien debería sacarte de ese tremendo error.

Todas las miradas estaban puestas en mí, y creo que fue la primera vez que experimenté algo similar al miedo escénico. Cogí aire, tratando de serenarme, y puse delante de mí el papelito en el que había anotado todo lo que quería decir, aunque sabía que no lo necesitaría porque lo había memorizado. Así que, al final, opté por apartarlo de mi mano y no leerlo.

—Hola a todos —saludé de manera nerviosa. Otra vez la terrible voz de pito mezclada con los efectos del alcohol. Hice una pequeña pausa, carraspeé y continué, frotándome las manos—. La verdad es que no solían gustarme mucho las bodas… Siempre he pensado que son el momento idóneo para presumir de vestido o de pareja, y si el primero no es perfecto y no tienes lo segundo, ya puedes prepararte para ser la comidilla durante todo el evento. —Dirigí la mirada hacia mi amiga, la cual me observaba sonriente con la barbilla apoyada en la mano. Alcé la mía y la señalé—. Pero eso era porque no se trataba de la boda de mi mejor amiga. Recuerdo muy bien el día en que me habló de Juan por primera vez: «Es el hombre de mi vida y me casaré con él», me dijo muy decidida. Lucía y yo éramos muy jóvenes, creo que teníamos unos veinte años, pero tuve claro que hablaba muy en serio y que acabaría haciéndolo tarde o temprano. La forma en que se miraban ellos dos era especial. Comprendí que habían nacido para estar el uno con el otro. —Hice otra pequeña pausa.

Reparé en que a Lucía se le saltaban las lágrimas. Carraspeé una vez más, consciente de que no sólo estaba dejando escapar sus sentimientos sino también los míos propios.

—Juan es el hombre perfecto para mi mejor amiga. Y si no lo fuera, ¡ya me encargaría yo…! —Todos los invitados sonrieron, incluso a Lucía se le escapó una risita histérica. Juan la abrazó y ambos me miraron con ojos brillantes—. Creo que, a pesar de lo ajena que una quiera ser a las bodas, termina por aceptar que son uno de los momentos más especiales de la vida. Todavía no sé cómo debe sentirse una durante los segundos en los que camina hacia el altar, pero imagino que en el estómago tendrá cien mil mariposas con las alas abiertas. —Me atreví a desviar la vista hacia Germán; me miraba serio, con una expresión que no supe descifrar—. El amor es uno de los sentimientos más hermosos del universo y, por ello, tiene que hacerse todo lo posible por conservarlo y alargarlo más allá de lo imposible. —Noté que empezaba a emocionarme porque el ojo me lagrimeaba. Como no quería que mi estupendo maquillaje se corriera, me apresuré a finalizar mi discurso—. Llega un día en el que te levantas por la mañana, al lado de la persona que amas, y te das cuenta de que quieres que ponga un anillo en tu dedo y que deseas referirte a él como «mi marido». —Aún tenía los ojos posados en Germán. Esbozó una sonrisa que me pareció un poco artificial. ¿Quizá se había percatado de que me refería a nosotros? Opté por dejar de mirarlo y me volví de nuevo hacia mis amigos recién casados—. Lucía y Juan, estoy realmente feliz por el paso que habéis dado. Es la primera boda en la que siento el corazón a punto de estallarme. ¡Si hasta tengo ganas de llorar! —Agité las manos ante mi rostro, que empezaba a congestionárseme. Solté aire para relajarme al tiempo que parpadeaba un par de veces para contener las lágrimas. Mi amiga rio una vez más y me lanzó un beso. Hice un gesto a uno de los camareros para que me trajera una copa y, una vez que la tuve en la mano, la alcé en un brindis—. Ahora vuestros destinos están entrelazados. ¡Que seáis muy felices! Aunque estoy segura de que así será; puedo verlo en vuestras miradas. —Los señalé con la copa—. ¡Felicidades! Os quiero.

Los allí presentes alzaron también sus copas, bebieron y, a continuación, me ofrecieron un enorme aplauso que me pareció que se alargaba más de lo necesario. En cuanto bajé —preocupada por si volvía a caerme y enseñaba más de la cuenta—, Lucía corrió hacia mí y me dio un fuerte abrazo que duró, al menos, dos minutos. También Juan se acercó y posó en mi mejilla un sonoro beso.

