23
El barón Moorgoth se sentía eufórico por el cariz que habían tomado los acontecimientos. La ciudad estaba a su disposición. Pensaba ocuparse de que sus habitantes maldijeran el día en que se habían atrevido a cruzarse en su camino. Vengaría con creces a los soldados muertos.
El sol descendía lentamente por el horizonte. Todavía quedaban heridos en el campo de batalla, pero ninguno pertenecía al ejército de Moorgoth. Sus heridos habían sido localizados y llevados al bosque, desde donde serían transportados al campamento.
Los heridos del ejército enemigo se podían ir al Abismo por lo que a Dargon Moorgoth se refería. Los que escaparan a la ira de sus hombres estaban destinados a sufrir durante toda la noche y el día siguiente. Cuanto más resistieran, peor para ellos. Llamó a sus oficiales para que se reunieran con él en el lindero del bosque.
—Está bien, señores, habéis hecho un buen trabajo. Os felicito. Quiero que la primera brigada monte un piquete para sitiar la ciudad por la noche e impedir que nadie atraviese sus puertas en una u otra dirección, bajo pena de muerte. Si algún hombre intenta avanzarse e iniciar el pillaje por su cuenta, será colgado al amanecer.
»No puedo permitirme más bajas. Necesito que el ejército esté preparado para la lucha. Ésta sólo ha sido la primera ciudad, la primera batalla. Tenemos toda la campaña por delante y sólo disponemos de seis o siete semanas antes de que se nos eche encima el invierno. Decid a los hombres que tengan paciencia. Recogeremos el botín, naturalmente, pero lo haremos cuando y como yo diga. ¿Cuántos prisioneros tenemos?
—Señor, sólo hemos apresado a veinte caballeros. El resto estaban heridos y han sido despachados.
—Bien —repuso el barón frotándose las manos—. Así tendremos un poco de diversión esta noche. Que la segunda y la tercera brigada marchen hacia el campamento instalado detrás de la segunda colina. Y ocupaos de que el personal de intendencia traiga algo caliente para que coma la primera brigada. Les espera una larga noche.
Los oficiales saludaron y se dispersaron para ponerse al frente de sus respectivas unidades. Al cabo de un momento, se los oyó gritar órdenes por todo el campo. La primera brigada empezó a desplegarse alrededor de la ciudad, dejando una distancia de unos doscientos metros entre la edificación más cercana y la línea de sitio. El plan era colocar dos puestos de control en los extremos de la ciudad, en los caminos de entrada y salida. Nadie podría salir de allí durante la noche. Si alguno de sus habitantes era tan cretino que osaba intentarlo, lo registrarían por si llevaba armas, recibiría una paliza de recuerdo y lo enviarían de vuelta a su casa.
Las otras dos brigadas se encaminaron hacia el campamento. A ellas se unió el grupo de mando, que escoltaba a los veinte prisioneros. Los caballeros iban maniatados y con los tobillos trabados de manera que pudieran caminar a pasos cortos, y habían sido desarmados.
Moorgoth dejó que llevaran puesta la armadura, así les pesaría y haría más penosa la marcha.
Theros levantó la vista y vio la columna de hombres que descendía por la colina. ¡El ejército estaba de vuelta! Ya tenían la forja instalada pero el fuego de la fragua aún no estaba encendido.
—¡Yuri, date prisa con la leña! —gritó a su asistente, que a duras penas lograba andar, cargado como iba con una enorme brazada de madera brava.
Theros había colocado las parrillas sobre las que pondría el metal a calentarse y, a un lado, tenía dos grandes barriles de agua para templar el metal.
Yuri entró tropezando en la tienda y dejó caer la madera. Luego, se puso a apilarla ordenadamente en el borde exterior, lejos de la fragua. Lo último que necesitaban era que la leña almacenada prendiera e incendiara toda la forja.
—Me parece que nos pasaremos toda la noche reparando armas —comento Theros con la esperanza de entrar en conversación con Yuri.
Yuri ni siquiera lo miró. Se dio la vuelta y se fue a buscar más leña a la tenue luz del crepúsculo. Los otros soldados entraron y apilaron las brazadas de leña que traían. Érela, el soldado con el que Theros había llegado a tener más confianza, entró el último.
Theros había dispuesto un lecho de carbones petrificados, y encima colocó ramitas y hojas secas. Después pondría la madera brava, trozos de árboles secos y muy duros que tardaban una infinidad en prender, pero después duraban mucho y desprendían mucho calor.
