19
El barón Dargon Moorgoth se puso al frente de la columna. Su escolta ya estaba preparada para emprender la marcha. El portaestandarte, un joven oficial de buena estatura llamado Berenek, sostenía la insignia desplegada a la brisa de la mañana. Sólo hacía una hora que el sol había asomado por el horizonte.
Theros se quedó mirando la escolta del comandante. La componían cuatro oficiales, incluido Berenek, y cuatro guerreros con el grado de sargento. Normalmente, la caballería pesada hacía la función de guardia personal de Moorgoth, pero aquel día se les había asignado otra misión. Los sargentos, que solían ser sus secretarios y escribientes, asumirían el papel de guardias personales. Al ver sus rostros ajados y sus palmas callosas, Theros dedujo que el barón Moorgoth estaba en buenas manos.
—¿Preparados para partir?
La respuesta fue unánime. El barón agitó el brazo y empezó a correr a buen ritmo por el camino. Su escolta lo seguía a pocos pasos. Los comandantes del batallón de infantería gritaron la orden de ponerse en marcha y todo el ejército echó a andar a un paso ligero que enseguida se convirtió en un trote más rápido. Como una gran babosa, el ejército avanzaba reptando por el camino.
Después de correr dos kilómetros, la larga marcha forzada empezó a hacer mella en la línea de hombres y mujeres, de aspecto cada vez más cansado, pero ninguno de ellos se planteaba quedarse rezagado. Para empezar, eso significaría probar el látigo de Uwel, pero además serían ridiculizados por sus compañeros, que los tratarían de enclenques.
Dos kilómetros más adelante seguían corriendo a buen paso. La impedimenta de la tropa no era excesiva, pero cada uno de ellos llevaba su arma y víveres para la jornada. Aun así, avanzaban deprisa. Hombres y mujeres se esforzaban en mantener el trote, conscientes de que cuanto más rápido recorrieran la distancia, más tiempo tendrían para descansar al llegar a su destino.
Los furgones del bagaje habían quedado muy atrás. Los alcanzarían mucho más tarde, quizá cuando la batalla ya estuviera sentenciada.
A los cinco kilómetros, Moorgoth dio el alto. Detrás de él, los soldados se dejaron caer al suelo, sudando y jadeando.
Moorgoth se quitó las botas. En el talón del pie izquierdo se le había formado una ampolla de buen tamaño. Sacó la daga y la pinchó para que se vaciara de líquido. Tras calzarse de nuevo las botas y apretar bien las correas, se puso en pie y probó a caminar. El dolor sólo era una molestia menor.
Retrocedió paseando entre las filas de la primera compañía y se paró a hablar con los grupos de soldados.
—¿Qué me dices, cabo? ¿Seréis capaces, tú y tu sección, de aguantar hasta el final?
—Lo seremos, señor. No lo dudéis.
Satisfecho con la respuesta, Moorgoth volvió a su puesto al frente de la columna. Se sentía bien, y el pie aguantaría.
—¿Preparados? —preguntó a su escolta.
Agitó el brazo sobre la cabeza y echo a andar a paso ligero, pero sin correr. Aunque el ritmo era rápido, los soldados agradecieron el respiro. Necesitaban un descanso.
No volvieron a parar hasta llegar a un pequeño bosque que se extendía a ambos lados del camino. Al entrar bajo la sombra de los árboles, vieron a un grupo de tres mujeres que avanzaban hacia ellos montadas en una carreta tirada por un burro. Asustadas ante la vista de los soldados, saltaron por los lados y huyeron despavoridas, abandonando la carreta en el camino.
—¡Cogedlas! —ordenó Moorgoth.
Sus hombres enseguida atraparon a dos de ellas, pero la tercera corría como un gamo, aumentó progresivamente la distancia que la separaba de su perseguidor, más lento a causa de la armadura.
—¡Detenedla! —ordenó el barón mirando hacia atrás.
Uno de los arqueros se adelantó, tensó el arco, apuntó cuidadosamente y lanzó una flecha, que voló silbando entre los árboles. Un instante después, la mujer tropezaba y caía de bruces con una flecha clavada en la espalda.
—Buen disparo, cabo. Bien hecho —lo felicitó Moorgoth.
El soldado saludó y volvió a su puesto entre las filas, mientras el barón lo observaba para recordarlo. Había decidido asignarle una parte extra del botín.
