27
Cuando llamaron a la puerta, Theros ya estaba vestido y dispuesto. Se abrió la trampilla y un elfo le hizo señas.
—Haced el favor de seguirme, maese Ironfeld.
El elfo bajó ágilmente por la estrecha escalera. Theros, que no estaba acostumbrado a vivir en ese tipo de casas elevadas, se movía con torpeza y apenas podía seguirlo.
Volvieron a cruzar la plaza para entrar en la primera casa donde habían estado la noche anterior y subieron por la escalera. En apariencia, todo seguía igual, pero sobre el escritorio estaba su hacha y, al lado, el fardo con sus pertenencias.
—Sentaos. ¿Os puedo ofrecer algo de comer y de beber? —le preguntó Gilthanas en un tono de voz más cálido que el de la noche anterior, cuando, por otra parte, no había tenido el detalle de ofrecerle nada de comer.
Theros tenía hambre y, aunque no le apetecían demasiado las bayas y los frutos secos que le ofrecían, no dudó en comer y beber lo que había. Conocía poco las costumbres élficas, pero sabía que de ese modo pasaba a disfrutar de la condición de invitado y, en calidad de tal, los elfos le brindarían su protección mientras permaneciera entre ellos.
Para su sorpresa, la comida resultó ser extraordinariamente buena. El agua tenía un sabor tan embriagador como el vino, y las bayas y frutos secos satisficieron su apetito como si fueran un filete de venado.
Gilthanas no discutía asuntos importantes durante las comidas, cuando el cuerpo debía concentrarse en el acto fundamental de nutrirse y recuperar fuerzas, así que habló de su familia.
—Soy el más joven. Tengo un hermano mayor, Porthios, y una hermana, cuyo nombre traducido a vuestro idioma es Laurana.
—Debe de ser muy hermosa, vuestra hermana —repuso Theros, consciente de lo que se esperaba de un invitado—. Seguro que tiene muchos pretendientes.
—Uno más de la cuenta en mi opinión —contestó Gilthanas con sequedad.
No dijo nada más acerca de ella y Theros, viendo que era un tema delicado, se abstuvo de preguntar.
Cuando Theros declaró estar satisfecho, Gilthanas le ofreció cortésmente más comida y él la rechazó haciendo gala de la misma cortesía. Después de esta pequeña ceremonia, Gilthanas se sentó tras su escritorio. Había llegado la hora de tratar los asuntos que le interesaban.
—Maese Ironfeld, tengo una propuesta que formularos. En el limitado espacio de tiempo y con los pocos recursos de que dispongo, he comprobado vuestro relato y parece que habéis dicho la verdad.
Theros se agitó incómodo y Gilthanas, viendo su desconcierto, esbozó una sonrisa.
—Estoy seguro de que hay cosas en vuestro pasado que preferís guardar en secreto, como es natural, pero la información que tengo de vos me permite pensar que sois un hombre en quien se puede confiar. No me preguntéis cómo la he obtenido. Tengo mis fuentes.
»Si estuviéramos en los viejos tiempos, en mi lugar de origen, las negociaciones empezarían esta mañana y durarían varios días, e incluso semanas, pero no podemos permitirnos ese lujo. El tiempo apremia, así que iré directamente al grano. Mi pueblo necesita a alguien con vuestras habilidades, maese Ironfeld. ¿Estaríais interesado en trabajar para nosotros?
Perplejo, Theros se recostó en el asiento. No se esperaba algo así. No le gustaba la idea de volver a trabajar para un ejército, y menos para un ejército de elfos. No había olvidado la imagen de Hran abatido por las espadas élficas…
—Gilthanas, os agradezco vuestra confianza y hospitalidad, pero lo que de verdad quiero hacer es abrir una herrería en Solace y ofrecer mis servicios y productos a la población civil. Ya he participado en bastantes batallas y ahora deseo una vida pacífica. Perdonad, pero no creo que me convenga vuestra oferta.
Dicho esto, Theros se puso en pie y se dispuso a marcharse, pero Gilthanas no había acabado.
—Escuchadme y no os precipitéis.
A regañadientes, Theros volvió a sentarse y Gilthanas dejó escapar un suspiro.
—Todavía no os lo he contado todo. Os he hablado del conocido objetivo de Verminaard: exterminar a la gente de Qualinesti, pero no os he dicho que está muy cerca de conseguirlo. Aun así, no os necesito para que forjéis armas. De hecho, dudo que vuestras limitadas habilidades humanas nos hicieran algún servicio. No es mi intención ofenderos, pero las armas de fabricación humana son bastante toscas en comparación con las que utiliza mi gente —dijo al tiempo que echaba miradas desdeñosas al hacha de Theros.
