10
Tres kilómetros fue todo lo que Huluk pudo resistir. El amplio camino se había convertido en un sendero que discurría entre un tupido bosque y el avance era cada vez más penoso. Finalmente, el minotauro se derrumbó. Hasta entonces había caminado apoyado en el hombro de Theros, pero llegó un punto en el que el dolor fue tan insoportable, que se desmayó y cayó al suelo.
Theros le examinó la herida del costado. Todavía sangraba, igual que los diversos cortes que tenía en los brazos y en el pecho.
—Maldita sea. Así no podemos seguir, pero tenemos que apartarnos de este camino, y necesitamos comida y agua —susurró hablando consigo mismo.
Dejó al minotauro donde había caído y se fue a explorar el bosque. A quince metros del sendero, Theros oyó un murmullo de agua corriente y, siete metros más allá, encontró un riachuelo. Se agachó a probar el agua y estuvo a punto de desvanecerse. Se había olvidado de sus propias heridas, pero él también había perdido sangre y estaba débil.
Metió una mano en el arroyo y cató el agua. Le pareció que estaba limpia y bebió con ansia, tras lo cual se levantó lentamente, para no volver a marearse. Miró a su alrededor y descubrió un pequeño montículo con un enorme roble caído. Las raíces formaban un hueco resguardado, invisible desde el sendero, y facilitaban el acceso al agua.
Volvió junto al minotauro, que no se había movido. Respiraba regularmente, pero seguía inconsciente. Theros no consiguió despertarlo, así que le pasó los brazos por debajo de las axilas y empezó a arrastrarlo hacia el bosque.
El humano pisó una piedra suelta que, con la presión, se dio la vuelta y le hizo caer de espaldas al suelo. Allí estaba, dolorido por la caída y descorazonado por los acontecimientos del día, cuando la sombra de alguien interpuesto entre él y el sol poniente se proyectaba sobre su cuerpo. Theros levantó la vista y se encontró con la figura de un enorme minotauro, que le puso la hoja del hacha bajo la barbilla y lo obligó a levantarse.
—Bien, pequeño esclavo. Ya veo que has mirado por ti. ¿Crees que los elfos te recompensarán por matar a este oficial?
—Yo no lo he matado. Estaba intentando ayudarlo —protestó Theros.
—Calla, escoria inútil. Hoy no se ha hecho justicia en el campo de batalla, pero se hará aquí y ahora. Reza a Sargas, ya que tu destino inmediato es la muerte. ¡Prepárate, humano!
El minotauro levantó el arma tomando impulso para asestar el golpe pero, para sorpresa de Theros, el hacha se detuvo en el aire y el minotauro se tambaleó.
—Ah, Nevek —gruñó Huluk sosteniendo el mango del hacha—. Ya empezaba a preguntarme qué había pasado contigo.
Huluk, que apenas se sostenía en pie, buscó apoyo en un árbol.
—Pero… pero, señor —gritó Nevek—. ¡Pensaba que estabais muerto!
—Para ser un joven y prometedor oficial, no demuestras muchas dotes de observación. La próxima vez comprueba si todavía respiro.
—¿Oficial? —se extrañó Nevek.
—Eres el segundo en el mando de este maravilloso ejército nuestro —contestó Huluk riéndose quedamente, pero el esfuerzo estaba acabando con sus menguadas energías y se dejó caer junto al árbol.
Nevek miró a Theros, todavía desconfiado.
—Sí, señor, ya veo, pero, si ahora soy un oficial, ¿quién forma el ejército? ¿Este esclavo?
—Este esclavo hoy me ha dado una lección de honor —respondió Huluk levantando la vista hacia Theros—. No está bien que un esclavo dé lecciones de honor a un minotauro, así que lo mejor será que dejes de ser esclavo. ¿Cómo te llamas, humano?
—Theros, esclavo de…
—Eres Theros —lo interrumpió Huluk—, un humano libre, actualmente al servicio del poderoso tercer ejército minotauro del Círculo Supremo ¿O quizá sea mejor decir que eres el tercer ejército minotauro del Círculo Supremo?
Theros lo miraba sin atreverse a creer lo que oía.
—¿Lo decís en serio, señor? ¿Soy libre?
