6

Me caigo de sueño en la oficina. Es la consecuencia de haber ido a cenar entre semana con tu jefe. Y de haberte marchado después a su casa. Aunque no haya ocurrido nada, claro. Y de haberte pasado la noche dando vueltas a recuerdos que no traen nada bueno.

Esta mañana apenas ha habido trabajo, así que Dania ha entrado un par de veces en mi despacho, todas ellas para hablarme de Aarón.

—Oye, tienes una cara de perro que no te la aguantas ni tú —me dice al cabo de un rato, cuando la cabeza ya me va a explotar de toda su cháchara.

—¿Ahora te das cuenta? —contesto de mala gana.

Ladea la cabeza y se me queda mirando con curiosidad. Aparto la vista y la poso en el ordenador. Ahora mismo me encantaría tener un montón de trabajo para poder pedirle con una buena excusa que se fuera.

—¿No has dormido bien?

—No, nada bien.

—¿Qué ha pasado?

—Estuve recordando. —He bajado la voz, a sabiendas de que Dania va a decir algo que no me gustará.

—¿Otra vez, Mel?

Hago un gesto con la mano como restando importancia al asunto. Cuando Germán me dejó, Dania tuvo que aguantar mis lloriqueos en la oficina y siempre se quejaba en broma de que le dejaba las blusas húmedas, aunque yo ni siquiera podía esbozar una sonrisa. Así que sabe bien lo mucho que sufrí, las vueltas que estuve dando a todo y el pozo oscuro en el que me sumí. Fue en esa época cuando nos acercamos mucho más la una a la otra y cuando empezó a sacarme de fiesta para que me animara. Aunque, claro, no funcionó mucho, sobre todo al principio. Poco a poco el dolor se fue apagando… No por completo, eso no.

—Pues será cuestión de tomarse unos cafelitos —dice cuando comprende que no voy a contarle nada.

Al cabo de un rato llega con dos cafés con leche y me ofrece uno. Se pone a cotorrear otra vez sobre Aarón. Yo me mantengo callada hasta que, en un momento dado, recuerdo a la chica con la que estaba en el local.

—Aseguraste que no se relacionaba con clientas —le espeto a mi compañera.

Parpadea y me observa confundida. Apura su taza y pregunta:

—¿Qué estás diciendo, loca? ¿Acaso ya te ha tirado los trastos?

La miro con cara de perro y pienso que ojalá hubiese sido yo la tía a la que estaba ligándose en el local. Aunque tengo claro que no me traería nada bueno, lo cierto es que no puedo borrar sus ojos de mi mente, y tampoco la forma tan caliente en la que estaba tocando a la chica aquella.

—¡Para nada! Más bien, estaba comiéndole la oreja a una chavalita que no tendría más de diecinueve años.

—Aarón no es de ésos —se apresura a contestar Dania—. No le van tan jóvenes. Lo he visto unas cuantas veces con mujeres maduras, pero de las que tienen un buen polvo. —Deja la taza en la mesa y se me queda mirando.

—Pues no lo parecía. Vamos, que un poco más y se zampa a la chica allí mismo. —Omito el hecho de que él me estaba mirando mientras la besaba, porque si no Dania se pondrá como una loca e intentará sonsacarme algo que no existe. Doy un sorbo a mi café con leche y le pregunto—: ¿Cuántos años tiene él?

—¿Treinta y tres? ¿Treinta y cuatro? —Mi amiga se queda pensativa—. No estoy segura, pero no creo que llegue a los treinta y cinco. Yo más bien le echo treinta y tres… —Aparta su taza a un lado y, como es costumbre en ella, se sienta sobre la madera, ofreciéndome una panorámica de sus bragas negras. Creo que tiene un color para cada día de la semana, aunque parece que el negro es su favorito, junto con el rojo—. Entonces fuiste a su local… —Se acaricia la barbilla y me mira con una sonrisita.

—No sabía que era ése. Me llevó Héctor.

Al instante me arrepiento de haberlo dicho. Pero ¿soy tonta o qué? ¿Cómo se me ha escapado algo así? Quería que fuese un secreto incluso para Dania. ¡Especialmente para ella! Alzo la vista y me topo con la sorprendida mirada de mi amiga. Segundos después, está apuntándome con su uña de esmerada manicura.

—¡Serás cabrona! —Se inclina hacia delante, casi cayéndose de la mesa—. ¿Quedaste ayer con el jefe? ¡Y no ibas a contarme nada! —Entrecierra los ojos como si estuviese muy cabreada.