Theros resopló molesto ante el insulto, pero el elfo no le hizo caso.
—Ayer dijisteis que erais de Nordmaar y que fuisteis embarcado en una nave de minotauros, donde trabajasteis durante varios años.
—Sí —contestó asintiendo con la cabeza—, fui esclavo de los minotauros desde los diez años hasta que me manumitieron. Muchos de esos años los pasé a bordo de una nave, tal como ya os dije ayer.
—Excelente. Sólo quería confirmarlo. Mi pueblo necesita vuestra ayuda para evacuar Qualinesti. La cuestión —dijo Gilthanas extendiendo las manos— es que nuestros conocimientos acerca de barcos y navegación son muy limitados.
Theros lo miró atónito. Los elfos vivían en Qualinesti desde que existía Qualinesti, si no antes.
—¿Qué queréis decir con eso de evacuar? ¿Dónde iríais?
—El plan sólo lo conoce un grupo muy reducido. Nos proponemos trasladar a la mayoría de la población a una zona situada en Ergoth del Sur, un lugar llamado Qualimori, pero no somos un pueblo marinero. Necesitamos vuestra ayuda.
—No sé construir barcos —respondió Theros con el ceño fruncido—, si es eso lo que me pedís. He navegado en ellos pero no los he construido.
—Tenemos a un carpintero de ribera oriundo de Ergoth del Norte, que ha diseñado los planos y ya está trabajando con una cuadrilla de elfos que lo ayuda a ensamblar las piezas, pero ha pedido la colaboración de un herrero para que fabrique las partes metálicas. Entre nuestra gente, no hay nadie que posea los conocimientos necesarios. Ya sé que vos os dedicáis a la forja de armas, pero ¿podríais hacer ese trabajo? Él os daría todas las especificaciones y os pagaríamos bien.
Theros se quedó pensando.
—Si ese Verminaard lleva las de ganar y yo ayudo a los perdedores, mi vida pronto no valdrá nada ¿no es cierto? ¿Para qué quiero el dinero si no vivo lo suficiente para gastarlo?
—Tenéis toda la razón —dijo Gilthanas y casi pareció que sonreía—. Os prometo que mantendremos en secreto vuestra colaboración. Trabajaríais en el campamento que tenemos en la costa oeste y os pagaríamos veinte piezas de acero al día, más quinientas en el momento que aceptarais el trabajo. Sólo os pido que nos ayudéis durante unos cuantos meses, transcurridos los cuales, si deseáis continuar hacia Solace, os ayudaremos a llegar. ¿Os sumaréis a nuestra causa?
Theros se tomó tiempo para sopesar los pros y los contras. No quería tener nada que ver con causas ajenas. Quería abrir su propio negocio. ¿Cómo se las arreglaba para tropezar siempre con los objetivos de los demás? ¿Dejarían que se dedicara a su propia causa alguna vez en su vida? Con todo, la paga era buena y estaría apartado de la guerra. Además, sólo serían unos meses.
—De acuerdo, me uno a vosotros —dijo.
—Gracias, maese Ironfeld —contestó Gilthanas satisfecho—. Os recuerdo que es fundamental que no habléis de esto con nadie, ni siquiera con mi gente, hasta que lleguéis a la atarazana de Quivernost.
Theros recogió el hacha y se la colgó del tahalí que llevaba a la espalda. Abrió su fardo y echó un vistazo para comprobar que todo estuviera en orden. Descendieron a la planta baja y allí se encontraron con los dos elfos que lo habían escoltado la noche anterior.
—Hirinthas y Vermala son dos guerreros de la Casa Real de Qualinesti. Se encargarán de que viajéis hasta Quivernost sin contratiempos. Partiréis de inmediato.
Para sellar el trato, Gilthanas entregó a Theros un bolsa grande de fieltro, bastante pesada. Theros la abrió y vio que estaba llena de piezas de acero, pero no se detuvo a contarlas. Ató la bolsa a su talabarte y se echó el fardo al hombro. Sin más tardanza, los tres se encaminaron hacia el bosque.
Mientras andaban, el pensamiento de Theros derivó hacia la fabricación de poleas, cabrestantes y clavos…
Theros y sus compañeros viajaban veloces por el bosque, en dirección oeste. Al anochecer se detenían y se levantaban justo antes del amanecer para reemprender el camino. Los dos guerreros elfos cargaban con toda la comida, además de sus armas y esterillas de dormir. Theros, que siempre los había considerado frágiles, estaba impresionado por su fuerza y su resistencia, hasta el punto de que tenía la impresión de que los obligaba a aminorar su paso normal, cuando él andaba todo lo rápido que le permitían sus piernas.