—Muchas gracias, cariño —me dijo Lucía con dos chorretones de maquillaje corriendo por su cara—. Ha sido precioso. Eres la mejor amiga que tengo. —Me estrechó una vez más y, cuando se separó, me guiñó un ojo—. La próxima tú, ¿eh? Estate atenta para coger el ramo.

En ese momento empezó a sonar Que la detengan de David Civera y ambos se fueron a bailar, dejándome allí con una extraña sensación en el cuerpo. Dirigí la vista hacia Germán y me fijé en que no parecía muy cómodo. Me pasé un buen rato en los baños, llorando sin entender muy bien los motivos de mi actitud y teniendo claro que, en esa boda, no me haría el amor allí. Temía que las cosas iban a cambiar entre nosotros y un mal presentimiento me agarrotaba el corazón. Y fue cierto, en parte porque Lucía y Juan no regresaron de su luna de miel. Berlín les encantó y se quedaron. Él encontró enseguida un buen trabajo y decidieron empezar allí una nueva vida.

Durante una excursión que Germán hizo con sus alumnos, visité a mis amigos y supe que Lucía ya se había quedado embarazada. Pasé un fin de semana estupendo en una ciudad maravillosa, pero la sensación de vacío no me abandonó en ningún momento. Así que, al regresar de ese viaje, me di cuenta de que no quería desperdiciar más el tiempo y de que estaba harta de las evasivas de mi novio. Sabía que a él le gustaba hacer todo sin pensar demasiado, por lo que decidí actuar así yo también.

Una mañana me desperté con la decisión tomada. Me fui al trabajo con la sensación de que estaba haciendo lo correcto. Durante una pausa llamé a mi hermana porque, en el fondo, ella entendía más que yo de esas cosas y, porque a pesar de sus malos comentarios hacia mi relación con Germán, la necesitaba a mi lado y quería su aprobación. Ansiaba que alguien me dijera que no era una locura lo que iba a hacer.

—Quiero que me acompañes a la joyería —le dije en cuanto descolgó el teléfono.

—¿Y eso? ¿De quién es el cumpleaños?

—He decidido comprar unos anillos.

—¿Unos anillos? —Aprecié la alarma en su voz—. A ti no te gusta llevar anillos.

—Me refiero a anillos de otro tipo… De compromiso —le expliqué con la voz más insegura de lo habitual.

—¿Perdona? —Ana ya estaba alzando la suya.

—Voy a casarme —le anuncié, como si esa decisión la tomara uno solo.

—¿Qué? Pero ¿Germán te ha pedido que te cases con él? —quiso saber, confundida.

—No. Yo se lo pediré. —Me adelanté, antes de que mi hermana pudiera decir nada—. Por favor, no hables. Sólo prométeme que luego me acompañarás y me ayudarás a elegir uno.

—Está bien… —Ana suspiró, nada convencida.

El tiempo en la oficina se me pasó más lento que de costumbre. Uno de mis compañeros, muy atractivo, me observó con curiosidad cuando terminé mi jornada y pasé junto a él a toda prisa. Se rumoreaba que iban a nombrarlo jefe, pero la verdad es que a mí me daba bastante igual. Me saludó con una inclinación de la cabeza, que le devolví junto con una sonrisa nerviosa. Abajo ya me esperaba una Ana muy seria, con los brazos cruzados sobre el pecho y los labios fruncidos. Me acerqué y le di un suave beso en la mejilla, al que no respondió. La miré en un gesto de súplica.

—Por favor, necesito que me digas que estoy haciendo lo correcto.

—¿Y quieres que sea yo la que te lo diga? —Puso los ojos en blanco—. Ya sabes lo que pienso.

—Pero tú eres mi hermana y quieres verme feliz, ¿a que sí? —Esbocé una sonrisa ansiosa.

—No te veo muy feliz últimamente —apuntó, echando todos mis esfuerzos por los suelos.

—Sé que con esto volveremos a estar como antes —le expliqué. La verdad es que estaba totalmente convencida—. No sabes lo felices que vi a Juan y a Lucía. Mucho más radiantes de lo que lo estaban antes de casarse.

