20
La caravana del bagaje avanzaba lentamente. Tal como iban cargados los furgones, era imposible ir más deprisa. Theros y Belhesser caminaban juntos delante del furgón de cabeza.
El camino serpenteaba entre colinas y bosques, y el tránsito no era fácil. A veces rodaban por terreno llano y liso, pero otras veces estaba lleno de baches y las ruedas se hundían en los surcos. En algunos tramos era amplio; en otros se estrechaba tanto que las ramas de los árboles arañaban los costados de los furgones.
La caravana se dirigía hacia la zona que Moorgoth les había señalado, un lugar a una distancia aproximada de kilómetro y medio del campo de batalla, tras un grupo de colinas que separaba el enclave de las tropas de sus propios suministros.
—Belhesser, ¿sabéis algo de nuestro espía? —le preguntó Theros con voz queda.
—No, nada, pero creo que el problema dejará de existir si Moorgoth gana esta batalla. Si realmente hay un espía, sea quien sea habrá fracasado en su misión y no querrá más que huir de aquí, aunque sea al Abismo. Y nada alegrará tanto al barón como una victoria. Perdonará y olvidará. Pero si pierde, tendremos que vigilar con mil ojos.
Theros estuvo de acuerdo. No le costaba nada imaginarse el humor de perros que gastaría el barón si tenía que retirarse a Sanction con el rabo entre las piernas. Miró hacia atrás para ver cómo avanzaba la columna. Dos de sus soldados caminaban juntos, hablando, seguidos por el tercero, que conducía el furgón con el equipo y los materiales de la herrería. A Yuri no se le veía por ninguna parte.
—En nombre de Sargas, ¿dónde está ese chico? —murmuró para sus adentros.
Se esperó a un lado del camino y dejó que los furgones que transportaban su equipo pasaran de largo. No había señales de Yuri. Theros se unió al grupo de intendencia, mucho más grande que el reducido equipo que tenía a sus órdenes.
Buscó entre los trabajadores hasta dar con la mujer encargada de hacer el pan y le preguntó:
—¿Habéis visto a Yuri, mi aprendiz?
La mujer iba vestida con una camisa blanca de algodón igual que la que se entregaba a todos los soldados, remetida en una falda larga de piel, bajo la que asomaban unas botas negras de caña alta. Llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo para protegerse el pelo y la cara del polvo del camino. Debía de tener algo más de cuarenta años y, a juzgar por su rostro castigado por la intemperie, era una veterana. Miró a Theros y se echó a reír.
—¡Naturalmente, está por aquí! Como bien sabéis.
—No, no lo sabía —contestó Theros frunciendo el ceño—. ¿Por qué debería saberlo? ¿Viene por aquí a menudo?
—¡Bendito sea Morgion, sí! ¿Pretendéis hacerme creer que no os habéis dado cuenta? Viene cada vez que nos ponemos en camino, y también acude cada noche después de acabar de trabajar para vos en la forja. Pero bueno, es natural ¿no creéis, maestro herrero?
La mujer le guiñó un ojo y le sonrió con malicia.
—Dicen que la sangre joven es fogosa —sentenció y, extendiendo el brazo, acarició juguetona el voluminoso pecho de Theros—. Pero también habría mucho que decir a favor de la experiencia. Venid a mi tienda esta noche…
Theros empezó a sentirse violento. Veía que algunos de los hombres que había por los alrededores se reían y se daban codazos.
—¿Dónde está ahora? —preguntó haciendo caso omiso del ofrecimiento de la mujer.
—Detrás del segundo furgón. Estará con Telera, mi ayudante.
Theros le dio la espalda y apretó el paso hacia los furgones de cola. Tal como había dicho la mujer, Yuri caminaba al lado de una joven. Iba vestida igual que su jefa, con el pelo rubio trenzado y recogido en un moño para evitar que se ensuciara con el polvo y el sudor. Calculó que no debía de tener más de dieciocho años. La miró con más atención y le pareció distinta de la mayoría de las mujeres que luchaban o trabajaban en aquel ejército.
Su cutis blanco estaba enrojecido por el sol, como si no estuviera acostumbrada a vivir a la intemperie. Tenía un aire delicado y distinguido que hacía que las bastas ropas que llevaba parecieran mucho más elegantes de lo que en realidad eran. No resultaba nada extraño que Yuri se sintiera atraído por ella.
Theros los esperó en medio del camino, interceptándoles el paso. Al verlo, la joven palideció e hizo aspavientos como una potrilla asustadiza. Yuri se puso rojo y abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera decir nada, Theros lo cogió por el brazo y lo empujó hacia adelante.
—¡Maldita sea! En nombre de Sargas, ¿se puede saber qué haces aquí? Tu sitio está en nuestro furgón, no aquí detrás cortejando a las mujeres.