Era evidente que aquellos elfos no estaban acostumbrados al trato con humanos, al contrario que Gilthanas. Raramente le dirigían la palabra y, cuando lo hacían, era para darle instrucciones o, durante la cena, para preguntarle si quería un poco más de pan. Hablaban entre ellos en su lengua. A pesar de formar parte de un trío, Theros nunca se había sentido tan solo.
—Nos detendremos aquí a pasar la noche —le dijo Hirinthas el tercer día.
Theros miró a su alrededor. Era un hermoso paraje, una pradera rodeada de árboles, por la que discurría un arroyo de aguas saltarinas. Junto al riachuelo, había un hoyo con cenizas en el fondo. Por su aspecto, allí se habían encendido muchas hogueras.
—¿Por qué nos paramos aquí? —preguntó Theros sorprendido, ya que apenas era media tarde—. Todavía tenemos tiempo de recorrer un buen tramo antes de que caiga la noche.
Hirinthas ya había empezado a descargar su equipaje.
—Estamos a menos de un día de Quivernost, y tan al oeste ya no hay peligro. Este lugar ha sido utilizado por los viajeros durante muchos siglos. Acamparemos aquí para pasar la noche.
Theros se encogió de hombros. Nadie le había pedido su opinión. Si dependiera de él, seguirían andando, pero no era así. Aunque los dos elfos lo trataban con respeto, era consciente de que no les inspiraba ninguna confianza. Nunca le dejaban hacer la guardia nocturna y cada vez que echaba mano del hacha, uno u otro cogía un cuchillo. No le quitaban el ojo de encima. Francamente, estaba empezando a cansarse. ¡Hasta los hobgoblins lo habían tratado mejor!
—Voy a recoger un poco de leña —se ofreció dejando caer su fardo, y se internó en el bosque en busca de ramas caídas.
Vermala le había dicho que no debía cortar ningún árbol del bosque para encender fuego, ya que los espíritus de los árboles llorarían amargamente si los torturaban arrancándoles a hachazos las extremidades vivas. Sólo podían utilizarse las ramas caídas, las ramas muertas de las que el árbol se había desprendido.
Theros sonrió para sus adentros. Le habría encantado contarle esa tonta historia al viejo Hran. El minotauro se habría reído tanto que se le habrían saltado los cuernos.
Como era de esperar en un lugar tan visitado por los viajeros, el área circundante estaba limpia de cualquier trozo de madera aprovechable, así que Theros se alejó del lugar. No tenía ningún miedo a perderse, seguro como estaba de que los dos elfos lo encontrarían enseguida. Tampoco descartaba la posibilidad de que uno de los dos lo hubiera seguido.
Unos cien metros más allá, encontró un roble caído. Las ramas estaban desperdigadas por los alrededores, la mayoría tan podridas que ya no eran de ninguna utilidad, pero el tronco estaba seco y le pareció que ardería a la perfección. Sacó el hacha dispuesto a partirlo.
En ese momento, el movimiento de las hojas de un arbusto cercano llamó su atención. Pensó que debía de ser uno de sus guardianes y no hizo demasiado caso, pero de pronto captó un brillo de color granate.
Theros se agachó. Ahí estaba otra vez: un retazo de granate asomando por detrás de un árbol a la luz del atardecer. Los elfos vestían con colores verdes y marrones que se confundían con los tonos del bosque. Theros se quedó absolutamente inmóvil.
Tuvo que esperar casi un minuto antes de que el reflejo granate volviera a moverse. Un hombre, un humano, salió de detrás de un árbol, avanzó unos diez pasos con la máxima cautela y volvió a agazaparse. Llevaba pantalones negros y una chaqueta granate.
«¡Que Sargas me lleve! —maldijo Theros para sus adentros—. ¡Reconocería ese uniforme en cualquier parte! Es uno de los hombres de Moorgoth. ¿Qué puede estar haciendo por aquí?».
Asió el hacha con más fuerza. El soldado volvió a levantarse y avanzó con sumo cuidado de no hacer ruido. Theros avanzó a su vez, y se mantuvo detrás del guerrero.
Mientras se arrastraba por el suelo, Theros miró a su alrededor para ver si descubría la presencia de algún otro soldado. Estaba seguro de que había más de uno. Aquel hombre no era un espía ni un explorador. Por su uniforme, se diría que formaba parte de una patrulla. Sus camaradas no debían de andar lejos.
