9
Klaf se volvió, blandió el hacha, y echó a correr hacia adelante, seguido por todo el grupo de mando. Los cuerpos de reserva lanzaron vítores y salieron también a la carrera, salvando la distancia que los separaba de las líneas del frente.
—Asegúrate de que se vea el estandarte bien alto —gritó Klaf—. No dejes que ningún elfo fogoso te derribe.
Olik lanzó un grito de guerra y levantó el estandarte. Con la otra mano, esgrimía un sable de factura exquisita. Era un arma de origen solámnico, pero había sido redecorada con los símbolos del clan de Olik.
El estruendo era insoportable. La guardia de Klaf hizo espacio alrededor del comandante y de Olik. Dos elfos divisaron el estandarte y cargaron contra el grupo de mando, sabiendo que si conseguían capturar la insignia, la moral de los minotauros caería en picado y los elfos obtendrían la victoria.
Uno de los elfos fue inmediatamente abatido por la espada de un minotauro, pero el otro irrumpió en el círculo lanzando un grito ensordecedor y levantando una espada de fina ornamentación por encima del casco que le cubría la cabeza. Olik mantuvo su posición. Apoyó un pie con firmeza, y con el otro lo pateó en cuanto estuvo a su alcance. Lo golpeó en la parte frontal del casco y se lo hundió en la cabeza, quebrándole el cráneo. El elfo se derrumbó como un saco de hojarasca. Klaf remató el cuerpo caído con el hacha.
De pronto, los elfos se dieron a la fuga.
Muchos tiraron las armas y huyeron. Otros simplemente echaron a correr. En pocos segundos, los únicos elfos que quedaban eran los muertos o los que estaban atrapados bajo los cuerpos de los minotauros abatidos y no tardarían en pasar a engrosar las filas de sus camaradas muertos. El ejército minotauro lanzó alaridos de júbilo.
Sin embargo, los gritos enseguida quedaron suspendidos en el aire. Klaf miró confundido a su alrededor. Dio una vuelta completa, y otra más, hasta que de pronto entendió lo que había ocurrido.
Frente a él, a unos quinientos metros de distancia, esperaban dos cuerpos de infantería que aún no habían entrado en combate y era probable que contaran con el apoyo de expertos arqueros. Tras él, el humo teñía el cielo de gris y, entre él y el campamento, se alineaba la caballería pesada de los elfos.
El silencio que había hecho presa del ejército minotauro fue bruscamente roto por las órdenes de alineamiento que vocearon los oficiales. Los minotauros se movían con lentitud. Hacía un momento, los elfos huían en desbandada, con la moral por los suelos y perseguidos por los vencedores, pero ahora se habían trocado las tornas.
Klaf se sintió desfallecer al darse cuenta de que había llevado a su ejército a una encerrona. Los elfos habían colocado intencionadamente una fuerza inferior frente a los minotauros para mantener su atención en el frente, mientras, por detrás, la caballería acababa con la retaguardia y ahora amenazaba con coger a los minotauros entre dos frentes.
Entonces se produjo un conocido y temido zumbido que, procedente de las líneas élficas, se fue amplificando a través del campo. Miles de flechas describían un arco por el cielo, ahora despejado, en dirección al ejército minotauro. Antes de que alcanzaran su objetivo, ya estaba en camino la segunda andanada.
El impacto de las primeras fue devastador. Los minotauros no llevaban armaduras metálicas, y los escudos y corazas de cuero resultaban inútiles para detener flechas bien disparadas. Klaf contempló horrorizado cómo caían los guerreros a su alrededor.
Levantó el hacha sobre la cabeza y empezó a emitir un gruñido ronco que lentamente se convirtió en un aullido de guerra. Dio un salto hacia adelante y se lanzó en solitario contra la infantería élfica. Sus guerreros lo observaron alejarse en un silencio estupefacto, hasta que súbitamente Olik comprendió que ése era el único camino hacia una muerte honrosa y, esgrimiendo el estandarte del ejército a modo de lanza, corrió tras su comandante.
El ejército minotauro se repuso y se lanzó al ataque.
Recorridos cien metros, una cuarta parte había caído víctima de las flechas, pero seguían avanzando.
Doscientos metros más allá, otra cuarta parte agonizaba entre el barro, aunque el resto siguió avanzando. Las flechas ya no eran tan efectivas a esa distancia.
