3

Aún era de noche cuando Theros fue despertado con rudeza por alguien que le sacudía con un palo. Se incorporó de golpe, sorprendido e indignado.

—¡Levanta! Hora de empezar a trabajar —le dijo Heretos—. Esta mañana, primero ayudarás a Aldvin en la cocina y luego empezarás a trabajar para los guerreros. ¿Entendido?

Theros asintió. Todavía medio dormido, saltó de la litera y se fue hacia el barril de agua, donde metió las manos dispuesto a lavarse la cara. Heretos lo cogió y lo puso frente a otro barril de agua salobre con olor a pescado.

—Te lavas con agua de mar, chico. Nunca malgastes agua potable para otra cosa que no sea beber. Es la regla número uno de la mar, y piensa que ella no perdona errores.

Le dio un pequeño cuenco de metal y un trapo. Theros lo llenó de agua de mar y se frotó todo el cuerpo con el trapo empapado, pasándoselo incluso por los dientes. Por último, se enjuagó la boca con un poco de agua y luego la escupió en el cuenco. Desde pequeño, sabía que beber agua de mar era la mejor manera de quedarse sin desayuno, porque te ponías tan malo como un perro medio ahogado. Cogió el cuenco y, tal como había visto hacer a los demás, levantó la tapa de una portilla y arrojó el agua al exterior.

El sabor del agua de mar era asqueroso. Theros tomó un buen trago de agua dulce del otro barril. Preparado para empezar el día, se giró hacia Heretos y lo vio abofetear a uno de los vigías que, al parecer, no solía levantarse tan temprano.

Theros subió por la escalera hasta la cubierta. El cielo ya empezaba a colorearse a la tenue luz con que el sol seducía al mundo. La mar seguía en calma. Theros cruzó la cubierta corriendo, mientras intentaba recordar dónde estaba la cocina. Por poco se cae cuando el otro vigía, que acababa de salir a cubierta, le propinó un empujón.

—Aparta de mi camino, chico —gruñó el guarda.

Un minotauro se giró bruscamente.

—Has hablado, perro.

Golpeó al hombre en el estómago con el lado romo del hacha. El esclavo maldijo en voz alta y escupió en el suelo, por lo que el minotauro le dio un revés con el mango del hacha que le hizo desplomarse como si fuera un montón de algas. Quedó allí inmóvil, y el minotauro siguió su camino.

Una palmada en la espalda le recordó que tenía trabajo que hacer. Heretos, detrás de él, lo empujaba por la cubierta. Theros observó el cuerpo del esclavo mientras descendía por la escalerilla. Se le había quedado grabada la imagen del guerrero balanceando el mango del hacha para golpear brutalmente la mandíbula del hombre y tumbarlo del golpe.

Aldvin ya estaba en la cocina trabajando. Había encendido los fuegos y calentaba agua. Al ver a Theros, le hizo un gesto.

—Toma, coge este barreño y llénalo con el pescado de anoche. Está allí, en aquel barril. —El chico miró hacia donde le indicaba y vio un barril atado a un poste—. Sí, en ése. ¿Qué pasa, chico?

Theros abrió la boca y la volvió a cerrar. Aldvin se echó a reír.

—No te preocupes. Aquí abajo podemos hablar, siempre que no haya ningún minotauro, y no vendrá ninguno hasta que el sol haya salido del todo. Venga, chico, a la faena. Si encuentras alguna espina, échala a este cubo. ¿Entendido?

El niño asintió y se fue a hacer lo que le mandaban. Aldvin preparó el pescado añadiéndole más especias y calentando la mezcla en los fogones. Theros lavó las escudillas y llenó de agua unas jarras grandes. Justo cuando iba a colocar la última en la mesa, un minotauro saltó desde la cubierta, sin utilizar la escalera. El ruido del impacto sobresaltó al muchacho, que derramó el agua por toda la mesa.

—¡Tú! ¡Enano! ¡Tráeme el almuerzo!

Theros fue corriendo hacia Aldvin, que le tendió una escudilla llena de comida humeante, y el chico se la llevó al minotauro. Cuando se la puso delante, el minotauro le cogió por el cuello de la camisa.

—Me has visto ocuparme de ese esclavo indisciplinado, ¿verdad? Te lo advierto, nunca contraríes a un minotauro de este barco. Lo que has visto hoy es lo mismo que te haré a ti si alguna vez me desobedeces. ¡Andando! ¡Tráeme agua!

El chico cayó de espaldas, pero Aldvin le hizo una seña y enseguida se levantó y corrió hacia el armario en el que se guardaban los vasos. Cogió uno, lo llenó en el barril de agua potable y se lo llevó al guerrero. Para entonces, ya habían bajado a la cocina unos cuantos minotauros más, que se reían al ver correr a Theros de un lado a otro mientras hacían comentarios en su idioma. Por el tono de voz, no decían nada halagüeño. A Theros le ardían las orejas.

