5

La pasión nos desbordaba cada vez que nuestras miradas se cruzaban o en los breves segundos en que nuestras manos se rozaban. Con él jamás podría haberme quejado de no tener buenas relaciones sexuales. Era sorprendente que, a pesar del tiempo que llevábamos juntos y lo bien que conocíamos nuestros cuerpos, siempre había algo nuevo por descubrir: una peca diminuta en un lugar que creíamos haber explorado, una caricia en una zona que despertaba todas mis terminaciones nerviosas, un beso mucho más apasionado que el anterior, una mirada nueva que me redescubría.

Me encantaba hacer el amor con Germán, y él parecía no tener nunca suficiente de mí. Desde la primera vez, en aquella cutre fiesta universitaria en la que averigüé a qué sabían sus labios, no pude desengancharme de él. Su boca tenía un aroma diferente de cualquiera que hubiera probado y, cuando su lengua me recorría, sentía que todo mi cuerpo se iluminaba.

Germán me enseñó que el sexo es una de las partes fundamentales del amor, porque con él puedes hablar en silencio, con jadeos y palabras entrecortadas, con miradas bañadas por el placer que dejan entrever muchos más sentimientos que cualquier frase bonita. Me mostró que no hace falta subir a una nave espacial para sentir que se están rozando las estrellas y que no es necesario morir para alcanzar el cielo. La forma en que él besaba cada milímetro de mi piel, la manera que tenía de desnudarme, el modo en que su lengua se internaba en lo más hondo de mí… Era difícil encontrar todo eso en otro hombre.

Hacíamos el amor allá donde se nos antojase. Teníamos tantas ganas el uno del otro que, a veces, las esperas se nos hacían eternas. En la playa, con la luz del amanecer asomando por el horizonte; en los lavabos de la estación, cuando ya se había quedado vacía; en los probadores de El Corte Inglés —en los que a punto estuvieron de pillarnos, pero eso lo hizo todavía más divertido y excitante—; en la cama de mi hermana, porque sabía que para ella eso era algo pecaminoso y quería chincharla cuando descubriera las sábanas revueltas; en el coche del padre de Germán, en un descampado y con la BSO de Dirty Dancing de fondo; en la tienda de campaña durante nuestro viaje de fin de carrera con dos compañeros más al lado… Cualquier lugar y cualquier momento eran buenos para demostrarnos lo mucho que nos deseábamos. Si había una palabra para definir nuestro sexo era «hambriento». Nos devorábamos el uno al otro siempre con las mismas ganas, y eran muchas.

Con Germán también descubrí el placentero y sorprendente mundo de los juguetes sexuales —de ahí viene mi afición a mi patito favorito, que me compré cuando comencé a sentirme sola— y lo mucho que podía ofrecernos. Primero empezamos con un pequeño vibrador que parecía una bala y al que llamamos en plan de coña «el Correcaminos» porque con él yo alcanzaba el orgasmo muy pronto. La verdad es que le dimos tanto uso que al final tuvimos que sustituirlo por otro, pero ya no fue lo mismo. Después vinieron las bolas chinas, las esposas, los aros vibradores, los látigos —aunque éstos no llegamos a usarlos porque se me antojaban peligrosos— y un sinfín de artefactos más. Sin embargo, con Germán me bastaba… Con sus dedos y su experta lengua, y con su sexo que parecía estar hecho para mí.

Recordaba cada encuentro y cada juguete a la perfección. No obstante, hubo uno que fue especial y que, por más que intentara evitarlo, me provocó una sensación de enorme vacío durante mucho tiempo. Quizá me pareció tan maravilloso porque fue de los últimos en los que Germán se mostró tan apasionado, con tantas ganas de mí. Hacía unos meses que no practicábamos sexo con tanta frecuencia; yo tenía ganas, pero me daba cuenta de que él no actuaba de la misma forma. Me negaba a darle importancia, como tampoco se la daba a las pequeñas discusiones que en ocasiones teníamos como consecuencia de su falta de deseo. Sin embargo, esa vez él volvió a mostrar al Germán que ensanchaba mi corazón y que sabía hacerme vibrar como nadie.