Recorridos cuatrocientos metros, a los minotauros que quedaban les empezaba a faltar el resuello, pero aun así continuaron el avance. Les esperaba la muerte, hicieran lo que hicieran; les separaban cien metros de un final honroso.
El miedo a la deshonra espoleaba a Klaf, que avanzaba emitiendo alaridos al tiempo que balanceaba el hacha en amplios círculos. Cuando sólo faltaban veinte metros, Olik, que corría a su lado, trastabilló y perdió unos segundos. Tenía una flecha clavada en el pecho. El gigantesco minotauro sacudió la cabeza, se arrancó la flecha, la arrojó al suelo y siguió en pos de su comandante.
Klaf fue el primero en alcanzar las líneas enemigas. Los elfos se apretujaban en una formación defensiva erizada de espadas y lanzas. Klaf murió casi al instante, pero su cuerpo, al caer, arrastró a cuatro elfos y abrió una brecha en las líneas.
Olik se introdujo por allí detrás de su comandante muerto. Con una mano esgrimía la espada, mientras con la otra manejaba el asta del estandarte como si fuera un garrote. Cuatro, seis, ocho elfos cayeron ante el gigante, pero fueron inmediatamente sustituidos por otros, que corrieron su misma suerte. Finalmente, dos arqueros clavaron cuatro flechas cada uno en el torso del fornido guerrero. Olik todavía asestaba golpes con el estandarte y la espada, pero enseguida cayó de rodillas y se derrumbó sobre el barro.
El estandarte había caído y, con él, el ejército minotauro.
El ejército minotauro había sufrido una innoble derrota. Apenas quedaba viva una décima parte de los minotauros que habían iniciado la batalla, ahora reunidos en un grupo y prisioneros de los elfos. Aun así, el bando perdedor no era el único que había sufrido bajas. Cientos de elfos yacían en el lugar donde habían sido derribados y muertos a hachazos.
Era difícil saber cuál de los dos ejércitos había perdido más guerreros, pero no importaba. La victoria era de los elfos, que así habían conseguido acabar con la amenaza del asentamiento de los minotauros en la costa. Ya sólo les restaba reunir a los supervivientes desperdigados de las fuerzas enemigas.
Los minotauros vivos fueron acorralados por un círculo de arqueros y soldados. En sus rostros se leía el desaliento. La deshonra les pesaba más que cualquier otra cosa.
Los elfos recorrieron el campo de batalla recogiendo a sus muertos y heridos. Los muertos eran llevados al lindero del bosque, donde los tendían junto a sus armas y, en calidad de trofeos, las armas de los minotauros muertos que encontraban cerca de ellos. Los heridos eran transportados a una enfermería improvisada en la retaguardia, donde los curanderos ejercían su arte, unos con hierbas y conocimientos arcanos y otros con fuerza bruta, encajaban huesos, cortaban miembros y cauterizaban heridas con hierros candentes. Unos y otros tenían más trabajo del que podían abarcar.
Los minotauros malheridos eran despachados pero, aunque los elfos no sentían respeto por la vida de aquellas bestias, permitieron vivir a los que se mantenían en pie a fin de canjearlos por alguna concesión política del Círculo Supremo.
Una vez que todos los elfos heridos estuvieron en la enfermería, los soldados emprendieron la ardua tarea de enterrar a sus muertos e incinerar los cadáveres de los minotauros.
Harinburthallas, el comandante del ejército elfo, envió a uno de los regimientos, en el que no quedaban ni doscientos soldados, a limpiar el campamento de los minotauros. El jefe del regimiento, Llantoes, ordenó a sus soldados que formaran en columna, y los hizo marchar a través del campo. Pasaron por el lugar en el que se había librado el primer enfrentamiento. Los muertos habían sido retirados, pero el barro todavía estaba teñido de sangre y las innumerables flechas que permanecían clavadas en el ángulo del impacto parecían juncos ladeados por el viento. Las botas se hundían en el terreno y el avance era penoso.
De lo que era un poderoso ejército, ahora en la retaguardia no llegaban a veinte los minotauros con vida, la mayoría de los cuales abandonó el puesto y se internó en los bosques en un intento de escapar. También habían sobrevivido algunas docenas de esclavos, entre los que se contaba Theros.
Había fuego por todas partes. El campamento estaba completamente asolado. Desde donde estaba, Theros veía arder los furgones de intendencia y el lugar donde habían estado las cocinas, pero no divisó a ningún minotauro, aparte de los que habían caído en la breve refriega con la caballería élfica.