—Oye, que sólo fuimos a cenar. —Hago un gesto con la mano para restarle importancia. Evidentemente, no le contaré que me metió la lengua hasta la campanilla y que por poco lo hicimos en su piso.

—¡Y una mierda! —Se acerca tanto que su nariz roza la mía. Me agarra de la barbilla, clavándome las uñas en las mejillas, y me mueve la cara a un lado y a otro—. No te lo has tirado. —Frunce la nariz como si no haberlo hecho fuese algo horrible.

—¡Pues claro que no! —Pongo los ojos en blanco y a continuación me echo a reír—. ¿Tienes un dispositivo ocular que descubre rastros de sexo o qué?

—Hoy no tienes la piel muy bien —dice ella, como si eso fuese un síntoma clarísimo de que no he tenido sexo.

—¿Acaso tener sexo es como hacerse un lifting? —suelto en tono irónico.

—Por supuesto que sí —responde mirándome como si fuese una verdad universal. Quizá lo sea, pero no es que yo esté muy enterada de eso. Vamos, que si me acuesto con alguien es porque me pone, no porque quiera cuidarme la piel—. Estudios médicos han demostrado que, cuando practicas sexo, tu piel está mucho más sana. De hecho, ¡toda tú lo estás!

—Ahora entiendo que te conserves tan bien. Porque… ¿cuántos años tienes? ¿Cuarenta? —le digo de manera maliciosa.

Dania suelta un bufido y mueve la cabeza, con lo que su cabello de fuego le ondea alrededor.

—Sabes que tengo sólo un año más que tú. —Se lleva una mano a la cara y se la toquetea con gesto altanero—. Pero ya ves, me conservo de maravilla. Podría pasar por una veinteañera.

—Claro, Dania. Pues nada, no te gastes tanto dinero en todas esas mascarillas que tienes en casa, que no te hacen falta. —Apoyo los codos en la mesa y continúo mirándola con una sonrisa irónica.

—La cuestión es que me estás llevando por otro camino para no tener que hablar de lo de Héctor. —Se inclina hacia atrás, apuntándome con sus erguidos pechos—. Me parece fatal que no te lo hayas tirado porque seguro que has tenido la oportunidad. Pero bueno, te lo perdono. Lo que tienes que hacer ahora es contarme qué pasó. ¿Cómo y por qué fuisteis a cenar así de repente? ¿Desde cuándo tonteas con él y yo no lo sé?

—No tonteo con él. —Doy unos golpecitos sobre la mesa con los dedos. Empiezo a estar nerviosa—. Fue el propio Héctor quien me propuso ir a cenar.

—¡Flipo! —Ladea la cabeza y se queda mirando la pared, pensativa—. Estás que te sales, siendo seducida por dos tíos que deben de tener una…

Sé lo que va a decir y no me apetece nada oír esa palabra. No, porque entonces recordaré el tremendo bulto que Héctor me descubrió y éste no es un buen momento, que Dania es capaz de leerme el pensamiento.

—Bueno… —Me levanto de la silla y le cojo la mano para bajarla de la mesa—. Lárgate de una vez que quiero trabajar.

—Pero si no hay nada que hacer…

—¡Pues ve a buscar algo que hacer!

La empujo hacia la puerta. Si por ella fuese, estaríamos todo el día hablando de tíos buenos, y no es algo que hoy pueda aguantar. Tengo la cabeza hecha un lío y lo que menos necesito son sus consejos, en especial si son sexuales. Por fin consigo sacarla del despacho, no sin que antes me grite que deje el pato. Por Dios, ¿por qué tiene que decirlo así delante de todos? Me fijo en que un par de compañeros se vuelven ante su chillido. Suelto un bufido de exasperación y le doy con la puerta en las narices. Sin embargo, me ha tocado la fibra sensible. Ayer estuve a punto de tener algo entre las piernas que no era de plástico y que no tenía pico. Pero me arrepentí, como la tonta que soy. Y encima en la cama no dejé de pensar en Germán. Había conseguido sacarlo de mi mente. Al menos un poco. ¿Es que tengo que hacerme monja para evitar el contacto con los hombres y así no recordar a mi ex?

