25

Theros atravesó la intendencia y fue hacia el grupo de tiendas donde había encontrado a Yuri y a Telera. Desde allí siguió andando en dirección al bosque sin detenerse a mirar atrás. Todo su cuerpo temblaba de ira y horror.

«No puedo permanecer aquí —se dijo—. Moorgoth no es un general, sino un carnicero y un cobarde. Y sus hombres no son soldados, sino animales. Los humanos dicen que los minotauros son bestias, pero ellos jamás tratarían así a un enemigo de probado honor. Y ciertamente, nunca harían algo semejante a un ser de su propia especie».

Theros desabrochó la hebilla de su tahalí y se quitó la chaqueta con los colores del ejército de Moorgoth. La tiró al suelo y la pisoteó hasta rasgar la tela. Se volvió a poner el tahalí sobre la camisa blanca y se internó en la espesura del bosque. Abandonaba el ejército.

No estaba muy seguro de dónde se encontraba. El cielo se había ido cubriendo de nubes que tapaban las lunas y las estrellas, así que no podía orientarse, pero tenía una vaga noción de estar encaminándose hacia el sur, lejos del campo de batalla y de la ciudad. Anduvo entre los árboles sin verlos. En cambio, la imagen de los caballeros moribundos no abandonaba su mente, y sus alaridos aún le resonaban en los oídos.

«¿Cómo he podido estar tan ciego? —se preguntó—. Lo único que mantiene unido ese ejército es el látigo. Y yo no soy mejor que el resto. Para impedir que Yuri me dejara no he encontrado otro medio que infundirle miedo. Hran nunca me trató tan mal, y yo era su esclavo».

Siguió andando por el bosque. Apenas lograba ver dónde pisaba y avanzaba muy despacio. Tropezaba con las raíces, y las ramas de los árboles le azotaban la cara. No le preocupaba mucho la posibilidad de que lo persiguieran. Moorgoth no había hecho grandes esfuerzos por atrapar a los caballeros fugitivos y, con la borrachera general, lo más probable era que no lo echaran en falta hasta la mañana siguiente. Él no sería el único ausente. Al amanecer, Yuri y Telera también estarían lejos de allí. Theros sonrió por primera vez en aquella semana.

—¡Será la primera vez que Moorgoth se encuentra con tantas deserciones después de una victoria y con la promesa de un botín por repartir!

Finalmente, Theros llegó a un claro en el bosque. Miró al cielo con la esperanza de que las nubes se hubieran disipado y se vio recompensado por el espectáculo de dos lunas y una multitud de estrellas. Solinari y Lunitari proyectaban luz suficiente para encontrar el camino. Frente a él, se extendían los campos arados. Hacía poco que se habían recogido las cosechas, que debían de estar almacenadas en previsión del invierno.

Listas para que Moorgoth las robara.

Theros siguió avanzando sin ver a nadie. Por lo menos, él ya no formaba parte de la banda de ladrones.

Dos horas más tarde, estaba saltando un muro de piedra que separaba dos campos cuando oyó el ruido sordo de los cascos de un caballo sobre terreno blando y se echó al suelo junto al muro.

Sacó el hacha y se miró. La camisa blanca destacaba en la oscuridad de la noche. Se apresuró a quitarse el tahalí de cuero y se arrancó la camisa. Volvió a ponerse el arnés sobre el torso desnudo y cavó un hoyo para enterrar la camisa. Luego, se tumbó boca abajo en el suelo, bien agazapado.

Esperó totalmente inmóvil, sin atreverse a levantar la vista. El jinete pasó al galope por el otro lado del muro y no lo vio.

El ruido de los cascos se fue haciendo cada vez más leve. Cuando ya apenas lo oía, se incorporó y miró hacia la lejanía siguiendo la línea que describía el muro. En la distancia columbró la figura del jinete.

Era un explorador a caballo del ejército de Moorgoth. Debía de formar parte de una patrulla de avanzadilla o de la brigada encargada de poner sitio a la ciudad.

