16

Theros se despertó cuando los primeros rayos de sol alcanzaron sus ojos y miró a su alrededor sin reconocer el lugar, hasta que de pronto recordó la extraordinaria velada del día anterior y su relación con Marissa.

Vio que ella se había ido y se recostó otra vez en la cama. Las sábanas todavía olían a su perfume. El sol estaba a la altura de la ventana, lo que significaba que aún era temprano. No tenía por qué irse de inmediato. Podía ser que Marissa volviera.

El día se presentaba bien para Theros. Iría al taller y empezaría la armadura nueva que le había encargado uno de los hombres de Moorgoth. Si el ejército se estaba preparando para la partida, seguro que en los días siguientes tendría más trabajo del que pudiera asumir. Haría jornadas más largas, pero cobraría más caro por las prisas. Luego, iría al gremio de joyeros y compraría una de esas gemas que tanto gustaban a Marissa.

Marissa. Era la primera noche que no dormía solo desde que llegara a Sanction, hacía siete años. Más de una vez se había fijado en que las mujeres lo miraban, pero nunca había hecho nada para animarlas a ir más allá. No sabía cómo conversar con ellas, que parecían esperar que los hombres les hablaran de cosas como la luz de las lunas o las rosas. Todo lo que Theros sabía de la luz de las lunas es que permitía a los ejércitos avanzar de noche. Las mujeres nunca parecían sentir el más mínimo interés por las cosas de las que a él le gustaba hablar, como las mejores muelas para afilar espadas o los métodos para templar el acero.

Con Marissa había sido diferente, sin embargo. La noche anterior se habían pasado horas hablando, y las lunas no salieron ni una sola vez en la conversación.

Finalmente, se levantó, se lavó la cara en la jofaina y se afeitó. Una vez vestido, bajó la escalera que daba a la posada. Estaban sirviendo desayunos.

Miró a uno y otro lado buscando a Marissa, pero la moza no estaba por allí. Pidió huevos con pan, té negro y una manzana. Y al acabar, se bebió una jarra de sidra para hacer bajar el almuerzo.

Ya satisfecho, salió a la calle y se fue andando hasta el taller. Yuri ya estaba allí, abriendo las contraventanas. El muchacho trabajaba bien y demostraba una gran habilidad con el cuero. Le faltaba corpulencia para hacer de herrero, pero podía ocuparse de todas esas tareas menudas que Theros no tenía tiempo de hacer: guarniciones y arreos, puntas de flecha y de lanza, armazones. Aunque todavía era muy joven, aprendía con rapidez.

A veces, Theros sentía tentaciones de decirle lo que pensaba de él, pero entonces se acordaba de Hran y de cómo le había enseñado. Los elogios se suben a la cabeza. Lo más importante era que Yuri adquiriera disciplina. Así aprendería antes y mejor.

Al llegar a la puerta, Theros vio sin sorpresa que uno de los hombres de Moorgoth caminaba arriba y abajo por la calle, delante de la puerta de la herrería, sin duda, esperaba a que el herrero abriera el taller al público.

Lo saludó haciendo un gesto con la cabeza, corrió el pestillo y abrió los portones. Entró y se puso a avivar el fuego de la fragua. El guardia entró tras él con una espada en la mano. Theros miró el arma y enseguida se dio cuenta de que la hoja estaba mellada.

—¡Yuri! —gritó—. ¡Ven aquí!

El joven, que estaba en un cuarto trasero que le servía de dormitorio, entró corriendo en la herrería con cara de susto, como si pensara que se había prendido fuego o, peor, que se había olvidado de hacer algo.

—¿Qué ocurre, señor? Las cuentas están en orden. ¡He contado el dinero esta misma mañana! Yo… ¡Oh! Buenos días, señor. —Yuri se sonrojó. Atender a los clientes era uno de sus trabajos—. ¿En qué puedo atenderos?

—¡Mirad esta hoja! —contestó el guardia—. ¿Cómo es posible que haya quedado así por golpear a un maldito enano en la cabeza? Es verdad que llevaba un casco de acero pero ¡aun así…! Pagué buen dinero por ella en Flotsam y no me esperaba que fuera tan mala. Moorgoth me ha enviado aquí. ¿Podéis repararla, maestro Ironfeld?

Theros sonrió. O sea, que Moorgoth lo recomendaba a sus hombres. ¡Excelente!

—Sin duda. Dejadla encima de aquella mesa. La tendréis a punto esta misma noche.

—Perfecto. Moorgoth me dijo que le enviarais a él la factura.

Theros asintió con la cabeza. En ese caso, cobraría el doble de lo que habría pedido a cualquier otro.

