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Confieso que lo que más me gustó de Germán en un principio fueron sus ojos… grandes, rasgados y de un azul intenso, y eso que no suelen gustarme las personas con los ojos azules, mucho menos en el caso de los hombres; me provocan cierta inquietud, especialmente si son demasiado claros, e imagino que su dueño es un psicópata o algo por el estilo. Los de Germán, en cambio, eran del color del mar cuando lo agita una tempestad y con ellos era capaz de expresar infinidad de sentimientos, aunque, estoy segura, ni él sabía que podía hacerlo.
Pero, por encima de todo, lo que más me gustaba de sus ojos era la forma en que me miraban. No siempre fue así. De hecho, no se posaron en mí —del modo en que hacían que el corazón me diese un vuelco— hasta que empezamos la universidad. Hasta entonces Germán tan sólo me miraba para saludarme o para dedicarme una sonrisa, nada más. Y jamás pensé que eso fuera a cambiar; además, tampoco es que me importara mucho.
Germán y yo nos conocimos en el instituto. Los dos éramos alumnos nuevos. Él se había mudado de ciudad ese mismo año y yo acababa de terminar mis estudios en un colegio de monjas. A pesar de que ninguno de los dos conocía a nadie, pronto nos hicimos amigos de los demás chicos y chicas de la clase, aunque reconozco que no era una amistad sincera; sólo nos arrimábamos a aquellos adolescentes porque necesitábamos compañía, nada más.
Pronto me enteré de que las aficiones de Germán eran muy parecidas a las mías. A él le encantaba leer y a mí escribir. Aun así, no llevaba a clase ninguno de mis cuadernos de notas. El caso es que las otras chicas ocupaban su tiempo en pintarse las uñas de un color rojo intenso, en leer la revista Superpop o la Bravo y en comentar lo guapos que eran algunos actores —por aquel entonces la mayoría estaba loquita por un jovencísimo Leonardo DiCaprio—, y como yo era bastante camaleónica, me camuflé entre ellas muy bien y enseguida me encontré manteniendo insustanciales conversaciones sobre cuál era el tío más macizo del instituto o haciendo los tontos test —«¿Crees que eres una buena besadora?» o «¿Está el chico más popular de tu clase enamorado de ti?»— de esas revistas.
Sin embargo, Germán acudía al instituto con un libro diferente bajo el brazo cada semana, y lo sorprendente era que ni siquiera los matones se metían con él cuando se sentaba a leer durante los recreos. Tenía la capacidad de gustar a los demás tal como era, con su particular carisma, su sonrisa espectacular y sus tremendos ojos. Podía conversar con todos sobre cualquier tema, y lo hacía de manera natural, a diferencia de mí, pues a veces me costaba horrores mostrarme entusiasmada con las bobadas de mis compañeras. Germán era uno de esos chicos a quienes todo el mundo quiere acercarse. Y a mí eso me daba rabia en cierto modo porque me habría gustado caer bien a los demás siendo yo misma, como él.
A pesar de que no era uno de los tíos más guapos, todas mis compañeras iban detrás de él como palomas en busca de un poquito de caso y, aunque en ocasiones tonteaba con alguna de ellas, siempre lo hacía de una forma tan elegante que me fascinaba. Durante ese primer año de instituto no coqueteó conmigo jamás y yo tampoco me molesté en acercarme a él. Por otra parte, despertaba en mí una gran curiosidad debido a lo diferente que era del resto de los adolescentes.
Pero algo cambió durante el segundo año tras volver de las vacaciones de verano. Al fin y al cabo, íbamos a comenzar nuestro último curso académico y estábamos a punto de cumplir los dieciocho.
Todos teníamos las hormonas tan revolucionadas que hasta los profesores se daban cuenta. Las chicas ya no se fijaban tanto en sus compañeros de clase porque preferían a los hombres mayores, y fue entonces cuando empezaron a enamorarse del profe de matemáticas o del de lengua y literatura.
En cuanto a mí, me había convertido en una mujer de la noche a la mañana, algo sorprendente porque hasta entonces mi cuerpo no había sido demasiado llamativo. Y si yo había cambiado, eso significaba que Germán podría haberlo hecho también.