—¡Pero señor! —protestó Yuri—. ¡No he hecho nada malo! Yo sólo…
Theros no podía creérselo. El muchacho no era en absoluto consciente del peligro que corría. Le sacudió un sopapo en la nuca con tanta fuerza que lo hizo tropezar.
—¡Cállate y vuelve a tu puesto, o te azoto por insubordinación!
Yuri miró a Telera, que estaba pálida y asustada.
—¡Ve! —le dijo ella.
Yuri volvió a mirar a Theros y luego salió corriendo a toda velocidad.
Theros se quedó frente a la mujer, que se encogió temerosa. Sus ojos expresaban el mismo miedo que había visto en la mirada de los soldados cuando estaban a punto de ser golpeados o azotados.
—¡No peguéis a Yuri, señor! —le rogó levantando las manos en un gesto de sumisión—. Ha sido culpa mía. Si lo deseáis —tragó saliva y continuó con valentía— podéis descargar vuestra ira sobre mí.
Theros se quedó anonadado. ¡Aquella joven sin duda creía que era capaz de pegarla!
—¡Por el gran Sargas! ¿Dónde está mi honor? —se preguntó en un murmullo—. Me estoy volviendo igual que esos desgraciados que se valen de las amenazas y los golpes para conseguir que les demuestren un respeto fingido, fingido porque no es respeto, sino miedo. Ésa no es manera de dirigir un ejército de hombres.
Theros se dio cuenta de que todavía estaba mirando a la mujer. Era bonita pero, al mirarla con más atención, vio que estaba demasiado delgada y parecía agotada. Moorgoth exprimía hasta los tuétanos tanto a los hombres como a las mujeres, pero sólo los soldados tenían asegurada comida abundante. Cuando los víveres escaseaban, los primeros en padecer hambre eran los que cocinaban, no los que luchaban. Su vida no debía de ser fácil. Y, por si fuera poco, ahora estaba aterrorizada.
Uno de los furgones se detuvo junto a ellos. El carretero se había parado a observar el interesante episodio que se desarrollaba junto al camino. Theros recuperó la compostura y le gritó:
—¿Para qué te paras? ¡Nadie ha dado el alto que yo sepa!
Se dio la vuelta y echó a andar adelantando los furgones de intendencia hasta llegar al frente de la caravana. Los ojos asustados de la mujer se le habían quedado grabados en la memoria. Veía sus ojos y le venían a la memoria los cadáveres de las mujeres en la zanja.
Recordó las palabras de Yuri: «Ni siquiera sé si quiero vivir».
Theros siguió andando, absorto en sus pensamientos. No se dio cuenta de que había llegado a su unidad hasta que Belhesser lo llamó a gritos, sacándolo de su ensimismamiento.
—¿Qué ocurre, Belhesser?
Belhesser agitó el mapa que llevaba en la mano.
—¿Diríais que aquella colina de allá es ésta de aquí? —le preguntó señalando un punto en el mapa justo detrás de donde debían acampar.
Theros cogió el mapa y lo estudió unos instantes. Encontró el camino y miró a su alrededor para compararlo con el terreno por el que transitaban.
—Sí, creo que es ésa.
Los furgones siguieron avanzando por el camino, y Theros regresó a su unidad. Yuri caminaba cabizbajo junto al furgón de la herrería. A Theros le habría gustado olvidar que lo había golpeado y decidió actuar como si el incidente no se hubiera producido.
Una vez más, se dijo que lo había hecho por el bien del muchacho. Si el espía estaba entre el personal de intendencia, cualquiera de la unidad de Theros al que se sorprendiera hablando con un subordinado de Cheldon sería inmediatamente considerado sospechoso.
Intentó explicárselo a Yuri, que se limitó a mirarlo con incredulidad, poniendo cara de idiota.
—¿Un espía? —repitió estúpidamente—. ¿Qué queréis decir?
Al final, Theros decidió dejarlo por imposible.
—Olvídate. Simplemente, obedéceme por esta vez. No quiero volver a verte con esa joven, tanto por su bien como por el tuyo. Y ahora adelántate y busca un buen sitio para montar la fragua. Nos instalaremos en cuanto se dé la orden. —Theros se volvió hacia uno de los soldados—. Brel, retrocede y dile al sargento de intendencia que el campo que hay detrás de esa colina es el punto donde tenemos que acampar.
Uno y otro salieron corriendo a cumplir los encargos.
El sol ya había descendido hasta la cima de la colina cuando los furgones llegaron a su destino. Yuri había sacado picos y palas del furgón y él y los soldados cavaban un hoyo para instalar la fragua. Al llegar, Theros envió a dos de los soldados a buscar leña suficiente para alimentar el fuego durante unos días y luego se fue a hablar con Belhesser.