—Eres libre, Theros, y digno de elogio por tu valentía y sentido del honor. Y hablando de otra cosa, parece que por ahí se oye correr agua.
Entre Nevek y Theros levantaron al oficial minotauro, y Theros los condujo hacia el escondrijo entre las raíces del roble. El sol descendía hacia las colinas que rodeaban el bosque y proyectaba sombras alargadas.
Tendieron a Huluk en un lecho de musgo junto a la orilla, y le examinaron las heridas. Aunque la sangre se había coagulado en los bordes de la herida del costado, en el centro seguía manando.
Los dos minotauros se adentraron en el riachuelo. Nevek ayudó a Huluk a limpiarse las heridas menores y luego hicieron lo que pudieron con la más profunda. Las lentas aguas del arroyo se tiñeron de rojo con la sangre que fluía de la herida.
Theros se quedó en la orilla y buscó algo con lo que encender un fuego. Sin una hoguera que lo calentara, Huluk podría morir, y Theros necesitaba que el veterano oficial llegara vivo al pueblo de la costa para informar a las autoridades de que había liberado a Theros de la servidumbre.
Theros no podía hacerse a la idea. Era libre. Pensó que debería alegrarse pero, por mucho que le sorprendiera reconocerlo, no era así. ¿Qué significaba la libertad para él? Significaba que nadie volvería a ocuparse de él, que nadie se preocuparía por si comía o tenía un lecho en el que descansar por las noches. Estaría solo, abandonado a sus propios recursos. Sacudió la cabeza.
Había trabajo que hacer. Nevek había traído dos odres vacíos, una pata de cerdo ahumada, un cuchillo de caza y un pequeño yesquero. El suelo del bosque estaba cubierto de ramitas y troncos secos. Hran había enseñado a Theros cómo hacer un fuego que no humeara mucho y el humano aplicó sus enseñanzas.
Prendió un montoncito de hojas secas con el yesquero y luego fue añadiendo palitos y ramas cada vez más grandes, hasta que tuvo en marcha una hoguera estable. No tenían ningún recipiente para hervir agua. Por allí había visto cebollas silvestres y algunas setas que habría podido utilizar para preparar un modesto guiso, pero sin una cazuela era imposible.
Huluk y Nevek salieron a gatas del agua helada.
—¿Cómo está el comandante? —preguntó Theros.
Huluk se dejó caer junto al fuego y cerró los ojos. Temblaba.
—No está bien —repuso Nevek en voz baja—. Debe de tener alguna infección. Quizá no llegue a mañana.
—¿No podemos hacer nada? ¿Cauterizar la herida o algo así? —preguntó Theros.
—Ya sé que sería lo más conveniente —contestó Nevek indeciso—, pero no tengo ni idea de cómo hacerlo. Carezco de la experiencia necesaria.
—A bordo del barco en el que trabajé durante ocho años, el segundo piloto a veces tenía que hacerlo, cuando algún minotauro o algún esclavo estaba herido —dijo Theros—. Sólo hay que calentar un trozo de metal hasta que se ponga al rojo blanco y luego se aplica en la herida. Quema la carne alrededor de la herida, pero acaba con la infección y detiene la hemorragia. Si construyo un horno para acumular el calor necesario, podemos calentar vuestro cuchillo, pero la operación deberéis llevarla a cabo vos, porque yo no podría sujetarlo cuando empiece a revolverse. Vos sí que podréis, en cambio.
—¿Pretendes que le ponga un cuchillo ardiendo en las nalgas? —Nevek lo miraba con los ojos muy abiertos—. ¡Me mataría sin más armas que sus manos!
—Se morirá si no lo hacéis.
Nevek asintió con la cabeza. Debía hacerlo. El cielo se había teñido de un color cárdeno intenso y la oscuridad se iba adueñando de las profundidades del bosque. La noche estaba al caer y, con ella, el frío intenso.
Theros cavó un pequeño hoyo con el cuchillo de caza y palmeó los lados para reforzar y alisar las paredes. Luego se arrastró hasta la orilla, donde recogió unos cuantos guijarros, con los que forró el fondo y los lados. Con dos ramitas, escogió las ascuas más calientes y las trasladó al improvisado horno, donde encendió un nuevo fuego. Con frecuencia se inclinaba y soplaba para avivar las ascuas.
