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Klaf entrechocó los guanteletes que cubrían sus puños.

—¡Sí, sí! ¡Eso es! ¡Seguid presionando!

Desde el montículo que ocupaba, el grupo de mando sólo podía ver con claridad las líneas que tenía delante, ya que las tropas de los regimientos centrales las tapaban las alas derecha e izquierda. La infantería de choque, avanzada respecto a las líneas principales, había conseguido que los elfos arqueros se destacaran del frente de combate élfico. La mayoría de los guerreros de choque cayeron cuando la primera línea del ejército enemigo detuvo su avance y disparó una devastadora lluvia de flechas. Los minotauros atacaron en respuesta, demostrando que, en el combate cuerpo a cuerpo, les daban quince y raya a los elfos arqueros.

Klaf veía que los dos ejércitos cada vez se aproximaban más. En ambos bandos empezaron a caer las víctimas de los arqueros. Los mercenarios de su flanco izquierdo arrojaban andanadas de flechas en las líneas élficas. Los frentes ya estaban a menos de doscientos metros. Klaf se volvió hacia el corneta.

—¡Ahora, muchacho! ¡Toca a la carga!

La llamada del cuerno resonó claramente en todo el campo de batalla, pero enseguida fue ahogado por el grito de guerra minotauro. Parecía que aullaran las banshees, los espectros que anuncian la muerte. Avanzaron campo adelante, blandiendo hachas y espadas, empujados por el ansia de despedazar carne élfica.

Los elfos se quedaron petrificados ante el despliegue, y sus oficiales ordenaron cerrar filas. La primera línea se arrodilló y lanzó una descarga cerrada sobre la horda de minotauros medio enloquecidos que se les echaba encima. Cientos de ellos cayeron, pero otros muchos centenares continuaron avanzando. Los elfos buscaron en sus aljabas para cargar los arcos con nuevas flechas, aunque muchos bajaron el arco y sacaron las espadas, preparándose para recibir a los atacantes.

Las dos líneas toparon con un atronador entrechocar de acero y hueso. El mero tamaño de los guerreros minotauros, combinado con su delirante exaltación guerrera, fue suficiente para abrir huecos en varios puntos de los regimientos del frente del ejército élfico.

Klaf observaba complacido. La infantería pesada no tardaría en merendarse el primer cuerpo de elfos. En la carga había sucumbido más de un tercio de los guerreros del cuerpo de ataque, o eso le parecía ver desde donde estaba. Si conseguían hacer huir a la desbandada a ese primer cuerpo, en la carrera toparían con los dos cuerpos siguientes, produciendo el pánico o, por lo menos, desordenando sus filas, y la moral de sus tropas subiría como una flecha élfica elevándose hacia el sol. La clave residía en la sorpresa del impacto seguida de un violento ataque con el grueso de las fuerzas. Tendría que hacer intervenir a los guerreros de reserva.

Dio una palmada al corneta en el hombro derecho. Sería difícil que se oyera la llamada, dado el increíble estruendo reinante.

—¡Toca a avance! —aulló Klaf, e hizo una señal a Olik para que se adelantara con el estandarte.

Las notas del cuerno retumbaron claramente sobre el fragor de la batalla. Los cuerpos de reserva avanzaron hacia el tumulto.

Un relampagueo brillante en el centro de las líneas de su ejército llamó la atención de Klaf. La explosión abrió un agujero circular de unos tres metros en las primeras líneas de los minotauros, y veinte guerreros se desplomaron. Klaf no pudo ver de dónde provenía la explosión, pero sabía bien de qué se trataba. Cualquier comandante experimentado podía reconocer la magia bélica en cuanto la veía. En algún lugar había un mago y no podía estar lejos del frente, porque los encantamientos tenían un alcance limitado en los campos de batalla.

Klaf se giró e hizo una señal a dos de sus guerreros de élite.

—¿Habéis visto la explosión que se ha producido allí? —Los guerreros asintieron y Klaf continuó—: Id para allá, encontrad al hechicero elfo y hacedlo pedazos.