«O quizás estaba equivocado —se dijo—, y no están todos borrachos. ¡Puede que hayan salido en mi busca!».

En lugar de continuar siguiendo el muro, creyó más conveniente cortar camino a través del campo. Se topó con otro muro divisorio y lo siguió hasta donde se acababa. Desde allí, inició el ascenso a una colina y se dio cuenta de que había recorrido una buena distancia. Por el este, el sol empezaba a aclarar el cielo de un color gris oscuro.

Aquella colina era la primera de una larga cadena de montes, probablemente las estribaciones de Taman Busuk. Podía vagabundear durante días por aquellas montañas sin encontrar el camino que le condujera a la civilización. Se decía que aquel macizo estaba habitado por ogros, hobgoblins y otros seres que no sentían el menor aprecio por la raza humana. Ni siquiera Moorgoth se atrevería a enfrentarse a ellos. Al ver que se había equivocado de dirección, se puso a buscar algún camino que lo llevara más hacia el sur.

El sol asomó por el horizonte e inundó la tierra de luz y calor. Theros alcanzó la cima de una colina y se detuvo a otear los alrededores. No vio a ningún jinete ni signos de otro ser vivo. Por allí no había campos ni vallas, pueblos ni granjas. Tampoco divisó camino alguno.

Y si encontraba un camino ¿dónde lo llevaría?

Theros se dio cuenta de que no tenía dónde ir. Su taller había sido pasto de las llamas. Ése era el método de Moorgoth para asegurarse la lealtad de sus gentes, que dependieran de él. El herrero se preguntó cómo había consentido que Moorgoth lo incorporara a su ejército, y tuvo que admitir que no se lo había puesto tan difícil.

«No tengo amor propio —se dijo—. Me dejé llevar por el deseo de gloria y riquezas. Moorgoth debió de tomarme por un idiota o por el mismo tipo de canalla cobarde que es él. Y no se había equivocado tanto. No tanto».

Theros decidió cambiar de dirección, y orientándose por el sol, se encaminó hacia el oeste. El campamento de Moorgoth estaba al este del camino principal. Si avanzaba en dirección opuesta, acabaría por encontrarlo.

Se obligó a seguir andando hasta mediodía. Los rugidos del estómago le recordaron que había salido huyendo sin detenerse a coger comida. Encontró un arroyo de agua clara al pie de la colina, se aproximó a la orilla y se arrodilló a beber. Estaba sediento y el agua fría le despejó la cabeza y le calmó un poco el estómago.

A media tarde, después de haber cruzado varios montes, llegó a otro promontorio y, al mirar hacia abajo, descubrió el camino principal. Estaba desierto.

Theros descendió por la pendiente y llegó a la calzada. Una cosa tenía que agradecer a Moorgoth: su insistencia en la buena calidad de las botas para los oficiales y la tropa. Aquellas botas estaban siendo uno de sus mejores aliados.

Echó a andar en dirección sur.

El camino atravesaba un terreno igualmente montañoso pero el suelo allanado facilitaba mucho el avance y Theros empezó a adelantar más deprisa. El sol se escondió detrás de los árboles, proyectando sombras alargadas que cruzaban el camino. Ya se estaba felicitando por la facilidad con la que había escapado y sopesaba la posibilidad de concederse un descanso cuando oyó ruido de cascos.

Se dio la vuelta, y al fondo del camino, vio a un jinete que cabalgaba hacia el sur, en dirección a él.

—Puede que todavía no me haya visto —murmuró.

De un salto, se apartó del camino y se escondió entre los enormes abetos. Agazapado en las sombras, esperó.

El jinete tardó algún tiempo en llegar hasta allí. Cuando estuvo lo bastante cerca de Theros como para que éste pudiera observarlo, sofrenó a su montura y miró a su alrededor.

Theros reconoció el uniforme, la chaqueta granate con una insignia negra en la pechera. Era otro de los exploradores de Moorgoth. La única razón que podía explicar que un explorador se hubiera alejado tanto era que estuviera buscando desertores.

