26
De: hectorplm@love.com
Asunto: Palabras
No me atrevo a acudir a tu despacho. Y por favor, cuando leas este correo, no decidas acercarte al mío. Lo que vas a encontrar aquí son sólo palabras y, como te dije, no se me dan muy bien.
Pero creo que mereces saber por qué me he comportado contigo como lo hice. Me gustaría contarte que tan sólo aquella vez en la escalera, y durante estas últimas semanas, has conocido al auténtico Héctor. Supongo que no te gusta nada. Yo sé que te mereces un hombre fuerte, feliz, con ganas de desmontar la vida y volver a montarla con toda la luz del mundo.
Sólo quería decirte que por supuesto que me acuerdo del día en que nos encontramos. Y como te comenté, quise ayudarte. Pero cuando vi tu rostro, me rompí entero. Minutos antes ya me había resquebrajado, de hecho. La persona a la que más había amado en mi vida estaba muerta. No puedo explicarte cómo se siente uno cuando oye algo así, sólo sé que pensé que era mentira. Y por eso, cuando me topé contigo en la escalera, no supe cómo actuar. Te pareces físicamente a ella. Pero no en nada más, porque ella tenía un carácter difícil. Nuestra relación era tormentosa, Melissa.
Me engañó varias veces y su excusa siempre era la misma: que necesitaba tener a alguien más que a mí para completar su vacía existencia. Y yo, sin embargo, la amaba cada día más. Su osadía me enamoraba, no sé muy bien por qué.
En fin, no quiero aburrirte con esas tonterías… Pero lo que sí quiero es explicarte, precisamente, que al ver tu cara pensé que eras ella. Luego, al mirarte mejor, caí en la cuenta de que no lo eras; ella estaba en el hospital bajo una sábana blanca, con el corazón dormido. Por eso me marché, Melissa. No podía con mi alma.
¿Alguna vez has sentido que no estás hecha para tu vida? Es decir, miras a tu alrededor y te das cuenta de que todos ocupan su lugar, de que encajan perfectamente. Pero tú no, tú no… Creo que lo sabes, Melissa, porque he estado observándote siempre, desde el día en que regresé a la oficina después de mi baja. Poco a poco fui comprendiendo que no eras igual que ella, que tan sólo vuestro rostro era similar, y que si mi estómago se iluminaba cuando te veía, no era por vuestro parecido ni nada por el estilo, sino porque estaba descubriendo a una mujer diferente a la que había conocido hasta entonces. Al principio eras muy simpática, alegre, divertida. Creías que no lo recordaba, ¿eh? La cuestión es que en esa época era tan sólo una sombra y no podía permitir que nadie me viese así.
Aún no era tu jefe y no sabía cómo acercarme a ti. Es más, no sabía ni si debía hacerlo. Te miraba desde la lejanía. En las pausas te colocabas tus auriculares y escribías. ¿Todavía lo haces, Melissa? Espero que sí, pues tú sí eres una persona con grandes palabras.
Después, cuando me ascendieron, decidí cambiar por completo, tomar las riendas de mi vida y hacer de ella una mentira.
Pretendía ser un jefe popular, amable, pero al tiempo autoritario. Un jefe con la fama de haberse acostado con todas las mujeres de la empresa. Uno que sabía cómo divertirse. ¿Por qué no? Era un buen plan. Qué pena que todo fuese un engaño y que aún estuviese tan roto por dentro.
Quiero decirte, Melissa, que no sabía cómo dirigir mi vida. Tenía demasiado miedo porque me había prometido que jamás volvería a enamorarme. Te lo dije en el restaurante, durante nuestra primera cena… Simplemente no podía pasar, una vez más, por aquello. Y, a pesar de todo, mi cuerpo me pedía de ti. Mis manos me suplicaban que las dejara tocarte. Mis labios rogaban saborear un beso tuyo.
«Sólo piel contra piel, ¿vale? Sólo sexo», me prometí a mí mismo. Y tuvimos sexo rabioso, duro, con el que nos deshicimos del torrente de dolor y miedo que nos sometía a cada instante.