Estábamos en el banquete de boda de una de mis primas, una de esas celebraciones que son lo más horrible del mundo porque hay muchísima gente y, encima, conoces a casi todo el mundo, con lo que todavía es peor. Tienes que dar besos y más besos, sonreír hasta que los músculos de las mejillas te duelen y cotillear sobre el vestido que lleva fulana o mengana. Lo único que me consolaba era que Germán estaba a mi lado y no me sentía tan sola porque a él tampoco le gustaban las bodas. Se había comprado para la ocasión un traje que le quedaba a la perfección. Me había fijado en que a lo largo de la noche muchas mujeres posaban la mirada en su cuerpo, y cada vez que eso pasaba me agarraba a él y lo toqueteaba más de la cuenta, como diciéndoles: «Sí, estáis en lo cierto: es un dios en la cama. Y, fijaos, ¡este hombre es sólo mío!». También me había encantado el hecho de que, a pesar de tratarse de una celebración más o menos formal, él llevaba el cabello revuelto como de costumbre, algo que mi familia detestaba. Pero Germán era así: le gustaba ir contracorriente y a mí, en el fondo, me parecía maravilloso porque tanta perfección por parte de mi familia materna me cansaba. Mis padres son de lo más normal, pero unas cuantas tías y primas se creen duquesas o a saber qué. La cuestión era que Germán tenía el cabello tan rebelde que siempre parecía despeinado, aunque se lo arreglara. Le quedaba genial, a pesar de que Ana, mi hermana, opinase lo contrario. Pero estaba claro que ella pensaba así porque le tenía una manía que yo no entendía.

Cada vez que los tres quedábamos Ana se pasaba lanzándole pullitas y saltaba a las primeras de cambio. Al principio me incomodaba y acabábamos peleándonos, pero terminé por acostumbrarme a sus ataques y los dejaba pasar o, simplemente, me los tomaba con humor. Germán, por el contrario, había empezado a molestarse. Habíamos sufrido el proceso inverso, pero yo suponía que ya se había cansado de que mi hermana no se dirigiese a él más que para darle la vara. Durante mucho tiempo Germán se rio de esas pullitas, y después comenzó a enfadarse o a devolvérselas. En los últimos meses se tomaba muy en serio todo lo que los demás decían y su gran sentido del humor estaba desapareciendo. Más de una vez le pregunté qué sucedía, y siempre me contestaba que las oposiciones habían acabado con él y que tenía que hacer un gran esfuerzo para recordar cómo era el Germán de antes. No obstante, esa noche de la boda parecía haber recobrado su humor habitual, aunque las copas de vino que llevábamos encima ayudaron mucho.

Estábamos charlando alegremente cuando una de mis tías vino a sentarse a nuestra mesa. Es una de esas mujeres pesadas que siempre meten la pata y encima lo hacen a propósito. Me molestaba muchísimo que sonriera de forma tan falsa y que me interrogara sobre todo con tal de ir con el chisme luego al resto de la familia. Mi hermana era su sobrina favorita y, aunque me daba un poco igual, a veces se me hacía duro soportarla.

—Mel, cariño, ¿cuándo vas a dejar de dar tumbos por ahí? —preguntó con su voz de pato. La miré sin comprender, y ella se volvió hacia Ana y la señaló con una uña puntiaguda pintada de rojo oscuro—. Anita consiguió trabajo en la notaría en cuanto terminó la carrera, pero tú…

Ni siquiera mis padres me echaban eso en cara, así que me ponía negra que esa mujer —que encima tampoco es que fuera una tía cercana— metiera las narices en todo. Era cierto que yo había pasado por unos cuantos empleos y que ninguno había sido maravilloso, pero no quería coger el camino de las oposiciones, como Germán, porque no me agradaba la idea de dar clases. Para colmo, mi carrera, Filología, no tenía muchas más salidas. Hasta entonces había trabajado de profesora de repaso y de idiomas, y también de correctora en una diminuta editorial que ni siquiera me pagó el último mes. Yo misma sabía que necesitaba un empleo más estable y con un sueldo mejor, por lo que odiaba que esa mujer irritante me lo recordara.

—Pues mira… —empecé a decir cogiendo una servilleta y jugueteando con ella de manera nerviosa—, hace unas semanas fui a hacer una entrevista a una empresa bastante importante… y resulta que me han cogido. Llevo un par de días trabajando allí y estoy la mar de bien.

—¿En serio? —Parpadeó muy sorprendida, como si yo no fuera capaz de conseguir nada y le estuviera contando una trola.

—Meli es correctora en una revista muy famosa. —Germán salió en mi defensa.