Theros y Érela todavía estaban encendiendo el fuego cuando la segunda brigada pasó por delante de la tienda en dirección al extremo opuesto del campamento, donde montarían sus tiendas. Los soldados parecían exhaustos pero orgullosos de sí mismos. Habían ganado y nada curaba las heridas de poca consideración como una victoria y la perspectiva de recibir una buena paga. En cuanto hubieran montado las tiendas, empezarían a celebrarlo.
Los furgones de intendencia, ya descargados, se dirigieron hacia el campo de batalla arrastrados por caballos de tiro. Allí recogerían a los heridos para llevarlos al campamento.
Finalmente, el fuego prendió. Habían abierto los faldones de la chimenea que atravesaba la tienda para dejar salir el calor y el humo, y Yuri había puesto una campana de metal alrededor del agujero para evitar que la lona se calentara demasiado y ardiera. Theros, ocupado en alimentar el fuego, se olvidó de sus preocupaciones por un rato.
Las llamas bailaban, ondeaban entre el centro y los extremos, uniéndose y separándose, e hicieron pensar a Theros en los juegos de los amantes. Le vinieron a la cabeza Yuri y Telera, y luego recordó a Marissa.
Se le alegró el corazón al rememorar la noche que pasó con ella. Para él había sido como un sueño, un punto de luz en su negra existencia. Recordó el beso que le dio al despedirlo, con el que hizo público que aquel hombre le gustaba. Quizás, incluso lo amara.
—¿Por qué me elegiría a mí? —se preguntó—. ¿Qué tengo yo que me haga distinto de cualquier otro? De lo que no hay duda es de que no me eligió por mi belleza. —Sólo la idea le hizo reír.
Nunca había pensado mucho en su apariencia, hasta que empezó a vivir entre humanos. En la sociedad de los minotauros, la fealdad era sinónimo de arrojo en la batalla. Las cicatrices e hinchazones eran símbolos de honor. El morro partido, una oreja rasgada o unos cuantas mellas en la dentadura eran las señales externas de los guerreros valientes y despertaban admiración entre las hembras.
Al volver a vivir con humanos, Theros descubrió sorprendido que a las mujeres les gustaban los hombres con la piel suave, las narices enteras y las manos sin callos ni asperezas. La vida lo había tratado con rudeza y tenía abundantes marcas en el cuerpo, recuerdo de las batallas libradas, batallas que, en su mayoría, no habían sido con otros hombres, sino con el metal y la fragua. Cuando veía su rostro oscuro en el espejo de afeitarse siempre lo encontraba desagradable.
Se había roto la nariz más de una vez y en una sesión de «disciplina» a bordo del barco minotauro perdió un diente incisivo. Por si fuera poco, en un incendio se le socarró una parte del cuero cabelludo, en la que no le había vuelto a crecer pelo. Theros se consideraba feo y, con su actitud, había conseguido que los demás creyeran que lo era.
Sin embargo, en los ojos de Marissa se había visto reflejado de manera muy distinta. Nunca pensó que una mujer fuera capaz de ver los sueños y los anhelos que se ocultaban bajo las cicatrices y la aspereza de su piel, pero aquella noche los compartió con ella. Marissa lo escuchó y se interesó por él. Le había hablado incluso de su esperanza de ver al dios Sargas, y para su sorpresa, ella no se rió.
La voz de Yuri, que estaba hablando con alguien en el exterior de la tienda, interrumpió sus divagaciones por un instante, pero luego se incorporó al ensueño.
Yuri tenía casi la misma edad que Theros cuando los minotauros le devolvieron la libertad y tuvo que asumir la responsabilidad de forjar su propia vida. Yuri no tenía esa oportunidad. Aunque no fuera esclavo, sus condiciones de vida no eran mucho mejores que las de Theros en aquel tiempo. Apesadumbrado, Theros se dio cuenta de que le era más fácil gritarle, golpearlo y obligarlo a obedecer que hablarle y razonar con él hasta convencerlo.
Pensó entonces en Telera, la chica de la que Yuri se había enamorado.
Yuri tenía el mismo derecho que él a sentir amor por una mujer, pero el joven debía aprender que había un momento y un lugar para cada cosa, incluso para el amor. ¿Qué ocurriría si aquella muchacha era una espía? El inexperto e ingenuo Yuri sería una presa perfecta, extremadamente fácil de seducir. Y, aunque fuera la relación más inocente del mundo, podía dar pie a todo tipo de habladurías.
