30

Theros estaba descansando un rato de su trabajo, mientras bebía una jarra grande de agua tibia, cuando dos hombres entraron en su taller. Bajó la jarra para mirarlos y pensó que en toda su vida no había visto a una pareja tan peculiar. Uno de ellos era un guerrero por sus ropas, un mercenario y el hombre más grande que Theros, que no era precisamente pequeño, hubiera visto nunca. Robusto y de aspecto jovial, tenía una cara franca en la que las emociones se transparentaban con la facilidad con que la brisa riza la superficie de un remanso de agua.

Theros vio en él a un cliente y le hizo un gesto asomando la cabeza por encima de la jarra. Luego, se fijó en la persona que lo acompañaba y frunció el ceño. El camarada del hombretón era un hechicero, un Túnica Roja, y sostenía en sus manos un bastón de extraña apariencia. Theros no solía prestar mucha atención a los bastones, a no ser que alguien le trajera alguno para cambiar el pie metálico, pero la guardia de los Buscadores últimamente había estado haciendo preguntas acerca de una vara y eso le hizo fijarse.

El bastón en sí mismo parecía un adminículo muy normal, de madera corriente, pero la empuñadura estaba adornada con un cristal engastado en lo que parecía una garra de dragón. Theros no tenía la menor duda de que era una vara mágica. Podría haber llamado a la guardia de los Buscadores y ganarse una pieza de acero, pero su filosofía se resumía en la frase «vive y deja vivir».

No era extraño ver hechiceros en Solace, pero sí lo era verlos en compañía de un guerrero. Solace se había convertido en un asilo de peregrinos y trotamundos. Los elfos habían evacuado las tierras del sur y Verminaard, que ahora se hacía llamar el Señor del Dragón, estaba asolando la zona. La mayoría de los clientes de Theros pertenecían al ejército de Verminaard o iban a alistarse. La venta de armas estaba en pleno apogeo.

Solace era una ciudad construida enteramente en las copas de los árboles llamados vallenwoods. Todas las casas y las tiendas estaban alojadas entre las ramas y los árboles estaban conectados entre ellos por pasarelas colgantes que facilitaban el paso de un lugar a otro. En varios puntos del camino principal que atravesaba la ciudad había escaleras o rampas en espiral que daban acceso al nivel de las construcciones.

La forja de Theros era el único taller levantado en tierra, ya que no había modo posible de instalar una fragua de acero en la copa de un árbol vallenwood sin que ardiera la madera. Además, el material y las piezas acabadas pesaban demasiado para acarrearlos arriba y abajo por las escaleras. La forja daba por un lado al camino principal y por el otro a la plaza de la ciudad.

Los dos clientes se habían quedado en la puerta, deslumbrados por la intensa luz de la fragua. El hombretón se puso a mirar las mercancías e inmediatamente se fijó en las espadas que Theros tenía expuestas.

El hechicero, que se mantenía unos pasos detrás de su compañero, se dirigió a él con voz irritada:

—Acaba ya, Caramon. Sabes que no puedo respirar este aire viciado.

Theros ya iba a decirle que podía irse a esperar al fondo del lago Crystalmir si lo prefería, cuando el hombretón le preguntó:

—¿Sois Theros Ironfeld?

—Ése es mi nombre —respondió Theros.

—He oído decir que sois el mejor forjador de armas de Solace.

—Es cierto —contestó Theros impasible—. ¿En qué puedo serviros? —le preguntó haciendo hincapié en la terminación «os» para indicarle que se refería sólo a él.

—Me llamo Caramon. Él es mi hermano Raistlin. Quizás hayáis oído hablar de nosotros. Antes vivíamos en Solace, pero nos marchamos hace unos cinco años…

—¡Caramon!

El hechicero le había llamado la atención con un susurro apenas audible, pero que tuvo el efecto de hacer callar de inmediato al guerrero. Theros intentó verle la cara, aunque el hombre llevaba la capucha bien calada. La mano que sostenía el bastón era muy delgada y la piel, a la luz del fuego, brillaba con un viso extraño que recordaba el metal.