Le lancé una mirada de agradecimiento.

—¿Ah, sí? —Mi tía echó un vistazo a mi novio, pero de inmediato volvió a dirigirse a mí—. Y lo de los libros ¿qué? Eso no te dará dinero, Melissa…

—No pienso dedicarme a eso profesionalmente —mentí. Ser escritora era mi sueño desde cría. Lo que más deseaba en el mundo era vivir de ello, pero tampoco me atrevía a mostrar mis historias a nadie, mucho menos a un editor. Ni siquiera Germán se interesaba por ellas.

—Pues esperemos que te vaya bien en el nuevo trabajo.

—Seguro que sí —contesté con una sonrisa forzada. Durante el primer día en la revista me habían encargado revisar una enorme cantidad de textos y algunos eran de lo más aburrido, pero tenía mi propio despacho y podía escribir sin que nadie se enterara cuando no estaba demasiado ocupada.

Pensé que mi tía se había cansado ya de meterse conmigo, hasta que volvió a tomar la palabra y lo hizo con algo que solía preguntarme en las bodas familiares y que lograba ponerme histérica.

—¿Y cuándo vais a casaros Germán y tú?

Solté un suspiro silencioso para que no se diera cuenta del estrés que me causaba. Miré a Germán y él se encogió de hombros. Reconozco que yo lo había pensado ya alguna vez y que incluso había sacado el tema hablando con Germán, aunque siempre lo comentaba por encima, como si se tratara de algo sin importancia, y no insistía porque él tampoco parecía muy ilusionado.

—¿De verdad crees que estos dos se van a casar? —intervino mi hermana. ¡La que faltaba! Le clavé una mirada mortífera y ella me devolvió una inocente—. Yo creo que Germán tiene cierta alergia al compromiso.

Él no contestó. Se limitó a dar un largo trago a la copa y dirigió la vista hacia la pista de baile. Le hice un gesto de disculpa y, como ya me estaba cansando de todo, me levanté de la mesa con la intención de buscar un gin-tonic. Había ya unas cuantas personas desperdigadas por la sala bailando. Germán me siguió con la mirada pero no hizo amago de acompañarme, así que me puse a bailar sola con la copa en la mano. Al cabo de un rato, mi hermana se acercó y se puso a moverse a su manera, una bien sosa.

—¿Te has enfadado? —preguntó, como si de verdad mi respuesta no estuviera clara.

—¿Tú qué crees?

Le di la espalda y continué moviéndome al ritmo de aquella música pachanguera. Ana se situó delante de mí y me observó con cautela, esperando a que le dijera algo. Es responsable, seria y educada, la perfecta hermana mayor que siempre me había cuidado, pero con Germán se comportaba como una cría.

—Me molesta que te metas con él, en especial delante de toda esa gente y de nuestra tía. —Eché un vistazo a la mesa de manera disimulada. La mujer ya se había marchado, y únicamente estaban Germán y Félix, el novio de Ana, charlando animados—. Menuda bruja está hecha.

—Se preocupa por ti —respondió ella, con su Coca-Cola en la mano, moviendo tan sólo los pies—. Como yo.

—No, Ana, lo que vosotras hacéis es tocarme los ovarios.

—No tengo la culpa de que Germán me caiga mal —murmuró con mala cara.

—¿No has podido encontrar algo bueno en él durante todos estos años? —le pregunté con exasperación. No contestó. Dio un sorbo a su refresco y yo hice más de lo mismo con mi copa.

—Pero ¿os vais a casar?

—Pues algún día sí.

—¿En serio lo crees?

Alcé una mano y le pedí en silencio que se callara. Abrió la boca para protestar, pero supongo que mi mirada le hizo cambiar de opinión.

—Me piro a bailar con gente más simpática.

La dejé allí sola y me dirigí al grupito de primas con las que nunca hablaba excepto cuando iba a las bodas; al menos, estaban medio borrachas y tenían aspecto de estar pasándolo bien. Me uní a ellas y al cabo de cinco minutos había olvidado a mi hermana. Al rato me acabé el gin-tonic y fui hacia la barra para pedir otro. Estaba esperando a que el camarero me lo sirviera cuando noté una presencia a mi espalda y unos dedos haciéndome cosquillas en el cuello.

—¿Baila, bella dama? —me preguntó Germán al darme la vuelta.