No podía tratarte de otra forma, Melissa. El pánico me obligaba a entrar por la puerta de tu despacho, hacer el amor contigo y salir sin las palabras sinceras que, en realidad, se estaban escribiendo en mi corazón. Quizá me equivoqué al actuar de esa forma, pero no quería que ninguno de los dos sufriera otra vez. No quería ser el nuevo hombre que jodiera tu vida.
Llego muy tarde, pero no estoy pidiéndote nada. Seguro que no lo hago bien. Nunca lo hago. Tiendo a equivocarme. Esto son sólo palabras que han logrado salir de mis dedos (aunque no de mi garganta; el miedo aún no se ha marchado del todo). Sé que puedes ser feliz con Aarón. Hazlo. Libre… Sin temores cada vez que hagas el amor.
Te mereces una vida iluminada.
Hasta pronto, Melissa,
Héctor
—¿Cuándo regresas? —me pregunta Dania por teléfono.
—Espero que nunca.
Apoyo el móvil en la mejilla, estirando los brazos por encima de la cabeza. Aprieto los ojos. Hasta la poca luz que se filtra por las rendijas de la persiana me molesta.
—No digas tonterías —me espeta con voz preocupada—. ¿De qué vas a vivir si no?
—Pues intentaré dedicarme a lo que más me gusta: escribir.
En realidad es lo que estoy haciendo desde hace una semana, cuando pedí unas vacaciones anticipadas. El correo que recibí de Héctor fue demasiado. Provocó que el terror acudiese a mí en forma de lobo sangriento y no me ha abandonado desde entonces. Pero no fue sólo eso, sino también hablar con la chica a la que Aarón está pintando. Y reencontrarme con los estúpidos recuerdos que no osan abandonarme. Necesitaba estas vacaciones y rogué mucho al jefe —menos mal que ya no es Héctor— para que me las concediera. Sin embargo, durante esta semana he descubierto que quizá no quiera regresar al trabajo. Necesito recuperar a la Melissa de antes, y creo que la escritura es el primer paso para conseguirlo. Mientras escribo, no pienso en nada más, únicamente en todas esas historias que se van trazando en la pantalla de mi portátil.
—¿Por qué no coges el teléfono cuando Aarón te llama, Mel?
Tomo aire. No sé cómo explicar a mi compañera lo que siento. Puede que no lo entendiera.
—No ha hecho nada de lo que te imaginas. Sólo está pintando. Mel, tú le gustas.
—No es eso, Dania. Confío en él. Lo que pasa es que no puedo verlo. —Me cambio el móvil de oreja—. Soy incapaz de estar con un hombre ahora mismo.
—No comprendo qué te ha sucedido —continúa en tono preocupado—. Pero es que das un paso hacia delante y cinco hacia atrás.
A Dania no le he contado lo del correo electrónico. Me da una vergüenza tremenda y ni siquiera entiendo los motivos. Tampoco tengo muy claro lo que Héctor trataba de decirme con sus palabras… ¿Que me quiere para algo más que sexo? ¿Que ya lo hacía mucho antes de que iniciáramos esa extraña relación que, en cierto modo, unió algo más que nuestros cuerpos?
—No te preocupes, que si dejo el trabajo seguiremos viéndonos. —Intento animarla, a pesar de que soy yo quien necesita un empujoncito.
—Pero no es eso, Mel. Es que tienes que enfrentarte a tus miedos.
—Lo estoy haciendo —le aseguro, aunque es totalmente falso.
La oigo suspirar al otro lado de la línea. Habla con alguien unos segundos y, a continuación, me dice:
—Tengo que dejarte.
—¿Héctor se ha marchado ya? —pregunto de repente.
Dania suelta una risita que se me antoja molesta. Estoy a punto de colgar cuando responde:
—No tardará muchos días más en irse. Ya tiene todas sus cosas en cajas.