Habían sido las ganas de verme como ellos las que me habían convencido de que Germán y yo también necesitábamos dar el gran paso. Mi mente continuaba mintiéndome y diciéndome que en el fondo estábamos bien, pero en mi corazón se había asentado una inquietud que no me gustaba nada.

—¿Y él lo sabe? —me preguntó Ana cuando nos metimos en el coche.

—No. Voy a hacerlo de la forma tradicional.

—No es muy tradicional que seas tú la que se lo pida.

—¿Qué más da eso? No entiendo por qué siempre tiene que ser el hombre el que lo haga. No estamos en el siglo pasado —murmuré, molesta.

—Siempre pensé que seríamos Félix y yo los que nos casaríamos primero. —Parecía un poco enfadada y, en cierto modo, me alegré. ¡Hale, por todo lo que había estado chinchándome!

—Bueno, eso te pasa por estar esperando a que él te lo pida. ¿Y si nunca lo hace? Se te pasará el arroz —me burlé mientras conducía a toda prisa por el centro de la ciudad.

—Oye, ¡que sólo tengo dos años más que tú! —protestó con mala cara.

—Mira, podríamos hacer una boda doble —le propuse, mitad en broma, mitad en serio—. Compra un anillo tú también.

—Ni hablar. Esperaré a que sea Félix quien me lo pida.

—Vale, pero después no vengas a joderme la boda sólo porque estés celosa —me metí con ella, riéndome de mi propia ocurrencia. Accedí a la calle en la que se encontraba mi joyería favorita y busqué un lugar para aparcar—. ¿Ves un huequito para mí? —pregunté a Ana.

—A estas horas, pocos hay —respondió, un poco enfadada por lo que le había dicho.

Al final tuve que dejar el coche en un aparcamiento público, algo que no me gustaba nada porque era realmente caro. Como estaba tan nerviosa, aparcar me llevó un buen rato, ya que además Ana quería que dejara el coche perfectamente alineado y no me dejaba maniobrar con tranquilidad. A veces me sacaba de quicio que fuera tan quisquillosa, pero lo cierto era que tampoco podía vivir sin ella. Cogimos nuestras chaquetas y los bolsos y salimos a la calle en busca del tan ansiado anillo.

—¿Y qué, piensas arrodillarte incluso para pedírselo? —se mofó.

Solté un bufido y me detuve unos metros antes de la joyería.

—Mira, si vas a estar así todo el rato, ¡vete a tu casa! —le contesté; empezaba a ponerme de mal humor.

Mi hermana se encogió de hombros y me agarró del brazo para que continuáramos caminando. Me acarició una mejilla con la intención de camelarme, como cuando éramos niñas y quería conseguir algo o que la encubriera ante mis padres.

—Venga, ¡si sabes que luego estaré encantada…! Tienes que llevarme contigo cuando vayas a probarte los vestidos.

—Quiero uno normalito —le informé.

Arrugó la nariz y me miró como si estuviera loca.

—¿Normalito? A ver, va a ser uno de los días más importantes de tu vida, así que te elegiremos uno bien bonito.

—No quiero que sea una gran boda —protesté delante del escaparate de la joyería.

—Eso da igual —dijo aún sin soltarme—. Pero el vestido… Mel, ¡ha de ser maravilloso! Tienes que sentirte como una princesa.

No estaba segura de querer sentirme así. Tan sólo deseaba ser yo cuando llevara el vestido y sentir que iba a convertirme en la esposa de Germán. No me parecía que, para eso, un vestido fuera mejor que otro.

Entramos en la joyería y tuvimos que esperar un buen rato porque, al parecer, la pareja a la que ya atendían había pensado lo mismo que yo. Pero a ella no le parecía bien ningún anillo que la dependienta le mostraba; en cuanto a él, tenía cara de explotar en cualquier momento y largarse de allí. Al final se despidieron sin elegir ningún anillo y salieron de la tienda discutiendo. Mi hermana y yo nos acercamos al mostrador y fue ella la que habló primero.

—Queremos unos anillos de compromiso.

—¿Son para ustedes? —nos preguntó la dependienta con una sonrisa.

—¡No! —exclamó Ana con expresión de horror—. Ella es mi hermana y quiere casarse con su novio. —Me miró con las cejas enarcadas.

—¿Y cómo le gustarían? —quiso saber la mujer, sin borrar esa sonrisa que estaba poniéndome nerviosa.

