18

Hacía un mes que el ejército se había puesto en marcha, y avanzaba a trompicones. Acampaban durante varios días, en los cuales los cazadores y recaudadores de exacciones aprovechaban para salir en busca de víveres y otros suministros, y luego desmontaban el campamento y seguían adelantando durante una semana, para volver a repetir el proceso una y otra vez. Intentaban avanzar el mayor número de días, por miedo a que los caballeros solámnicos, no lejos de sus posiciones, los atacaran antes de que estuvieran preparados.

—Seré yo quien escoja el campo de batalla —le gustaba decir a Moorgoth—. Nos enfrentaremos en mi terreno.

El ejército estaba compuesto de patulea, hombres y mujeres sin ley reclutados por toda la zona de Ansalon. La columna vertebral la constituían los mercenarios, que recibían un trato deferente. Comían y bebían lo mejor, y se les asignaban los mejores lugares para que montaran la tienda. El resto eran reclutas forzados o morosos. Las personas que debían dinero al barón, como era el caso de muchos de los habitantes de Sanction, podían devolvérselo sirviendo en su ejército. Eran los que más a menudo soportaban la brutalidad de los métodos disciplinarios de Uwel. Los mercenarios, sabedores de su valía, no se lo habrían consentido.

Los soldados eran casi todos humanos, con algún que otro mestizo. Moorgoth se negaba a reclutar hobgoblins u ogros, porque, según decía, era imposible disciplinarlos.

—¡No admitimos a cualquiera! —decía Uwel orgulloso.

Theros sintió alivio, mezclado con sorpresa, al ver que el Túnica Negra que le había incendiado la herrería, lo cual probaba que era un arma muy eficaz, no estuviera entre sus filas, y decidió preguntar a Uwel.

—Si hay alguien a quien realmente no se puede disciplinar es a un hechicero. Están demasiado acostumbrados a salirse con la suya y, además, son cobardes hasta la médula. Una vez reclutamos a uno y el barón dijo que nunca más repetiríamos la experiencia. La primera vez que una flecha le pasó silbando junto a la cabeza se cayó redondo al suelo y, cuando lo pinché un poco con el cuchillo para despertarlo se puso a gritar como un cerdo en el matadero. Sus gritos iban a revelar al enemigo nuestra posición, así que tuve que golpearlo en la cabeza con la empuñadura de la espada para que se callara.

—¿Y se calló? —preguntó Theros.

—Sí, señor. Para siempre, señor —respondió Uwel pensativo—. Creo que lo golpeé un poco más fuerte de lo necesario, señor.

La tropa no sabía que se iba a enfrentar a caballeros solámnicos, la única fuerza organizada que se interponía entre el ejército de Moorgoth y las ciudades y pueblos que se proponía saquear. Los oficiales sí que lo sabían, pero no decían nada a los hombres y mujeres que tenían a su mando. Los soldados debían avanzar y luchar cuando así se les ordenara, pero no podían pronunciarse acerca del objetivo o el porqué de las maniobras. Recibían su paga y Dargon Moorgoth consideraba que eso era suficiente. Si no estaban de acuerdo, Uwel Lors, el soldado más veterano, les aplicaba con diligencia sus métodos de disciplina.

Yuri no era el único que había probado el látigo de Uwel. Aquel hombre era muy rápido y hábil con el látigo y animaba, si era necesario, una marcha aburrida haciéndolo restallar sobre las cabezas de los reclutas forzosos o lamiéndoles los talones con la punta. El que se quejaba era separado de la formación para recibir un castigo más contundente. Uwel combinaba los puños con el látigo. A veces, Theros se encargaba de recoger a aquellos desgraciados, que normalmente quedaban inconscientes en el margen del camino hasta que pasaban los furgones de la retaguardia.