Nos despedimos con un «hasta pronto». Me quedo en la cama casi todo el día, pensando en cuanto ha ocurrido. Sé que no estoy haciendo nada bien. Quizá sea como Héctor, otra de esas personas que se equivocan una y otra vez. Me he hartado de mis errores; me gustaría tener algún acierto en la quiniela de la vida. La forma en la que me comporto con Aarón no es la correcta, lo sé. Pero he mentido a Dania: mi mente piensa que la chica del cuadro es ahora su amante, y tengo miedo. Demasiado… Y no sé cómo escapar de él.
Suena el timbre. Un gemido sale de mi garganta. No me apetece ver a nadie. Me pongo el pantalón largo del pijama y una camiseta de manga corta. Estoy despeinadísima, pero no me importa. Quien quiera que sea tendrá que aceptar mi imagen tal cual. Noto que me pesan las ojeras a medida que mis piernas avanzan hacia la puerta. Y al abrir, me llevo una sorpresa. El corazón se me acelera de los nervios.
—Mel, ¡menos mal! No sabes lo preocupado que me tenías.
Aarón me estrecha entre sus brazos. Su contacto se me antoja doloroso, así que lo aparto con suavidad, agachando la cabeza. Me pide que lo invite a pasar y al final no puedo negarme. Nos sentamos en el sofá como dos desconocidos. Antes hablábamos de todo y ahora… No puedo mirarlo a la cara.
—Estás fatal —dice.
—¿Se nota mucho? —Esbozo una sonrisa, aún sin alzar la vista.
—¿Por qué no me has cogido el teléfono? He tenido que saber de ti por Dania. —Alarga una mano para coger la mía—. Sé lo que piensas acerca de aquella chica, pero te aseguro que no me he acostado con ella.
—¿Y antes?
—Antes sí, pero…
—¿Y has pensado otra vez en ello?
—Pues sí, pero…
—No te culpo. —Me atrevo a alzar el rostro. Le acaricio la mano—. Mi mente tampoco ha estado aquí últimamente.
—Mel, es que… Bueno, ya te dije que me cuesta, ¿sabes? Las mujeres me gustan demasiado. Pero contigo fue diferente. Nos hemos acostado muchas veces y, aun así, no me canso de hacerlo. Puedo perfectamente hacerlo sólo contigo y…
Llevo un dedo a sus labios para hacerlo callar.
—Pero eso no duraría para siempre —completo su discurso—. Y en el fondo, no está mal. Porque así es la única forma en que no estaremos juntos. Bueno, tampoco es que lo hayamos estado.
Parpadea, confundido. Mueve la cabeza a un lado y a otro con una sonrisa en el rostro. Asiento.
—Te diré la verdad, Aarón, y no quiero que te enfades. Aunque entendería que lo hicieras…
—Creo que sé qué vas a decirme. —Ríe.
—En cuanto te vi, me quedé prendada de ti. —Me pongo colorada. Me aprieta la mano como animándome a continuar—. Hay algo en ti que engancha, Aarón. —Sonríe con timidez agachando la cabeza—. Quería conseguirte como fuera. Y ése es el problema: sentí que si esta vez no conseguía lo que me proponía, si esta vez no lograba retenerlo entre mis manos, entonces no encontraría sentido a nada.
—Te lo dije, Mel: no estabas curada del todo.
—No es sólo eso. Es que tú me recuerdas tanto a él… Fui consciente de ello la noche en que nos acostamos, pero traté de borrarlo de mi mente. —Me quedo pensativa unos instantes—. No, quizá lo sabía mucho antes pero estaba luchando por crear otra historia alternativa.
Medito acerca del correo que Héctor me escribió, en el que me decía que yo me parecía a su novia, la que murió. Esbozo una sonrisa triste. ¿Por qué algunas personas somos tan estúpidas para querer vivir de manera cíclica? Cometemos idénticos fallos, caminamos por calles conocidas, intentamos enamorarnos de los mismos rostros.
—Espero ser mejor que él. No es justo lo que te hizo.
Le acaricio la mejilla. Sé que Aarón es un buen hombre. Y por eso me molesta haber estado enganchada de una ilusión que yo misma creé. Me besa el dorso de la mano con cariño.
—Siempre seré tu amigo. —Me dedica una bonita sonrisa—. ¿Has visto como sí puedo serlo?