El guardia se fue después de darle la espada a Yuri, que la colocó en la mesa. Theros volvió a ocuparse de la fragua, que debía avivarse a primera hora de la mañana, pero enseguida se dio cuenta de que Yuri estaba perdiendo el tiempo, embobado delante de la espada.

—¡En el nombre de Sargas! ¿Se puede saber qué estás haciendo, muchacho? ¿Es que nunca has visto una espada?

—Como ésta, no, señor —contestó Yuri—. Tiene unas extrañas marcas grabadas por toda la hoja.

—¡Bah! —dijo con un bufido de desprecio—. Entonces, ése es el problema. Aprende de los errores ajenos. Grabar una hoja es correcto, siempre que se sepa hacer, porque, si no, se malogra. Y ahora, dedícate a esos guantes que estabas cosiendo.

Yuri corrió hacia su rincón, no sin antes echarle una última ojeada a la espada.

Theros, picado por la curiosidad, dejó el fuego y se acercó a examinar el arma.

Tal como había dicho Yuri, las marcas de la hoja eran realmente extrañas. En un principio pensó que serían de diseño solámnico, ya que los caballeros eran muy aficionados a grabar sus armas con insignias familiares, rosas, martines pescadores y cualquier otro símbolo heráldico que encontraran.

Pero esto… Theros las miró de uno y otro lado, hasta que por fin descubrió lo que representaban aquellas marcas.

Dragones. Dragones que se deslizaban arriba y abajo por toda la hoja. Dragones de formas extrañas con cuerpos largos, como de serpiente, y sin alas. Entre los diminutos dragones, también había unos símbolos que parecían letras, aunque no pertenecían a ningún alfabeto que Theros conociera. Estaba seguro de que no era el de los elfos y tampoco el de los enanos.

De todos modos, estaba claro que su diagnóstico era correcto. Los grabados habían echado a perder la hoja. Introdujo la espada en la fragua para que se calentara y se puso a escoger las herramientas necesarias.

En eso estaba cuando un extraño silbido le llamó la atención.

—¡Yuri, deja de hacer ese ruido tan molesto! —gritó.

—¿Que deje de hacer qué, señor? —respondió Yuri acercándose con un guante en la mano—. ¡No estaba haciendo nada, señor! ¡Por Gilean! ¡Se… señor! ¡Mi… mi… mirad! —Yuri tartamudeaba señalando la fragua.

Theros se volvió hacia allí y no pudo creer lo que veía: dragones, diminutos dragones de color rojo que parecían de fuego y se arrastraban por la hoja de la espada, que se había puesto al rojo vivo por el calor de la fragua.

Theros los observó boquiabierto. Cerró los ojos, se los frotó y volvió a mirar. Los dragones seguían allí y cada vez había más. Ahora avanzaban serpenteando entre las ascuas. Una de aquellas criaturas, un dragón de color rojo brillante, saltó del lecho de carbones y fue a parar a un banco de madera. Al caer, se desvaneció, trocándose en llamas, y el banco empezó a humear y a consumirse.

La boca de la fragua se había llenado de cientos de dragones. Saltaban y bailaban de un lado a otro, y todo lo que tocaban se incendiaba. Yuri aullaba con toda la fuerza de sus pulmones pero, aun así, mantuvo la calma necesaria para coger un cubo de agua y arrojarlo sobre el banco en llamas.

Theros estaba paralizado. ¡Magia! Aquello era obra de un hechicero. Theros se habría enfrentado a la posibilidad de que le clavaran un arma blanca en el vientre sin pestañear, pero la vista de aquella espada embrujada lo dejó tan débil y tembloroso como un niño asustado.

Las feroces miniaturas de dragón trepaban por las columnas de madera que aguantaban el techo, se arrastraban por la mesa de trabajo y se caían entre las herramientas. Todo lo que tocaban ardía, incluso el metal. Lo único efectivo que hacía el agua era extender las llamas. Para el caso, Yuri podía haber echado aceite.

Visto el poco éxito que tenía, el aprendiz sacudió a Theros e intentó alejarlo de la fragua. Él recinto se estaba llenando de un humo especialmente tóxico e irrespirable.

—¡Vamos, maestro! ¡Vamos! ¡No podéis hacer nada! ¡Dejadlo!

—¡Por Sargas! —gruñó Theros, recuperando el dominio de sí mismo—. ¡Jamás!

Se hizo con un trozo de cuero sin cortar y empezó a asestar golpes a los dragones que corrían por el suelo de tierra batida, pero los dragones saltaron sobre el cuero, que ardió tan rápido que el calor de las llamas le chamuscó todo el vello del brazo. Dejó caer el cuero e intentó aplastarlos con el pie.