Entre el calor, los gritos y la confusión reinante, cada vez estaba más aturdido. Los guerreros le exigían que se apresurara con la comida, que les llevase agua, que limpiara lo que se derramaba, que fuera más rápido, cada vez más rápido. Aldvin lo observaba y disfrutaba del espectáculo. Los minotauros se divertían enviando al aterrorizado muchacho a buscar lo primero que se les ocurría, rechazándolo a gritos cuando lo traía y enviándolo por cualquier otra cosa.

—¡Silencio! —se oyó decir a una voz profunda e imponente.

Todas las cabezas se giraron. De pie junto a la escalerilla, el capitán miraba con reprobación a los guerreros. Habló en el idioma de los minotauros, que Theros no entendía, pero luego Aldvin se lo tradujo.

—¿A esto llamáis honor? ¿Es éste el código del guerrero? Os divertís gritando a un niño que está entre nosotros por su propia voluntad. Con ese único acto, ha demostrado tener más valentía que todos vosotros juntos. ¿Y vosotros os llamáis poderosos guerreros? Comed y volved al trabajo. No quiero volver a ser testigo de semejante espectáculo.

El capitán, ahora flanqueado por el primer y el segundo de a bordo, se acercaron a Aldvin y le pidieron su comida. El cocinero les tendió un cuenco rebosante de pescado y un vaso lleno de agua. Se dirigieron a una mesa y se sentaron de espaldas al resto de los guerreros. No miraron a Theros.

Los guerreros guardaron silencio y se apresuraron a vaciar sus cuencos. En cuanto terminaron de comer, salieron de la cocina. Al poco rato, todos los guerreros se habían ido a cubierta y solamente quedaban los tres oficiales comiendo en su mesa.

Aldvin le hizo un gesto a Theros para que empezara a recoger las escudillas y los vasos, y los lavara en el fregadero. Theros obedeció, pero siguió mirando a los tres minotauros que, sentados de espaldas a él, susurraban entre ellos.

Se llevó todas las escudillas al fregadero, vació los restos en un cubo, y se puso a fregarlas. Hacía esfuerzos desesperados por olvidarse del hambre que tenía. No volvió a mirar hacia las mesas hasta que oyó voces, voces humanas.

Los tres oficiales habían terminado de comer y se habían marchado, y los esclavos ya bajaban a la cocina. Theros se fue hacia la mesa que habían ocupado los oficiales, dispuesto a recoger los tres servicios de vajilla, pero una mano en el hombro lo detuvo. Theros se paró y levantó la vista. Aldvin le sonreía mientras le señalaba los tres cuencos junto al fregadero.

—Ya me he ocupado yo, chico. Han sido un poco rudos contigo ¿no? Te diré un secreto.

Theros lo miró expectante.

—No dejes que vean que tienes miedo. Haz lo que te digan pero mantén la cabeza alta y mira de frente. Ya verás cómo te respetan.

Aldvin miró a los hombres, que ya habían empezado a sentarse.

—Venga, chico, a ver si les damos algo de comer a todos estos hombres. Yo sirvo la comida y tú la repartes.

El resto de la mañana en la cocina transcurrió sin incidentes. Después de que todos hubieran desayunado, Theros y Aldvin comieron los restos y luego lo lavaron todo. Una vez acabado el trabajo, Aldvin envió a Theros a la cubierta.

—Sube y busca a los guerreros. Trabajarás para ellos el resto del día. Yo me quedo aquí limpiando el pescado para la cena. Ya volverás a ayudarme a limpiar cuando vuelvan a comer. Ve, y procura no meterte en líos.

Tan cansado que apenas podía andar, Theros subió la escalerilla. Al llegar a la cubierta, tuvo que hacer visera con la mano para protegerse del sol de mediodía, que brillaba despiadado en el cielo azul, limpio de nubes. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la luz directa. Miró a su alrededor y vio que la cubierta elevada de popa estaba siendo utilizada como campo de prácticas. Los guerreros se balanceaban, embestían y esquivaban los golpes mientras se ejercitaban con sus armas de guerra. En otros lugares del barco, los esclavos trabajaban para dejar el navío en las mejores condiciones de navegación. El palo de proa ya había sido aparejado de nuevo y los hombres se afanaban con el nuevo palo mayor.

Vio a un minotauro sentado junto a la borda, apartado del resto. Con una pila de armas a su lado, se ocupaba de reparar correajes y talabartes de cuero. Theros se acercó y se quedó de pie junto a él. El minotauro tenía la atención puesta en una vaina y, al principio, no advirtió su presencia.

Theros se quedó allí de pie, sin saber qué hacer, hasta que finalmente, se sentó y cogió una espada y una muela. Su padre le había enseñado a afilar los cuchillos de pesca, y la espada no era tan distinta. Se puso a trabajar.

El minotauro levantó la vista alarmado. Ya iba a regañarlo cuando vio que hacía algo útil y volvió a su trabajo.

Theros afiló la espada y luego un hacha y otra espada más. Tenía habilidad para las tareas manuales. Pasaba la muela por la hoja, frotándola lenta y regularmente. El proceso se repetía una y otra vez, a lo largo de toda la hoja, hasta que el arma recuperaba el filo desde la punta hasta la guarnición. Después de afilarla, sabía que debía mojar la punta en un pequeño frasco de aceite y untar bien toda la hoja y la guarnición, para que no se oxidaran. Luego, la volvía a cubrir con la vaina y cogía la siguiente.