—Sí, claro, Raist —farfulló el hombretón.

Sostenía una espada en las manos, enfundada en la vaina. La lazada de cuero que sujetaba la vaina al talabarte estaba muy gastada. Cuando por fin desenvainó la espada, Theros vio que estaba rota por la mitad.

—Me ha servido bien durante muchos años —dijo el guerrero— pero me falló al enfrentarme con un ogro que llevaba un aro metálico alrededor del cuello.

—Queréis que os ponga una hoja nueva ¿no es así? ¿Os arreglo también la vaina?

Caramon le tendió la espada y la vaina. El cuero estaba podrido y desgarrado. Theros estudió la espada con atención.

—La empuñadura es toda una obra de arte —le dijo—, pero la hoja no es la original y quienquiera que hiciera ésta no fue el que forjó la primera. ¿Querríais venderla, o cambiarla por alguna de las espadas nuevas que tengo expuestas?

Theros siempre estaba dispuesto a hacer un buen negocio y una espada de esa calidad, después de reparada, podía reportarle buenas ganancias. Estaba seguro de encontrar al comprador adecuado en Solace, donde había gran concentración de soldados, mercenarios y hobgoblins.

—No. No vendería esta espada aunque no me quedara una sola pieza de acero —respondió Caramon mirándola con cariño—. Esta espada me ha mantenido con vida durante cinco años. Lo que quiero es que le pongáis una hoja nueva y reparéis la vaina. ¿Qué me costará? —le preguntó con cierto tono de angustia en la voz.

Theros se fijó en las ropas gastadas del hombre y en la escuálida bolsa que colgaba de su cinturón. Iba a decirle un precio cuando el hechicero se puso a toser. No era la tosecilla típica de los resfriados de invierno, sino un violento ataque de tos que le hizo doblarse por la mitad.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Theros inclinando la cabeza hacia el hechicero.

El hombretón miró preocupado a su hermano.

—¿Estás bien, Raist?

—¡No, no estoy bien, Caramon! —respondió el hechicero entre jadeos—. ¡Este ambiente es venenoso! ¡Te… espero fuera! Date prisa.

Apoyándose en el bastón, el hechicero salió de la forja al aire libre. Pareció que con su marcha se iluminaba el taller. Theros, contento de verlo marchar, miró otra vez la pieza de cuero.

—Os puedo hacer una vaina de cuero por dos piezas de acero o, si lo deseáis, una vaina metálica por diez. La hoja os costará veinticinco.

—¿Cómo cobráis tanto por un encargo tan simple? —preguntó Caramon sorprendido.

—Mis vainas no se rompen, y mis hojas tampoco; no son como éstas —le contestó Theros cogiendo la hoja rota y la vaina rasgada.

Caramon frunció el ceño, pero metió la mano en la bolsa y sacó veinte piezas de acero.

—Aquí tenéis esto. El resto os lo daré al recogerlas.

Desde allí se oía toser a su hermano que, al parecer, estaba sufriendo otro ataque de tos. Caramon, con expresión preocupada, se dirigió hacia la puerta a paso rápido.

—¡Eh! —le llamó Theros—. ¿Qué tiene? ¿No será contagioso?

—No, no. Nada de eso —le contestó Caramon sin volverse.

—¡Volved por la tarde! ¡Solo!

Caramon asintió y salió por la puerta.

Después de que su cliente se fuera, Theros volvió al trabajo. Tenía que fabricar un buen número de espadas, veinte en total. Se las había encargado uno de los Buscadores, Hederick, el Sumo Teócrata, y había insistido en que se ciñera a un extraño diseño. Las hojas eran enormes y, además, las quería tener en menos de una semana. Theros trabajaba el acero con rapidez y eficacia, forjando las hojas según las especificaciones que le habían dado, pero necesitaría más acero para completar el encargo. Mientras, le puso una hoja nueva a la espada de Caramon y buscó una vaina de cuero que se adaptara entre las que tenía en el almacén.