El explorador se inclinó encima del caballo buscando huellas en el barro. Theros agradeció a Sargas que la tierra estuviera dura como el mármol. Hacía semanas que no llovía. El explorador sacudió la cabeza y siguió adelante. No lo había visto.

De todos modos, Theros no podía volver al camino. Era evidente que iban tras él y, donde había uno, seguro que había más.

Se puso en pie y notó que se mareaba. No podía seguir andando si antes no dormía un poco, pero era extremadamente peligroso dormir al raso con los hombres de Moorgoth pisándole los talones. Theros dio la espalda al camino y avanzó entre los abetos. Al salir del pequeño bosque, se topó con una desvencijada valla de madera que rodeaba un pequeño campo. Al otro lado del campo había un granero.

Theros se retiró a la sombra de los abetos y se quedó observando.

Al parecer, el granero estaba vacío. Quizás el dueño hubiera huido espantado por la presencia del ejército de Moorgoth en los alrededores. Al ver que nadie entraba ni salía, Theros empuñó el hacha y cruzó el campo sin apartarse del lindero de la arboleda hasta llegar al granero. Recorrió todo el perímetro y comprobó que no había nadie por allí cerca. Abrió la puerta y miró en el interior. Le pareció que estaba vacío y decidió arriesgarse.

Entró en el granero y cerró la puerta tras él. En la penumbra podía distinguir algunas formas que le ayudaron a orientarse. En una esquina había una pila de heno. Era de lo más tentador, más incluso, por lo menos en aquel momento, que el lecho más acogedor de Sanction.

Theros estaba extenuado. Había estado caminando sin parar desde la noche anterior. Necesitaba descansar y decidió dormir allí.

Se acurrucó entre el heno y se cubrió totalmente. Ya le estaba venciendo el sueño cuando oyó que la puerta del granero crujía. Se abrió y una luz brillante inundó el recinto. Theros se puso en pie de un salto y se apresuró a coger el hacha.

Un minotauro gigantesco atravesó la puerta, no sin antes agacharse para que sus enormes cuernos no toparan con el quicio. Theros todavía era un niño la última vez que había visto a aquel ser, pero lo reconoció de inmediato.

—¡Sargas!

El minotauro pareció crecer todavía más al acercarse a él.

Sí, soy Sargas. Es sabio por tu parte reconocer a tu dios. Me honras.

Theros dejó caer el hacha al suelo y se puso de hinojos.

—¡Oh, gran Sargas! ¡Sois vos quien me honráis al aparecer ante mí!

Realmente te hago un gran honor, humano.

Como en la anterior ocasión, las palabras de Sargas no salían de su boca, sino que se materializaban en la mente de Theros, tan brillantes y ensordecedoras como un rayo.

¡Mayor del que mereces!

Theros levantó la vista, estupefacto.

—¿Qué he hecho que haya podido disgustaros, gran Sargas? —preguntó.

¡Has demostrado ser débil! Debo admitir que no te falta sentido del honor, pero no buscas venganza ni castigas a aquéllos que mancillan tu honor. ¡Ese semigoblin de nombre Lors ha llegado a acusarte de traición! ¡Y no sólo no le hiciste ahogarse en su propia sangre, como deberías haber hecho, sino que ni siquiera te defendiste!

Theros no supo qué alegar en su defensa y permaneció en silencio.

Sargas continuó:

Y tu aprendiz, Yuri, ha demostrado ser un espía, una criatura despreciable. ¡Deberías haberlo matado! Y, en cambio, le has ayudado a escapar. ¡Y ahora abandonas tu puesto!

—¿Cómo podéis querer que sirva a un nombre tan abyecto como Moorgoth, oh, gran Sargas? —preguntó Theros.

Si tan vil creías que era la actuación de Moorgoth, deberías haberlo retado a un combate a muerte. ¡Arrebatarle el poder y ponerte al frente de sus hombres! ¡Eso es lo que habría hecho un verdadero adorador de Sargas!