Cuando el primer día lo vi entrar, casi me dio un patatús. Dios mío, estaba tan… «follable». Sí, ésa fue la palabra que acudió a mi mente. Supongo que los años de estudio en las monjas habían cohibido mi sexualidad, pero justo ese día empecé a redescubrirla con Germán. Entró con sus andares despreocupados, la mochila colgando de un hombro, un libro de Shakespeare en la otra mano… Pero lo que más me llamó la atención fue su camiseta. Vale, no, lo que realmente me dejó la boca seca fue el torso que se le marcaba bajo esa camiseta. Tan trabajado, tan duro, tan diferente del que tenía el año anterior… Aquello no era para nada normal, así que recuerdo haberme preguntado si durante el verano habría estado yendo al gimnasio o ejercitándose con pesas. Continuaba sin ser el hombre más guapo del universo, pero con esa sonrisa y esos ojos, ¿quién necesitaba una belleza extraordinaria? Tenía su propio atractivo y le bastaba.
Mis compañeras también se dieron cuenta de su espectacular cambio y pronto se pusieron a revolotear a su alrededor. Me las quedé mirando fijamente y luego pensé en el reflejo que el espejo me había devuelto esa mañana. Bueno, yo también era atractiva y se me había formado un bonito cuerpo. Tenía las mismas posibilidades que las demás, ¿no? Mientras él hablaba con las chicas, nuestras miradas se cruzaron de repente y las mantuvimos fijas más rato que nunca. Por si fuera poco me sonrió, y lo único que yo hice fue sacar los bártulos de la mochila y fingir que pasaba de él… Cosas de adolescente tontaina.
Pero los días y las semanas se sucedieron, y para cuando llegó Navidad podría decirse que éramos muy buenos amigos. Fue él quien se acercó a mí un día, durante una de las pausas entre clase y clase, y sin borrar la sonrisa del rostro me preguntó:
—¿Por qué tú y yo nunca hemos intercambiado más de dos palabras, Meli?
A cualquier otro lo habría mandado a la mierda por llamarme Meli. No obstante, entre que mi nombre con su tono de voz me pareció una maravilla y que esa sonrisa me provocaba cosquillas en ciertas partes, se lo permití para siempre. Y de esa forma empezaron nuestras charlas durante los recreos, y fuimos conociéndonos más poco a poco y descubrimos todas las cosas que teníamos en común. De esas conversaciones en el instituto pasamos a las citas en un café todos los sábados después de comer. Yo le contaba mis más profundos secretos, como que quería ser escritora, y él me confesaba otros, como que también le gustaba escribir, aunque prefería la novela histórica y soñaba con crear una sobre Alejandro Magno.
—Soy tan ambicioso como él. Podría conseguir todo lo que quisiera —me dijo.
«Eso no lo dudo», pensé, aunque no lo solté en voz alta, por supuesto. Ni ese día ni nunca. El caso es que no me gusta mostrarme como una tontita delante de los hombres y darles la razón en todo. Hay que hacerlos sufrir un poco, ¿no? Además, pensaba que ésa sería la forma en que seduciría a Germán. Recuerdo que con esa frase sobre Alejandro Magno me hizo reír. Fue el primer tío que consiguió que lo hiciera de modo abierto. Germán era muy divertido a su manera que, en el fondo, era también la mía.
Me presentó a su grupo de amigos y yo un día lo llevé a conocer a mis amigas. Alguna que otra vez quedamos con ellos, pero lo cierto era que preferíamos vernos a solas para pasar horas y horas hablando. Eran mis mejores momentos, mis días más preciados. Me encantaba charlar con él porque podíamos hacerlo sobre cualquier cosa. Jamás había gastado tanta saliva con nadie, aunque tengo que reconocer que me moría de ganas por gastarla de otro modo. En realidad, no creo que por entonces estuviera enamorada hasta los tuétanos de él, sino que sentía una gran atracción y me preguntaba a qué sabrían sus carnosos labios. Lo nuestro no empezó como una intensa historia de amor; más bien ese sentimiento fue surgiendo poco a poco entre nosotros, a pesar de que Germán solía decir que había sucumbido a mi hechizo desde el primer momento en que me vio. Pues o eso era mentira o él era un gilipichi, porque tanto tiempo tratándonos únicamente como amigos no era normal.