Theros descansó unos instantes apoyado en la pala para recuperar el aliento. Al principio, la tierra estaba blanda; luego, se había encontrado con arcilla dura y compacta y el trabajo avanzaba con lentitud.
El aire se impregnó del olor que desprendían la madera y la lona al quemarse. El humo se elevaba y ensuciaba el nublado cielo. Hacia el oeste, había empezado a despejar, pero sólo de vez en cuando se entreveían retazos de azul entre la humareda negra que irritaba la nariz y la garganta.
Theros se ató un trapo a la cabeza para filtrar los humos y volvió a inclinarse sobre la tierra. Sus jóvenes brazos sentían calambres por el esfuerzo y apenas conseguía hundir la pala unos centímetros. Una vez clavada, hacía palanca y saltaba un pedazo de arcilla del tamaño de un ladrillo. Se agachaba, recogía el trozo y lo apartaba, una y otra vez. Así continuó hasta que la zanja tuvo metro y medio de profundidad.
Era suficiente. Además, ¿quién sabía cuánto tiempo le quedaba antes de que lo descubrieran los elfos? Lanzó la pala hacia un lado y salió del agujero.
Hran yacía a pocos metros de la zanja. Theros arrastró su cuerpo, que con la armadura y el hacha pesaba cerca de ciento sesenta kilos, hasta la tumba recién abierta y lo dejó caer al interior. Luego, bajó él y colocó el cuerpo en la posición de muerte. Le cerró los ojos, le alineó las piernas y le cruzó los brazos sobre el pecho. No era exactamente así como un minotauro habría honrado al muerto, pero era lo más aproximado a lo que el joven recordaba haber visto. Volvió a salir de la fosa y se quedó mirándolo en silencio.
Por muy severo que hubiera sido el minotauro, Theros sólo recordaba lo mucho que había aprendido de él.
—Sargas, escúchame —dijo invocando al dios de los minotauros, y elevó una plegaria por Hran.
Huluk, el comandante de la retaguardia, estaba agachado detrás de unos barriles de agua. Lo acompañaba otro guerrero minotauro, Nevek.
—Tenemos que irnos —dijo este último sacudiendo la cabeza—. Si no nos marchamos ahora, nos matarán o nos capturarán como al resto.
—Era nuestro ejército el que acaban de masacrar ahí fuera —gruñó Huluk en respuesta—. ¡Que Sargas nos confunda! Deberíamos haber muerto en el campo de batalla con los demás, luchando como verdaderos guerreros.
—Sí, señor, pero ya no queda ejército, señor. Tenemos el deber de alertar al pueblo de la costa y al Círculo Supremo. Ahora lo más noble que podemos hacer es decir al mundo el valiente sacrificio que nuestros guerreros han hecho hoy.
El rostro de Huluk se retorció de rabia. Ese mocoso insolente pretendía darle lecciones de honor a él, un oficial veterano y un guerrero valiente y condecorado.
—¡Tú! ¿Tú qué sabes del honor? ¿Alguna vez has salido victorioso del combate? Tú…
El oficial hizo una pausa. El joven guerrero tenía razón en lo que se refería a informar de lo ocurrido. Pensamientos contradictorios se sucedían en la mente de Huluk. Había presenciado la muerte de muchos guerreros a los que conocía y respetaba. Había sido derrotado por el ataque sorpresa de la caballería pesada de los elfos. Se le imputaría la derrota, sin duda, pero quizá tuviera una oportunidad de restablecer su maltrecho honor…
—¡Señor, los elfos vienen hacia aquí! —dijo Nevek devolviéndolo a la realidad del momento.
Huluk se incorporó y miró por encima de los barriles. Mientras él se lamentaba, una columna de guerreros elfos se había abierto paso hacia ellos. No los separaban ni doscientos metros.
Huluk tomó una decisión.
—Tienes razón, joven guerrero. Debemos avisar a la guarnición del pueblo. Necesitaremos algunas cosas, porque nos esperan cuatro días de viaje. Busca armas y cualquier otra herramienta que nos pueda ser útil.
—Cogeré todos los odres que encuentre —respondió Nevek asintiendo con la cabeza—. Los podemos llenar con el agua de estos barriles. Buscaré algo de comida, también. Deprisa, señor, ¡ya casi están aquí!