«No puede seguir así —se dijo—. Es una cuestión de disciplina».
De todos modos, quizá fuera mejor que intentara volver a hablar con él y explicarle por qué no le convenía seguir adelante, en lugar de limitarse a ordenarle que no volviera a ver a la muchacha.
Ese pensamiento le llevó a recordar de nuevo a Marissa, y sonrió. En cuanto cumpliera el tiempo que se había comprometido a permanecer en el ejército, en cuanto sintiera que había compensado a Moorgoth la inversión que había hecho en él, volvería directamente a Sanction y a los brazos de Marissa.
El alboroto de mofas y abucheos lo sacó de su ensimismamiento. Se asomó al exterior de la tienda y vio que los guardias personales del grupo de mando marchaban hacia el centro del campamento, acompañados de los veinte caballeros atados unos a otros en una cadena humana. Los prisioneros, extenuados, tropezaban en el pedregoso terreno.
«Así que ésos eran nuestros enemigos», pensó Theros.
Nunca había oído decir nada bueno de los Caballeros de Solamnia. Los minotauros los despreciaban, aduciendo que perdieron el honor cuando tuvieron la oportunidad de evitar el Cataclismo y no supieron aprovecharla, o algo así. De todos modos, según oía decir, aquel día los caballeros habían luchado bien.
Salió de la tienda para verlos de cerca. Los guardias personales los conducían al centro del recinto formado por furgones y tiendas. Allí clavaron un poste grueso y ataron la cadena de prisioneros a él.
—Prestad atención, perros —les gritó un sargento.
Casi todos los caballeros permanecían orgullosamente erguidos, pero uno de ellos, quizás herido, cayó de rodillas. El sargento se acercó y le asestó una patada en pleno rostro.
Los soldados estallaron en carcajadas y les lanzaron restos de comida entre pulla y pulla. Theros estaba escandalizado. Por lo que sabía, los caballeros habían luchado con valentía. Entre los minotauros, cuando el enemigo había demostrado ser un buen guerrero, nunca se le humillaba ni insultaba, sino que se respetaba su honor.
Los caballeros intentaron ayudar a su camarada, pero el sargento seguía dándole patadas, hasta que de pronto notó que una mano enorme lo sujetaba por el brazo. Theros lo miró con ira.
—Estos hombres tienen sed. Tráeles agua.
—Ésas no son las órdenes de Moorgoth, señor —contestó el sargento con una mirada igualmente airada.
—Ésas son mis órdenes —repuso Theros.
Al sargento no le gustaba la idea, pero Theros era un superior, así que hizo un saludo militar y se fue.
Theros ayudó al caballero herido a sentarse y lo acercó al poste para que apoyara la espalda. Mientras, se fijó en los caballeros para ver a quién dirigían sus miradas y, de este modo, supo cuál de ellos era el oficial de mayor graduación.
Aquellos hombres despertaban su curiosidad.
—¿Quién sois? ¿Cómo os llamáis? —preguntó al oficial.
El caballero lo miró con odio y amargura. Al principio, pareció que no iba a contestarle, pero luego, quizá porque pensó que Theros merecía algún respeto por haber puesto fin a la tortura del herido, se decidió a contestar.
—Richard Strongmail, Caballero de la Orden de los Caballeros de Solamnia —anunció proclamando su nombre y su rango con orgullo a pesar de que era un prisionero y estaba encadenado.
Los recuerdos de otra batalla, de otra derrota, se presentaron con viveza en la mente de Theros.
—Soy el capitán Theros Ironfeld, el armero de este ejército. Decidme, caballero solámnico, ¿por qué estáis aquí?
—Si me preguntáis por qué hemos luchado hoy —le respondió el caballero con sorna—, os diré que la Orden de los Caballeros de Solamnia se había comprometido a defender la ciudad de Milikas del ataque de Moorgoth y sus ladrones.
A Theros no le hizo gracia ser tachado de ladrón, pero no le dio demasiada importancia. No tenía mucho que alegar en su defensa.
—No me refería a eso —le dijo—. Os preguntaba por qué os dejasteis hacer prisionero.
«Un minotauro habría muerto luchando, por poco que hubiera podido», pensó.