En el instituto corrió el rumor de que éramos novios. A esa edad en el fondo sólo somos críos que intentan mostrarse como adultos, así que estaba encantada de que los demás pensaran eso, aunque también trataba de desmentirlo como si salir con Germán fuera vergonzoso. De todos modos, pronto dejó de circular el rumor, ya que un día lo pillamos besándose con la que en aquella época era su verdadera novia. Casi se me salieron los ojos de las órbitas al ver cómo se morreaban, de una manera tan… ¿sucia? Bueno, al menos eso pensé. La chica era muy rubia —aunque creo que no natural—, con unos enormes ojos azules y pinta de pilingui. Vale, quizá no era así y mi mente distorsionó su imagen. En cualquier caso, aquélla fue la primera vez que sentí celos. Celos a lo bestia. Me puse tan furiosa que se me saltaron las lágrimas, y estuve toda una semana sin hablar a Germán y sin hacerle caso en clase.
—¿A qué viene que estés así conmigo, Meli? —me preguntó al final, un día que nos tocaba recoger el aula.
Al principio no contesté porque no quería mostrarme como una mujer celosa, mucho menos si, como se suponía, éramos sólo amigos. Tampoco deseaba que descubriera que por las noches, cuando estaba sola en la cama, pensaba en él. No sé, era un poco orgullosa en cuestión de hombres. Me gustaba fingir que era una chica dura y que pasaba de ellos, que era una tía difícil. Pero al final me molestó su insistente mirada y… le lancé un borrador. Le ensucié todo el suéter y él, en lugar de enfadarse, se echó a reír y empezó una batalla con borradores y tizas. No sé cómo sucedió, pero en un momento dado ambos nos encontramos muy cerca, manchados de polvo blanco, con las respiraciones agitadas. Sí, era como en esas escenas de las películas románticas que a mí aún me gustaban. Pero, a diferencia de lo que pasaba en ellas, cuando Germán debería haberse inclinado para darme un morreo de cinco estrellas, lo que hizo fue plantarme en toda la mejilla el borrador que tenía en la mano.
Acabé llorando y gritándole que no me había contado que tenía novia mientras me observaba con gesto confundido, sin saber qué decir. Como consecuencia de nuestro juego y la consiguiente pelea —no, no lo fue porque él no abrió la boca; sólo yo solté improperios como una loca—, tardamos tanto tiempo en recoger el aula que cuando salimos ya era de noche. Se empeñó en acompañarme a casa. Por el camino no hablamos porque yo estaba demasiado avergonzada de mi actitud de barriobajera. Al llegar a mi portal, se despidió de mí dándome un beso en el dorso de la mano, como un galán de otra época. Sentí un escalofrío por toda la espalda y una extraña sensación en el vientre, como si se me descolgara.
—Meli, las cosas buenas se hacen esperar —dijo de repente con mi mano aún en la suya—. A mí me gusta saborearlas poco a poco porque luego todo es mucho más intenso y se disfruta más.
Pensé que era gilipollas. A mí esperar no me gustaba nada. Sin embargo, cuando más tarde estuve tumbada en la cama empecé a pensar en Germán de otra forma. Ya no lo veía sólo como un polvete. Había en mí algo más que deseo y ganas de estar en la cama con él. Quería que me abrazara, y no como lo había hecho hasta entonces. Empezó a ocupar mi mente más a menudo, y cada vez que la rubia iba a recogerlo al instituto yo los observaba a escondidas, muerta de celos y devanándome los sesos sobre qué le daba ella para que la hubiese elegido. Parecía mayor que nosotros, al menos debía de tener dos años más. Pero ella estaba plana y yo tenía unos pechos bastante apetitosos —o eso decían—, aunque no parecían llamar la atención de Germán. Ella tenía un coche fantástico y yo iba al instituto con mi vieja moto. Ella le comía los morros y yo sólo lo imaginaba. Él jamás me presentó a esa novia, por supuesto, y yo tuve algún que otro rollete cuando salía de fiesta con mis amigas.