—Seguimos estando solos tú y yo —le digo a Ducky. Lo he sacado del fondo de mi bolso. Mientras lo observo, no puedo evitar pensar en Aarón y en su forma de mirarme cuando cogió el pato. En la vida volverá a tratarme igual después de eso, estoy segura. Debe de pensar que soy una de esas mujeres que tan sólo tienen plástico en el cajón de su mesilla de noche. Ay, Dios… ¿Acaso me he convertido de verdad en eso? ¿Qué habría hecho Dania si hubiese acudido a casa de Aarón? Tirárselo en el suelo con el caballete volando por los aires. ¿Y qué habría hecho si hubiese ido al piso de Héctor? Tirárselo en la mesa, tal como él quería. Sí, habría sido ella quien habría llevado la voz cantante. ¿Cuándo dejé de ser yo una fiera en la cama?

La puerta se abre. Ni siquiera tengo tiempo de guardar mi adorada mascota. Hala, otro hombre que va a perderme el respeto… Y encima uno que quiere meterse en mi cama. ¿Puede alguien tener peor suerte que yo?

—Melissa Polanco… —Héctor cierra con un portazo como ya es habitual. Me apresuro a ocultar a Ducky, pero ya lo ha visto—. ¿Qué cojones es eso? —pregunta con una ceja arqueada.

Decido no guardarlo para que no sospeche más. Alzo el pato con una mano temblorosa y, sonriendo, digo:

—Es el juguete de mi perro. —Madre mía, qué excusa más horrible, pero ¡es que no se me ocurre nada más!

Héctor me mira con suspicacia. Se acerca para observar mejor a Ducky, pero procuro taparlo. Y todo sin perder mi sonrisa falsa de anuncio de compresas.

—Tú no tienes perro.

—Me han regalado uno —me apresuro a contestar.

Se inclina sobre el escritorio, con los puños apoyados en él, y me escruta con una ceja arqueada. Esboza una seductora sonrisa. Bajo la cabeza porque no puedo soportar su intensa mirada. Al fin se aparta y da un par de pasos hacia atrás. Con disimulo, echo un vistazo a su pantalón negro; a su camisa blanca, que le hace un cuerpo perfecto, y a su corbata, del mismo color que el pantalón. He de ser objetiva: es tremendamente sexy. Y el traje le queda tan bien… Por si fuera poco, tiene tan sólo unos años más que yo. Y es mi jefe, qué leches. Por eso anoche me largué escopetada. Bueno, no, no sólo por eso. No debo mentirme más a mí misma.

—Héctor, espero que la próxima vez llames —le digo señalándole la puerta. Se vuelve y la observa durante unos segundos. Me quedo mirando atontada su estupendo culo. ¡Ay, Dios! Que yo no era así. Se me está adelantando la crisis de los cuarenta o algo, qué sé yo. Pero ahora mismo no puedo dejar de pensar en torsos desnudos y perfectos. En realidad, en el de Aarón, para qué mentir, aunque ni siquiera se lo he visto.

Héctor vuelve a mirarme y, sin apartar sus ojos de los míos, va hacia la puerta y, para mi sorpresa, ¡echa el cerrojo! Pero ¿qué está pasando aquí?

—¿Qué haces? —pregunto con voz chillona. Me levanto de la silla y corro hacia la puerta, pero él me corta el paso.

—Ahora… estás encerrada. Ya no puedes escapar.

Me fijo en que sus ojos se han oscurecido y reparo en que me está mirando de una forma diferente de las anteriores.

—Esto es un secuestro… O es acoso. Sí, Héctor, ¡es acoso! —Intento pasar otra vez, pero nada. Me cruzo de brazos y suelto un gruñido. La verdad es que tendría que estar asustada por la situación en la que me encuentro, ¿no? Entonces ¿por qué sólo me siento enfadada? ¿Y por qué estoy pensando en la cita que tuvimos ayer? Vale, entiendo. Es eso. Está tan enfadado que va a hacerme aquí cualquier cosa—. Gritaré —le digo, desafiándolo—. ¡Me oirá toda la oficina y a ti te meterán en la cárcel por jefe acosador!

—Ya me encargaré de taparte esa boquita…

Alza una mano, con intención de tocarme la cara, pero me aparto un poco. Nerviosa y… ¿Qué es este calor que me sube por las piernas? Decido pasar de todo, a ver si así se cansa de la tontería. Bueno, eso y que necesito alejarme de él porque su perfume me está mareando. Me doy la vuelta y regreso a mi silla, pero, antes de poder sentarme, me llama.

—Melissa Polanco, ven aquí.

