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—¿Seguro que ya has hecho esto antes? —me pregunta con una ceja enarcada.

Me retuerzo ante su profunda mirada. Si continúa observándome así, tendré que darme una ducha fría una vez que acabe con todo esto. Hacía tiempo que no sentía en mí esas agradables cosquillas que anteceden a la excitación más intensa y magnífica.

—Claro que sí —respondo con sequedad, como si estuviese muy molesta. Procuro disimular para que no se dé cuenta de que todo mi cuerpo despierta bajo sus atentos ojos.

—Pues te noto muy tensa… —Se aproxima más a mí y me coge de los brazos, pasándolos por encima de mi cabeza. Mi corazón se echa a la carrera como un potro desbocado—. Relájate. Vamos, Melissa, hazlo.

Su rostro está demasiado cerca del mío. Esos ojazos azules se clavan en mis pupilas sin piedad. ¡Oh, Dios…! ¿Por qué tiene una mirada tan ardiente? Aprovecha para acariciarme la parte interna de los brazos, que aún tengo levantados. Todo mi cuerpo tiembla con tan sólo ese roce. Qué hombre tan osado… Y cuánto me gusta que me toque de esa forma. Si me atreviese, me lanzaría sobre él para juguetear con esa boca tan carnosa que me sugiere besos húmedos y apasionados.

—¿Ves? No es tan difícil —dice con una voz tremendamente sensual—. Ahora estás mucho más receptiva. —Noto su cálida respiración en mi rostro. Me muerdo el labio inferior y cierro los ojos, tratando de escapar de su mirada. Me dan ganas de gritarle que me bese.

Se aparta de mí. Abro los ojos de golpe. ¿Le habré parecido una tonta al hacerlo? Me habría gustado tanto que hubiera seguido rozando mi piel… Pero tampoco quiero demostrarle que estoy babeando por él como una jovenzuela.

—Muy bien. Colócate como estabas antes —me ordena, situándose tras su caballete—. Pero baja los brazos.

Ah, vaya… Todavía los tengo encima de la cabeza como una tontaca. Los bajo y los pongo a lo largo del cuerpo. Se asoma por la derecha del lienzo y vuelve a arquear una ceja. Con un gesto le indico que se tranquilice, y poso como me ha pedido en un principio. Inspiro y suelto todo el aire para relajarme. Parece que lo consigo porque, al cabo de unos segundos, él reanuda su tarea.

Poso durante un par de horas que se me hacen eternas. Me gustaría preguntarle algo o iniciar una conversación, pero lo cierto es que está demasiado concentrado en su trabajo y me da miedo interrumpirlo, no sea que se enfade. No conozco a ningún artista, así que no sé si estas cosas se las toman muy en serio. De vez en cuando se asoma, hace gestos raros, se acerca con el pincel y lo agita por delante de mí como dibujándome en el aire. Cuando acaba, siento un sinfín de hormiguitas correteando por todo mi cuerpo. Se me han dormido hasta las pestañas por permanecer dos horas en la misma postura sin apenas mover un solo músculo. Sacudo los brazos y las piernas y muevo el cuello a izquierda y derecha para hacer desaparecer esa molesta sensación. ¡Puf! No podría trabajar de modelo por nada del mundo. Me gusta ir de un lado a otro y no suelo estarme quieta ni dos minutos. Aún no sé cómo he aguantado esto tanto rato.

—Por hoy está bien —murmura secándose el sudor de la frente.

La camiseta de tirantes se le pega a la piel. Puedo observar todos sus músculos. Y me parecen fascinantes. Me pregunto cómo ha logrado estar tan en forma. Únicamente cabe definirlo con una palabra: «perfección». Ha conseguido una musculatura ideal. Y tengo que reconocer que jamás en mi vida había visto a un tío así. ¡Pensaba que sólo existían en las pelis, en las novelas o en la tele! Pero ahora mismo tengo a uno delante que me está mirando casi sin parpadear. Y lo único que puedo hacer es apartar el rostro porque sé que me estoy sonrojando.

Como él no dice nada y yo estoy cada vez más nerviosa, cojo el bolso con la intención de despedirme y salir pitando de allí. Sin embargo, como me tiemblan tanto las manos, se me cae y todo su contenido acaba en el suelo. Me agacho desesperada, con tan mala pata que él también se lanza a ayudarme. Así que nuestras frentes chocan sin poder evitarlo.

—¡Au! —me quejo llevándome una mano a la cabeza mientras él continúa con la suya gacha.