A media tarde, Theros salió y se encaramó por la escalera que conducía a uno de los árboles más grandes, en dirección a la casa del Sumo Teócrata. Era una de las mejores construcciones de Solace, donada a la causa por alguien que albergaba la esperanza de ser bendecido con una buena vida después de la muerte. Theros se paró un momento a admirar la casa, que era muy grande y se extendía hasta las ramas más altas. Le recordaba las casas de los elfos en Quivernost, que, por supuesto, no eran tan suntuosas como aquélla, pero cuya arquitectura era igualmente refinada.

Theros llamó a la puerta. Un sirviente asomó la cabeza, lo miró, vio el sucio mandil de cuero y le pidió que se esperara.

—Aquí fuera —añadió con una mirada despectiva a las sucias botas del herrero.

Theros, sonriendo en sus adentros se sentó en un banco construido en el paso entre dos ramas.

La puerta no tardó en volver a abrirse y el sirviente lo condujo a través de una antecámara hasta una habitación contigua, en la planta baja, donde vio a un hombre sentado tras un escritorio. Theros lo reconoció de inmediato. Era Hederick, el Sumo Teócrata. Evidentemente molesto por la interrupción, apenas levantó la vista. A uno y otro lado, había dos guardias con cara de aburridos.

—¿Qué queréis? —le espetó el Sumo Teócrata.

—Señor, soy Theros Ironfeld. Soy el forjador de armas y vengo a hablaros de las espadas que me encargasteis hace dos días —le informó el herrero.

Hederick era un hombre de mediana edad y complexión delgada. La rojez de las mejillas y la nariz parecía indicar que la cerveza le gustaba algo más de lo conveniente. Pero Theros estaba mucho más interesado en el escritorio que en el hombre. Aunque no trabajara la madera, podía reconocer un buen trabajo de ebanistería cuando lo veía, y aquel escritorio era una de las mejores piezas que hubiera visto nunca. Era un preciosista trabajo de taracea.

Hederick era el responsable del bienestar de las almas de Solace, o eso decía. En realidad, mediante el fervor religioso y sus tropas de matones, había conseguido imponer una dictadura a la población de la ciudad.

El Sumo Teócrata era un alto dignatario de los Buscadores, los clérigos que proclamaban ser los únicos de su especie en Krynn. Según él, ocupaba ese puesto por la gracia de los «nuevos dioses», como Hederick los llamaba, para mostrar a la población de Solace el camino verdadero, pero, por lo que Theros sabía, los Buscadores estaban más interesados en el dinero que en las almas y el único camino verdadero al parecer pasaba por los bolsillos de Hederick.

—Sí, sí. Lo recuerdo. —Hederick lo miró con mayor interés—. ¿Cómo van las espadas? ¿Ya están hechas?

Theros reprimió una sonrisa. ¡Veinte espadas en dos días! Era evidente que el Sumo Teócrata ignoraba totalmente la dificultad que entrañaba el forjado de armas.

—No, señor. Todavía no están hechas. Es más, no dispongo de suficiente acero. Sólo tengo para quince de las veinte hojas. Tendré que esperar a que llegue el próximo cargamento procedente de Thorbardin…

—¡Tonterías! —le interrumpió el Sumo Teócrata—. Os conseguiremos de inmediato lo que necesitéis. Guardia, decid a vuestro comandante que lleve un cargamento de acero a la forja del maestro Ironfeld. Mañana por la mañana ha de estar allí.

—¿De dónde vamos a sacarlo, señor? —preguntó el guardia desconcertado.

—Si no recuerdo mal —repuso Hederick clavándole una mirada asesina—, hay un cargamento apalabrado para Thorbardin. Confiscadlo.

—A los enanos no les va a gustar, señor —contestó el guardia, muy poco convencido.

—¡No estoy aquí para complacer a los enanos! —gruñó—. ¡Decidles que es la voluntad de los Buscadores y de los nuevos dioses!

El guardia salió a cumplir las órdenes y otro ocupó su lugar en la sala.

—Gracias, señor. Si mañana tengo el acero necesario, las espadas estarán acabadas a tiempo. Os deseo un buen día, señor.