Y así pasó el último curso de instituto, y Germán se marchó a Londres mientras yo me quedaba trabajando de camarera en un restaurante cutre. Íbamos a estudiar lo mismo en la universidad, pero él bien lejos, porque le interesaba mejorar su inglés y quería ser profesor en Inglaterra o en otro país extranjero. Me envió algún mensaje durante el verano… Mensajes que no contesté. Si no iba a volver, prefería no alargar lo que fuera que sintiera por él, que no lo tenía claro del todo. Mucho mejor olvidarlo y a otra cosa, mariposa. Lo sorprendente fue que no derramé ni una sola lágrima, ni siquiera el día que nos despedimos. Puede que sintiera que Germán jamás me vería como una mujer —me culpaba diciéndome a mí misma que había sido por hablar con él del culo de otras—, así que únicamente lo recordaba con una serena nostalgia. Bueno… y a veces con unos pinchacitos en el corazón.
Y también pasó el verano y llegó el momento de entrar en la universidad. Estaba emocionadísima porque tenía claro que iba a comerme el mundo. ¡Ay, si esa Melissa viera a la de ahora, cuánto se reiría y se burlaría! La cuestión es que era la única de mi clase que había decidido estudiar Filología, así que allí estaba, solita, sentada a una de las largas mesas, observando a la gente que iba entrando en el aula y pensando que no había ningún hombre guapo. No, en Filología no los hay, de manera que si pretendéis pescar novio en la facultad no estudiéis esa carrera. Id a Medicina, a Inef o a Derecho —en esta última, además, los tíos suelen tener pasta—. Pero lo que yo quería era estudiar lo que más me gustaba, no encontrar marido.
La cuestión fue que por lo visto me distraje con la lista de las asignaturas que me tocaban ese primer curso y no fui lo suficientemente rápida para huir. Me explico: alguien estaba llamándome por mi nombre y, al alzar la cabeza, me topé con esos ojos que, si bien había conseguido borrarlos de mi mente durante el verano, en tan sólo unos segundos volvieron a golpearme el corazón con una fuerza tremenda.
—Pero ¡tú estabas en Londres! —protesté, un tanto molesta por el hecho de que irrumpiera de nuevo en mi vida.
—Pues ya ves, cómo cambian las cosas —respondió con su rompedora sonrisa. Y se sentó a mi lado sin preguntarme si se lo permitía y sin darme más explicaciones.
Después contaría a nuestros amigos y a mi familia que regresó por mí, porque en Inglaterra se había dado cuenta de que me necesitaba. Jamás traté de averiguar si había ocurrido otra cosa. Al fin y al cabo, esa razón era una de las más bonitas y románticas que me habían dado en mi vida.
Al principio me comporté de forma distante y fría, pero poco a poco nuestra amistad retornó, y con más intensidad que antes. Pasábamos los días en la facultad, muchas veces comíamos en la cafetería, quedábamos para estudiar y nos íbamos de fiesta, siempre juntos. Parecíamos una pareja auténtica, una que llevara toda la vida saliendo. Y, aunque él estaba más cariñoso conmigo de lo que jamás lo había estado, continuaba sin demostrarme nada más que amistad. En ocasiones me quedaba mirándolo embobada. Me encantaba esa fina barba que se había dejado. La espalda se le había ensanchado todavía más y me provocaba toda una serie de fantasías en las que me imaginaba lo que habría bajo sus pantalones. Si me tocaba o me abrazaba, la piel se me erizaba y el vientre me daba más vueltas que una centrifugadora.
Cuando salíamos de fiesta los jueves, como todos los universitarios, me emborrachaba hasta que no podía más. Entonces bailábamos, nos rozábamos y estábamos más cerca que nunca. Pero nada de besos, caricias y mucho menos sexo. Ya no sabía qué hacer para incitarlo; Germán siempre se mostraba más duro que una piedra. Iba a clase con mi ropa más sexy, a veces le soltaba frases sugerentes sin venir a cuento —que él siempre esquivaba de manera ágil— y le hablaba de otros hombres con la intención de despertar sus celos.
