34
Theros salió a la oscuridad de la noche, una noche que nunca olvidaría, de horror y de terror. Había tanta gente sin casa, tantos heridos y tantos moribundos, que no supo por dónde empezar. Se quedó inmóvil a la luz de los incendios y miró a su alrededor. La ira que llameaba en su corazón era más ardiente que el más rabioso fuego de las fraguas.
Un soldado sabe bien cuál puede ser su destino antes de marchar a la guerra. Un soldado conoce los riesgos y los acepta. Pero allí había niños indefensos quemados y ensangrentados; había madres que abrazaban a sus hijos de pecho muertos y viejos sacados de sus hogares. También había pequeños comerciantes dedicados toda su vida a sus modestos negocios y cuyos ahorros se habían desvanecido en una breve llamarada. Las víctimas eran personas que no habían hecho nada para merecerlo. ¿Qué tipo de monstruo hacía la guerra contra los inocentes?
Un miembro de la guardia de los Buscadores, al parecer tan perplejo y desorientado como él, le informó de que se había establecido un centro de atención en la posada El Último Hogar. Un dragón había arrancado la posada de su asiento en el árbol, cogiéndola entre sus garras, y la había depositado en el suelo. Los hombres se esforzaban en levantar los maderos caídos y hacer reparaciones de urgencia para dar estabilidad al recinto, ya que era el único lugar lo bastante grande para albergar a los heridos. Theros se acercó dispuesto a presentarse a quien hubiera asumido el mando y ofrecerle su ayuda. La primera persona a la que vio fue a Hederick, el Sumo Teócrata.
—¡Señor! —gritó Theros—. ¡Necesitamos alguien que nos guíe! Ordenad lo que deba hacerse.
Pero Hederick, descorazonado por la traición de aquéllos a los que había considerado sus aliados, murmuraba frases sin sentido mientras dejaba que las lágrimas le resbalaran por las mejillas tiznadas de hollín. Theros sacudió la cabeza y se fue hacia el grupo que se afanaba con las reparaciones, pero Tika, la moza de la posada, lo detuvo cogiéndole del brazo.
Estaba tan horrorizada como los demás, pero mantenía la calma en medio del tumulto que la rodeaba. Llevaba una jofaina llena de agua manchada de sangre en la que flotaban vendas usadas.
—Se necesitan hombres para atajar el fuego —le dijo.
Sin entretenerse en contestar, Theros marchó hacia donde le indicaba.
Muchos de los hogares particulares construidos en los imponentes vallenwoods estaban en llamas. Se temía que si no lograban contener el fuego, consumiría todo el bosque y, con él, todo Solace. Hombres y mujeres habían formado brigadas para acarrear cubos de agua desde el pozo que había junto a la posada El Último Hogar. Bajo las órdenes de Theros, se formaron otros grupos para llevar furgones hasta el lago Crystalmir y traer barriles llenos de agua. Después de esforzarse durante toda aquella larga, agotadora y terrible noche, finalmente lograron controlar el fuego.
Los draconianos, acompañados de soldados humanos vestidos con chaquetas granate o armaduras negras, se paseaban entre ellos mirando y riendo. Theros tuvo que concentrarse en lo que hacía para no abalanzarse sobre ellos y estrangular al primero que cogiera.
Un grito desgarrador le llamó la atención. En lo alto de un árbol, frente a una casa en llamas, había una mujer con un niño de pecho en los brazos. En el suelo, unos hombres habían extendido una manta a modo de red de seguridad y la instaban a arrojar a su hijo y luego saltar al vacío para escapar del fuego.
En ese momento, un soldado vestido con chaqueta granate se acercó y rasgó la manta por la mitad con la espada.
—¡Saltad ahora, señora! —le gritó riéndose al tiempo que sostenía la espada en alto como si fuera una pica—. ¡O mejor aun, arrojad al niño!
El soldado era Uwel, el verdugo de Moorgoth.