La cohesión de aquel ejército era el miedo y el dinero, o la esperanza de obtenerlo. Theros lo comparaba al de los minotauros, que luchaban por la gloria de su país y de su clan, así como por su honor personal. El regocijo que había sentido en un primer momento al verse formando parte de un ejército desaparecía a pasos agigantados, pero no dijo nada. Aquél no era su puesto ni su ejército y pensaba limitarse a hacer su trabajo, el trabajo por el que le pagaban… y muy bien.

Después de tres días de marcha, Moorgoth dio el alto y ordenó montar el campamento, pero advirtió a Theros que no construyera la fragua ni desembalara el equipo, ya que volverían a ponerse en marcha. Theros y Yuri estaban ocupados con las reparaciones menores que permitía hacer el fuego de una hoguera, cuando se presentó un mensajero.

—Señor, el barón Moorgoth requiere el placer de veros en la reunión que se celebrará en su tienda de aquí a media hora. ¿Puedo comunicarle que acudiréis con puntualidad?

Theros asintió y lo despidió con un gesto de la mano. No le gustaba la manera grandilocuente en la que se expresaba Moorgoth, que le obligaba a sortear las menudencias de la cortesía para llegar donde quería, pero se alegró de tener la oportunidad de hablar con él. En los últimos días, había notado que los oficiales lo rehuían, a él y a los otros dos nuevos, y cuando Theros, Cheldon o Belhesser se acercaban a ellos, se callaban. No tenía ni idea de qué podía haber hecho o dicho para ofender a nadie y esperaba que Moorgoth pudiera darle una explicación.

La tienda del comandante estaba en el centro del campamento. El estandarte del ejército, una cabeza de serpiente de color negro sobre fondo rojo, gualdrapeaba cogido a uno de los palos de la entrada, que guardaban cuatro soldados en posición de ataque. En un ejército de minotauros, sólo habría habido dos. Los guardias le franquearon el paso. Era evidente que lo esperaban. Entró en la tienda y vio que los otros oficiales ya estaban allí.

—Iré directamente al grano —dijo Moorgoth. Tenía la voz tensa y estaba sofocado—. En este campamento hay un espía. Y uno de vosotros tres —añadió señalando a Theros, Cheldon y Belhesser— es el responsable.

Los tres oficiales se miraron entre ellos. Cheldon sacudió la cabeza en señal de incredulidad. Theros se agachó y le susurró al oído:

—¿Así que era eso lo que estaba ocurriendo? ¡Naturalmente, creen que es alguien de nuestros equipos! Somos los últimos que se han incorporado.

Cheldon asintió. No dijo nada, pero parecía inquieto.

—Señores, tenemos un grave problema —continuó Moorgoth—. Cada vez que nos movemos, las fuerzas solámnicas se nos adelantan, y se mantienen a una distancia que les permita atacarnos e impedir que alcancemos el objetivo. Nuestro ejército no es tan numeroso que pueda atacar un pueblo y reservar fuerzas para repeler el ataque de esos malditos caballeros.

»Según nuestros exploradores, los superamos ampliamente en número, pero casi la mitad de sus componentes va montada a caballo y maneja armas pesadas. Nuestro principal problema, sin embargo, es su gran movilidad.

»No disponemos de más tiempo, señores. Tenemos que atacar los tres pueblos de esta zona cuanto antes. Necesito nuevos reclutas, dinero y provisiones, pero antes de atacarlos ¡debemos deshacernos de esos caballeros solámnicos!

Moorgoth miró con dureza a los tres oficiales, uno por uno. Todos ellos, incluido Theros, le sostuvieron la mirada. Moorgoth pareció satisfecho.

—Confío en vosotros, en todos, pero alguno tiene a un espía entre sus hombres. Encontradlo y traédmelo. Seréis bien recompensados. ¿Entendido?

Los oficiales asintieron con la cabeza.

Acabada la reunión, Theros, Cheldon y Belhesser celebraron otra en la tienda de este último.