El primer año universitario también terminó y yo empecé a conformarme con lo que tenía, tal como había ocurrido en el instituto. Una compañera de clase nos invitó a una fiesta que daba en su casa y allá que fuimos, yo no sé él, pero yo dispuesta a darlo todo, a cogerme el pedo de mi vida y a encontrar algún buenorro. Estaba bailando con un chico bastante guapete —o eso me parecía bajo los efectos del alcohol—, cuando me di cuenta de que alguien me separaba de él.
—¿Qué haces con ese tío? Es un fumeta —me dijo Germán con sus dedos rodeándome el brazo.
—Tú tampoco es que seas muy sano —contesté, riéndome y tambaleándome.
—Perdona, Meli, pero hago deporte, no fumo y… —empezó a protestar, como si eso me importara en ese momento. Alcé una mano para que se callase. Pero ¿qué quería? «Menudo aguafiestas», pensé.
—Mira, no estés celoso, que tú estás más bueno —le dije toda atrevida yo, clavando mi dedo en su pecho y dedicándole una sonrisa—. Sí, tú estás bien bueno… Madre mía, Germán, ¡no sabes lo caliente que me pones! —Así se lo solté, como si nada, empujada por el alcohol en mis venas y enganchada a él como un koala. Germán me miraba con una ceja enarcada, pero también con una expresión divertida.
En ese momento estaba sonando Sorry Seems To Be The Hardest Word. Elton John cantaba: «What I got to do to make you love me? What I got to do to make you care?». («¿Qué tengo que hacer para me quieras? ¿Qué tengo que hacer para que te importe?»), y a mí no se me ocurrió otra cosa que imitarlo.
—¿Qué tengo que hacer para interesarte, Germán? —le pregunté con los ojos entrecerrados. Me aparté de él y le señalé mis pechos, que se desbordaban de la escotada camiseta que me había puesto—. ¿Te planto las tetas en la cara como todos los ligues que has tenido?
Se lo estaba diciendo en broma porque, total, no perdería nada. Y entonces sucedió algo inesperado. Me empujó contra el rincón en el que estábamos y, al instante, noté sus carnosos labios pegados a los míos y su lengua buscando la mía en el interior de mi boca. Sí, así de repente, esa vez como en una peli. Una en la que estás esperando durante toda la hora y media a que el macizorro bese a la prota mientras estás en el sofá apretando a tu perro y rogando que lo haga ya, aunque no tienes muchas esperanzas porque quedan dos míseros minutos para que termine. Pero entonces él la coge entre sus brazos y le da semejante morreo que contienes la respiración en tu salón y acabas llorando de alegría y envidia. Pues de la misma manera ocurrió entre Germán y yo. Por supuesto, aproveché la ocasión y me apreté contra él hasta que su erección me rozó la cadera. Por poco me dio un soponcio. Allí estábamos los dos, arrinconados, comiéndonos a besos y soltando jadeos que, por suerte, la música apagaba.
No sé cómo, pero acabamos en una de las habitaciones de la casa de la anfitriona de la fiesta, medio desnudos sobre la cama, devorándonos el uno al otro. Jamás había acariciado de esa forma a nadie y nunca ningún hombre me había besado así, de esa manera tan hambrienta y pasional. Mi sexo palpitaba bajo la ropa interior, deseoso de acogerlo, tanto que ni siquiera hubo muchos preliminares.
—¡Ay, joder! —exclamé cuando se introdujo en mí y apretó.
Me miró con los ojos muy abiertos y expresión preocupada. Sí, entregué mi virginidad a Germán, pero no me pareció algo importante. Siempre he pensado que la virginidad está sobrevalorada y que si la persona es la correcta da igual que sea la primera o la última. No estaba esperando a mi príncipe azul ni nada por el estilo, simplemente no había pasado de compartir tocamientos con los otros tíos con los que había salido porque no me ponían lo suficiente. Pero con Germán, en cambio… Dios mío, cómo me sentí cuando el dolor se me pasó y pude disfrutar de todo él. No fue tal como lo había imaginado tantas noches… No, qué va, fue mucho mejor.