Su voz es autoritaria. En un principio no me atrevo a moverme. Pero sus ojos enfadados me obligan a darme la vuelta. Camino como una autómata. Me ronda la cabeza la idea de que, en realidad, lo que hará es soltarme un sermón terrible para, acto seguido, despedirme. ¡Lo sabía! Está despechado y va a echarme del curro como a una vulgar mujeruca. Más me valdría haberme acostado con él; al menos me habría llevado esa alegría para el cuerpo. Pero a ver, si me despide… quizá pueda reclamar, puesto que no tiene ningún motivo de peso y… Me sitúo ante él. Me atrevo a devolverle la mirada. No quiero que piense que le tengo miedo. Se mantiene serio y murmura:

—Apóyate en la mesa.

—¿Perdona?

—Que vayas a la mesa, Melissa Polanco. —Su tono cada vez es más duro.

Lo miro totalmente incrédula. No sé muy bien qué es lo que pretende, y tampoco tengo claro que deba obedecerle. Pero como su mirada me está traspasando, lo hago. Sonríe, satisfecho. De repente, sin comerlo ni beberlo, se desanuda la corbata y, ¡plaf!, me la lanza al rostro. La recojo con cara de tonta. Ya se está desabrochando la camisa. La desliza por sus hombros mientras yo lo observo sin poder soltar palabra. La deja caer al suelo. Su tatuaje se muestra ante mí en todo su esplendor.

—¿Qué… qué significa esto, Héctor? —pregunto con voz chillona, apretando la corbata entre mis manos.

—Siéntate en la mesa y súbete la falda —me ordena con voz firme.

Abro la boca sin poder creer lo que está sucediendo.

—Creo que en mi contrato no hay ninguna cláusula que especifique esto —le digo con socarronería cruzándome de brazos. No me dejaré intimidar por él… ¿Qué se habrá creído? Debe de tener a todas las mujeres a sus pies y ahora se ha encaprichado de mí. ¡Pues lo lleva claro! ¿Es que no se acuerda de que soy la Vinagres?

Frunce las cejas y me dedica una mirada enfadada. Segundos después, sin que me haya dado cuenta, me tiene empotrada en la mesa. Me coge una pierna y me la sube al tiempo que me acaricia el muslo. Lo miro sin entender nada: la lujuria que descubro en sus ojos me sacude. Y, para qué mentir, me ha excitado un poco.

—Esta vez no te me escapas, aburrida —susurra con voz grave. Aprieta su pecho contra el mío. Oh, Dios, aleja este cuerpo del pecado.

—Llamándome así sólo consigues que no quiera acostarme contigo —respondo, mostrándome un poco molesta. En realidad, hasta esa palabra me ha puesto.

—Mientes —exhala cerca de mis labios. Me empuja contra el escritorio, provocando que mi trasero choque con la madera. Suelto un gritito de dolor, pero no hace ni caso. Me pasa la mano por la nuca, me la coge con posesión y se inclina sobre mí, dispuesto a besarme.

—Te gustan las mesas, ¿eh, Héctor?

—Si estás tú encima, sí.

Oh, oh, vale. No puede decirme esas cosas. ¡Es mi jefe! Mi jefe con una mirada tan ardiente…

Permito que sus labios se posen en los míos. ¿Por qué no estoy mostrando más resistencia? ¿Qué va a pensar de mí? Me muerde el inferior con suavidad al tiempo que me acaricia la nuca. Un, dos, tres, cuatro besos muy húmedos… Mi cuerpo ha despertado. Se aparta de repente, dejándome con ganas de más. Lo observo mientras se quita el cinturón del pantalón con estudiada lentitud. Todos sus movimientos son muy excitantes.

—Y ahora, Melissa Polanco —murmura con una sonrisa y señalando la mesa con la barbilla—, túmbate y demuéstrame que no eres una aburrida.

—Eres mi jefe y esto no está bien —le recuerdo.

—Lo que no está bien es lo que me hiciste anoche. Me dejaste a medias. Eso tiene un nombre, pero soy un caballero. —Ensancha la sonrisa y me muestra su perfecta dentadura—. Mañana salgo de viaje y estaré fuera durante dos semanas. —Se queda callado unos segundos, recorriéndome con su oscurecida mirada—. Y no me marcharé sin haber probado cada parte de tu cuerpo. Incluido tu generoso escote, por supuesto. —Clava sus ojos en los míos. Me siento como si no tuviera escapatoria.

—Héctor, ¡que te he dicho que no!

Alargo los brazos para que no vuelva, pero él está tan quieto como antes. Parezco tonta.

—¿Por qué no? —Cada vez está más enfadado.