«Sólo puede haber una explicación —pensó Theros—. Moorgoth se ha aliado con Verminaard. ¡Y esos elfos y yo hemos caído en una trampa!».
El sentido común le decía que huyera y dejara a los elfos que se las compusieran como pudieran. Conocía lo bastante a Moorgoth para saber que nunca olvidaría ni perdonaría una ofensa. Le asaltó la imagen de los caballeros torturados. Comparado con lo que Moorgoth le haría si caía en sus manos, los caballeros habían tenido una muerte piadosa.
«Yo sólo quiero volver a la vida civil y abrir un negocio honrado en una ciudad honesta. ¿Qué es lo que hago mal para que no haya manera de que lo consiga?».
Lentamente, avanzó arrastrándose hasta colocarse detrás del soldado. No supo reconocerlo, pero no le extrañó; hacía casi diez años que había servido en el ejército de Moorgoth. Tampoco le sorprendió la dirección que tomaban sus pasos, directos hacia el campamento de los elfos. Otra celada.
Theros se puso en pie con el hacha escondida, detrás de la espalda.
—¿Buscáis elfos? —le preguntó con voz potente.
El soldado, sorprendido, dio un salto y se golpeó la cabeza con una rama. Parpadeando, se volvió hacia Theros. Lo miró fijamente y luego sonrió.
—Bien, bien, pero si es el traidor de Ironfeld. Os hemos estado siguiendo los pasos durante mucho tiempo. Moorgoth ofrece una generosa recompensa por vuestro pellejo y, al parecer, finalmente seré yo quien la recoja.
El soldado desenvainó su espada y se abalanzó sobre el herrero.
—¡Yo que tú no contaría el dinero tan rápido!
Theros adelantó el hacha y separó las piernas. Esquivó el ataque del soldado y blandió el hacha, que chocó contra la espada de su oponente.
Quedaron uno enfrente del otro y empezaron a moverse en círculo. El soldado tenía la ventaja de que, con la espada, podía embestir de frente y también asestar golpes laterales. Intentó acercarse a Theros, que lo dejó hacer.
De pronto, el soldado se lanzó contra él y Theros esquivó su espada por muy poco, pero, por desgracia, tropezó con una rama y cayó pesadamente de costado. El soldado levantó la espada dispuesto a descargar el golpe mortal. Theros entrelazó sus piernas con las del soldado, le hizo perder el equilibrio y lo tiró al suelo.
Sin coger el hacha, Theros se incorporó de un salto y se abalanzó sobre su oponente, que lo vio venir e intentó apartarse rodando sobre sí mismo. El herrero no consiguió caer encima de él como se proponía, pero logró que soltara la espada. El combate estaba igualado.
El soldado se llevó la mano al costado para sacar el puñal; Theros, que advirtió el movimiento, le hundió el puño en el rostro. La sangre de la nariz rota les salpicó a los dos. Theros estaba montado encima del hombre y lo tenía inmovilizado con el peso de su cuerpo. Le rodeó el cuello con sus grandes manos y fue aumentando la presión paulatinamente.
El terror asomó a los ojos del hombre, que boqueaba en un esfuerzo por coger aire. Intentaba quitarse a Theros de encima con las manos, pero era demasiado pesado para él. Se revolvía y pataleaba para liberarse, pero no lograba ningún resultado.
Finalmente, Theros aflojó la presión, aunque no separó las manos del cuello del hombre.
El soldado aspiró una buena bocanada de aire.
—¿Cuántos soldados os acompañan?
El soldado balbució algo incomprensible, y Theros volvió a apretarle el cuello impidiéndole la entrada de aire. Los ojos se le abultaron. En el ultimo momento, Theros lo dejó respirar.
—Somos cuatro —jadeó el hombre cuando por fin pudo hablar—. Por favor, no les digáis que os lo he dicho. ¡Me matarían! Por favor, dejadme ir.
—¿Y huiréis lejos de aquí como un niño bueno? Me cuesta creerlo. ¿Estáis aquí para tender una celada a los elfos?
El soldado asintió con la cabeza.
—El general Moorgoth…
—¿Así que ahora es general? —gruñó Theros.
—El general Moorgoth ha sabido que los elfos están reclutando gente para llevar a cabo un proyecto secreto en la costa oeste del océano. Las órdenes son capturar o matar a cualquiera que se dirija hacia allí.
—¿Habéis dicho que Moorgoth ha ofrecido una recompensa por mí? —le preguntó Theros—. ¿Cómo ha sabido que estaba por aquí? ¿Y cómo sabéis quién soy? No os había visto en mi vida.