Theros experimentó lo que los minotauros llamaban «furia guerrera», una especie de locura que impele a los guerreros a correr hacia el peligro sin pararse a pensar en su seguridad. Theros había visto a Uwel torturar a los caballeros solámnicos y ahora contemplaba horrorizado cómo torturaba a aquella pobre madre. Los presentes se retiraban aterrorizados, murmurando plegarias inútiles. Nada podían hacer sin disponer de armas. La mujer rogaba bañada en llanto.
Theros avanzó a grandes zancadas, cogió a Uwel por el hombro, cerró el puño y descargó sobre su cabeza un golpe en el que puso toda su rabia y su frustración reprimidas. Su ira reforzó su puño mejor que un guantelete de hierro.
Si Uwel tuvo tiempo de pensar algo en esos últimos instantes de vida, debió de creer que le había alcanzado un rayo enviado del cielo. Theros lo había derrumbado de un solo golpe. Su única queja era que Uwel no hubiera sufrido como había hecho sufrir a otros. Theros deseó que algún dios se ocupara de reparar la injusticia y rogó devotamente para que sufriera una larga y atormentada vida después de la muerte.
Uwel Lors había muerto antes incluso de llegar al suelo. Theros se quedó mirando el cadáver con la respiración entrecortada.
—¡Rápido! —dijo alguien—. ¡Antes de que nadie lo encuentre!
Con gran presencia de ánimo, cubrieron el cuerpo con la manta desgarrada y entre dos hombres lo arrastraron hacia el bosque. Otros se encaramaron al árbol y rescataron a la madre y al niño. Theros sacudió la mano dolorida y volvió al trabajo, pero un brillo de satisfacción reemplazaba ahora el devastador sentimiento de impotencia.
Nunca encontraron el cuerpo de Uwel. Las tropas de uniforme granate buscaron y buscaron, y al final concluyeron que debía de haber desertado. El barón Moorgoth, que dirigía el ejército desde la seguridad que le brindaba Pax Tharkas, maldijo públicamente su nombre y ofreció una buena recompensa a quien se lo entregara, ya fuera vivo o muerto.
Al amanecer, dejaron que los pocos focos de fuego que aún resistían se consumieran por sí solos. Todo el mundo estaba cansado hasta el agotamiento. Hombres y mujeres se derrumbaban exhaustos y se quedaban dormidos allí donde caían. Después de unas horas de sueño, se los despertaría para formar brigadas que enterraran a los muertos.
Sólo la posada, la forja de Theros y algún otro edificio que el ejército había considerado de utilidad militar se habían salvado de la quema.
Terminado su trabajo, Theros volvió a su forja y se tendió en un catre que tenía en el almacén. La herida le dolía, pero no era nada comparada con el dolor que le taladraba el alma. Tumbado en el catre, demasiado cansado para que el sueño pudiera acudir de inmediato en ayuda de su cuerpo dolorido, intentó explicarse lo ocurrido.
¿Por qué habían atacado los dragones la ciudad? Un ejército tan numeroso podría haberse limitado a marchar sobre ella y tomarla. ¿Qué necesidad había de llevar a cabo semejante matanza, de provocar tanta destrucción? ¿Qué honor reportaba el asesinato de niños?
Ninguno. No había ninguna excusa. La única razón para hacer algo así era el gusto por el Mal, nada más.
Una vez convencido de esto, se preguntó qué le habría ocurrido a Gilthanas. ¿Qué hacían los elfos en Solace? ¿Lo tendrían prisionero o estaría ya muerto?
Sin dejar de ver el resplandor de las llamas reflejado en sus párpados cerrados, Theros cayó en un sueño inquieto.
Tres días más tarde, el grueso del ejército se había marchado, dejando atrás a los encargados de ejercer la autoridad de Verminaard. Solace empezaba a ser dolorosamente reconstruida. Los enormes árboles, en su mayoría carbonizados, no servían para nada. Las pasarelas también habían ardido, aunque eso poco importaba, pues apenas quedaba alguna casa en pie sobre las copas de los árboles. Las calles estaban cubiertas por una espesa capa de ceniza y hollín. El hedor era terrible; se había adherido a las ropas, y hasta la comida y el agua sabían a humo.