Me fijo en que le tiemblan los hombros. A continuación oigo un sonido… ¡Se está riendo de mí! Me dispongo a preguntarle qué es lo que le hace tanta gracia cuando me doy cuenta de que sostiene algo en la mano. ¡Oh, no…! ¡Es mi pato vibrador! El que uso en mis noches más solitarias.

—Mmm… ¿Qué tenemos aquí? —Lo alza ante su rostro y lo escruta con curiosidad, sin borrar la sonrisa de la cara.

Intento arrebatárselo, pero me lo impide echándose hacia atrás. Siento que cada vez me pongo más roja. Ambos nos levantamos. Él balancea el juguete ante mis ojos y enarca otra vez una ceja con expresión interrogativa.

—Es Ducky, mi mascota —digo con un hilo de voz.

—Una mascota muy especial, ¿no? —Noto que toda esta situación le parece muy divertida. Me estoy mosqueando cada vez más. ¡No puedo sentirme más avergonzada!

—¿Me lo devuelves, por favor? —Estiro el brazo y pongo mi mejor cara de niña buena para que me lo dé.

Aprieta la colita del pato ante mi atónita mirada. Y entonces el juguete empieza a vibrar en su mano. Su sonrisa se ensancha y a continuación me mira. Por un momento se me pasa por la cabeza que puede entrever en mis ojos todas las cochinadas que he hecho con Ducky. Ay, que se acabe ya esta penosa situación.

Se rasca la barbilla.

—Ya entiendo qué clase de mascota es.

No lo aguanto más. Alargo la mano con toda mi mala leche para arrancarle de la suya el pato. Lo guardo a toda prisa. «Melissa, ¡sólo a ti se te ocurre llevar un juguete erótico en el bolso!», me digo. Pero es que a veces las tardes se me hacen tan interminables en el despacho que no lo puedo evitar. Sí, sé que suena mal y puede parecer una falta de respeto que use ese chisme en la oficina, pero juro que lo he hecho en un par de ocasiones nada más y cuando ya no quedaba nadie. Y luego dejo todo como los chorros del oro. Que conste que siempre he sido una trabajadora de lo más responsable, pero una tiene sus necesidades.

Trato de pasar por su lado para largarme y terminar con esta vergonzosa situación, pero me sorprende cuando se mueve hacia la derecha y me bloquea el paso. Al alzar la mirada y toparme con la suya, un escalofrío desciende por mi espalda. No entiendo por qué me está observando de esa forma. Lo que consigue es que me ponga más nerviosa. Sus ojos se me antojan demasiado familiares y, durante unos breves segundos, un molesto pinchazo me punza el corazón. Me dan ganas de apartar la mirada, pero logro sostenérsela para demostrarle que estoy tranquila. ¡Ja! Menuda mentira…

—¿Me dejas pasar, por favor? —le pido en un murmullo.

Mi sorpresa es todavía mayor cuando me roza el brazo con mucha suavidad. Todo mi cuerpo reacciona ante esa caricia. Ha sido discreta, pero sumamente sensual. No puedo creer que esté pasando todo esto. Este tío bueno me está tocando, ¡a mí!, y sólo puedo pensar que quiere coquetear. Y ahora mismo no me viene nada bien tontear con nadie, y mucho menos con alguien como él, que debe de llevarse a las mujeres de calle para luego dejarlas bien solitas. Sí, tiene aspecto de Tenorio moderno que se acuesta con una y con otra, día sí y noche también.

—Quizá te apetezca quedarte un poco más para charlar sobre Ducky —dice con voz grave.

Intenta mostrarse seductor. Y, en realidad, lo es. De hecho, lo ha sido desde el primer momento, cuando me abrió la puerta y apareció ante mí con ese aspecto de dios. Un dios totalmente exótico, de mirada salvaje, piel tostada y cuerpo que convierte a la más santa en una auténtica pecadora.

Niego con la cabeza. Me siento vulnerable y, aunque no me gusta, no puedo evitarlo. Quiero quedarme únicamente con Ducky, que sólo me proporciona placer y jamás dolor. No, mi patito nunca me haría daño. Después de lo que me pasó con mi ex no tengo ganas de juntarme con ningún hombre. Ha pasado bastante tiempo de aquello, pero el corazón todavía me duele. Ahora mismo no me siento con fuerzas para lidiar con un nuevo acercamiento, aunque sólo sea sexual.

—Tengo que irme a casa, discúlpame. Debo terminar un trabajo. —Acabo de darle demasiada información. ¡Qué le importa lo que yo tenga que hacer! He venido aquí porque otra chica me pidió que la sustituyera y punto. ¡Y la verdad es que me arrepiento! Si me hubiera negado, ahora no me encontraría ante este tío… que tiene que estar pasándoselo muy bien.