Enseñó a Nevek cómo aventar el fuego para aumentar el calor, regresó al arroyo y lavó el cuchillo que acababa de utilizar para cavar el hoyo y que ahora debería servir como instrumento quirúrgico.
Nevek enrolló la correa de uno de los odres en torno al mango y Theros introdujo el cuchillo entre las ascuas, las cuales había mantenido calientes con soplidos y movimientos tal como Hran le había enseñado. El cuchillo tardó casi una hora en ponerse rojo por los bordes y amarillo en el centro.
—Ha llegado el momento —anunció Theros, y miró a Huluk—. Por suerte, está inconsciente.
Nevek tragó saliva e hizo rodar a Huluk hasta ponerlo boca abajo.
—Yo me ocupo de quemarlo, pero tú siéntate en su cabeza, entre los cuernos, y no dejes que se levante o no viviremos para contarlo. Sostén esa tea en el aire para que pueda ver lo que hago.
Theros se sentó en la cabeza del minotauro. Nevek sacó el cuchillo de las ascuas, se acercó y se sentó en los riñones de Huluk.
—Levanta más la tea. No veo nada.
Theros hizo lo que le decía y Nevek aplicó el cuchillo.
Huluk se despertó dando aullidos; empezó a revolverse y a dar brincos en el suelo. Theros estaba dispuesto a no dejarse tirar por la más salvaje de las monturas. La tea salió volando por los aires y cayó entre la hojarasca del bosque. Theros se agarró de los dos cuernos con todas sus fuerzas. El chisporroteo de la carne al quemarse, seguido de un olor insoportable, le provocó náuseas.
Finalmente, el olor se disipó y el minotauro dejó escapar un débil gemido y quedó inmóvil. Theros se levantó.
—¿Cómo ha ido? —preguntó.
Nevek fue a buscar la tea y apagó a patadas el pequeño incendio que se había iniciado. Luego, se acercó a la orilla y dejó caer el cuchillo en el agua. Se oyó un chasquido, señal de que la hoja aún estaba caliente. Metió las manos en el agua, se las lavó y se echó agua en la cara.
—Creo que ha ido bien. He cerrado la herida, que ha dejado de sangrar, pero ahora deberíamos volver a lavársela.
Theros estuvo de acuerdo. Buscó la camisa que había utilizado para restañarle la herida del costado por la mañana y se fue a lavarla al arroyo. La frotó en el agua hasta que la tela quedó sin los restos endurecidos de suciedad y sangre.
Con la camisa bien empapada, Theros volvió junto a Huluk, que seguía echado tal como lo habían dejado al acabar la cura. Estaba de nuevo inconsciente. Theros le limpió la carne alrededor de la herida e hizo chorrear agua por la zona quemada, que luego frotó con mucha suavidad.
Nevek se sentó, cogió el hacha y se la puso en el regazo.
—Yo me ocupo de la primera guardia. Te despertaré de aquí a dos horas y luego tú a mí; cuando veas que ya no puedes mantener los ojos abiertos. Entonces, te sustituiré hasta el amanecer. No soy un gran conocedor de los humanos. No consigo adivinar vuestras emociones ni captar lo que realmente queréis decir con nuestras palabras, pero creo que ahora mismo estás más necesitado de sueño que yo.
Theros asintió con la cabeza, aunque no se molestó en contestar. Se echó de espaldas y se quedó dormido.
Nevek lo despertó por la mañana. Ya se veía el sol sobre los árboles y en el cielo no había nubes. Theros se puso en pie.
—¡Se suponía que me ibais a despertar!
—Lo sé, pero estaba cómodo y no sentía sueño. También se descansa sentado, aunque no se duerma. Huluk creyó que era mejor dejarte dormir. Dijo que te lo merecías.
—¿Huluk? —Theros se giró hacia donde habían dejado tumbado al minotauro la noche anterior, pero ya no estaba allí. Miró a su alrededor y lo vio lavándose en el arroyo—. ¿Cómo está? —inquirió.
—Mucho mejor —respondió Nevek—. No se puede decir que esté bien, pero ha mejorado. Creo que ahora le ha bajado la fiebre, pero a medianoche se ha despertado sudando como un cerdo. Le he dado un poco de agua y parece que le ha sentado bien, porque se ha vuelto a dormir.