Theros utilizó el bloque de acero que le había sobrado para forjar cientos y cientos de clavos, bisagras y herramientas, que luego regalaba con la satisfacción de que el acero que Hederick había robado tuviera finalmente un buen uso. Tenía siempre cerca unas cuantas espadas para cogerlas cuando las tropas de Verminaard merodeaban por allí y hacer ver que forjaba armas. Sabía que no conseguiría engañar a nadie por mucho tiempo y, efectivamente, así fue.
El nuevo «gobernador» de Solace, un hobgoblin gordo que se hacía llamar con el pomposo nombre de Fewmaster Toede, entró una tarde en la forja de Theros, que ya esperaba su visita. El herrero miró con desagrado al hobgoblin, que no alcanzaba ni de lejos la estatura de Glor, aunque abultaba el doble. Aun así, su engreimiento era tres veces mayor que sus mantecas.
—¡Herrero! —le llamó Toede mientras escrutaba hoscamente el taller con sus pequeños ojos porcinos—. ¿Qué estáis haciendo, perdiendo el tiempo en objetos inútiles como éstos? —preguntó cogiendo un puñado de clavos a medio hacer—. Se os ordenó que forjarais y repararais armas para mis tropas. Ya veo que estáis sacando pingües beneficios…
—Cierto —repuso Theros fríamente sin apenas dignarse a mirar a la pequeña bestia—, pero no en dinero. Siento decepcionaros, Fewmaster, pero las necesidades de los habitantes de esta ciudad destruida por vuestra mano tienen prioridad. Dadme una semana y volveré al oficio de forjar armas y armaduras.
Armaduras que se desarmarían misteriosamente, espadas que se romperían al primer golpe. Un herrero sabía cómo hacer esas cosas.
—¡Una semana! —exclamó Toede dando un bufido—. Empezaréis a trabajar ahora mismo, en este preciso instante. Escuchad —lo conminó interrumpiendo el intento de protesta de Theros—, conozco un pequeño secreto referente a vos, maese Ironfeld. He sabido que sois un protector de los elfos y que ayudasteis en la construcción de los barcos que permitieron que esa raza de demonios de orejas puntiagudas quedara fuera del alcance de nuestra justicia. —Toede hinchó el pecho y se dio una palmada en él.
»De momento, soy el único que conoce vuestro crimen. Forjad armas para mí y me ocuparé de que no llegue a oídos de lord Verminaard. Si se enterara, me temo que ni siquiera vuestra habilidad como forjador de armas os libraría de perder vuestra miserable vida.
Theros no necesitaba tiempo para sopesar la propuesta de Toede.
—Podéis decir de mi parte a vuestro lord Verminaard que por mí como si se va a freír los pies en el Abismo.
—Venga, maese Ironfeld, estoy seguro de que no habláis en serio —dijo el hobgoblin, y siguió en tono confidencial—. Veréis, Ironfeld, vuestras armas pueden hacerme ganar un buen dinero si las vendo en el mercado libre. ¿Qué queréis a cambio? ¿Una parte de los beneficios? Está bien, soy un ser razonable. Empezad a forjar mis armas hoy mismo o vuestro secreto se hará público y os enviaré preso a Pax Tharkas por vuestra obstinación. Estoy seguro de que lord Verminaard estará encantado de conocer a alguien que contribuyó a la evacuación de los elfos a Ergoth del Sur.
Theros no se molestó en contestar. Cogió un martillo, un martillo enorme, y se puso a blandido en círculos.
Toede, viendo el peligro, tragó saliva y se encaminó hacia la puerta.
—¡Recordad lo que os he dicho, Theros Ironfeld! —gritó cuando estuvo a una distancia prudencial.