—Por supuesto, caballero —respondí con una enorme sonrisa. Cogí la copa y me agarré a su brazo mientras nos dirigíamos a la pista, mucho más llena que antes.

Me encantaba bailar con Germán porque él llevaba el ritmo en la sangre. Sabía mover el cuerpo con cualquier tipo de música. Creo que hasta se le habría dado bien bailar flamenco. En ese momento sonaba la típica canción que ponen en todas las verbenas de verano y que, aunque tú no quieras, acaba sonando en tu boda. Menos mal que ésa no era la mía. Ya intentaría yo contratar una orquesta que tuviera un repertorio menos casposillo. De todos modos, como Germán y yo íbamos con el alcohol en vena, nos pareció una de las mejores canciones del mundo. «Levantando las manos, moviendo la cintura, es el ritmo nuevo que traigo para ti. Levantando las manos, moviendo la cintura, un movimiento sexy…».

—«Juntooo, juntooo, quiero bailar juntooo… Quiero bailar junto contigo, mi amooor» —me desgañité, dándolo todo con los cantantes.

Germán me quitó la copa de las manos, le dio un trago y después la dejó en una mesa vacía para que pudiéramos movernos mejor. Me arrimó a su cuerpo y me cogió de las caderas, al tiempo que sacudía las suyas de una manera de lo más sensual. Me acerqué a él todo lo que pude, y pronto estábamos tan pegados que el aire no podía correr entre nosotros. Noté que una de sus manos ascendía por mi muslo y me subía un poco el vestido. Le di un cachete juguetón y me dedicó una sonrisa devastadora. Su otra mano ascendió por mi espalda hasta posarse en mi nuca. Me atrajo hacia él y me susurró al oído:

—Este vestido tan corto y ajustado te lo has puesto para mí, ¿verdad? —Su voz ronca me acarició parte del cuello y un escalofrío me recorrió la espalda.

—«Soy una rumbera, rumbera…» —canté, pues se habían pasado al «Baile de los gorilas» de Melody, haciéndome la remolona.

Apoyó las manos en mi trasero y me empujó contra su cuerpo aún más, hasta que pude notar el bulto debajo de los pantalones de su traje.

—Me has estado provocando toda la noche con tu escote, Meli —continuó susurrándome, y después me lamió el lóbulo de la oreja y acabó dándole un suave mordisco.

Me aferré a sus hombros sin dejar de bailar, intentando calentarlo más y más.

—«Y como los gorilas… Uh, uh, uh…».

—¡Como un gorila me estoy poniendo yo! —dijo, divertido.

La estrategia funcionó porque, quince minutos después, de nuestras miradas saltaban chispas. Vamos, que nos estábamos desnudando y comiendo con ellas, y todos nuestros gestos dejaban claro que estábamos al rojo. Quien no se diera cuenta de cómo íbamos era porque estaba ciego. En ese momento pusieron Dile, de Don Omar, la típica canción de reguetón que cuando eres joven te emociona porque puedes bailarla como una descocada sin que te reprochen nada. Aproveché el momento y aún me emocioné más bailando, poniéndome de espaldas a Germán y restregándole todo mi trasero. Me dio la vuelta de nuevo y nos marcamos un baile que ya les habría gustado a muchos.

«Cuéntale que beso mejor que él, cuéntale. Dile que esta noche tú me vas a ver. Cuéntale que te conocí bailando. Cuéntale que soy mejor que él. Cuéntale que te traigo loca…».

En un momento dado Germán me cogió de la barbilla y profanó mi boca de una manera brutal. Su lengua se enroscó con la mía, traspasándome todo el sabor de su excitación. Al abrir los ojos me topé con los de mi hermana, que me observaba con el ceño arrugado. Ay, por Dios, qué aguafiestas era. ¿Por qué no se morreaba con Félix y me dejaba en paz? Siempre me decía que Germán y yo dábamos espectáculos, pero no, lo único que hacíamos era compartir nuestro amor y nuestra pasión, y a quien no le gustara podía irse bien lejos.

—¿Por qué no vamos a los baños? —me preguntó Germán.

Ladeé la cabeza y lo miré con curiosidad.

—¿En serio? ¿Ha vuelto el Germán que perdía el culo por un polvo? —Me salió un tono mucho más irónico del que había querido en un principio.