—He sido vencido en el campo de batalla —contestó el caballero—. Cuando he comprendido que, de seguir luchando, sólo conseguiría morir, me he rendido. Continuar la lucha cuando el combate está perdido no conlleva ningún honor. La venganza no figura entre los objetivos de mi Orden.
—¿Así que os habéis rendido? —Theros se rascó el mentón—. ¿No se trata de que os hayan dejado inconsciente y, al despertar, hayáis descubierto que os habían hecho prisionero?
—¡Por el Código, no! Me he rendido y he ordenado la rendición del resto de mi compañía. —Los ojos de sir Richard refulgían de rabia—. Me aseguraron que seríamos tratados honorablemente. Mis hombres no han comido ni bebido desde el inicio de la batalla. ¿Es que pensáis matarnos de hambre y de sed? ¿Así es como tratáis a los cautivos?
Theros se sintió mortificado. Ciertamente eran prisioneros, pero no animales. ¡E incluso a los animales se les habría dado de beber!
—Tenéis razón —le dijo—. Veré qué puedo hacer.
Sir Richard miró a Theros con bastante más respeto que al principio.
—Gracias —murmuró el caballero, y luego se volvió hacia sus hombres.
Theros se alejó y atravesó el campamento en dirección al puesto de intendencia.
La mayoría de los hombres y las mujeres de la segunda brigada ya había recogido su comida, y los de la tercera brigada y la caballería estaban empezando a formar en fila.
Theros entró en la tienda donde se servían las comidas. Olía de maravilla. Habían preparado un nutritivo estofado con montones de carne y verduras. En una mesa había grandes pilas de hogazas de pan recién hechas. Los soldados entraban y pasaban primero por una mesa, donde les llenaban el cuenco, y luego por la otra, donde cogían el pan que querían. Después, salían por el otro extremo, dispuestos a dar cuenta de su cena. El vino ya se había distribuido antes. Iba a ser una gran noche de fiesta.
Theros encontró a Cheldon Sarger junto a la salida, desde donde vigilaba que todo se hiciera de forma conveniente.
—Ah, Theros. Me alegro de veros. He apartado una olla de estofado y unas hogazas de pan para el personal de la unidad de logística. Comeremos aquí, a salvo de moscas y hormigas. Venid con vuestros hombres cuando estéis listos. Ah, y todavía guardo unas botellas de buen vino que fueron a caer en mis manos cuando estuvimos en Gargath —añadió guiñándole un ojo—. ¡Creo que nos merecemos el honor de abrir unas cuantas esta noche!
—Claro. Gracias, Cheldon. Y disculpadme por haber perdido los estribos con ese asunto de mi aprendiz. Estaba preocupado por el chico, eso es todo. Luego vendré con mis hombres, pero antes quisiera algo de comida, o por lo menos un poco de pan, para los prisioneros.
Cheldon se lo quedó mirando como si pensara que de pronto se había vuelto loco.
—¡Comida! ¡A los prisioneros! ¿Para qué? ¡No necesitan comida allí donde van a ir!
—¿Qué queréis decir? ¿No los van a devolver a los suyos a cambio de un rescate?
—¿Y qué podría obtenerse? —respondió Cheldon riendo—. La mayoría de los caballeros son más pobres que las ratas. No. Servirán para divertirnos un poco esta noche. He oído que el capitán Ibind decía que no llegarían al amanecer. ¡Serán los protagonistas del espectáculo que se proyecta para después de cenar! Lo pasaremos bien.
Theros no podía creer lo que oía. ¡Moorgoth pensaba torturar a los prisioneros!
—Necesitarán beber algo, por lo menos —gruñó—. No puedo creerme que el barón Moorgoth permita semejante barbaridad.
Pero la verdad era que sí podía creerlo. Ése era el problema. Por desgracia, no le sorprendía mucho enterarse de los planes del barón.
—Recordad que el botín es para el vencedor. ¡Esta noche celebraremos la victoria! —exclamó Cheldon en voz alta—. Venid con vuestros hombres de aquí a una hora. —Dicho esto, hizo una señal a Theros para que se acercara y continuó hablando en susurros—. Mirad, a mí ese tipo de espectáculos me gustan tan poco como a vos, pero ¿qué podemos hacer? Mi propuesta es que nos quedemos aquí y comamos y bebamos hasta caer en un estado de plácida indiferencia.