Theros volvió a su trabajo. Estaba haciendo una sierra.
El día siguiente amaneció gris y lúgubre. La ciudad estaba anegada en una niebla densa y fría. El día anterior había llegado a la ciudad una caravana de carretas cargadas de jaulas. Los soldados de Fewmaster Toede metieron en ellas a los hombres y a las mujeres que habían sido considerados una «amenaza» para la seguridad. Serían llevados a Pax Tharkas en esas mismas carretas. Aquella jornada se llenarían las jaulas que aún estaban vacías.
Theros se levantó del catre que le servía de cama en el dormitorio que había improvisado en el almacén. Se vistió, cogió un poco de agua de lluvia y se afeitó. Luego entró en el taller y se puso a avivar el fuego de la fragua.
Una hora más tarde, el acero ya estaba lo bastante líquido para verterlo en los moldes que utilizaba para hacer los clavos. Estaba a punto de levantar la marmita cuando la puerta de entrada se abrió de golpe y entraron tres draconianos.
Theros no se dejaba impresionar por los gordinflones hobgoblins, pero no podía evitar estremecerse en presencia de los hombres-lagartos.
El primer draconiano cogió uno de los moldes para hacer clavos y lo tiró por la ventana. El segundo se hizo con un martillo y abrió un agujero en la pared. El tercero cogió un puñado de clavos y los dejó caer en la marmita del acero fundido.
Finalmente, había llegado el día. Los draconianos siguieron haciendo destrozos en el taller mientras Theros los observaba, al parecer demasiado asustado para intervenir o protestar. Cerró la mano sobre la empuñadura de la espada que ocultaba bajo el mandil de cuero.
Cuando la forja quedó reducida a escombros, los draconianos se dirigieron a Theros.
—Acompañadnos. Estáis arrestado por delitos contra el Señor del Dragón Verminaard. Por orden de Fewmaster Toede, comandante del distrito militar de Solace, ha sido decretado vuestro traslado a Pax Tharkas, donde seréis juzgado.
Theros esgrimió su espada en una mano y un cuchillo en la otra. Los draconianos lo miraron atónitos. Muy pocos en la ciudad habían osado hacerles frente. De inmediato, echaron mano de sus espadas.
Theros lanzó el cuchillo, que voló por el aire dando vueltas y se fue a clavar en el cráneo del primer draconiano. Los otros dos huyeron por la puerta abierta. Theros, convencido de que ya no tenía nada que perder, los persiguió hasta la calle. La niebla se arremolinaba en torno a ellos. Los habitantes de Solace que se encontraban en el lugar se dispersaron amedrentados, cruzándose con más draconianos que acudían con las espadas desenvainadas.
Cuatro guerreros rodearon a Theros. Al momento, uno de ellos había desaparecido en la niebla. Theros supuso que el monstruo intentaría atacarlo por detrás pero, por ahora, no podía ocuparse de eso. Concentró toda su atención en el draconiano que tenía más cerca.
Dando un salto, Theros blandió la espada y le asestó una feroz estocada que habría hecho soltar el arma a cualquier oponente humano. El draconiano, en cambio, paró el golpe sin dificultad. Theros avanzó, volvió a arremeter e hizo una finta. Había conseguido despistar al draconiano, que por un momento quedó al descubierto.
Antes de que pudiera aprovechar la oportunidad, el draconiano que se había perdido en la niebla se materializó detrás de él y blandió la espada describiendo un arco. La hoja se hundió en el brazo derecho de Theros, justo por debajo del hombro. Notó que la mano estaba insensible y no le respondía. Sorprendentemente, al principio no sintió ningún dolor. Se miró para ver qué le ocurría a su brazo y vio que le colgaba del hombro, conectado sólo por algunos tendones.
El draconiano volvió a blandir el arma y el brazo de Theros cayó al suelo.