—Pues… normales. Nada que sea demasiado vistoso.

La dependienta nos observó durante unos segundos con expresión pensativa y después se agachó para abrir uno de los cajones. Sacó dos cajas repletas de alianzas de todo tipo. Algunas me parecieron exageradas y justamente fueron ésas las que más agradaron a mi hermana.

—Mira ésta —dijo cogiendo una que tenía un pedrusco más grande que mi dedo—. Es preciosa. —Se la probó y extendió la mano para mirársela con el anillo.

—No me gusta. Quiero una más normal —repetí al tiempo que miraba el resto de las alianzas—. Y Germán también preferirá algo más sencillo.

Ana chasqueó la lengua, se quitó el anillo y lo dejó en su lugar. Continué mirando, y veinte minutos después salía con uno para Germán y otro para mí. Eran de plata de ley, sin ningún detalle ni piedrecita, ideales para nosotros. Como era de esperar, a Ana no le gustaron nada, pero me daba exactamente igual.

—¿Y cuándo se lo pedirás? —me preguntó una vez que regresamos al coche.

—Esperaré al viernes y lo invitaré a cenar.

—¿En un restaurante y todo? —Abrió los ojos, sorprendida.

—Quiero que sea algo especial.

—Vaya, sí que te ha dado fuerte. —Me miró como si todavía no se lo creyera—. Pero si tú no querías casarte… Odiabas las bodas.

—Bueno, tengo derecho a cambiar de opinión, ¿no?

Aproveché que nos habíamos detenido en un semáforo para mirarla.

—Sí, sí, me parece perfecto…

—No es cierto, Ana. Pero me basta con que me hayas acompañado a la joyería —respondí con una sonrisa sincera.

La llevé hasta el piso en el que vivía con Félix. Estaban buscando uno en el pueblo en el que ambos trabajaban porque se les hacía muy pesado desplazarse todos los días. Mi hermana se inclinó hacia delante y me dio un beso.

—¿Me llamarás con su respuesta?

—¡Claro! Pero dirá que sí.

Ana no hizo ningún comentario. Se quedó mirándome unos segundos, en los que me sentí incómoda, y después salió del coche dejando un rastro de duda tras de sí.

—Dirá que sí —me repetí en voz alta en el silencio de la noche que ya había caído.

El resto de los días hasta el viernes se me hicieron eternos. Me mostré más nerviosa que de costumbre con Germán, quien me miraba sin entender lo que sucedía. La ilusión y la inquietud crecían a partes iguales en mi interior; incluso en el trabajo estuve más distraída y me llevé un par de regañinas.

—No hagas planes para mañana —le anuncié el jueves por la noche.

—¿Y eso? —preguntó, interrumpiendo su minucioso cepillado de dientes.

—Quiero que vayamos a cenar a un lugar bonito. —Lo abracé por la espalda y apoyé la cabeza en él—. Invito yo.

—Si es así, entonces vale —bromeó, dedicándome una de sus fantásticas sonrisas.

Esa noche apenas dormí, ansiosa por recibir su respuesta. Bueno, si Germán decía que no, tampoco era el fin del mundo; no significaba que no estuviera enamorado de mí. De todos modos, debía reconocer que no tenía claro cómo me sentiría de verdad si me daba una negativa.

Al día siguiente me cargaron de trabajo en la revista, con lo que tuve que quedarme veinte minutos más de lo previsto. Germán y yo habíamos quedado a las nueve y media, cuando él terminaba sus clases en el nocturno, así que me apresuré arreglándome. Estaba en la ducha cuando llegó. Se metió bajo el agua conmigo y, aunque me besó y me acarició un poco, no dio paso a nada más. No le di más vueltas. Con todo, una Melissa más espabilada se habría dado cuenta de que el antiguo Germán sí le habría hecho el amor contra los azulejos.

Me puse el precioso vestido que había comprado expresamente para la ocasión. Cogí las tenacillas y me hice unas cuantas ondas en el cabello. Germán apareció de nuevo en el baño, abrochándose la camisa. Se me quedó mirando con gesto de sorpresa y soltó un silbido de admiración.

—Madre mía, Meli… ¿A qué se debe esto? —Señaló mi vestido y, tras acercarse, me acarició un hombro—. Menudo modelito. ¿Qué se supone que vamos a celebrar?