—Por lo que más queráis, mantened los ojos bien abiertos. Vos especialmente, Theros —insistió Belhesser—. Conozco bien a toda la gente que trabaja para mí. Llevan muchos años conmigo. Vos, en cambio, tenéis a vuestras órdenes gente recién reclutada. ¿Quién sabe de dónde han salido y quiénes son?

Theros había escogido tres hombres para que lo ayudaran. Los eligió entre los reclutas forzosos porque tenían la musculatura necesaria para mover el pesado equipo que se manejaba en la forja. Yuri seguía siendo su aprendiz y los otros hacían los trabajos más pesados y rutinarios. Tenía razón Belhesser en que todavía no los conocía bien, así que no podía asegurar que ninguno de ellos fuera el espía, pero hasta el momento la única queja que tenía era que, siendo mayores que Yuri, lo maltrataban cuando creían que Theros no miraba.

Un día, Theros los había estado observando y estuvo a punto de intervenir, pero se lo pensó mejor y decidió que Yuri debía aprender a cuidar de sí mismo. Al fin y al cabo, no estaban en una escuela de danza para elfos. Aquello era un ejército y, en él, la vida era dura, igual que los hombres y las mujeres que la vivían.

—Estaré alerta —contestó Theros—, aunque sigo pensando que el espía debe de estar entre la chusma que sigue al ejército. Las mujeres de lo que he oído llamar el «Pelotón del placer» entran y salen a su antojo.

Cheldon Sarger dejó escapar una risa nerviosa. Los tres estaban muy tensos; tenían los nervios de punta y continuamente miraban hacia atrás.

—¡Por Morgion, puede ser cualquiera! Tendremos que guardarnos las espaldas. Por mucho que diga Moorgoth, esto significa la ruina del oficial a cuyas órdenes esté el espía.

—Probablemente, la muerte —lo corrigió Belhesser con amargura.

La reunión se acabó con aquella nota tétrica, y Theros echó a andar entre las tiendas de infantería hacia el lugar donde tenía plantada la suya.

Al atravesar el campamento, advirtió una actividad desusada. Los soldados, que cualquier otra noche habrían estado ganduleando, jugando a dados, charlando o cocinando, aquella noche, en cambio, parecían muy interesados en sacar brillo a sus armas y repasar sus armaduras. De la tienda de Moorgoth continuamente salían y entraban oficiales. Moorgoth había dicho que entrarían en combate, pero no había especificado cuándo. Era evidente que en el campamento todos sabían algo que él ignoraba. Sintió rabia. Aquello equivalía a ser acusado de traición. Su honor estaba siendo cuestionado, pero no podía defenderse, por lo menos mientras no estuviera seguro de que el espía no pertenecía a su equipo.

Theros había dado órdenes a Yuri de que lo despertara antes del amanecer. El cielo todavía estaba gris, aunque ya podía verse todo el campo y pronto el valle estaría bañado por la luz y el calor del día.

—Tráeme algo de comer de la intendencia y mira a ver si te dan doble ración de pan —dijo Theros gruñendo.

—Sí, señor —contestó Yuri, y salió corriendo.

«El espía podría ser él», pensó Theros viéndolo alejarse. «Podría ser cualquiera de mis hombres. Si es alguno de ellos, sentirá todo el peso de mi ira».

Se puso los pantalones y se calzó las botas. Theros, como todos, llevaba una chaqueta granate y, encima, un talabarte con tirantes de cuero que dibujaba una «y griega» en su espalda y sostenía una pieza de metal que le servía para sujetar el hacha de doble filo.

Hran siempre había dicho que el hacha era el arma perfecta para el herrero, ya que le permitía ir armado y estar preparado para entrar en combate, pero le dejaba las manos libres para trabajar. El hacha de guerra que utilizaba Theros era una pieza diseñada por él mismo, su favorita.