El minotauro trabajaba a su lado, sin decir palabra pero observando atentamente su trabajo y, cuando acababa con una pieza, le tendía la siguiente.

Sentado al sol, Theros pronto sintió sed, pero le daba miedo interrumpir la tarea y se pasó la lengua por los labios resecos. Al verlo, el minotauro gruñó. Cuando Theros lo miró, señaló el puente, gruñó otra vez y volvió a concentrarse en el cinturón de cuero.

Mientras Theros cruzaba la cubierta, observaba fascinado las distintas labores que se llevaban a cabo. El barco recuperaba sus dotes marineras. Se habían retirado los escombros y remendado las lonas. A medida que las velas eran desplegadas, la nave cogía velocidad.

De un costado del barril de agua potable, colgaba un cazo. Un hombre se acercó, lo cogió, lo hundió en el agua y bebió con avidez. Theros reconoció al antiguo vigía. La mandíbula inferior se le había teñido de un color negro violáceo y tenía el labio partido. El simple acto de beber le resultaba doloroso. Miró a Theros con odio.

—Por tu culpa, mocoso bastardo, pero ya verán —murmuró colgando el cazo en su lugar.

Theros lo cogió y bebió con ansia. Llevaba toda la tarde al sol y no se había dado cuenta de que empezaba a deshidratarse. Llenó otra vez el cazo y volvió a beber.

El capitán salió a la cubierta principal por una puerta en la parte inferior del castillo de proa. Dio unos pasos y se puso a examinar las velas y los mástiles. Movía lentamente los ojos, repasando cada uno de los nudos, cada aparejo y cada costura.

El vigía, de pie junto a Theros, se estremeció. Rebuscó nerviosamente entre sus ropas y se dirigió a la cubierta principal. Descendió por la escalera, se dio la vuelta y avanzó dos pasos, hasta colocarse detrás del capitán, a menos de un metro. El minotauro no lo había visto ni oído. Se metió la mano por debajo de la camisa y sacó un cuchillo.

Theros más adelante se preguntaría a menudo por qué actuó como lo hizo. Quizá fuera porque el capitán había alabado su valentía o porque no creía justo que ningún hombre, o minotauro, muriera apuñalado por la espalda. Theros gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Capitán! ¡Detrás de ti!

El capitán se giró cuando el vigía ya arremetía con el cuchillo. Sus reflejos de guerrero le permitieron esquivarlo al tiempo que desenvainaba el puñal. El humano y el minotauro estaban el uno frente al otro, en posición de ataque y con los cuchillos levantados. Todos los trabajos se interrumpieron.

Los guerreros que estaban en la cubierta de popa corrieron hacia el frente para ver qué pasaba y los dos oficiales se acercaron al castillo de proa armados con sus hachas de guerra, pero nadie intervino. El derecho a matar a ese aspirante a asesino correspondía al capitán.

El humano y el minotauro describían círculos y guardaban las distancias. Al pasar junto al palo mayor, el hombre se hizo con una estaquilla de apuntalar de casi un metro de largo. Ahora tenía dos armas. Media vuelta más y el hombre se decidió a actuar. Embistió hacia adelante con el cuchillo, al tiempo que se protegía con la estaquilla; esgrimiéndola como una clava improvisada. El capitán esquivó el golpe y avanzó el brazo con el que sostenía el cuchillo. El hombre interceptó el golpe, pero había sido un ataque fingido. El capitán levantó la pierna y le dio un rodillazo en el pecho.

El humano dejó caer las armas y se derrumbó sobre la cubierta. Rodó hacia un costado con las manos sobre el pecho. Primero boqueó para coger aire y luego se quedó inmóvil. El capitán esperó atento en posición de ataque. Pasó un rato sin que el hombre se moviera y finalmente el capitán guardó el cuchillo. Los otros dos oficiales se adelantaron y uno de ellos puso el cuerpo boca arriba. Estaba muerto.

El capitán, de pronto, pareció recordar el grito que le había salvado la vida y se volvió hacia Theros. Hizo un gesto de reconocimiento y luego se metió en su cabina. Los otros dos oficiales lo siguieron al interior del castillo de proa.

Timpan y Heretos dejaron los aparejos y se acercaron al lugar donde yacía el hombre. Los dos miraron a Theros y luego al muerto, sacudiendo la cabeza. El chico no supo adivinar qué pensaban ellos dos, pero observó cómo los otros esclavos lo miraban con odio. Los dos capataces levantaron el cuerpo y lo arrastraron hasta la borda. Heretos le cerró los ojos y, entre los dos, apoyaron el cadáver en la batayola y lo dejaron caer a la mar. Nadie dijo una palabra.

Theros se quedó mirando cómo flotaba el cuerpo en el mar e iba alejándose del barco en movimiento, hasta que finalmente lo perdió de vista cuando se hundió entre las olas.

«¿Qué he hecho?», se preguntó desesperado.