Los dos guerreros saludaron y salieron disparados. Era su momento de gloria. Rebasaron a los guerreros de primera línea y, aprovechando uno de los huecos abiertos en las líneas élficas, irrumpieron en el interior del primer cuerpo del ejército enemigo y lo cruzaron hasta alcanzar las líneas posteriores. Varios elfos se volvieron de espaldas dispuestos a luchar contra ellos, pero los minotauros se movían a tal velocidad que pronto los perdieron de vista.

Klaf no apartaba los ojos de los dos guerreros. Si el mago seguía actuando, todo el plan de batalla que había concebido se iría al traste. Los minotauros no eran soldados que hicieran uso de la magia, porque consideraban que el honor y la gloria se obtenían en la batalla, no a través de estratagemas y libros de sortilegios.

Klaf divisó a un elfo rodeado de un pequeño grupo de cuatro guardaespaldas. Aunque, hasta entonces, no lo había distinguido, ahora lo veía claramente. El elfo que estaba en el centro debía de ser el comandante del primer cuerpo o el hechicero que lanzaba los encantamientos. Fuera uno u otro, su muerte redundaría en provecho de los minotauros. Los dos guerreros atacaron al grupo blandiendo sus hachas.

Otra explosión conmocionó las líneas del frente minotauro y esa vez Klaf percibió con claridad cómo el elfo del grupo conjuraba la bola de fuego, pero ése había de ser su último conjuro. A los pocos segundos, el mago caía en manos de los minotauros, que habían degollado a los guardaespaldas y ahora descuartizaban al hechicero. Los soldados elfos de las brigadas traseras se volvieron y atacaron a los dos guerreros de élite. Cuatro elfos más cayeron antes de que consiguieran abatirlos. Klaf movió la cabeza complacido. Habían cumplido su misión y su muerte los cubría de gloria e inmenso honor.

Elfos y minotauros intercambiaban golpes a lo largo del frente, pero estos últimos iban ganando posiciones. Su corpulencia y arte en la guerra superaban la exquisita esgrima élfica, y la mejor baza de los elfos, sus arqueros, de poco les servía en el combate directo. Aun así, los minotauros también pagaron el precio de la batalla. Muchos cayeron, pero los muertos enardecieron a sus compañeros.

Theros se puso a cavar más rápido. La tierra retumbaba con el estruendo procedente del bosque, a sus espaldas. Levantó la vista y vio que Hran se ataba el tahalí del hacha a la espalda. De pronto, reconoció el ruido: eran cascos de caballo.

Hran cogió el hacha en la mano y la sopesó. Era un arma bien equilibrada, tallada de un extremo al otro con símbolos y representaciones de escenas bélicas. Bajo la mirada atónita de Theros, Hran se puso en medio del camino y blandió su hacha adoptando una postura de ataque.

Un semental blanco con barda de cuero surgió del bosque al galope y pasó junto a Hran sin detenerse. Sobre la bestia cabalgaba, con la espada en alto, un elfo ataviado con una coraza de metal. Un segundo y un tercero pasaron de largo a Hran, sin ni siquiera acercarse lo bastante para molestarlo, pero el cuarto lanzó un grito de guerra y se lanzó directamente hacia el herrero. El caballo amenazaba con echársele encima pero, en el último momento, Hran lo esquivó limpiamente e interpuso el hacha en su camino, hundiéndosela en el pecho. El animal cayó de rodillas derrumbando al jinete. Sin darle tiempo a levantarse, Hran lanzó el hacha y se la incrustó en el espinazo. Corrió luego a recuperarla, y poco faltó para que no llegara a tiempo.

El grueso de la caballería élfica se desplegaba por todo el campamento, exterminando todo lo que se moviera. Muy pocos minotauros ofrecieron resistencia, pero Hran fue uno de ellos.

Uno de los jinetes rodeó el furgón y dirigió su brillante espada contra Theros, que estuvo a punto de perder la cabeza, pero el caballo se vio impelido a saltar por encima de la fragua y la sacudida hizo titubear al guerrero.

Theros, que deseaba desesperadamente tener un arma entre las manos, no pudo hacer otra cosa que tirarse de cabeza al hoyo, aunque un segundo después ya intentó asomarse para ver cómo le iba a Hran; tuvo que quedarse sin saberlo, porque la fragua le tapaba la vista.