De camino a la herrería, Theros vio a Yuri en el mostrador donde se repartía la comida. La joven que le servía coqueteaba con su aprendiz y los dos estaban allí charlando como si no tuvieran nada más que hacer. De vez en cuando, la joven se sonrojaba o se reía, y Yuri la miraba con rendida admiración, un sentimiento que parecía hallar correspondencia.

¡Yuri se dedicaba al galanteo mientras él esperaba hambriento! Estaba a punto de presentarse e interrumpirlos de malos modos cuando Yuri llegó con el desayuno y la ración doble de pan que Theros le había encargado. Theros le cogió la comida sin decir una palabra y se abalanzó sobre el plato dispuesto a saciar el hambre.

La tropa había comido antes de que amaneciera. En aquel ejército, los oficiales comían los últimos. A los soldados se les servía primero para garantizar que estuvieran bien alimentados. Un ejército de soldados famélicos estaba destinado al fracaso.

Pensando en la tropa, Theros de pronto se dio cuenta de algo que le sentó como un mazazo en la cabeza. ¿Dónde estaban los caballos? El herrero apartó el plato y se puso en pie para otear el campamento. En la zona en la que se había instalado la caballería no había nada, ni caballos, ni tiendas, ni hombres.

Theros tenía un sueño profundo pero, aun así, debería de haber oído el estrépito de las tropas al partir, a no ser que se hubieran escabullido en la noche amortiguando de algún modo el ruido de los caballos ¡como si se escondieran del enemigo! Sólo que esta vez el enemigo estaba en el interior.

—¿Adónde demonios se ha ido la caballería? —le gritó a Yuri.

—Lo siento, señor —contestó Yuri parpadeando sorprendido—, pero ni siquiera me había dado cuenta de que se hubieran ido.

—¡Maldita sea! Será mejor que lo averigües —le espetó.

Las notas de la llamada del corneta a los oficiales sonaron por todo el campamento. Maldiciendo, Theros bebió un sorbo de agua y se fue corriendo a la tienda del comandante.

Al pasar entre las tropas de infantería, se dio cuenta de que los soldados estaban preparados para la partida. Los cabos y los sargentos les habían ordenado sentarse en formación y esperar a que dieran la orden de ponerse en marcha.

—¡Qué amable por parte de Moorgoth informarme de lo que está ocurriendo! —rezongó Theros mientras corría.

Entró en la tienda con el resto de oficiales y vio que Cheldon y Belhesser estaban juntos en un rincón. Se unió a ellos.

—¿Sabéis dónde está la caballería? —les preguntó en voz baja.

Los dos negaron con la cabeza, evidentemente descontentos.

—Ni siquiera los he oído marchar —dijo Belhesser—, pero está claro que los oficiales de infantería sí que tienen información, porque se han preparado para la marcha.

—Todos saben lo que pasa, menos nosotros —replicó Theros airado.

El barón Moorgoth entró en la tienda, seguido por Uwel Lors, que ordenó con rudeza a los oficiales que se levantaran y prestaran atención. Moorgoth avanzó hasta el fondo.

—Podéis sentaros. Como sabéis, esta noche ha salido la caballería.

—Perdonad, señor —saltó Theros—, pero algunos no lo sabíamos.

Moorgoth miró a los tres oficiales nuevos.

—Oficiales de intendencia, logística y forja, os debo una disculpa. No pretendía excluiros pero, como dije ayer, tengo razones para creer que el espía pertenece a vuestros equipos y todavía ninguno ha hecho nada para tranquilizarme.

Los tres oficiales se miraron.

—No confiáis en nosotros —dijo Theros rojo de rabia.

—Confío en los tres —le corrigió Moorgoth sin levantar la voz—. Por eso estáis aquí.

Theros notó que su ira disminuía. Por lo menos, no se cuestionaba su honor. Eso era lo más importante.