Se queda observándome con gesto grave. Al final asiente y se aparta, permitiéndome el paso. Por unos segundos una parte de mí se entristece. Soy tonta. Hace nada quería largarme de aquí cuanto antes y ahora, en cambio, me da un poco de penita que no insista más. Bueno, supongo que no me ve lo bastante buenorra para perder el tiempo en seducirme. Sin embargo, cuando paso por su lado, me roza la mano de forma deliberada. Sus dedos me traspasan tanta electricidad que doy un brinco y se me escapa una pequeña exclamación. Ambos nos damos cuenta y nuestras miradas se cruzan en un instante que a mí se me antoja casi irreal. Madre mía… Pero ¿por qué me sube este calor desde los pies?

Me lanzo al pasillo sin mirar atrás. Sé que él me sigue a una distancia prudente en completo silencio. Abro la puerta y, no sé por qué, me detengo. ¿Qué estoy anhelando? Ni yo misma lo sé.

—Te espero el viernes —dice justo a mi espalda.

Puedo apreciar incluso su cálida respiración acariciando mi nuca. Me sobresalto al notarlo tan cerca una vez más.

—Vendrá Dania.

Dania es mi compañera en la oficina, a la que he hecho el favor de sustituir posando en esta sesión.

—Ni hablar —suelta él con voz dura. Vuelvo la cabeza para mirarlo. Parece enfadado—. Ahora eres tú la modelo. ¿Crees que te cambiaría por otra después de todo el trabajo que he hecho hoy? Ni se te ocurra pensar algo así. —Cada vez está más serio—. Espero que vengas el viernes. No me hagas ir a buscarte.

Me quedo sin respiración. Ha sido demasiado brusco, pero, a pesar de todo, me ha encantado que me lo pida así, aunque sé que únicamente lo hace por conveniencia. Casi como una autómata, asiento con la cabeza. Una parte de mí no quiere volver, pero sé que al final cederé. Además, me sabe mal dejar a medias la sesión y… Bueno, no sé cuáles son los motivos reales, pero se me antoja como algo a lo que no debo acercarme y ese sentimiento de prohibición me atrae aún más.

—Puedo pedir a Dania tu número de teléfono —continúa cuando ya estoy bajando la escalera. Esta vez no lo miro porque no quiero caer en la seducción de sus ojos—. Y te juro que soy muy persuasivo.

No hace falta que lo jure. Estoy segura de que lo es. Me lo ha demostrado en tan sólo un par de horas. Y es esa capacidad de persuasión la que me asusta porque, como ya he explicado antes, apenas tengo fuerzas para nada y no sabría cómo defenderme si él intentara algo.

—¡Tranquilo, no hará falta! ¡Vendré! —grito desde el portal porque sé que sigue en el rellano. Le contesto como si me molestase un poco tener que volver, para disimular todos los gestos y las miradas que le han confirmado que me he sentido atraída por él.

Salgo a la calle conteniendo la respiración. Espero hasta haber doblado la esquina para soltarla. Jadeo inclinada hacia delante con un leve pinchazo en el costado y, de nuevo, con un nudo en la garganta que no sentía desde hacía tiempo. ¿Por qué siempre hago favores a los demás? No tendría que haber venido. Estaba la mar de bien en mi burbuja, convencida de permanecer alejada durante una buena temporada de los hombres, en especial si tienen el cuerpo y el rostro de un dios. Y unos ojos que… Sacudo la cabeza, golpeándome con mis propios mechones en las mejillas para apartar de la mente el recuerdo doloroso que me invade.

Me doy la vuelta y observo el edificio en el que estaba hace unos minutos. Alzo la barbilla hasta posar la vista en la terraza del ático. Pero ¿qué hago? ¿Acaso espero que se asome por la ventana? Suelto un bufido y, con el bolso bien cogido para que no se me caiga otra vez, echo a andar con paso ligero, alejándome de ese hombre tan provocador.

Al llegar a la esquina de la calle me doy la vuelta de manera casi mecánica una vez más. La terraza está desierta, como antes. Ay, Dios, me he convertido en la protagonista de una de esas películas empalagosas que están loquitas por el tío que pasa de ellas. No puede ser que me esté comportando como una quinceañera. Ir hasta el edificio del chico que me gustaba y llamar a su timbre para después echar a correr… Eso lo hacía cuando aún no tenía pechos. Así que continúo caminando hasta llegar a mi coche y me meto en él a toda prisa. Apoyo la cabeza en el respaldo del asiento y dejo escapar un suspiro.

Y entonces sus ojos azules y rasgados se dibujan en mi mente una vez más… Esos ojos me traen demasiados recuerdos.