—No te hagas más la dura… —Su lengua se posó de nuevo en mi oído. Yo le acaricié la espalda mientras me balanceaba al ritmo de la música—. Esta noche te necesito. —Se pegó a mí de forma que pudiera notar su dureza.

—¿Y si entra alguien? Aquí hay mucha gente. —Eché un vistazo alrededor.

—Ya me las apañaré para que no nos pille nadie. —Me clavó sus ojazos azules y después me dio un beso rápido que me supo a gloria—. Ven al baño dentro de unos cinco minutos. Al de los hombres.

Me soltó de la cintura y lo vi perderse entre la gente. Disimulé y continué bailando sola en la pista bajo la atenta mirada de uno de los amigos del novio, que no nos había quitado ojo en toda la noche. Me volví y me olvidé de él, rogando por que los minutos pasaran más rápidamente. Con tan sólo pensar lo que iba a suceder en el baño, mi sexo había empezado a humedecerse. No llevaba reloj, así que cuando creí que ya habían pasado los cinco minutos, atravesé la sala en busca de Germán. No obstante, antes de salir alguien me cogió del brazo. Era la inoportuna de mi hermana.

—Mel, hay alguien que quiere conocerte —me explicó señalando al voyeur amigo del novio.

—Yo no quiero conocerlo a él —me negué y me solté de Ana.

—Es un chico muy majo y parece muy interesado en ti —continuó, sin importarle lo más mínimo lo que yo quisiera.

—Pero ¿de qué vas? —Empujé las puertas, pero ella me siguió.

—¿Adónde vas?

—¿A ti qué te importa? —Se me escapó un bufido de impaciencia.

—Sabes que no me gusta que…

—Pues muy bien, pero a mí déjame en paz. No tengo la culpa de que seas una reprimida —le solté sin darme la vuelta. Oí que profería una exclamación y después se colocó a mi lado, caminando tan deprisa como yo.

—¡Eso no es cierto! —se quejó con cara de ofendida—. Sólo quiero tu bien.

—Vale, pues entonces dime dónde están los baños.

—¿Por qué?

—¡Porque me estoy meando! ¿Tampoco te parece bien? —Esa vez sí me detuve y la miré con toda mi mala leche—. Ana, por el amor de Dios, ¡déjame en paz! Vuelve a la sala y diviértete un poco con Félix.

Mi hermana abrió la boca para protestar, pero al fin la cerró sin añadir nada. Chasqueé la lengua y continué con mi búsqueda de los baños mientras oí el ruido de sus tacones al alejarse. Por su culpa se me había bajado por completo la libido y me había puesto nerviosa. ¿Cuándo iba a entender que yo era una adulta y que mi elección había sido pasar la vida con Germán? Al girar la esquina encontré los aseos. Me abalancé hacia la puerta con un agradable cosquilleo en el estómago. Comprobé cuál era el de hombres y abrí con cautela, asomando levemente la cabeza. No vi a Germán por ninguna parte. Por si fuera poco, el baño era enorme, con un montón de pilas y retretes.

—¿Germán? —pregunté en un susurro, entrando.

De repente unas manos me cogieron desde atrás y me apretujaron los pechos. Se me escapó un jadeo de sorpresa y cerré los ojos cuando la agitada respiración de mi novio se posó en mi nuca.

—Has tardado mucho —murmuró con voz ronca, señal de lo excitado que estaba.

Me masajeó la delantera al tiempo que me besaba el cuello. Como deseaba sentir sus labios, me volví y lo rodeé con las manos, buscando su boca. Nos besamos casi con desesperación, como si fuera la primera vez que lo hacíamos. Me apartó un poco y yo protesté porque quería más.

—Espera, espera… —Alzó la mano y me enseñó una llave. Después la metió en la cerradura.

—¿Y eso? ¿Cómo la has conseguido?

—Meli… —dijo mientras se acercaba a mí y me tomaba de las caderas—. Soy un hombre con muchos recursos.

Empecé a reírme, pero me cortó empujándome contra una de las puertas del retrete. Me besó en el cuello, sobre las clavículas, y después deslizó los tirantes de mi vestido hasta que mis pechos, sin sujetador, quedaron al descubierto. Los estrujó entre sus manos al tiempo que se agachaba y me besaba el vientre. Me apresuré a subirme el vestido y a mostrarle el tanguita negro.

—Me pones a mil —susurró entrecortadamente, con su nariz hundida en la tela de mi ropa interior.