Incrédulo, Theros se quedó mirando el miembro cercenado que yacía en el suelo, y entonces lo envolvieron oleadas de tinieblas y la negrura se lo tragó. Aunque no sentía dolor, se oyó gemir y luego supo que estaba dando alaridos.
Después, se hizo el silencio.
Theros despertó y vio que estaba acostado en el suelo bajo una bóveda de un luminoso gris perla. El suelo era blando y totalmente liso. Le faltaba un brazo pero no sentía dolor ni tenía miedo.
Se levantó y dio unos pasos. Allí no había nada, ninguna señal por la que pudiera calcular la distancia en una u otra dirección. El suelo era gris y la bóveda sobre su cabeza también. La luz procedía tanto del suelo como del cielo.
Theros miró hacia donde había tenido el brazo y el primer pensamiento que cruzó su mente fue que nunca más volvería a trabajar el metal.
«Seré un tullido el resto de mis días», pensó.
Sólo entonces se le ocurrió que era absurdo hablar del resto de sus días. Estaba muerto.
—Bienvenido al Panteón de los Dioses, Theros Ironfeld.
Theros levantó la vista y vio que Sargas, el dios minotauro, se materializaba en la bruma gris, surgiendo imponente ante él. Le sorprendió oír a Sargas hablar en voz alta; hasta entonces las palabras del dios siempre habían resonado únicamente en el interior de su cabeza.
Sargas tenía una figura más grande y magnífica de lo que Theros recordaba. En una mano sostenía el mango de una gigantesca hacha de guerra, cuya hoja reposaba en la otra. El dios minotauro parecía disgustado.
—No has estado a la altura del destino que te vaticiné cuando eras un niño, Theros Ironfeld. Debo admitir que has vivido conforme a mi código de honor. Eso te honra y me honra a mí en tanto que tu dios.
»Sin embargo ¡también soy el dios de la venganza y el castigo! No me has servido bien. Eres comprensivo y clemente. Tiendes a huir de la guerra en lugar de buscar la gloria en la batalla. ¡Demuestras compasión en lugar de alimentar la ira de los verdaderos guerreros de Sargas!
En contra de lo que decía el dios, la ira se estaba apoderando del corazón de Theros, una ira semejante a la que había sentido al golpear a Uwel Lors.
—¡Yo nunca pedí ser un seguidor de Sargas! —gritó furioso y su voz reverberó en la bóveda gris—. Pretendéis que sea lo que no soy. No es honroso castigar sin causa. No es honroso demostrar ira en respuesta a la bondad. Un caballero solámnico llamado sir Richard Strongmail me enseñó lo que era el verdadero honor, me enseñó cómo podían combinarse la valentía y la compasión, me enseñó que la verdadera fuerza reside en la honradez. ¡Quiero ser como él, no como vos!
Sargas lo miró iracundo, y Theros no pudo evitar estremecerse.
—Debería castigarte por tu deslealtad. No obstante, soy el dios del honor y cuando eras un niño te prometí que tendrías un destino excepcional.
»Es evidente que ya no soy tu dios, puesto que no me aceptas como modelo, pero durante todos estos años has conservado tu fe en mí. Por tu valentía y por tu honor mereces un lugar en la mesa de mis guerreros, Theros Ironfeld. Te doy una última oportunidad de renovar tu alianza conmigo.
—No puedo, gran Sargas —respondió Theros inclinando la cabeza—. Perdonadme.
Al gigantesco minotauro le refulgieron los ojos, pero luego dijo algo sorprendente.
—Quiero premiar que mantuvieras tu fe en mí cuando otros hombres la habrían abandonado. Te concedo la libertad de elegir a otro dios.
—Sargas, me confundís. Siempre creí que erais el único dios —contestó Theros humildemente.
—No, hombre predestinado —dijo Sargas con una sonrisa—. Hay muchos dioses. De la misma manera que yo soy el dios del honor, hay un dios del engaño. Igual que yo soy el dios del Mal, hay dioses del Bien. Y también de la creación y de la destrucción, de la vida y de la muerte. Te los presentaré.