Los miembros de su guardia personal regresaron con las otras dos mujeres, que gemían horrorizadas por el asesinato de su compañera. Uno de ellos se acercó al barón para recibir órdenes.
—Si las dejamos ir, señor, seguro que cuentan que nos han visto.
—Mátalas —contestó el barón.
Las mujeres se pusieron a gritar entre sollozos. Una de ellas, una mujer mayor con el pelo cano, se arrodilló y levantó las manos pidiendo clemencia. Ante esto, el hombre al que se le había encomendado el trabajo, se sintió incómodo y se puso a juguetear con el arma sin decidirse a clavarla.
—Esto no me gusta señor —dijo—. No vine aquí para matar niñas y abuelas.
—Podríamos atarlas y dejarlas en el bosque —sugirió otro.
Moorgoth se puso furioso viendo cómo perdían el tiempo. Sin embargo, no dijo nada. Se limitó a mirar a su alrededor buscando a Uwel Lors.
Uwel se adelantó. Cogió a la mayor y la tiró al suelo. Sacó la daga y, cogiéndola del pelo, le echó la cabeza hacia atrás y le rajó la garganta. La más joven lanzó un grito y se desmayó, de manera que le facilitó el trabajo a Uwel, que se agachó y le hizo un profundo tajo en el cuello. Ahora que ya no tenía remedio, los dos hombres a los que se había encargado la ejecución ayudaron a Uwel a apartar los cuerpos a un lado del camino.
El barón Moorgoth también se fijó en ellos para recordarlos. Después de la batalla, les diría unas cuantas cosas. Bueno, más bien sería Uwel quien se las dijera. Moorgoth volvió a agitar el brazo para reemprender la marcha, dejando los cadáveres allí mismo. El asustado burro se había quedado enganchado a la carreta a un lado del camino, rebuznando tristemente mientras el ejército pasaba de largo.
Theros iba al frente de la caravana de furgones que seguía al ejército. Él y Belhesser marchaban a pie, acompañados de Yuri y los soldados de la herrería. A continuación venía el personal y los furgones de intendencia y, por último, la retaguardia, compuesta por sesenta soldados y un oficial. La columna avanzaba lentamente.
—No me extraña que nos hayan dejado aparte —comentó Theros a Belhesser.
—A mí tampoco, vamos mucho más lentos que el grueso del ejército. Cuando lleguen a la zona escogida para tender la emboscada, nosotros todavía estaremos a medio camino.
Recorrieron seis kilómetros sin parar y se internaron en el mismo bosque donde había estado el ejército una hora antes. De pronto vieron el burro y la carreta parados a un lado del camino.
—¡Qué extraño! Y ahora, ¿qué hacemos? —se preguntó Belhesser, y dio orden de detenerse.
Los furgones del bagaje eran la savia del ejército y, aunque aquello parecía algo de lo más inocente, constituía un riesgo que se habría de tener en cuenta. Todo el mundo sabía que los hechiceros eran capaces de utilizar sus sibilinas artes para convertir objetos tan aparentemente inofensivos como aquella carreta en trampas mortales para los incautos.
—Ya me adelanto yo a inspeccionarlo.
Theros cogió el hacha e hizo un gesto a Yuri y a sus ayudantes para que lo acompañaran. Llegó el primero al lugar donde estaban tendidas las mujeres y se acercó a investigar. Los cadáveres, envueltos en un enjambre de moscas, yacían sobre charcos de sangre. Una de ellas no tendría más de dieciocho años. La otra, más vieja, debía de ser su madre, o quizá su abuela.
Theros, con el temor de ser víctima de una emboscada, miró a su alrededor, pero no vio ni oyó nada. El bosque estaba en absoluto silencio, pero eso no era raro teniendo en cuenta que acababa de pasar un buen número de soldados. Le dijo a Yuri que siguiera avanzando e hizo un gesto a la columna para que se aproximara. Los soldados de infantería de la retaguardia se acercaron corriendo con las armas en la mano.
El comandante se detuvo al ver los cadáveres.
Belhesser, que corría detrás de él, habló el primero.
—¿Qué puede haber ocurrido? No creo que el barón temiera nada de dos mujeres.
El comandante de infantería dejó escapar una risa cruel.
—El barón Moorgoth no podía permitir que huyeran gritando que habían visto un ejército. Habrían advertido a los malditos caballeros solámnicos.