—¿Tú eras…? —me preguntó deteniéndose.
—Cállate y sigue. Bésame. —Lo cogí de la nuca y le mordí el labio inferior. Él estaba sonriendo. Hay que ver cuánto les gusta a los hombres que una sea virgen.
Y así fue como empecé a enamorarme más de su cuerpo y de la forma en que sus ojos recorrían el mío. Dos semanas después nos declaramos novios de manera oficial. Y lo fuimos durante tantos años… Yo estaba orgullosa de ser su pareja. Realmente lo quería. Amaba a Germán. Y mucho.
La vida con él era sencilla y divertida. Pasó mucho tiempo hasta que tuvimos nuestra primera discusión y ni siquiera yo la pude tomar en serio. Nos compenetrábamos tanto que la gente se mostraba sorprendida. Yo pensaba que nosotros éramos una pareja diferente de las otras, aunque supongo que es algo que todos imaginamos alguna vez. Aquella Melissa sentía que realmente podía hacerlo todo al lado de Germán. Lo pasábamos tan bien juntos… Siempre estábamos riendo. Incluso tras hacer el amor, yo no podía dejar de reír.
—Quiero oír ese sonido el resto de mi vida —solía decirme él aún desnudo a mi lado, transmitiéndome todo el calor de su esbelto cuerpo. Y a mí el corazón se me derretía.
Los días con Germán eran luminosos, incluso las noches de tormenta brillaban pasándolas con él. Por supuesto que tuvimos problemas, pero nunca relacionados con el otro. No al menos hasta muchos años después… Así que, mientras yo estuviera con él, me parecía que ninguna puerta se me cerraría porque Germán siempre estaba ahí para darme palabras de ánimo.
Era atento, cálido, abierto, divertido, caliente… Lo era todo para mí. Todo mi mundo. Es lo que sucede cuando te enamoras por primera vez. Habrá quien piense que el primer amor acaba olvidándose, pero lo cierto es que yo no lo he borrado de mi memoria. ¿Cómo se pueden dejar atrás tantos recuerdos, palabras, gestos, miradas, sonrisas, besos y caricias? Es inevitable que estén guardados dentro de ti, aunque sea en un pequeño rincón sin mucha luz.
Los mejores años de mi vida los compartí con Germán. Los peores también me los dio él. Pero los excepcionales lo fueron porque podía ser yo sin tener que fingir: natural, de mal humor o partiéndome de risa, con maquillaje perfecto o con ojeras hasta los pies, con dolores menstruales o fresca como una rosa… Germán me quería y me aceptaba de todas las formas posibles, con mis luces y mis sombras y con todas mis caras. No éramos la pareja más guapa del mundo, ni tampoco la más rica o la más perfecta y elegante. Pero a mí me parecía que nuestra belleza y nuestra riqueza se hallaban en nuestros corazones loquitos el uno por el otro.
Me encantaba su forma de ver la vida, un carpe diem moderno; él deseaba vivirlo todo, probar siempre cosas nuevas y aprovechar hasta el último instante.
—Y entonces ¿por qué tardaste tanto en quererme? —le preguntaba haciéndole la puñeta.
—Quererte, te quería… Pero te estaba experimentando de distintas maneras.
—¿Y cuál te gusta más?
—La de ahora, claro.
Y acabábamos haciendo el amor porque Germán era muy fogoso y siempre estaba dispuesto a darme placer. Hice tantas cosas a su lado… La vida tenía un color diferente si me despertaba junto a él. Con él pasé de ser una joven a una mujer, y maduramos el uno con el otro.
Por eso… me costó muchísimo hacerme a la idea de que todo ese amor se rasgara en apenas un instante. Era incapaz de entenderlo. ¿Cómo pudo ser tan fácil para él cuando para mí resultó tan difícil? Tantos años entre mis brazos no fueron suficientes para conservarlo.
Y por eso lo odié. Odié el recuerdo que sus labios dejaron en mi boca. Odié la brillante imagen de sus ojos deslizándose por mi piel, calentándomela.