—Bien, nos encontraremos al otro lado del campamento, junto a la tienda del forjador de armas, o lo que quede de ella. ¡Vamos!
Nevek salió corriendo y Huluk se internó en el campamento incendiado. La coraza, medio suelta, iba dándole golpes y le rozaba la piel. Se detuvo frente a los furgones de intendencia, que empezaban a apagarse por falta de material combustible, y le dio un buen tirón a la armadura. Las correas de piel se rasgaron y la pieza cayó al suelo.
—Inútil. Maldito esclavo.
Se agachó y extrajo el hacha del tahalí atado al espaldar de la arruinada coraza. Tendría que buscar otra de repuesto.
La zona de intendencia estaba llena de cadáveres, tanto de minotauros como de humanos. En el camino también vio algunos guerreros y caballos élficos. Por lo menos habían caído algunos en la breve escaramuza. Huluk hurgó entre las ruinas y, cerca de los furgones, encontró varias cajas de comida amontonadas. Las abrió y comprobó que la mayoría contenía carne y verduras frescas, algo de pescado y una lata de especias para hacer conservas. En la última caja encontró pan sin levadura. Buscó alrededor de los furgones y encontró un saco de tela, que llenó de comida hasta la mitad.
Lo siguiente eran las armas. Debía llevarse el hacha pero no tenía dónde. Un arco les sería útil, así como una espada y su vaina. Cruzó el área de intendencia y se fue hacia la forja. Varias estacas y un yunque marcaban el lugar donde había estado la herrería. En el centro, la fragua de piedra todavía humeaba, aunque los carbones ya empezaban a enfriarse.
Algo que se movía por el lado izquierdo llamó la atención de Huluk.
Un joven salió de detrás de la fragua. Iba sucio y sus ropas estaban manchadas de sangre. Huluk reconoció al esclavo de Hran, el humano chapucero que había arruinado su coraza.
Huluk estuvo a punto de empezar una disputa. Allí, en el escenario de la destrucción y la matanza de todo un ejército, cuando todos estaban muertos o habían huido, el único ser viviente que encontraba era aquel estúpido.
La urgencia de la situación, sin embargo, no permitía que se diera el lujo de descargar su ira y su miedo sobre el esclavo humano.
—¡Tú! ¡Ayúdame! Necesito dos arcos, varias aljabas de flechas, una espada y cualquier otra cosa que pueda servirnos. ¡Date prisa! ¡Lo necesito para hoy!
Theros se volvió hacia el furgón casi totalmente calcinado. Cogió un palo y revolvió entre los restos de la carga.
Huluk hizo lo mismo con el hacha. Apenas quedaba nada que no fueran trozos de herramientas, cuyas partes de madera estaban carbonizadas. No se veía nada parecido a un arco o a cualquier otra cosa de utilidad.
—Lo siento, señor, esto es todo lo que ha quedado —dijo Theros—. Para empezar, teníamos muy pocos arcos y deben de haber… ¡Un momento!
Theros corrió hacia el punto del camino donde habían caído varios elfos. En el margen, había dos caballos muertos junto a sus jinetes. Metió la mano bajo una de las sillas, estiró y sacó un arco. En la otra montura, encontró una aljaba llena de flechas. Se volvió hacia el oficial y levantó los brazos para mostrarle sus hallazgos.
A cierta distancia, se oyó una voz aguda que gritaba en Común:
—¡Tú! ¡Sí, tú! ¡Morirás por expoliar el cadáver de un guerrero elfo!
Theros se dio la vuelta y vio a cuatro elfos que corrían hacia él blandiendo las espadas. Miró al oficial, que también había oído el grito y se agachaba tras los restos del furgón todavía humeante.
Huluk esperaba con el hacha en posición de ataque. Theros corrió hacia él y se arrodilló a su lado. Se oía el leve sonido de las botas de cuero suave que utilizaban los elfos. Huluk se mantenía al acecho. Cuando el primer elfo rodeó la esquina del furgón precedido por su espada, Huluk blandió el hacha de dentro afuera y la hoja demostró el exquisito trabajo de su forjador ya que se hundió limpiamente en el pecho del elfo, que cayó de espaldas haciendo una pirueta.