Theros se encogió de hombros como dándole la razón. Si en algún momento había sentido cierta piedad, se apresuró a sofocarla.
—Han tenido mala suerte. Simplemente, estaban en el lugar equivocado y en el peor momento.
Yuri regresó corriendo del otro extremo del bosque. Estaba pálido y todavía palideció más al ver los cadáveres en la zanja. Hizo un ruido con la garganta, se llevó la mano a la boca y se apresuró a darse la vuelta.
—¿Qué te pasa, Yuri? —le preguntó Theros con dureza.
Los demás intercambiaban miradas y sonreían. Theros le dio un sopapo en la oreja.
—Compórtate —le dijo en voz baja—. ¡Te están mirando!
Boqueando y mordiéndose los labios, Yuri informó:
—Hay otra mujer muerta en el camino, allí —dijo señalando hacia adelante.
—¿Estás seguro de que está muerta?
Yuri, incapaz de articular palabra, asintió con la cabeza.
—Bueno, entonces no constituye ninguna amenaza. Lo mejor será continuar adelante —dijo Belhesser.
La infantería y los furgones pasaron junto a los cadáveres y siguieron adelante. A una orden de Theros, Yuri cortó el arnés del burro para liberarlo. No había ninguna razón para hacerlo morir de sed y de hambre. El burro se alejó trotando entre los árboles, contento de poder alejarse del olor a sangre y a muerte. La carreta se quedó en el margen del camino.
Theros pasó junto al cuerpo de la tercera mujer asesinada. La habían disparado por la espalda con un arco; el astil roto de la flecha todavía sobresalía de su espalda. Estaba tendida en el camino, allí donde había caído. Los soldados le habían pasado por encima dejándola apenas reconocible. Su cuerpo era un amasijo de huesos y sangre.
Yuri caminaba mirando hacia atrás, tropezando a cada paso.
—Por lo menos, deberíamos haberlas enterrado —dijo con voz ahogada.
—No hay tiempo —gruñó Theros.
De pronto, Yuri exclamó en voz baja:
—¡Odio este ejército! ¡Odio al barón! ¡Ojalá que los maten a todos!
—¡Un deseo bien estúpido, muchacho! —le contestó Theros con una mirada fiera—. Es como desear tu propia muerte.
—No me importaría demasiado —dijo Yuri—. Ni siquiera sé si quiero vivir.
Theros no dijo nada más. Le pareció que notaba en la nuca el aliento caliente de un Sargas furioso. Un minotauro jamás habría cometido un acto tan cobarde y deshonroso. En ese momento, Theros se avergonzó de pertenecer a la raza humana.
Siguieron andando.
El barón volvió a dar el alto. Era mediodía y estaban a menos de tres kilómetros de su destino. Si todo había ido según lo previsto, la caballería estaría atacando la ciudad en ese mismo momento.
—¿Cómo les irá, señor? —le preguntó Berenek, el portaestandarte—. A la caballería, me refiero. Espero que les vaya bien. Mi hermano está con ellos.
Moorgoth le dio una palmada en la espalda.
—Me había olvidado de que Wirjen Jamaar es tu hermano mayor. Es mi mejor oficial de caballería. Estoy seguro de que sabrá salir victorioso. ¿También tú te llamas Jamaar?
—No señor, mi apellido es Ibind. Wirjen y yo sólo somos hermanastros. Su padre murió en una emboscada que le tendieron los goblins antes de que yo naciera y mi madre volvió a casarse.
Un mensajero de la avanzadilla que retrocedía corriendo interrumpió la conversación. El hombre tardó unos segundos en recuperar el aliento.
—Señor, me han ordenado que os muestre dónde encontraros con el sargento Jogoth. Hemos enviado exploradores por toda la zona. Desde donde nos hemos apostado, se divisa la ciudad.
El barón se mostró muy interesado.
—¿Y cómo va el ataque de la caballería? ¿Podéis verlo?
—Parece ser que ya han entrado. Desde allí se oye ruido de lucha, probablemente con los guardas de la ciudad, pero no se ve nada.
—¿No hay señales de los caballeros?
—No, señor.
—Bien.
Moorgoth ordenó volver a avanzar a la carrera, pero todos estaban cansados y corrían más lentamente que en los primeros kilómetros. De todos modos, cuanto antes se desplegaran, más tiempo tendrían para descansar y más se habrían recuperado cuando llegara el momento de enfrentarse al enemigo.