—Decidme, ¿sabéis algo de una tal Telera que trabaja en intendencia?
—Así que os habéis fijado en… —dijo Belhesser con una sonrisa maliciosa.
—No se trata de eso —le cortó Theros con un bufido de enojo—, pero necesito información sobre ella.
—Trabaja de ayudante de Hercjal, la encargada del pan —dijo Belhesser perplejo—. Se unió al ejército en Sanction. Dijo que las fiebres se habían llevado a toda su familia y se había quedado huérfana. Eso es todo lo que sé. ¿Por qué lo preguntáis?
—Me había parecido que la conocía de La Furia Desbocada —dijo encogiéndose de hombros para quitar importancia al asunto—. Pero debo de estar equivocado. ¿Qué más da?
—Os habéis fijado en ella ¿eh, zorro astuto? —Belhesser le guiñó un ojo—. ¡Qué os aproveche! Aunque no creo que tengáis mucho tiempo para retozar en los próximos días. ¿Ya tenéis los furgones colocados? No encendáis la fragua hasta que os lo ordene. Si perdemos, quiero salir de aquí antes de que nos alcancen esos condenados caballeros.
Theros regresó a su zona y comprobó que la cavidad de la fragua estaba a su gusto. El terreno era duro y rocoso. Con picos y palas, los hombres habían cavado un hueco redondo en el centro del área donde Theros les había dicho que pensaba instalar la forja. La cavidad estaba rodeada de piedras grandes que habían encontrado o desenterrado, colocadas de manera que concentraran el calor del fuego.
Ahora estaban cortando los troncos secos que habían recogido y amontonaban los leños junto al hueco, preparados para prender el fuego cuando fuera necesario. Yuri estaba en el furgón comprobando que todas las herramientas estuvieran en su lugar y no hubieran sufrido desperfectos. Theros le dejó hacer su trabajo sin molestarlo. Ya le había hostigado bastante por aquel día.
El herrero subió un tramo de la colina y se sentó a estudiar el lugar. El campamento tendría forma cuadrada. La unidad de intendencia se había instalado junto a la colina, en una de las esquinas. Los almacenes se habían colocado a unos setenta metros de las cocinas, en la esquina más alejada. La herrería estaría en el lado izquierdo, según Theros miraba el campamento desde la colina. El lado derecho quedaba abierto. Los soldados de infantería plantarían sus tiendas detrás de esa línea.
A medida que el sol descendía por detrás de la colina, Theros dirigió sus pensamientos hacia el interior de su ser.
«¿Qué me está pasando? Soy un hombre de honor. Nunca debería haber aceptado este trabajo por mucho que me pagaran. Moorgoth hace azotar a sus hombres hasta dejarlos medio muertos por las infracciones más leves. Ha asesinado a esas pobres mujeres cuando no le habría costado nada hacerlas prisioneras. Incendió mi herrería y, en lugar de matarlo como habría hecho cualquier minotauro ¡me uno a él y acepto su dinero!
»Admítelo, Theros —pensó tristemente—, deseabas volver a formar parte de un ejército. Querías experimentar la emoción de la batalla y la gloria del guerrero. ¡La gloria! —Dio un bufido de impaciencia—. No somos más que una banda de criminales uniformados».
Theros sacudió la cabeza y miró al suelo. «¿Y qué puedo decir de lo ocurrido hoy? ¿Cómo podría justificar la manera en que he tratado a Yuri? No puedo. Y no es la primera vez que ocurre. Tenía razón el día que me gritó. Le trato como a un esclavo. Y sé perfectamente cómo sienta el trato de esclavo.
»¡Que Sargas me proteja! ¿Qué debo hacer? He aceptado el dinero de Moorgoth. Estoy obligado por un contrato. Si me marcho sin cumplirlo, cometeré una acción deshonrosa. Y, además, sería peligroso —se dijo—. Seguro que pensaría que el espía soy yo. Pero permanecer tampoco es muy honroso. ¿Qué hago?».
Theros levantó la vista al cielo y rogó en silencio.
«Sargas, hazme una señal. Indícame el camino. No pido más. Yo haré el resto».
Theros observó el cielo con la esperanza de ver aparecer al gigantesco pájaro negro con las alas brillantes que un día se presentara ante él. No se produjo ninguna señal. Quizá no fuera el momento adecuado.
Más tranquilo después de haber compartido su tribulación con Sargas, Theros se puso en pie y descendió por la colina. Seguro que para entonces había alguien buscándolo para que le contestara alguna cuestión necia.
Se preguntó cómo debían de irle las cosas al ejército de Moorgoth.