28

El día amaneció cálido y luminoso. En el cielo no había una sola nube. Vermala yacía acurrucado junto al fuego, sacudido por temblores tan fuertes que los dientes le castañeteaban. Theros se inclinó sobre él, le mojó el rostro ardiente con agua fría e intentó que estuviera cómodo.

Había perdido mucha sangre y la fiebre cada vez era más alta. No resistiría mucho más.

Los dos prisioneros, todavía atados el uno al otro, dormían profundamente. En algún momento de la noche, creyendo que Theros dormía, se habían echado de lado para probar de deshacer los nudos que los retenían. Una patada en la cabeza les hizo darse cuenta de su error.

—Despertad —dijo Theros a Vermala, temeroso de que hubiera caído en el extraño trance de sueño del que nadie despierta—. Intentad manteneros despierto.

—Tengo sed —dijo Vermala abriendo los ojos.

Olvidados sus conocimientos de Común por el extremo dolor que le atenazaba incluso la mente, había hablado en lengua élfica. Theros no entendió las palabras, pero le pareció captar el mensaje.

Sintió alivio al ver que Vermala se había despertado, pero ahora tenía otra preocupación. El pellejo del agua estaba vacío. Estaba sopesando el riesgo de ir a llenarlo al arroyo cuando los árboles parecieron cobrar vida. Se puso en pie de un saltó y blandió el hacha en posición de ataque.

De entre los árboles, salió un grupo de elfos en dirección al claro. Hirinthas iba en cabeza. Del bosque iban saliendo más elfos, que se unían al primer grupo.

Hirinthas se adelantó corriendo y se arrodilló junto a Vermala, que fluctuaba entre la conciencia y la inconsciencia. Otro elfo se sentó junto al herido y entonó una extraña melodía. Se soltó la bolsa que llevaba cogida a la cintura y sacó todo tipo de hierbas, pociones y linimentos.

—¿Vivirá? —preguntó Theros en Común.

El sanador elfo, ocupado en aplicar ungüentos a la herida, no le hizo caso. Cogió un frasco y obligó a Vermala a tragarse la poción que contenía. Por la cara que puso el elfo, su sabor debía de ser repugnante. El sanador dijo unas palabras en lengua élfica e Hirinthas las tradujo.

—Los minutos siguientes serán decisivos.

Hirinthas se volvió hacia el resto de elfos reunidos en el claro, unos veinte. Les dio unas breves instrucciones en su lengua, y luego se volvió hacia Theros y tradujo:

—Les he dicho que rodeen el claro. Quiero disponer de una zona de seguridad hasta que podamos marcharnos.

—Bien pensado —contestó Theros.

Los elfos desaparecieron en el bosque deslizándose entre los árboles más silenciosamente que el mismo viento, que de vez en cuando hacía rumorear las hojas. Uno de ellos quedó encargado de vigilar a los prisioneros para evitar que intentaran escapar. Los dos soldados estaban bien despiertos y no parecían muy contentos con el nuevo cariz de la situación.

Theros miraba preocupado al elfo herido. El sanador continuaba entonando la suave melodía. Aunque el herrero no entendía el significado de las palabras, la música le reconfortaba y tranquilizaba su mente. No había dormido en toda la noche y el sueño empezó a vencerle, pero entonces oyó una voz que le hablaba y se despertó sobresaltado.

—Maese Ironfeld. —Era Hirinthas.

—Perdón, me había dormido —respondió parpadeando.

Hirinthas lo miraba incómodo y parecía tener dificultades para encontrar las palabras.

—Quiero… daros las gracias por haberos quedado junto a mi primo. Y no sólo eso, anoche nos salvasteis la vida. Fui… descortés. —Se puso tenso y añadió—: Os pido perdón.

—No os preocupéis —contestó Theros con una sonrisa—. Os entiendo. Me parece que últimamente no habéis tenido muchas razones para confiar en los humanos.

Hirinthas hizo un seco gesto de asentimiento y se fue a sentar junto a su primo.

De pronto, Vermala jadeó. Dio una sacudida y quedó tumbado de lado, con un reguero de la poción marrón que había bebido cayéndole por la comisura de la boca. Al poco, las convulsiones eran continuas. El sanador le introdujo un palo en la boca para evitar que se mordiera la lengua e intentó inmovilizarlo, pero temblaba con tanta violencia que Theros tuvo que sujetarlo por los hombros con firmeza y toda la suavidad de la que fue capaz.

Al cabo de medio minuto, el elfo se quedó inmóvil. Theros pensó que estaba muerto, pero enseguida vio que abría los ojos y miraba a su alrededor; primero se fijó en Theros y luego en el sanador.

—¿Qué ha pasado? ¿Se pondrá bien? —preguntó Theros confuso.

—La fiebre ha remitido y los espíritus tóxicos han abandonado su cuerpo. Ahora empezará a sanar —le contestó el sanador, y comenzó a recoger sus hierbas y pociones.

—La cura me ha parecido casi tan brutal como la herida —dijo Theros.