—Aquí no. —Muevo la cabeza a un lado y a otro.

—Aquí sí. —Alarga la «s» de forma sensual.

Podría darle una bofetada y que todo acabara. Pero, en realidad, noto algo extraño en el vientre, unas cosquillas que no deberían estar ahí. Las tengo porque sus ojos están devorándome. Desvío los míos, ya que no puedo sostenerle la mirada. Sólo consigo ponerme más nerviosa al encontrarme con su trabajado abdomen y su excitante tatuaje. No puedo evitar que se me acelere la respiración; mi pecho sube y baja de manera agitada. ¡Ay, madre! Qué calor. ¿Quién ha desconectado el aire acondicionado?

—Te mueres por sentir mis manos en tu piel. —Aprovecha que he bajado la guardia y con una mano me acaricia el brazo. Se lo aparto como si me quemara. En realidad, lo hace.

—No es verdad —protesto. ¿A quién intento engañar? Esta inusual situación me ha puesto. Un poquitín solo, ¿vale? Bueno, quizá bastante. Pero sigo pensando que es inaceptable hacerlo aquí, en mi despacho, con los otros empleados fuera.

Mientras medito sobre eso, Héctor se coloca ante mí. Esta vez no lo aparto. No obstante, cuando va a besarme, ladeo la cara. Él suelta una risita y me coge de la barbilla con fuerza, obligándome a mirarlo. Me veo reflejada en sus ojos. Puedo entrever en ellos lo mucho que me desea. Y eso es algo que me excita a mí también.

—Eres una chica dura —dice cerca de mis labios—. Y eso está bien. —Ha bajado la voz hasta convertirla en un susurro—. Está muy bien…

Mi cuerpo se mueve solo. Sin que yo les haya dado permiso, mis brazos se levantan hasta apoyarse en sus hombros. Él sonríe, orgulloso y satisfecho. Se inclina sobre mí y me da un primer beso muy suave, tanteando el terreno. Se separa ligeramente para observar mi reacción. Mantengo los labios separados, ansiando que me dé a probar un poco más. De repente, me siento liberada. Me da igual el resto. Lo que deseo es tener a este hombre muy dentro de mí y no preocuparme por nada. No quiero pensar, no quiero permitir que los recuerdos vuelvan. Tan sólo quiero sentir, y estoy segura de que Héctor puede darme todo lo que necesito.

Me sorprendo a mí misma cuando deslizo una mano por su hombro, acariciándole el tatuaje de manera sensual. Me mira muy serio, con la respiración más profunda a cada segundo que pasa. Me inclino para pasar mi lengua por ese dibujo tan sexy. Es una rosa enorme y preciosa con los contornos negros, vacía de color. Le otorga un aspecto un tanto salvaje. Se lo lamo con lentitud, resiguiendo los trazos con la lengua. Inspira y apoya una mano en mi pelo mientras con la otra baja por mi costado.

—Bésame, vamos. Bésame —me ordena agarrándome de la nuca para apartarme de su tatuaje. Me tiraría así el día entero.

—Me despedirás si no te gusta —se me ocurre de repente.

Héctor abre mucho los ojos. A continuación, echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada. Me mira de nuevo, sin borrar esa seductora sonrisa de niño malo.

—Eres única… —Me observa con los ojos entrecerrados—. ¿Cómo se te puede ocurrir algo así? Sé diferenciar el trabajo del placer —dice a la vez que me acaricia una mejilla. Me tiembla todo cuando noto el contacto suave de su mano… No quiero que sea tan dulce, sino que me bese como antes, con esa fuerza primitiva—. Tú eres mi mejor correctora. Jamás arriesgaría los negocios por un polvo.

Oh, claro. Eso es lo que soy. ¿Por qué me molesta que lo diga? Además, yo tampoco quiero nada más. ¡Y mucho menos con él! No estamos hechos el uno para el otro.

Me agarra de la cintura, me aúpa y me coloca en la mesa. Es la misma situación que anoche, sólo que ahora estamos en mi despacho y he decidido que me dejaré llevar. Adiós, miedo. Bye, bye, Melissa Polanco «la aburrida». Hola, Melissa «la matajefes».

—De todos modos, sé que me va a encantar —murmura rozando su nariz con la mía. Apoya una mano en mi cuello y se inclina para besármelo. Cierro los ojos al contacto de su tibio tacto en mi piel—. Y ahora ¿me besas?

Roza mis labios con un dedo y se detiene en el de abajo. Mi cuerpo entra en combustión.