Dicho esto, Theros hizo una reverencia y otros dos guardias lo acompañaron hasta la puerta.

En palabras de Hederick, la función del Sumo Teócrata era ejercer de guía espiritual de la comunidad, pero en verdad no era más que un burócrata con poder, dispuesto a utilizarlo en su propio provecho. Gobernaba Solace con mano de hierro; sus hobgoblins mantenían a raya a la población, y los mercenarios bajo su mando conservaban la paz con los vecinos obligándolos a someterse a las normas dictadas por Hederick.

Las armas que Theros estaba forjando no serían destinadas a proteger a la población de Solace. No eran armas que pudieran manejar los guardias Buscadores. Ningún humano y muy pocos hobgoblins eran capaces de manejar un arma del tamaño que figuraba en las especificaciones. Los únicos guerreros que por su fuerza y tamaño habrían podido esgrimir cómodamente aquellas espadas eran los de los ejércitos del Círculo Supremo de los minotauros, pero éstos solían preferir el hacha como arma de combate. ¿A quién podrían ir destinadas las armas? ¿Y por qué encargarlas tan lejos del foco del conflicto?

Los destinatarios podían ser ogros, pero Theros no lo creía. La forma de las empuñaduras de las armas las hacía indicadas para alguien, o algo, que tuviera garras, no dedos.

Hederick las vendería por dinero, dinero para sus arcas. Las del templo seguirían igual de vacías y nadie osaría oponerse. Los pocos que en algún momento habían cometido la locura de enfrentarse a Hederick languidecían en las prisiones o, simplemente, habían desaparecido.

Se avecinaban malos tiempos para Solace. Theros notaba la tensión que se iba acumulando en la ciudad de día en día. El ambiente se estaba enrareciendo de forma muy similar a como recordaba que había sucedido en Sanction o en los aledaños de Neraka. Se respiraba un efluvio maligno, que invadía el aire como el humo procedente de una hoguera.

Por mucho que la gente de Solace se negara a reconocerlo, la guerra estaba a las puertas. Theros estaba inmerso en su propia lucha interna. La guerra volvía a pisarle los talones y no tenía adonde huir para evitarla. La fama de la calidad de sus armas se había extendido por todas partes y los emisarios de Verminaard, el Señor del Dragón, ya se le habían acercado discretamente para hacerle llegar distintas propuestas, que él había rechazado.

No estaba muy seguro de cuáles eran sus razones para actuar así.

Theros estaba familiarizado con el Mal. Había formado parte de ejércitos acaudillados por comandantes perversos y había vivido en lugares que podían calificarse de verdaderos nidos de maldad. Sin embargo, le era imposible reconciliar el Mal con el honor, el principio que regía su vida.

¿Qué era el Mal?: Theros se había hecho a menudo esa pregunta y, finalmente, había llegado a la conclusión de que era el convencimiento de que lo correcto era lo que uno pensaba y de que todos los demás estaban equivocados. Y puesto que estaban equivocados, no importaban.

Los minotauros le habían educado en la creencia de que su naturaleza humana le hacía inferior, y él mismo había llegado a convencerse de que así era. Ahora que había madurado, se daba cuenta de que su admiración por minotauros como Hran o Huluk se debía a que le habían hecho sentir que no era una escoria. Le habían tratado casi como si fuera su igual.

Casi, y sólo porque Theros se había atrevido a salirse del camino marcado a fin de demostrarles su valía.

El ejército minotauro se había vuelto a movilizar y sus integrantes disfrutaban del placer de la conquista y subyugación de los pueblos por los que pasaban. Sargas deseaba que se uniera a aquel ejército del Mal, pero también le pedía que fuera un hombre de honor. ¿Cómo podía mantener su honor si negaba a otro el derecho a vivir en libertad? Los minotauros no parecían plantearse el dilema, pero en la mente de Theros las dos ideas eran incompatibles.