Apoyé las manos en su cabeza y me agarré a su pelo, con el corazón a cien. Sus manos todavía estaban en mis pechos, masajeándolos tal como sólo él sabía hacer.

—Quítate tú las bragas —me pidió. Lo hice enseguida, azuzada por las ganas de soltar todo el placer que tenía acumulado en el vientre.

Mi tanga cayó al suelo con un susurro, y Germán lo cogió y, para mi sorpresa, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Unos segundos después tenía sus labios en mi pubis, rozándolo con una suavidad que despertaba en mí un relámpago tras otro. Sus manos subieron desde mis tobillos hasta mis muslos, y entonces alzó el rostro y me miró con una sonrisa traviesa.

—Ábrete tú.

Le devolví la sonrisa, embargada por el deseo. Llevé las manos a mi sexo y me lo fui abriendo lentamente para observar todos sus gestos. Me gustaba depilarme casi por completo, así que estaba totalmente expuesta a él. No perdió el tiempo y, cogiéndome de las nalgas con posesión, me acercó a su rostro. En cuanto su lengua lamió la parte interna de mis labios, se me escapó un pequeño grito y pensé que esa noche moriría allí mismo. Todo mi cuerpo se arqueó al notar un mordisquito en el clítoris. Alcé una pierna y la apoyé en su hombro para que pudiera explorarme mejor. Sin soltarme del trasero, recorrió todo mi sexo hasta que las cosquillas me empezaron a asomar por los dedos de los pies y supe que no tardaría en terminar. Germán también conocía mi cuerpo y sus reacciones a la perfección así que, en cuanto notó que mi sexo se contraía, se apartó y me miró con los labios rojos y brillantes.

—¿Por qué paras…? —me quejé con un jadeo. No me dejó hablar más porque me sostuvo en volandas y me llevó a los lavamanos para sentarme en uno mientras su boca, mojada por mis flujos, devoraba la mía. Puse las manos sobre su pantalón y me apresuré a quitárselo. En cuanto cayó al suelo, me deshice de su bóxer y su increíble sexo apuntó hacia mí.

—Vamos, Germán, fóllame —le supliqué, apoyándome en el lavabo con la espalda arqueada.

Soltó un gruñido y me sujetó del trasero al tiempo que con la otra mano en su sexo buscaba mi entrada. El fuego me quemó en cuanto se adentró en mí, lentamente, haciéndome sufrir. Mi sexo se fue acoplando al suyo hasta que una agradable familiaridad me envolvió. Entonces dio una sacudida y otra, y empezó a penetrarme de manera dura y violenta, provocando que mis nalgas impactaran una y otra vez contra la helada cerámica. Apoyé las manos en sus hombros para no caerme. Nuestros gemidos se entrelazaron en una danza salvaje, sudorosa, llena de constelaciones que flotaban alrededor.

—¡Dios, Meli! Dios… —jadeó en mi cuello, metiéndose y saliendo una y otra vez de mí con profundas sacudidas.

Clavé las uñas en su ancha espalda, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, meciéndome en las intensas oleadas que aparecían en cada una de las partes de mi cuerpo. Germán trazó círculos con sus caderas, arrancándome un gemido tras otro, sin poder contenerlos ya. Si había alguien fuera, no me importaba. Lo único que deseaba era sentir y dejarme caer en el orgasmo que se avecinaba.

—Quiero oírte gemir cada día de mi vida —murmuró en mi piel—. Me vuelve loco ese sonido… Se me ha clavado en la mente.

Enrollé mis largas piernas alrededor de su cintura y me pegué aún más a él. Me sujetó para que no me hiciera daño con el lavamanos y continuó con sus acometidas, cada vez más fuertes, hasta que algo en el vientre empezó a temblarme y supe que, en cualquier momento, rozaría una estrella.

—Nunca me cansaré de ti, Melissa —me susurró al oído—. Jamás…

Me fui en sus brazos entre gritos y temblores. Me estrechó contra sí, y pronto lo noté derramarse en mí. Sus palabras retumbaron en mi mente, conduciéndome hacia un éxtasis casi místico.

Pero mintió… al final se cansó. Se aburrió de mí y me rompió en cientos de pedacitos. Sus palabras atronaron en mi cabeza durante tanto tiempo… Aún hoy, de vez en cuando, lo hacen.