—En los tiempos antiguos —repuso el sanador mientras vendaba la herida—, en nuestro pueblo había sanadores capaces de mitigar el dolor con una canción, de curar la carne desgarrada con el tacto e incluso de devolver la vida a los muertos, si hemos de dar crédito a los relatos, pero vino el Cataclismo y los dioses nos abandonaron. Ahora dependemos de nuestro ingenio y muchas veces mi arte no es suficiente.

El sanador levantó los ojos y fijó la vista en Theros.

—Habéis cuidado bien de Vermala. Habéis hecho lo necesario: mantenerlo caliente y despierto.

—He visto heridas así otras veces —contestó Theros con brusquedad—. Demasiadas veces. Demasiadas —añadió sacudiendo la cabeza.

El sanador incorporó a Vermala para que bebiera agua.

—Ya está fuera de peligro y puede ser transportado. Deberíamos llevarlo de vuelta a Quivernost.

Vermala hizo una seña al sanador para que se acercara y ambos conversaron entre susurros. Luego, el herido se reclinó y cerró los ojos. Dejó escapar un suspiro y se durmió.

El sanador se sentó y se quedó mirando a Theros con aire pensativo. Éste tuvo la impresión de que habían hablado de él.

—Si Vermala os ha dicho que me deis las gracias —dijo Theros incómodo por la exagerada cortesía de los elfos—, decidle que no piense más en eso.

El sanador arropó a Vermala con una manta.

—Sí, me ha pedido que os dé las gracias y luego me ha agradecido mis servicios y me ha transferido el compromiso de velar por vuestra seguridad durante el viaje a través de estos bosques. Junto con Hirinthas, ahora soy responsable de vuestra salvaguardia. Me llamo Berenthinis y soy el sanador de la ciudad de Quivernost —dijo el elfo haciendo una reverencia.

Theros le devolvió torpemente la reverencia. Había algo en las palabras del elfo que no acababa de cuadrarle.

—Tengo ciertas dificultades para entenderos. ¿Habéis dicho que sois el sanador de la ciudad? ¿Queréis decir con eso que sólo hay uno y que sois vos?

—Así es —contestó el elfo—. Mi pueblo considera muy ingrata la labor de atender a los enfermos, ya que le recuerda constantemente que los dioses lo han abandonado. Sabemos que es necesaria, pero casi nadie desea asumirla.

—¿Y vos estáis dispuesto a abandonar a vuestro pueblo para escoltarme? ¿Qué ocurrirá si un niño se pone enfermo o si alguien sufre un accidente?

—Eso no es de vuestra incumbencia, maese Ironfeld —respondió el elfo levantando una ceja—. He aceptado la responsabilidad y el honor me obliga a cumplirla.

Theros se rascó el mentón. ¡Malditos elfos! No tenían ni una pizca de sentido común. Además, se estaba cansando de que consideraran que estaba tan indefenso como un niño perdido en el bosque, expuesto a cualquier peligro sin su atenta tutela.

—Escuchadme, sanador. —Theros había olvidado totalmente el nombre del elfo. De todos modos, a esas alturas ya todos le sonaban igual—. Soy el único responsable de mi propio bienestar. Agradezco que queráis protegerme, pero vuestro pueblo os necesita. Estoy aquí para ayudaros, no para convertirme en una carga. Yo mismo asumiré la responsabilidad de Vermala. Os libero de vuestro compromiso.

—Como gustéis —se limitó a responder el sanador.

Bien, por lo menos no había tenido que discutir. Le pareció que al elfo tampoco le había sido muy difícil dimitir de su responsabilidad. A ningún elfo le entusiasmaría la idea de proteger a un humano por muy agradecido que le estuviera.

Theros e Hirinthas construyeron una camilla con dos ramas de pino unidas por tiras de cuero que cubrieron con ramas más pequeñas, para que el herido se acostara sobre un lecho rígido.

Hirinthas silbó como un pájaro y, a los pocos minutos, los elfos que vigilaban la zona estaban de vuelta. Habían guardado tal silencio que Theros se había olvidado de su presencia. Dos de ellos recibieron la orden de transportar a Vermala. Theros desató a los prisioneros y les dio permiso para calzarse las botas. Luego, los elfos les ataron las manos a la espalda con tiras de cuero, y todos formaron una columna, con Hirinthas al frente y Theros al final de la marcha.

Avanzaban lentamente y escogían los caminos más fáciles para evitar balancear demasiado al herido. Theros llevaba el fardo y el hacha, y no quitaba ojo a los prisioneros; se preguntaba qué iba a hacer con ellos, y con el asunto de Moorgoth. De momento, los prisioneros iban amordazados, para tranquilidad de Theros, que temía que si aquellos hombres empezaban a hablar de que años atrás él había trabajado para Moorgoth, la vida se le pudiera complicar bastante. No sería fácil explicar a los elfos su antigua implicación con aquel asesino.

Durante todos aquellos años Theros había vivido sin saber que habían puesto precio a su cabeza. La ignorancia era una bendición, o eso decían los kenders.