Theros farfulló su asentimiento, se dio la vuelta y se fue. Cheldon tenía razón. Si protestaba o intentaba proteger a los prisioneros, Moorgoth sospecharía que era un traidor, e incluso podría imaginar que el espía era él.
Cabizbajo y absorto en sus pensamientos, Theros no se fijaba por dónde iba, hasta que tropezó con una de las estaquillas que sostenían las tiendas y, al mirar a su alrededor, vio que estaba en la zona de las mujeres. Ya giraba sobre sus talones, dispuesto a salir de allí sin tardanza, cuando oyó voces en el interior de una de las tiendas.
—Escaparemos esta noche —dijo una de las voces— cuando todos estén borrachos…
Theros reconoció la voz y sin pensarlo dos veces, se abalanzó sobre la tienda y levantó el toldo que tapaba la entrada.
Se encontró con dos pares de ojos asustados. Yuri y Telera, sentados juntos en el interior, se encogieron al ver la ira reflejada en el rostro de Theros.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
Yuri se puso en pie de un salto y se adelantó para interponerse entre Theros y Telera.
—Yo soy el espía, señor. Lo confieso. Apresadme. Yo…
—¡No, Yuri!
Telera también se había puesto de pie y abrazaba a Yuri. El muchacho abrió la boca para discutir pero ella sacudió la cabeza y, dando un paso al frente, se encaró a Theros.
—Yo soy la espía, señor. Soy yo a quien buscáis. Dejad que Yuri se marche. Él no tiene nada que ver en esto. Os lo juro.
Yuri protestó. Telera lo miraba sacudiendo la cabeza.
—¡Callaos! —les ordenó Theros con voz impasible.
Sorprendidos, los dos se quedaron en silencio.
Theros levantó el toldillo de la tienda, escudriñó los alrededores y, al ver que no había nadie, lo dejó caer y se volvió furioso hacia los dos jóvenes.
—Decidme la verdad, maldita sea.
Antes de empezar, Telera se pasó la lengua por los labios y tragó saliva, pero cuando habló, su voz sonó clara y segura.
—Soy hija de un caballero solámnico. El barón Moorgoth y sus hombres asaltaron nuestro castillo para desvalijarlo y asesinaron a mi padre. Yo me salvé porque conseguí huir al bosque. Cuando volví a casa, encontré los cuerpos…
Cerró los ojos y Yuri le cogió la mano. Al cabo de un momento, continuó.
—Juré vengarme de Moorgoth, pero soy una mujer, y no he sido educada en el manejo de las armas. ¿Qué podía hacer? Decidí unirme a su banda de forajidos para tener la oportunidad de informar a los amigos de mi padre de los movimientos de Moorgoth y del número de sus efectivos. Me serví de Yuri para recabar información. Él no sabía…
—Pero lo averigüé, señor —la interrumpió Yuri—, y me sentí orgulloso de poder contribuir a su causa. Y sigo estando orgulloso, sea cual sea mi destino, pero, señor, os ruego que impidáis que hagan daño a Telera.
—¡Prefiero morir a manos de esos bandidos que irme sin Yuri! —dijo Telera con firmeza—. No podría aspirar a morir en mejor compañía que Yuri y los caballeros solámnicos. Lo único que lamento —añadió con amargura— es no haber conseguido mi propósito. Moorgoth y su ejército siguen vivos.
—No todos. Ni mucho menos. Alguna cosa has conseguido —murmuró Theros sin darse cuenta de que hablaba en voz alta hasta que vio la esperanza reflejada en los dos muchachos.
—¿Realmente pensáis eso, señor? —le preguntó Yuri trabucándose al hablar.
Theros tardó en responder. Estaba pensando.
—Escucha, Telera. ¿Conoces esta zona del país?
—Sí, señor. Nací y me crié no muy lejos de aquí.
—¿Sabrías orientarte de noche?
—Sí, señor. Además, esta noche no será muy oscura. La luz de las lunas iluminará el camino.
—Bien. Al otro lado de la colina hay una hilera de árboles. Esta noche no habrá nadie por allí. Es vuestra oportunidad. Escondeos allí. Alguien se reunirá con vosotros.
—¿Vos, señor? —Yuri miraba a su maestro con el respeto y la admiración que Theros tanto había buscado—. ¿Os reuniréis con nosotros, señor? Estaréis en peligro si descubren que he desaparecido.
—No te preocupes por mí y haz lo que te digo por una vez en tu vida —gruñó Theros, pero al mismo tiempo sonreía.