—Sólo vamos a cenar a un restaurante muy elegante —le dije con una ceja arqueada. Bueno, era una verdad a medias.

—Esta tarde he corregido un par de exámenes de los de segundo —me explicó una vez que estuvimos en el coche.

—¿Y qué tal? ¿Muchos suspensos? —pregunté, divertida. Era extraño que quisiera hablar del instituto porque no le gustaba hacerlo.

—Más o menos. Pero Yolanda ha hecho un examen de diez.

—¿Yolanda? —Fruncí el ceño.

—Sí, la chica a la que viste aquel día —me aclaró, concentrado en la carretera—. Cuando viniste a buscarme —insistió—. ¿Recuerdas?

—Sí —musité. Por supuesto que me acordaba de ella, aunque había olvidado su nombre. Pero no podía olvidar su cara bonita y la forma tan descarada en la que conversaba con mi novio.

—Es una chica muy inteligente. Siempre me sorprende muchísimo. Quiere ser historiadora —continuó Germán.

¿Por qué me hablaba en ese momento de la tal Yolanda y, al parecer, tan contento? ¿Se trataba sólo de orgullo de profesor o había algo más? De inmediato aparté esos pensamientos de mi cabeza. Metí la mano en el bolso y rocé la cajita en la que esperaba el anillo. El corazón me palpitó, tan nervioso como yo.

—Creo que te caería bien —dijo Germán de repente. Y su voz se me antojó menos familiar…

—Claro —respondí únicamente. Sí, estaba segura de que una cría de diecisiete años… o dieciocho como mucho podía convertirse en mi mejor amiga.

El resto del trayecto lo pasé en silencio. Germán apoyó su mano sobre la mía un par de veces, pero lo único que me rondaba la cabeza era esa chica y la forma en que mi novio hablaba de ella. ¿Iba a hacer lo correcto esa noche o me estaba equivocando?

—¿Estás bien? —me preguntó una vez que hubo aparcado. Su mirada sincera fue la que me convenció para continuar adelante.

El restaurante era muy muy lujoso. No había estado nunca allí a causa de sus precios desorbitados, pero Dania —con la que había empezado a entablar amistad— me había hablado tan bien de él que decidí hacerle caso.

—¡Uau! —se le escapó a Germán mientras esperábamos a que nos atendieran—. Este lugar no nos pega mucho, ¿no? —Echó un vistazo hasta el último de los rincones.

Me molestó que dijera eso, pero le resté importancia y mostré mi mejor sonrisa al jefe de sala, que se acercaba a nosotros.

—Buenas noches, señores. ¿Tienen reserva? —se dirigió a Germán.

—Sí —contesté yo.

—¿Nombre…?

—Melissa Polanco.

El hombre nos condujo por el restaurante hasta una hermosa mesa con flores en el centro. La iluminación era tenue, dando al lugar un aspecto de lo más coqueto. Antes de sentarnos el jefe de sala se ofreció a llevarse nuestras chaquetas.

—¿Me permiten? Las guardaré en el vestidor. —Me ayudó a quitármela.

A continuación, Germán y yo tomamos asiento y nos quedamos mirándonos hasta que una camarera vino para preguntarnos qué queríamos beber.

—¿Nos traes la carta de vinos, por favor? —le pedí con una sonrisa.

Tras echarle un vistazo, me decidí por el más caro. Germán me miró con los ojos muy abiertos y, cuando la chica se fue, se echó a reír.

—Hoy estás que lo tiras todo por la ventana —comentó, regalándome esa sonrisa suya que tanto adoraba—. ¿Me estoy perdiendo algo? Que yo sepa, aún me acuerdo del día de nuestro aniversario.

—Sólo es que nos merecemos una noche como ésta, ¿no?

Me incliné hacia delante y alargué la mano hasta rozar sus dedos. Me los acarició sin dejar de mirarme. En ese momento se me olvidó cuanto había dicho en el coche y llegué rápidamente a la conclusión de que todo estaba perfecto.

Unos minutos después la camarera descorchó el vino y sirvió un poco a Germán para que lo probara. Asintió con la cabeza y yo también lo degusté, relamiéndome los labios ante su delicioso sabor.

—Está muy bueno, ¿no?