Ambos nos echamos a reír.
—Nos hemos divertido, ¿no?
—Y lo seguiremos haciendo. Quizá no haya sexo, y créeme que me jode un poquito, pero igualmente será maravilloso. Porque contigo todo lo es, Mel. Tienes que recuperar la sonrisa.
—Estoy intentándolo con todas mis fuerzas.
—Sabes lo que necesitas, pero el miedo te frena de nuevo.
—Aarón… —Alzo la otra mano para interrumpirle; sin embargo, él me la coge y se acerca más, mirándome muy serio.
—No puedes dejar de pensar en ello, Melissa. Lo supe en cuanto me hablaste de él por primera vez. Me di cuenta antes que tú porque no te atrevías a abrir tu corazón a nadie. Pero acabaste sabiéndolo, es inevitable. —Se queda callado unos segundos, sin borrar la sonrisa—. Hazlo, ¿entiendes? Yo también me he equivocado en más de una ocasión, pero… ¿cómo habría sido si no lo hubiese intentado? Prefiero no quedarme nunca con las ganas.
—No puedo… —Niego con la cabeza, notando ese familiar nudo en la garganta que quiero echar de una vez por todas.
—Eh, Mel, Mel… —Me sujeta de la barbilla para que no agache el rostro—. El amor no es fácil. Si lo fuera… Créeme que entonces no sería auténtico amor. Apenas lo conozco, sólo lo que me has contado de él, pero me parece que tenéis muchas cosas en común. En especial ese dolor que no os deja emprender una relación sincera.
—¿Y si no funciona?
—Empieza a creer que sí lo hará. —Me coge la mano y me besa el dorso. Con Aarón podría haber sido todo muy sencillo si no me hubiese hecho recordar tantas cosas. Pero, como él dice, el amor no tiene nada de fácil—. Ponte una ropa un poco más bonita y haz lo que has estado pensando durante estos días. Vamos, Mel, sé valiente.
Lo miro con los ojos muy abiertos. Trago saliva. Tengo la boca tan seca que me entra tos. Me levanto del sofá con el estómago encogido. Voy corriendo a mi habitación sin decirle nada. Mientras me visto, espera pacientemente en el salón. Me pongo lo primero que encuentro: una vieja falda vaquera y una blusa de media manga. Me recojo el largo cabello en una cola.
—Estoy lista —le digo.
—Tengo el coche aquí abajo. Te llevo.
Bajamos la escalera a toda prisa. De nuevo siento que me falta el aire, pero ahora no es a causa del miedo; es porque estoy emocionada, porque pienso que esta vez puedo acertar… Porque mi amigo Aarón me ha abierto los ojos de una forma inaudita.
Quince minutos después llegamos a la oficina. Me desabrocho el cinturón en silencio.
—Gracias, Aarón —murmuro con la cabeza gacha, sin atreverme a mirarlo.
Se inclina sobre mí, me coge de la barbilla y me da un beso en la mejilla.
—Esto es lo que hacen los amigos, ¿no? Se ayudan el uno al otro. —Me guiña un ojo. Luego me da una palmadita en el hombro. Dudo unos segundos porque adivino en su mirada que, aunque esté ayudándome, no es lo que realmente le hace feliz—. ¡Vamos, ve! —exclama un poco impaciente.
Salgo del coche a toda velocidad. Ni siquiera cojo el ascensor. Subo todas las plantas por la escalera, recordando el día en que llegué tarde a trabajar, el día en que lo vi por primera vez, ese día en que él se rompió. Quiero repetir la historia, porque sé que ésta puede ser la correcta. Me quedo sin respiración al llegar arriba, pero a pesar de todo no me detengo. Me fijo en que no hay nadie en la oficina. Echo un vistazo al reloj: casi las siete de la tarde. Bueno, él a veces se queda hasta más tarde… El miedo me hace perder el control.
Corro a su despacho con el pecho dolorido; jadeando, sudando. Abro la puerta sin siquiera llamar. Esta vacío. Ni rastro de él o de sus objetos personales.