Huluk saltó hacia adelante para seguir la lucha en un espacio abierto que no le impidiera la libertad de movimientos y esperó con el hacha entre las manos. El segundo elfo se lanzó contra el minotauro. Huluk se apartó de un salto y le puso la zancadilla. Con el impulso, el elfo cayó de bruces y el minotauro le clavó el hacha en el casco. Su vida se extinguió más rápido que una hoja seca en el fuego.
Los otros dos elfos rodearon al minotauro, que tiraba del hacha para arrancarla del casco del guerrero muerto. Uno de ellos se abalanzó sobre él, pero Huluk lo esquivó como sólo podía hacerlo un minotauro bien entrenado y consiguió que, lo que podría haber sido un golpe mortal, se quedara en un doloroso tajo en el costado, del que inmediatamente empezó a manar sangre. Huluk se enfureció.
Arrancó el hacha de un violento tirón y se volvió hacia el elfo que acababa de herirlo y que, al verlo de frente, palideció. Huluk levantó el arma como si fuera a abalanzarse sobre él y el elfo se tensó preparándose para esquivar el embate de la bestia, pero Huluk adelantó el brazo y soltó el hacha, que salió volando. El elfo cayó con el hacha hundida en el pecho, sin llegar a saber qué lo había golpeado.
El cuarto elfo no perdió el tiempo y atacó al minotauro sin darle tiempo a recuperar el equilibrio; le asestó un golpe que lo tiró al suelo. Acto seguido, descargó un mandoble, pero Huluk consiguió darse la vuelta y esquivar el golpe. El elfo estaba demasiado cerca.
Huluk le puso la zancadilla, haciéndole caer de bruces. Al instante, el minotauro, que pesaría dos o tres veces más que el elfo, se le había sentado encima y lo tenía inmovilizado. Le puso las manos alrededor del cuello y lo estranguló.
Tras asegurarse de que había muerto, Huluk se levantó. El costado le sangraba profusamente.
Theros se quitó la camisa y se la aplicó en la herida para restañar la sangre. Sujetándose la tela contra el costado, Huluk apartó a Theros y recuperó el hacha.
—No la vas a necesitar allí adonde vas, minotauro.
Huluk y Theros se giraron para ver quién había hablado. En el camino había un oficial elfo ataviado con una armadura dorada. Lo acompañaban ocho guerreros armados con arcos. Ocho flechas los apuntaban.
Huluk se aproximó al oficial. A medida que avanzaba, los guerreros elfos fueron abriéndose en círculo hasta rodearlo.
—¿Adónde hemos ido a parar, eh, guerrero? —se rió el oficial elfo—. Nosotros los elfos, tan pequeños en comparación con las enormes bestias que sois los minotauros, hemos aplastado vuestro ejército. Nuestra victoria es el resultado de inteligentes tácticas militares. Nosotros no somos creaciones accidentales de los dioses como vosotros, horrible remedo de raza, o eso dicen los antiguos escritos. Somos la raza primigenia, los puros. ¡Vosotros sois una raza de engendros!
Huluk respiraba con dificultad. Le palpitaba la herida del costado. Aunque ya había empezado a cerrarse y no era muy profunda, le había hecho perder bastante sangre.
—¿A qué vienen tantos discursos, elfo? —se burló.
—¿A qué vienen tantos discursos? —lo imitó el elfo burlándose—. Quiero que me ataques. Eres un oficial del invencible ejército minotauro ¿no? Quiero llevar a mis camaradas los cuernos de un oficial como trofeo, así que atácame.
Huluk no se movió.
El elfo que tenía detrás le disparó una flecha en las nalgas. Huluk dio un salto al notar el inesperado dolor, y aulló como un lobo en las noches de luna llena.
Los elfos se rieron. Dispuestos a divertirse con su presa antes de matarla, se habían olvidado del esclavo humano.
Lentamente, con cuidado de no hacer ruido, Theros se alejó hacia la tumba de Hran. Encontró la pala donde la había dejado, hundida en el barro. La cogió por el mango y volvió junto a Huluk, que apenas se sostenía en pie. El dolor de la flecha en las nalgas era enloquecedor. Dejó caer el hacha e intentó arrancársela de un tirón.
El oficial parecía divertirse.
—¿Qué tenemos aquí? Un pequeño esclavo humano que acude en auxilio de su amo con un arma prehistórica: ¡la poderosa pala de Palanthas!
Los guerreros se rieron mientras disfrutaban del espectáculo que parecía desarrollarse para su exclusivo entretenimiento.