—Sí, señor —contestó Yuri con voz queda—. Señor, quiero daros las gracias por…
—No hay tiempo —lo cortó Theros—. Belhesser nos debe de estar buscando. Yo os encubriré. No os preocupéis por mí. Sé cuidarme solo.
Telera apoyó la mano en el enorme brazo de Theros y la retiró enseguida por miedo a su reacción.
—Gracias, señor —le dijo simplemente.
Theros gruñó y asintió con la cabeza. Luego, levantó el toldillo, salió de la tienda y miró a su alrededor. No había nadie cerca y les indicó que salieran.
Yuri cogió a Telera de la mano y juntos dejaron la tienda y corrieron hacia el bosque. Theros se quedó mirándolos para asegurarse de que escapaban sin contratiempos, y luego se encaminó a la forja. Tenía el presentimiento de que, ocurriera lo que ocurriese, no volvería a ver a Yuri. Les deseó suerte.
En la herrería, los soldados esperaban que les diera permiso para ir a buscar la cena. Theros agitó el brazo.
—Vamos, soldados. Hora de comer. Esta noche cenamos en la tienda de intendencia con el personal de cocina. Nos ha reservado un buen vino.
Los soldados se levantaron al punto, cogieron sus cuencos y corrieron hacia las cocinas.
Theros cogió su copa y la metió en uno de los cubos que había junto a los barriles de agua. Llenó el cubo, salió de la tienda y comprobó que nadie lo observaba. Al otro lado del campamento, se veían hogueras encendidas, alrededor de las que se había reunido la tropa para comer, beber y celebrar la victoria.
Nadie vigilaba a los prisioneros. No era necesario, ya que los caballeros habían dado su palabra de honor de que no intentarían escapar. Moorgoth confiaba en su palabra, por mucho que pensara que hacer semejante promesa era una prueba más de su necedad. El barón se encargaría de demostrárselo más tarde.
«Puede que sea una verdadera necedad por su parte —pensó Theros—, pero es producto de su convencimiento de que para los demás hombres el honor es algo tan sagrado como para ellos».
Theros llegó con el cubo al lugar donde los prisioneros aguardaban su suerte. La mayoría se había despojado de las armaduras de metal. Theros se dirigió a sir Richard, que le miró con desconfianza.
—Tomad, bebed un poco de agua —le dijo.
El caballero cogió la copa que Theros le ofrecía, la apuró y se la pasó al siguiente caballero, que la sumergió en el cubo para llenarla. Uno de los prisioneros acercó la copa llena a los labios del herido. Sir Richard se puso de pie.
—Gracias —dijo sin entusiasmo—. Quizá nos podáis informar de lo que ocurre. Nadie nos ha dicho nada acerca del rescate o del intercambio de prisioneros…
—Por eso estoy aquí —le interrumpió Theros—. No habrá rescate ni intercambio. Esta noche, vos y vuestros hombres serviréis de entretenimiento a la tropa. Creo que podéis imaginaros lo que eso significa.
La expresión sombría de sir Richard no dejaba lugar a dudas: sabía lo que les esperaba a él y a sus hombres.
—El barón Moorgoth prometió…
—Es un hombre sin honor —dijo Theros avergonzado—. Como oficial de este ejército no puedo impedir que lleve a cabo lo que os tiene reservado, pero como hombre de honor, no puedo tolerarlo. Os aconsejo que hagáis cuanto esté en vuestra mano por poner a salvo a los hombres que tenéis bajo vuestro mando. Sé que habéis dado palabra a un oficial de que no intentaréis escapar. Bien, yo también soy un oficial y os libero de vuestra promesa.
—¿Estáis sugiriendo que…? —empezó a decir sir Richard.
—Os deseo suerte —le atajó Theros—. Que Sargas os proteja en la noche. Si pasáis por la línea de árboles que hay al otro lado de la colina, encontraréis quien pueda ayudaros. Podéis confiar en ellos.
Theros se dio la vuelta y se alejó a paso rápido.
Entró en su tienda. Había hecho cuanto podía por los caballeros. Ahora dependía de ellos. Todo lo que le quedaba por hacer era procurar que nadie advirtiera la ausencia de Yuri durante uno o dos días. Tal como había dicho Belhesser, Moorgoth estaría de buen humor después de la victoria y no se preocuparía de la existencia de espías.
Theros cogió su cuenco y dirigió sus pasos hacia la intendencia.