Theros habría deseado poder recurrir a alguien para que le ayudara a resolver su conflicto, alguien con quien compartir sus dudas y sentimientos, pero en Solace nadie sabía nada de Sargas, el dios de los minotauros, ni de ningún otro dios antiguo. Según el Sumo Teócrata, todos los dioses antiguos los habían abandonado cuando se produjo el Cataclismo, hacía unos trescientos años o más. Krynn estaba bajo el gobierno de los nuevos dioses, que no parecían muy interesados en cuestiones como el Bien, el Mal o el honor. Por lo visto, sólo les importaban los negocios y el dinero.

Theros no podía creer que un burócrata avaro conociera los designios de los dioses, pero tampoco le parecía que un simple forjador de armas como él pudiera saber mucho más. Sargas lo había visitado dos veces. Tras la segunda visita, justo después de que abandonara el ejército del barón Dargon Moorgoth, Theros empezó a tener dudas. Por mucho que Sargas fuera el dios del honor, también lo era de la venganza, el castigo y la crueldad.

A partir de entonces, decidió seguir su propio camino. No abjuró de su fe, ya que no podía creer en los nuevos dioses. Seguía creyendo en Sargas, pero no había vuelto a orar pidiendo su ayuda y le sobrecogía la idea de tener que responder ante él algún día.

Volvió a su taller caminando por las pasarelas elevadas hasta la zona donde tenía la forja y bajó por una de las rampas en espiral. Ya estaba cerca cuando, por el rabillo del ojo, captó un movimiento en los matorrales que rodeaban un grupo aislado de árboles. Era extraño. Los habitantes de Solace no solían bajar al nivel del suelo si podían evitarlo. Se paró a mirar, pensando que quizá fueran niños, ya que a veces jugaban en las inmediaciones atraídos por la curiosidad que les despertaba el taller. A Theros no le gustaba que rondaran por allí. La forja era un lugar peligroso y temía que alguno pudiera quemarse.

Escudriñó entre los arbustos, pero no vio nada.

Entró en el recinto de la forja y vio a un hobgoblin que lo esperaba impaciente, dando zancadas de un lado a otro. Era un verdadero engorro no disponer de un asistente para que se ocupara de esos asuntos, pero Theros con el tiempo se había ido conociendo mejor y sabía que no tenía la paciencia necesaria para formar a un aprendiz. Se sentía culpable por la forma en que había maltratado a Yuri, primero en Sanction y luego en el ejército de Dargon Moorgoth. Perdía los estribos cada vez que intentaba trabajar con alguien en el taller. No era capaz de asumir la pérdida del control absoluto que representaba delegar algunas tareas y la pejiguera de no tener asistente era el precio que debía pagar por conservarlo, pero ya hacía tiempo que se había resignado.

—¡Ironfeld! —gritó el hobgoblin—. Hace una hora que espero. ¿Dónde demonios…?

—Un minuto, por favor —le cortó Theros con educación.

Hizo a un lado al ofendido hobgoblin y atravesó la forja hasta el almacén trasero, donde había una ventana que daba al bosque, justo al lugar en el que había percibido el movimiento. Entreabrió el postigo con cuidado y miró al exterior. Se mantuvo a la espera pero no vio nada.

El hobgoblin lo llamaba a gritos para que se diera prisa.

—Quiero que me afiléis la daga. ¡Tiene el filo romo! ¡Os estoy esperando!

—¡Y seguiréis esperando el tiempo que a mí me apetezca! ¿O preferís enfrentaros conmigo? —le gritó Theros.

El hobgoblin guardó un silencio hostil. Con sus enormes y bien tonificados músculos, Theros no tendría ningún problema en derrotar a un rechoncho hobgoblin.

Theros siguió escudriñando la espesura y, de pronto, volvió a percibir un movimiento. Un elfo agazapado se levantó y desapareció silenciosamente entre los árboles. Al parecer, había estado vigilando la forja.

—¿Elfos? ¿En Solace? —murmuró Theros hablando consigo mismo—. Creía que se habían ido todos a Qualimori, en Ergoth del Sur. Curioso, realmente curioso.

Volvió al taller.

—Bien. ¿Qué me decíais de una daga? —preguntó a su cliente.