—Casi tanto como tú —bromeó Germán. Era la típica tontería que me decía muchos años atrás, pero esa noche me causó una gran alegría.

—¿Qué vas a tomar? —le pregunté mientras leía la carta.

—Todo me parece bien —respondió sin apartar la vista de la mía—. ¿Quieres que compartamos algo?

—¿Por qué? Podemos pedir cada uno un plato… y algún entrante.

—Pero todo es muy caro…

—Vamos, ¡una noche es una noche! Hagamos locuras. Disfrutemos, vivamos. —Le sonreí, recordándole sus propias palabras.

—No sé…

Alcé un dedo para que no replicara más. Sabía que le incomodaba que yo ganara más en la revista que él con sus clases, aunque le había asegurado que eso era algo temporal.

—Ya te he dicho que invito yo, así que deja de pensar en el dinero y elige lo que más te apetezca.

Al final hizo una elección que no era ni cara ni barata. Me salí con la mía y pedimos un entrante, que me pareció fabuloso. Probamos cada uno del plato del otro y, sinceramente, parecíamos una parejita que se hubiera embarcado recientemente en el viaje del amor. El postre lo compartimos porque ya estábamos llenísimos. Sin embargo, pedí una botella de cava ante su mirada atónita. Alcé mi copa y esbocé una tímida sonrisa. Ya me había puesto nerviosa otra vez y me di cuenta de que la mano me temblaba.

—Brindemos —le dije cuando levantó la suya.

—¿Por nosotros? —Me guiñó un ojo.

—¡Por nosotros!

Entrechocamos las copas y bebimos sin dejar de mirarnos. Estaba claro que se olía algo porque no dejaba de toquetear la servilleta con nerviosismo.

—¿Pedimos la cuenta?

—Espera, Germán… Quiero decirte una cosa. —La voz se me quebró, pero, de todos modos, estaba decidida a hacerlo.

—¿Qué?

Alcancé mi bolso y metí la mano en él. Germán arqueó una ceja y ladeó la cabeza. Apreté la cajita entre mis dedos y, tomando todo el aire que pude, la saqué y la deposité en la mesa, a mi derecha. Me miró confundido, pero estaba claro que sabía que dentro sólo podía haber un anillo.

—¿Y esto? —Noté en su voz algo diferente; no obstante, no quise pensar en nada. Tan sólo vivir el momento.

—Ábrela —le propuse empujando la cajita hacia él.

Germán dudó unos segundos en los que todo se detuvo a mi alrededor, hasta que, por fin, la tomó y, seguidamente, la abrió. Pude advertir la sorpresa en sus ojos, y la forma en que parpadeó me provocó unas extrañas e inquietantes cosquillas en el estómago. Alzó el rostro y me observó con curiosidad.

—¿Nos casamos? —le pregunté con una sonrisa nerviosa y la esperanza brillando en mis pupilas.

Me miró durante un buen rato, sin soltar la cajita. A continuación deslizó la vista hasta el anillo y lo estudió con gesto muy serio, sin permitirme que adivinara qué se le pasaba por la cabeza. Los nervios se me estaban acumulando en el estómago. ¿Por qué tardaba tanto en contestar? ¿Por qué dudaba?

Entonces, ante mi aterrada mirada, sacó el anillo y me lo dio. Lo cogí con el corazón congelado en el pecho y unos molestos pinchazos en el vientre. Sin embargo, para mi sorpresa, sonrió y me preguntó:

—¿Me lo pones tú?

Me eché a reír, notando que se me humedecían los ojos. Me acercó su mano y le coloqué el anillo en el dedo. Después se levantó, rodeó la mesa y se acuclilló ante mí.

—Claro, Meli. Nos casamos.

Le rodeé el cuello con las manos, riéndome y llorando al mismo tiempo. Germán me tomó de las mejillas y me besó con fuerza. Derribé todas mis dudas y la suyas… O al menos, eso creí.

Cuando llegamos a casa, enseguida envié un mensaje a mi hermana: «¡Ha dicho que sí!». El suyo no se hizo esperar: «¿En serio?». No me dio tiempo a añadir nada más porque, en ese momento, Germán se acercó a mí por detrás, me rodeó con los brazos y me besó en el cuello. Se me olvidó todo. Todo menos sus ojos.

Esa noche pensé que nuestro amor sí era eterno.