Alrededor de Theros, apareció un círculo de seres diversos. Todos ellos irradiaban una luz interior, pero en algunos el brillo quedaba amortiguado por una nube de tinieblas. A los ojos de Theros, los dioses parecían cambiar continuamente de apariencia. Uno de ellos era un enano elegantemente vestido; otro un esqueleto horrible, cuya vista producía escalofríos, y otro más, un mercader orondo y otro, una gentil criatura con ojos de ciervo.
—Somos los dioses de Krynn. Controlamos todos los aspectos de la vida. Hay dos dioses ausentes. Paladine intenta impedir que la Reina de la Oscuridad logre su propósito de volver al mundo del que ella y sus dragones fueron expulsados hace mucho tiempo. Han tomado forma física y están manipulando los acontecimientos del gran conflicto que se avecina.
Sargas soltó una carcajada.
—Como debes de haber sospechado, soy el campeón y aliado de la Reina Oscura.
Theros miró atentamente el círculo de divinidades. Su poder y majestad le impedían pensar con tranquilidad. Deseaba hacer lo más correcto, pero no sabía lo que era.
—Te presentaré a los dioses. Empezaré por Gilean, el dios del conocimiento —dijo Sargas.
Se adelantó un hombre con un gran libro en el que escribía sin parar. Levantó la vista, echó una ojeada a Theros y volvió a su trabajo.
—Este mortal conoce su verdadera naturaleza —dijo—. Tienes razón, Sargas. Debe poder elegir libremente.
Sargas le presentó al resto de los dioses de la Neutralidad: Sirrion, el dios del fuego; Chislev, la diosa de la naturaleza; Zivilyn, el dios de la sabiduría; Shinare, la diosa del dinero y la riqueza, y Lunitari, la diosa de la magia neutral.
Todos ellos tenían algo que ofrecerle en caso de que eligiera servirlos, pero ninguno le pareció el adecuado. Le infundían respeto y entendía la importancia de cada uno, aunque ninguno personificaba lo que tenía en su corazón. No representaban lo que él sabía que era. Aquéllos no eran dioses a los que pudiera venerar.
Sargas no pareció sorprenderse. El último dios neutral que le presentó fue Reorx, el Forjador.
—Reorx forjó el universo con su hacha y es el dios de las armas y las herramientas. Creo que es el dios que más te conviene, Theros Ironfeld. Serás uno de sus adeptos.
Reorx, un fornido enano cubierto por una brillante armadura de oro, se rascó el mentón y observó pensativo al hombre que tenía delante. Finalmente, sacudió la cabeza y dijo:
—No, este hombre no es para mí. Aprecio su valía como forjador de armas, pero no me venerará.
—Es mi discípulo —respondió Sargas airado— y mientras no lo libere, irá donde yo le mande.
—No, Sargas, este humano no es tu discípulo. Piensa en lo que te digo y no interfieras.
—¡Me debe la vida! —gruñó Sargas—. Me obedecerá.
Reorx no se amilanó.
—Debes dejar que elija y que lo haga por su propia voluntad. Igualmente lo hará, por mucho que te empeñes en lo contrario.
Sargas siguió acompañando a Theros alrededor del círculo y le presentó a los dioses del Mal, que le ofrecieron poder, inmortalidad, fabulosas fortunas y el arte de la magia negra, pero no querían meros seguidores, sino auténticos esclavos.
Theros negó con la cabeza. Uno tras otro, los dioses de la Neutralidad y del Mal se desvanecieron en la bruma gris y desaparecieron de su vista.
Sargas se dispuso a presentarle a los restantes.
—Éste es Majere, el dios protector de los monjes. El siguiente es Kiri-Jolith, el dios de las guerras por causa justa, protector de los caballeros, y el siguiente, Habbakuk, el dios de los animales y del mar. Branchala es el dios de la música y Solinari, el de la magia benéfica.