Theros dio una vuelta completa para examinar a sus enemigos y sopesar sus posibilidades. Comprobó que eran nulas. Volvió a mirar al oficial. En su fuero interno, no se consideraba un esclavo, ni siquiera tras después de tantos años de cautividad. Después de todo, él fue quien pidió embarcarse con los minotauros. Si no habían sido muy amables con él, por lo menos no lo habían torturado como estaba seguro de que harían los elfos. Sin duda, deseaba ser libre, pero no quería la libertad a cualquier precio.
—No tienes honor, elfo. Si lo tuvieras, lucharías conmigo como un guerrero —retó al oficial mirándolo a los ojos.
El elfo se rió con tantas ganas que estuvo en un tris de perder el equilibrio.
—¡Encantador! Un esclavo humano me desafía a un combate personal. Muy bien, volveré con dos trofeos: los cuernos de un minotauro y la cabeza de un humano. Dejad que se acerque. ¡Acepto el duelo, esclavo humano!
Los otros elfos se retiraron, pero en ningún momento dejaron de apuntar con sus flechas al minotauro herido. Theros sostuvo la pala con las dos manos y empezó a girar alrededor de su oponente. El elfo sacó la espada de una vaina incrustada de gemas, hizo brillar la hoja a la luz del sol e inició una danza circular alrededor de Theros. Cuando estaba dando la segunda vuelta, lo acometió.
La estocada fue tan rápida que Theros no tuvo tiempo de rechazarla ni de cubrirse. Le había hecho un buen tajo en el antebrazo. La hoja, que lanzaba destellos con los ágiles movimientos de muñeca del elfo, le abrió la carne dos veces más. Theros intentaba contraatacar con la pala, pero el elfo lo esquivaba sin problemas.
La exhibición era muy divertida, o eso pensaban los elfos, que se reían a carcajadas.
Theros sabía que el elfo se limitaba a jugar con él. En cualquier momento, cuando la pelea lo aburriera, le hundiría la espada en el pecho sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.
Consciente de estar en inferioridad de condiciones, Theros continuó girando mientras concebía un plan. El elfo hizo un amago de lance al pecho y le asestó una estocada en la cadera.
El joven no le dio importancia al dolor y bajó la pala, haciendo creer al elfo que se rendía, pero, en cambio, rascó el suelo y la levantó, lanzando polvo y barro a la cara del oficial, que, cegado, abrió la boca de pura sorpresa y se llevó las manos a los ojos para limpiárselos. Theros le dio la vuelta a la pala y lo golpeó en la cara con la empuñadura; el oficial cayó de espaldas al suelo y la espada salió volando por los aires.
Theros dio un paso atrás. La espada había caído en el camino, a sus pies. El elfo se sentó, sacudió la cabeza y se sujetó la nariz rota con los dedos. Sus camaradas levantaron los arcos dispuestos a dispararlos contra el arrogante humano.
—¡Bajad las armas! —gritó el oficial con voz nasal a causa de la herida.
Theros hincó la pala en el suelo, cogió la espada del elfo y la blandió en el aire.
—Es un arma excelente, señor, con el peso de la hoja perfectamente equilibrado. Un trabajo admirable —dijo y se la tendió al elfo caído con la empuñadura hacia abajo.
El elfo se quedó mirándolo. Parecía estar a punto de ordenar su muerte, pero de pronto, esbozó una sonrisa triste, se encogió de hombros y levantó la mano ensangrentada para aceptar la espada.
—Has superado a un guerrero elfo del Círculo del Abedul Plateado y lo has hecho con una herramienta de cavar. Eres un guerrero valiente y mereces vivir. Ya ha habido bastantes muertes por hoy.
»Eres libre. Puedes ir donde quieras. No te haremos daño.
Theros miró al oficial y luego desvió los ojos hacia el minotauro herido y medio desmayado.
—Aceptaré tu oferta sólo si puedo irme con mi amo —dijo colocándose junto a Huluk.
El minotauro lo miró estupefacto. Theros cogió el astil de la flecha con las dos manos y se la arrancó, mientras Huluk apretaba los dientes para no gritar. El humano lo ayudó a levantarse y los elfos no dijeron nada ni mostraron ninguna intención de detenerlo, así que recogió el hacha del minotauro. Huluk se apoyó en su hombro y los dos se alejaron por el camino, dejando atrás el campo de batalla.
Ninguno de los dos volvió la vista atrás.