Theros respiró más tranquilo. Según todos los indicios, Huluk sobreviviría. Se había arrodillado cautelosamente en el arroyo y se lavaba la herida lo mejor que podía. Theros se quitó los pantalones y bajó al arroyo para compartir el baño con el oficial.
—¡Ah, ahí viene el ejército! Tienes mejor aspecto que ayer. Por mi parte, me alegro de poder informar de que yo también me siento mejor. Tengo las asentaderas como si les hubieran disparado una flecha, que en efecto es lo que les ha sucedido, pero ya no me las siento como si estuvieran en llamas, cosa que ayer sí.
»Hoy tenemos que recorrer muchos kilómetros. Si no me veo capaz de ir a buen paso, Nevek se adelantará para alertar al pueblo y enviar un mensaje al Círculo Supremo. Tú te quedarás conmigo y serás mi bastón y mi apoyo.
—Entiendo, señor —repuso Theros—. En cuanto hayamos comido y bebido, nos pondremos en camino.
Huluk se mostró de acuerdo. Theros ayudó al maltrecho minotauro a salir del riachuelo y se secaron al sol mientras comían. Luego, se prepararon para la marcha. Un ejército tardaría unos cuatro días en hacer el camino hasta la costa. Nevek, probablemente, podría recorrer la distancia en dos, pero Theros y Huluk emplearían por lo menos tres.
A mediodía ya era evidente que Huluk había sobrestimado sus fuerzas. Se sentaron en un claro junto al camino a comer un poco de carne y beber agua de los odres.
Huluk observaba con interés a Nevek, que demostraba a las claras su inquietud.
—¿Miras a tu alrededor porque oyes algo que yo todavía no he percibido o es que estás buscando la mejor manera de decirme que voy demasiado lento?
—Lo siento, señor —contestó Nevek evitando los ojos de su superior—. Según vuestras propias órdenes, debo abandonaros aquí. Enviaré ayuda en cuanto llegue.
—Sí, debes irte —gruñó Huluk asintiendo con la cabeza—. Ahora que ya no tienes que cargar con nosotros, deberás apresurarte. Toma. —Huluk entregó al joven guerrero el resto de la carne, un odre con agua y su propia hacha—. Coge todo esto. Ya encontraremos algo de comida por el camino. El hacha es la prueba de que todavía estoy vivo y no eres un desertor. Envíame ayuda. No quiero quedarme desamparado en esta tierra infestada de elfos.
Nevek cogió las provisiones y se fue sin decir una palabra más. Cruzó el claro y emprendió el camino a la carrera.
—-Bien, mi ejército, ¿estás listo para asistir a tu comandante durante unos cuantos kilómetros más?
Mal que bien, Huluk consiguió levantarse. Theros se incorporó de un salto para sostener al oficial y juntos prosiguieron el camino.
Todavía caminaban cuando empezó a anochecer. Theros dejó a Huluk junto a un árbol y examinó los alrededores en busca de un rincón donde encender una hoguera sin que se viera a kilómetros.
En aquella zona, el bosque estaba compuesto de pinos y piceas. El llano había dado paso a un terreno de suaves colinas, algo más desigual. A medida que se acercaran a la costa, las pendientes serían cada vez más escarpadas.
Por allí no había ningún riachuelo, pero encontró madera y encendió un fuego con el yesquero que llevaba en el bolsillo. Los dos bebieron del odre, y Huluk volvió a cogerlo para dar un segundo trago.
—Yo haré la guardia esta noche. Vos estáis herido y necesitáis dormir —dijo Theros.
—No, esta noche dormiremos los dos. Dejemos que el fuego se apague. Ya estamos demasiado lejos para que ningún elfo nos encuentre —contestó Huluk devolviéndole el odre, y luego añadió con una sonrisa amarga—: Y si nos encuentran, muchacho, no buscarán a Nevek.
Theros comprendió la situación: en caso de que los persiguieran, ellos servirían de señuelo. Si los encontraban, no buscarían más.
Huluk se echó y al poco ya dormía. Theros arregló el fuego y se acostó, pero en lugar de dormir se quedó mirando las pavesas encendidas que volaban por encima del fuego, mientras se preguntaba qué significaba realmente ser libre.