—A medianoche he sido informado —continúo Moorgoth— de que las fuerzas solámnicas estaban a menos de quince kilómetros de aquí hacia el norte y de que avanzaban en esta dirección. Estamos a tan sólo quince kilómetros al este de la ciudad de Milikas, nuestro objetivo. He enviado la caballería a saquearla. Atacaran a mediodía. El ataque obligará a las fuerzas solámnicas a desviarse, salir a campo abierto y enfrentarse a nosotros… ¡en nuestro terreno! ¡Bajo nuestras condiciones!

Moorgoth sonrió complacido, y lo mismo hicieron sus oficiales. El plan empezaba a dibujarse claramente.

—Mientras la caballería mantiene a los caballeros ocupados en el frente, la infantería los atacará por la retaguardia. Les tenderemos una emboscada y acabaremos con ellos sin darles tiempo a saber por quién han sido derrotados.

»Pero para que el plan funcione, esta mañana el ejército debe avanzar a marchas forzadas hasta situarse a menos de dos kilómetros de esa ciudad. Tenemos nueve horas para recorrer trece kilómetros. ¿Creéis que podremos hacerlo?

Respondieron con gritos de entusiasmo. Moorgoth sonrió y salió de la tienda, después los oficiales se miraron. ¿Un ejército de mil hombres, cada uno cargado con una pesada impedimenta, avanzando a marchas forzadas, mejor dicho, corriendo, todos esos kilómetros? ¿En nueve horas? Habían dicho que podían hacerlo; se habían comprometido.

La reunión se disolvió enseguida y los oficiales corrieron a sus distintas secciones para empezar a prepararse.

Theros impartía órdenes con voz seca, apremiando a sus ayudantes. Envió a Yuri en busca de los furgones. Cuando llegaron, la forja ya estaba desmontada y los paquetes preparados para ser cargados. Estaban colocando los pesados cajones en las carretas cuando se acercó el barón Moorgoth.

—Así me gusta, soldados. Seguid con vuestro trabajo. Capitán Ironfeld, quisiera hablar un momento con vos.

Moorgoth se llevó a Theros a un lado y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba. Cuando hubo comprobado que estaban solos, se puso en cuclillas, sacó un mapa y lo desplegó en el suelo.

—Ironfeld, vos y las otras unidades de logística forzosamente iréis más lentos que el resto del ejército. Os asignaré una compañía de infantería para que os escolte. Cuando lleguéis a este punto de aquí —dijo Moorgoth señalando la zona en el mapa— quiero que montéis la fragua. Si el plan tiene éxito, deseo encontraros haciendo flechas y lanzas a nuestro regreso. Enseguida necesitaremos repuestos. ¿Podréis hacerlo?

—Sí, señor. Pero ¿por qué me lo decís a mí? Belhesser Vankjad es el comandante de logística.

—Os lo digo a vos porque necesitáis saberlo. Ya se lo he dicho a Vankjad y él se lo está diciendo al intendente. Algo os ronda en la cabeza, Ironfeld. ¿Qué ocurre?

—Señor —repuso rascándose la barbilla—, no me gustan todos estos secretos. Nos aparta del resto del ejército. Los oficiales no confían en nosotros. Somos leales, igual que ellos.

—Sí, lo sé —replicó Moorgoth—, y ahora también sé dónde está el espía, pero aún no sé quién es. No os preocupéis, no pertenece a vuestro equipo. Podéis respirar tranquilo.

Theros dejó escapar un suspiro de alivio. Moorgoth sonrió y le dio una palmada en el hombro.

—Debo marcharme. Nos veremos esta noche. Procurad llegar a tiempo a vuestro puesto. ¡Buen viaje!

Theros saludó militarmente y el barón regresó al frente de la columna que ya se estaba formando. Si su plan tenía éxito, Moorgoth sería un héroe. Si no, Theros podría volver a encontrarse huyendo de un enemigo victorioso.

No se le daba muy bien pedir ayuda, pero rogó a Sargas que se interesara por ellos. Theros no conocía tanto al dios, pero estaba convencido de que Sargas no apreciaba especialmente a los Caballeros de Solamnia.