—Moorgoth ha estado recibiendo informes durante años, pero ésta es la primera vez que la información le permitía actuar. Ha dado una descripción de vos a todos los soldados: un hombre de piel oscura como la noche con una voz que retumba como el trueno. Eso es lo que dijo.
Theros dejó escapar un suspiro. Cogió la daga que el hombre llevaba en el tahalí y dejó que se incorporara.
—Bien, descalzaos y quitadles los cordones a las botas. ¡Aprisa!
El hombre hizo lo que Theros le ordenaba.
El herrero recogió el hacha y la espada, y ató al soldado a un árbol: le amarró los pies y las manos con los cordones de las botas. No se molestó en amordazarlo. Habría sido una pérdida de tiempo, ya que si gritaba, sólo conseguiría atraer la atención de los elfos y no creyó que fuera ése el tipo de atención que deseara.
Un ruido metálico que reconoció como el entrechocar de unas espadas le recordó que no estaba solo en el bosque. Colgó el hacha del tahalí y se dirigió hacia el campamento con la espada en la mano.
Al llegar, encontró a Hirinthas y Vermala combatiendo con dos soldados. Un tercer soldado yacía muerto en el suelo. Vermala estaba cubierto de sangre y perdía fuerzas a ojos vistas. Theros lanzó un grito de guerra y saltó a la palestra.
Los soldados se vieron atrapados entre dos frentes, con los elfos delante y Theros detrás. Sorprendidos por su grito, miraron hacia atrás para ver a su nuevo enemigo. Hirinthas aprovechó la distracción para hundir su espada en el pecho de uno de los hombres, que se desplomó. El otro soldado paró el golpe de Vermala y se refugió detrás de un árbol.
—Rendíos —le ordenó Theros—. Somos tres contra uno.
—De acuerdo —respondió bajando la espada—. Podéis hacerme prisionero, pero no me sacaréis una palabra.
Hirinthas le despojó de la espada y le obligó a sentarse en el suelo. Theros le quitó la daga. Vermala, herido en el costado, cayó de rodillas. La sangre le empapaba las ropas.
Hirinthas cogió la chaqueta de uno de los soldados muertos y se la aplicó en la herida. Theros ató bien al soldado y se fue en busca del cautivo que había dejado en el bosque. Lo llevó al campamento y lo ató al primero, espalda contra espalda. Una vez que los prisioneros estuvieron atendidos, encendió una hoguera.
El sol ya empezaba a ponerse. Vermala estaba pálido y temblaba. La herida del costado era grave.
Theros se puso a alimentar el fuego y recordó otra ocasión en la que había cuidado a un soldado herido. La única diferencia era que entonces había sido un minotauro. Aquel día, Huluk dio órdenes prudentes que condujeron a su salvación.
—Antes me habéis dicho que estábamos a menos de un día de marcha de nuestro destino —le dijo a Hirinthas—. Debéis ir a buscar ayuda. No puedo hacer nada más por Vermala. Necesita los cuidados de un médico. Yo lo velaré y me ocuparé de que estos dos no escapen hasta que regreséis.
A Hirinthas no le gustó la proposición.
—No, mi deber es protegeros durante el viaje a través de Qualinesti. No puedo abandonar mi misión…
—¡Al cuerno! Mi seguridad no os importa en lo más mínimo —gritó Theros—. Lo que ocurre es que no confiáis en mí. ¿Me equivoco?
—¿Por qué debería confiar en vos? —repuso mirando con recelo a los dos prisioneros.
—¡Porque Vermala morirá si no lo hacéis! Si quisiera mataros, ya lo habría hecho. Me podría haber unido a estos dos y a sus compañeros. Os juro por… —estuvo a punto de decir «por Sargas», pero se lo pensó mejor—. ¡Os juro por la tumba de mi madre que defenderé la vida de Vermala con la mía!
Hirinthas era lo bastante inteligente para entender la lógica del discurso de Theros. Si estuviera aliado con esos humanos, él ya estaría muerto. Tampoco se le escapaba que el estado de su compañero era crítico.
—Está bien, Ironfeld, pero si a mi vuelta descubro que me habéis traicionado, en todo el mundo de Krynn no encontraréis lugar donde refugiaros de mi venganza. Os seguiría hasta el mismo Abismo.
Dicho esto, Hirinthas se levantó y salió a la carrera.
Los otros cuatro se quedaron sentados junto al fuego, esperando a que amaneciera.
Ninguno de ellos estaba muy locuaz.