—No lo habría aceptado y, además, habría ordenado a sus hombres que me mataran… —se atrevió a argumentar Theros.

En tal caso, habrías muerto con honor a mayor gloria mía —dijo Sargas en tono solemne—, y la mancha del deshonor estaría en él, no en ti.

«Sí, pero no sé si sería capaz de apreciarlo si estuviera muerto», pensó Theros sin atreverse a decirlo, aunque no le sirvió de nada, porque Sargas oía sus pensamientos.

¡Bah! Es la sangre humana lo que te hace pensar así. Había esperado más de ti, Theros Ironfeld. No eres el hombre predestinado que me pareció adivinar en ti cuando eras un niño. De ahora en adelante; deberás trabajar duro para recuperar mi aprecio.

»¡Expía tus pecados! ¡Mejora tu comportamiento! ¡Obedéceme o no volverás a verme!

Las palabras retumbaban atronadoras en la mente de Theros, que levantó la vista con temor al castigo.

El minotauro se convirtió en un colosal pájaro negro de alas llameantes y emprendió el vuelo atravesando el techo del granero para perderse en la noche.

Theros permaneció de rodillas durante mucho rato, hasta que las articulaciones se le entumecieron. Finalmente, levantó la cabeza con la esperanza de ver un agujero en el techo y la madera en llamas.

Sin embargo, el techo estaba intacto. No quedaba rastro de la aparición de Sargas.

Pensó en las acusaciones del dios. No podía negarlas y se sintió avergonzado. Debería haber retado a Moorgoth. Tendría que haber hablado en voz alta para intentar detener la tortura. No había sido el único que se sintiera enfermar ante semejante espectáculo. Quizás algunos guerreros se habrían unido a él para obligar a Moorgoth a poner fin a su deshonrosa conducta.

«Sé realista —se dijo entonces haciendo una mueca—. Nadie te habría apoyado. A estas horas ya estarías muerto, como esos desgraciados caballeros. Yo no soy un hombre predestinado, Sargas. Te has equivocado conmigo. No deseo más que ser un buen forjador de armas».

Estaba exhausto. Se dejó caer en la pila de heno y se durmió.

Cuando Theros se despertó a la mañana siguiente, el sol entraba por los resquicios de la pared este. Pensó en los acontecimientos del día anterior y sopesó la posibilidad de que todo hubiera sido un sueño, pero sabía que no era así. Sargas había vuelto a visitarlo. Recordó la primera visita cuando apenas contaba diez años. Entonces le dijo que se le aparecería tres veces. La idea le hizo estremecerse.

Su estómago vacío le devolvió a la realidad. Se sentía aturdido y la cabeza se le iba por falta de alimento. Y también necesitaba ropa de abrigo. No podía pasearse por el campo medio desnudo. Se asomó al exterior con la máxima cautela. Junto al granero había una huerta y un campo de maíz, y en el centro del campo, vio un espantapájaros con las mangas de la camisa ondeando al viento.

Al ver que el lugar seguía desierto, Theros dejó su escondrijo y salió a mirar de cerca el espantapájaros. Los pantalones estaban rasgados pero la camisa se conservaba bastante bien. La cogió y le sacudió la paja. Se soltó el tahalí y se la puso. Una de las costuras del brazo se abrió al ponérsela pero, aunque estuviera rota, la prenda le daba un poco de calor, y el color marrón de la tela le ayudaría a pasar desapercibido en el bosque. De todos modos, necesitaría ropa de más abrigo para atravesar las montañas.

Volvió a la huerta. Llevaba años descuidada y por todas partes crecían hierbas silvestres, pero también encontró zanahorias y una hilera de patatas. Desenterró unas cuantas y se las comió crudas. Cuando ya no pudo comer más, revolvió la tierra para recoger algunas más y se las metió en los bolsillos. Nunca estaba de más disponer de provisiones.

Echó a andar hacia el sur sin atreverse a salir al camino, pero siguió su trazado en paralelo.