Llegaron a Quivernost en cuanto anocheció. Dejaron a los prisioneros en manos de la guardia de la ciudad y, después, el sanador ordenó que Vermala fuera llevado a su casa y echó a andar tras la camilla. Antes de que se marchara, Theros lo detuvo poniéndole la mano en el hombro.

Notó que el elfo se encogía y se apresuró a retirar la mano.

—Escuchad, sólo quería deciros que aprecio el hecho de que asumierais el compromiso de mi seguridad. Ha sido un gesto honorable, pero la responsabilidad para con vuestra gente es más importante. De todos modos, me habéis hecho un gran honor. —Dicho esto, Theros hizo una torpe reverencia.

Berenthinis se quedó mirándolo estupefacto.

—Sois un hombre muy extraño, maese Ironfeld. En estos tiempos es raro oír hablar de honor, una palabra poco usada por los humanos. —Le devolvió la reverencia y corrió detrás de los camilleros.

Theros se rió, pero sólo para sus adentros. «Creo que acabo de destrozar la filosofía de ese pobre elfo en lo que respecta a los salvajes humanos», pensó.

—Venid, maese Ironfeld. Os presentaré al otro humano que trabajará con vos —dijo Hirinthas cogiéndolo por el codo.

Theros siguió a Hirinthas hasta el salón de reuniones del pueblo, construido en un enorme tronco de árbol. Entraron en una gran estancia llena de elfos que comían y bebían. Era la hora de la cena y, al parecer, el lugar hacía las veces de posada cuando no se celebraba ningún acto oficial.

Hirinthas buscó con la mirada hasta dar con el único humano, aparte de Theros, que había allí. Estaba sentado a una mesa, comiendo pan y camarones. Junto a él había un elfo, ocupado igualmente en cenar. Estaban en silencio, y Theros tuvo la sensación de que el elfo era una especie de guardián. Cuando se acercaron, el humano levantó los ojos y su rostro se iluminó al ver a Theros.

Se levantó y, después de sacudirse los restos de camarón de las manos, extendió el brazo hacia Theros.

—Soy Koromer Vlusaj. Me han traído aquí en calidad de carpintero de ribera. ¡Es un placer ver a otro humano! No pretendo ofender a nadie —dijo mirando a Hirinthas—, pero es agradable encontrarse con gente de tu propia raza.

Theros se sentó junto a Koromer. Era un hombre robusto, casi tan voluminoso como el propio Theros, y su expresión era honesta y franca. Tenía la piel muy morena por el trabajo al aire libre, y el sol le había aclarado el color del pelo hasta dejárselo casi blanco. Su estruendosa risa parecía poder sacudir el árbol que los alojaba e invariablemente conseguía sobresaltar a los elfos. Sonaba como el retumbar de un trueno cuando menos se esperaba.

Hirinthas se sentó junto a Theros y frente al elfo que acompañaba a Koromer. Al momento se acercó una camarera con dos cuencos de camarones y una cesta de pan que dejó en la mesa y luego volvió con dos vasos de vino de las bodegas élficas y una jarra de agua. El herrero le dio las gracias, pero la mujer se quedó mirándolo impasible y se apresuró a marcharse. Era evidente que no había entendido una palabra.

—Me han dicho que sois herrero —dijo Koromer.

—Puedo trabajar de herrero —respondió Theros—, pero mi profesión es forjador de armas. De todos modos, podré haceros las piezas que necesitéis, siempre que disponga de una fragua, herramientas y acero.

Koromer lo puso al corriente de las herramientas de las que disponían. Theros estuvo pensando y decidió que necesitaría un equipo más completo.

—Cuando volváis a Solace —dijo volviéndose hacia Hirinthas—, podríais intentar conseguirme un…

—No vuelvo a Solace —respondió Hirinthas—. Sin embargo, gustosamente buscaré alguien que realice el encargo.

Koromer señaló con el pulgar hacia el elfo que se sentaba a su lado, y Theros comprendió la situación enseguida.

—¿Así que voy a tener un cancerbero particular? —gruñó.

—Es por vuestra seguridad —replicó Hirinthas, y las mejillas se le tiñeron de un tono rosado. Por lo menos tenía la delicadeza de sentirse un poco avergonzado—. Me han encomendado velar por vos mientras estéis en los bosques de Qualinesti. Todavía no os habéis ido. Mientras permanezcáis aquí, yo seré vuestro guardia personal. Lo mismo ocurre con mi camarada Taranthas. Ambos debemos protegeros, a vos y a maese Vlusaj, mientras trabajéis a nuestro servicio.

A Theros no le costó adivinar que, para expresar el verdadero sentido de las palabras del elfo, habría que añadir: «Y proteger a nuestra gente del contacto con los humanos».

Koromer y Theros intercambiaron miradas. No valía la pena discutir. El elfo cumplía órdenes. Por otra parte, Theros debía admitir que la idea de tener un guardia personal lo tranquilizaba. Los elfos estaban en guerra y no había ninguna razón para que se convirtiera en una víctima de una conflagración ajena. Todo lo que debía hacer era considerar a Hirinthas un guardaespaldas y no un carcelero.