Seguían llegando elfos. Uno de ellos pasó con una antorcha encendida y la lanzó al interior del furgón de la forja. La brea salpicó la pared de madera, que de inmediato se incendió. En pocos segundos, todo un costado del furgón estaba en llamas e incluso la lona húmeda que habían enrollado empezaba a arder.

Theros se puso de rodillas justo a tiempo de ver a otro caballo con barda que se dirigía hacia él. Una vez más, se echó a tierra, y caballo y jinete saltaron sobre la fragua y siguieron adelante, probablemente sin advertir la presencia del esclavo humano que allí se escondía.

Theros volvió a incorporarse. Los cascos ahora sonaban tras él, alejándose hacia el campo en el que se enfrentaban los ejércitos. Oyó un inesperado chasquido y, al volverse, vio que el furgón entero, con todas las herramientas y los materiales de la herrería, se había incendiado.

Hran estaba en medio del camino con una flecha clavada en el hombro, a la que, sin embargo, no parecía dar importancia. Un grupo de elfos dio la vuelta y cargó a través del campamento, acorralando a los que huían y despedazándolos cuando les daban alcance. Hran no corría.

El elfo que iba en cabeza de la caballería pesada se lanzó hacia Hran. Desarmado, Theros no podía hacer más que observar el desigual enfrentamiento. El elfo lanzó un grito de guerra y acompañó su delgada lanza en un movimiento descendente. Hran intentó esquivar el golpe como había hecho otras veces, pero fue demasiado lento. La lanza cortó limpiamente el cuero de su armadura y se le clavó en el costado, del que empezó a manar sangre. Hran se llevó una mano a la herida. Con la otra levantó el hacha, pero describió un giro demasiado amplio que permitió al elfo pasar de largo al galope.

El siguiente elfo intentó repetir la maniobra, mas sostuvo la lanza demasiado baja y Hran consiguió hundirle la punta en el suelo y hacer saltar al elfo de la silla sin darle tiempo a saber qué había ocurrido. El caballo siguió su camino y el elfo cayó a pocos pasos de Hran, quien se acercó cojeando y le hundió el hacha en la cabeza, lo que hizo saltar sangre, sesos y astillas de hueso.

Hran cargó hacia adelante para acometer a otro elfo que se aproximaba a caballo. La herida del costado ya empezaba a debilitarlo. Cuando vio que el minotauro se acercaba, el elfo frenó a su montura y la hizo corcovear. Hran se lanzó hacia el vientre del animal con movimientos torpes. La sangre que había perdido y el agotamiento superaban su determinación. El caballo le pateó el pecho y lo tiró de espaldas.

El elfo saltó a tierra y corrió hacia el herrero, dispuesto a acabar con él allí mismo. Desenvainó la espada y descargó un brioso mandoble, pero Hran rodó sobre sí mismo y se puso en pie. El elfo, sin embargo, no se dejó sorprender y le hundió la espada en el corazón.

Hran se miró la herida e intentó levantar el hacha, pero se le resbaló entre los dedos, y cuando el elfo retiró la espada, cayó de bruces en el barro. El elfo se fue y el resto de la caballería ya se alejaba a través del campamento.

Theros sintió que le invadía una oleada de rabia y corrió al lado del minotauro. Le dio la vuelta y lo sentó. Hran miraba sin pestañear el campo arrasado y en llamas. Estaba muerto.

Las lágrimas que el dolor físico no había logrado arrancarle, ahora se agolpaban en los ojos de Theros. Hran, su amo, también había sido su mentor y su amigo.

En el camino yacían los cuerpos de ocho guerreros elfos. Theros arrastró el cuerpo de su amigo y lo colocó junto a la zanja que momentos antes le había salvado la vida. Había muerto como un verdadero guerrero, llevándose consigo a ocho de los mejores guerreros de Silvanesti.

Theros volvió a cavar. Con cada paletada, la ira aumentaba en su interior. Habían sesgado la vida de Hran en un acto deshonroso. Los elfos, sabedores de que el grueso de las fuerzas estaban desplegadas en el campo de batalla, habían atacado por detrás. Miró hacia el furgón de intendencia y vio que los elfos no sólo habían sacrificado a los minotauros, sino también a los esclavos humanos, en su mayoría desarmados.

Era una estrategia de cobardes, cobardes sin honor.

Theros siguió cavando.