El barón aceleró el paso.
—¡Vamos, desgraciados, más deprisa! —gritó por encima del hombro.
No se molestó en mirar hacia atrás para comprobar que la columna apretaba el paso. Si era necesario, lo seguirían aunque corriera como un gamo, porque sabían que desobedecerle significaba enfrentarse a la ira de Uwel Lors.
El mensajero corría junto al barón. Un kilómetro y medio más adelante, el camino descendía por una ligera cuesta. A la izquierda se levantaba una colina bastante alta, que rodearon en dirección a las frondosas márgenes de un río. El mensajero señaló hacia allí y dijo:
—En aquel bosque, señor. Allí es donde estamos apostados. Al otro lado, a unos quinientos metros, está la ciudad. En el campo que separa el bosque de la ciudad no hay nadie. Supongo que están todos defendiendo la ciudad. Hemos explorado a fondo la zona sin encontrar huellas de nadie. O no hay nadie o son muy buenos en el arte del camuflaje.
Fueron reduciendo el ritmo de la carrera hasta acabar andando a la entrada del bosque, donde dejaron el camino para adentrarse entre los árboles. En cuanto el barón piso el suelo del bosque, otro explorador asomó por detrás de un árbol.
—¡Señor! ¡Por aquí, señor! —dijo haciéndole señas de que se acercara.
El mensajero siguió adelante, guiando al resto del ejército a través del bosque. Mientras, el sargento que había llamado al barón le mostró un mapa dibujado con carbón sobre un trozo de corteza de árbol.
—Ésta es la distribución, señor. Decidme si deseáis realizar algún cambio.
El esbozo garabateado en la corteza situaba la ciudad y el lindero del bosque. El camino llegaba a la ciudad unos mil metros después de salir de entre los árboles. La primera y la segunda brigada de infantería formarían en el bosque y los arqueros se desplegarían delante, en el lindero del bosque. El grupo de mando estaba representado por un círculo situado en medio de las tropas.
—Sí, está bien, sargento. Cuando hayáis acabado de colocar las tropas en sus posiciones, reunid a vuestros hombres y colocaos cerca del camino. Cuando nuestra caballería se retire hacia allí, detenedla y haced que forme al otro lado del bosque, escondidos pero sin alejarse demasiado del camino. Quiero que estén preparados para regresar al galope en el momento oportuno. Y ahora, enviadme al capitán Jamaar. Adelante, sargento.
Las tropas todavía estaban entrando en el bosque y se dirigían a sus posiciones. Estaban todos tan cansados que nadie hablaba. El último tramo recorrido a la carrera los había dejado sin fuerzas. Ahora, por lo menos, podrían recobrar el aliento. Moorgoth les devolvía los saludos militares que le dedicaban al pasar por su lado.
Finalmente, llegó la retaguardia. Era la última compañía de la segunda brigada. El comandante de la unidad saludó al llegar junto al barón.
—Señor, nosotros somos los últimos. Hemos dejado en el camino a sesenta y un soldados. La mayoría cayeron de agotamiento. Los dejamos para que los recogiera la caravana de furgones. No hemos visto que nadie nos siguiera.
Sesenta y un soldados no habían sido capaces de aguantar el extenuante paso y habían abandonado la columna. No estaba mal para un ejército de tales dimensiones, nada mal. Cualquier otra hueste de similares proporciones habría perdido el triple de hombres, o más. De todos modos, Moorgoth pensaba asegurarse de que esos sesenta y un soldados fueran azotados y perdieran la paga. No estaba dispuesto a pagar a gente que no fuera capaz de aguantar el ritmo del grupo.
Él barón siguió a la última compañía a través del bosque y fue en busca del grupo de mando, situado justo frente a la ciudad.
Una bandera roja ondeando al viento indicaba la situación de su tienda. Al verla, el barón se enojó.
—Berenek, esconde esa bandera. ¿Qué pasaría si alguien de la ciudad viera una bandera roja en el bosque? No la vuelvas a sacar hasta que salgamos de aquí. Pasa la voz de que quiero ver a los oficiales superiores aquí reunidos dentro de diez minutos.
La trampa estaba tendida y ahora se trataba de esperar. ¿Picarían el anzuelo los caballeros solámnicos?