Theros fue mirándolos uno a uno. Una especie de calma se había adueñado de su corazón, pero todavía encontraba algo en todos ellos que no acababa de satisfacerlo. Theros no quería saber nada de la magia y los animales no le importaban ni interesaban demasiado. Siguió mirando hasta que sus ojos toparon con la mujer que había al final de la línea de divinidades.
Encarnaba al mismo tiempo a todas las mujeres de su vida, a todas las mujeres que habían significado algo para él. Era su amante madre. Era la encantadora Marissa. Era la valiente Telera. Era también la mujer que sostenía a su hijo en lo alto del árbol en llamas. Era Tika, calmada y enérgica en medio del caos. Theros se sintió poderosamente atraído por aquella mujer.
Sargas advirtió su interés.
—Es Mishakal, la diosa de la curación y de la luz, compañera y consejera de Paladine.
Theros estalló en llanto. El labio inferior le temblaba y tenía los ojos henchidos de lágrimas. Cayó de rodillas e intentó cubrirse el rostro con las manos olvidando que sólo tenía un brazo.
Mishakal se adelantó.
—Ya ha elegido, Sargas. Hiciste bien en inculcarle la importancia del honor. Deja que ahora despierte esa parte de su alma que era consciente de poseer, pero que no ha podido desarrollar.
Sargas se inclinó ante ella y desapareció en la bruma.
Mishakal se arrodilló delante de Theros y lo rodeó con sus brazos. Dejó que llorara mientras lo acunaba y esperaba que fluyeran hacia ella la ira, la tristeza, el miedo y el dolor que lo invadían. Absorbió sus congojas y las enjuagó con las mismas lágrimas de Theros.
—Sí, Theros, tu madre también es una de mis seguidoras. Descansa en un lugar privilegiado de mi morada, por la labor que en su tiempo llevó a cabo en la faz de Krynn y por haberte dado la fuerza interior que te ha llevado a labrarte tu propio destino.
Theros miró a la radiante mujer con los ojos nublados por las lágrimas.
—Theros, ¿deseas volver a la vida? —le preguntó con suavidad.
Su corazón se agitó. Mishakal vio la chispa de la vida en su interior y advirtió que ganaba brillo por momentos.
—Es preciso que tomes una decisión hoy mismo, Theros Ironfeld. Debes elegir tu futuro. Puedes quedarte conmigo en mi morada y estar con tu madre. Te envía su cariño y quiere que sepas que nunca ha dejado de quererte y que está orgullosa de ti.
»O puedes volver al reino de los vivos. Será difícil. A tu regreso encontrarás la amargura del dolor físico y de la conciencia de ser un tullido. Volverás a un mundo desgarrado por la guerra, pero eres un hombre señalado por el destino, Theros, y tu presencia no será indiferente.
Theros sintió que la paz que irradiaba Mishakal reconfortaba su corazón y su alma, y tomó una decisión.
Theros despertó con dolores lacerantes. La bóveda gris había desaparecido. Estaba acostado en una carreta tirada por dos alces. La carreta estaba rodeada de barrotes de hierro que hacían de ella una jaula. Gimió e intentó incorporarse, pero unas manos firmes se lo impidieron.
El dolor que le producía la terrible herida era casi insoportable. Tosió y sintió punzadas aún más agudas. Abrió los ojos y vio a una persona inclinada sobre él.
Era la mujer bárbara, la misma que había visto aquella noche en Solace.
—¿Quién eres? —preguntó Theros aturdido.
—Me llamo Goldmoon. Soy una seguidora de Mishakal, la diosa que te ha devuelto la vida.
Theros sonrió y se dejó arrastrar por el sueño. Antes de caer dormido, murmuró unas palabras.
—¿Qué ha dicho? —preguntó un hombre conocido por el nombre de Tanis el Semielfo.
—No te lo vas a creer —respondió un guerrero llamado Caramon—. Juraría que ha dicho «¡Gracias, Sargas!».