—¡No, maestro, no! —gritaba Yuri.

—¡Más agua, imbécil! —Theros empujó al chico lejos de la fragua—. ¡Trae más agua!

Pateaba el suelo por donde se arrastraban los dragones y cada vez que acertaba a pisar alguno, se oía un leve chillido, y el dragón se enfriaba y ennegrecía, pero para entonces ya debía de haber miles de ellos y era imposible que pudiera apagarlos todos. El humo le hacía toser y le producía picor en los ojos. Las vigas del techo habían prendido y el calor le obligaba a retroceder.

Aun así, siguió luchando, hasta que una de aquellas criaturas le saltó a la pierna. Tardó un instante en atravesar el largo mandil de cuero y abrasarle la carne. El dolor fue insoportable, mucho peor que el de cualquier quemadura que Theros hubiera sufrido en los largos años que llevaba trabajando en la fragua. Le pareció que la carne iba a incendiarse y sintió que estaba a punto de desmayarse.

Salió de la fragua tambaleándose y, cogiéndose la pierna, cayó al suelo entre gemidos de dolor. Al levantar la vista, comprobó que se había reunido un nutrido grupo de curiosos. Allí estaban casi todos sus vecinos y muchos otros ciudadanos de Sanction, que habían acudido atraídos por las volutas de humo negro. Entre ellos, algunos hombres con las chaquetas granate del ejército de Moorgoth, formando un corrillo alrededor de un Túnica Negra que lo miraba con los brazos cruzados sobre el pecho y una ligera sonrisa en el rostro.

Nadie hizo el mínimo ademán de ayudar a apagar el incendio. Ninguno de ellos cogió un cubo, llamó a la guardia ni hizo nada de lo que suele hacerse en tales emergencias. Presenciaban el incendio en absoluto silencio y observaban con curiosidad los esfuerzos de Theros.

Yuri volvió con el cubo de agua, jadeante y nervioso, y contempló horrorizado el taller, ya totalmente envuelto en llamas.

—¡Eso ya no tiene remedio! —le llamó Theros—. ¡Échamela en la pierna!

No sabía si le serviría de algo o, por el contrario, avivaría las llamas, pero el dolor le tenía enloquecido y ya ni eso le importaba.

Yuri arrojó el agua sobre las ropas de Theros, que dejaron de arder al instante. Theros se estiró totalmente en el suelo, jadeante y sudoroso. El dolor de la quemadura hacía que se mareara y el olor de su propia carne chamuscada le daba náuseas.

El Túnica Negra se acercó a Theros y se arrodilló a su lado para examinar la herida. Theros gruñó, pero no tuvo fuerzas para protestar.

—Me temo que es una fea quemadura —dijo el hechicero sin perder la compostura—. Te quedará una buena cicatriz, pero te daré algo que aliviará el dolor. —Dejó un bote de linimento junto a Theros y añadió con una sonrisa maliciosa—: Ah, y no te preocupes por pagarme; le enviaré la factura al barón Moorgoth.

El hechicero se alejó arrastrando la negra túnica por las cenizas, prácticamente el único resto de la herrería. Ni siquiera la chimenea de piedra se había salvado de las llamas mágicas.

Uno por uno, los vecinos se alejaron, de vuelta a su trabajo. La gente ociosa de la ciudad, ahora que el espectáculo se había acabado, volvió a las tabernas. Los hombres de Moorgoth, en cambio, se quedaron por allí, hablando entre ellos.

—¡Vaya una coincidencia! Mira que incendiársele la forja justo después de haber rechazado la generosa oferta del barón. ¡Caramba! Me pregunto qué hará ahora el maestro Ironfeld.

—Ha perdido las herramientas y todo lo demás. ¡Las vueltas que da la vida! En cambio, el barón Moorgoth tiene todas las herramientas necesarias. Conserva las del último herrero que tuvo.

Yuri ayudó a Theros a levantarse.

—¡Maestro! —El chico estaba pálido. Tenía la cara tiznada de negro y en sus ojos, la expresión del miedo—. ¡Maestro, incluso la caja fuerte se ha fundido!

—¿Y el dinero? —inquirió Theros, aunque ya sabía la respuesta.

—Nada. No queda nada.

—Bueno, Ironfeld —dijo una voz tras ellos—. ¡Qué horrible accidente! Realmente siniestro.

Theros se volvió y se encontró con el barón Dargon Moorgoth a su espalda.

—¿Qué haréis ahora, Ironfeld? Imagino que podríais volver a empezar desde el principio, pero tengo la impresión de que no conseguiríais demasiados clientes.

Un minotauro vencido en una contienda en la que haya luchado bien puede rendirse sin merma de su honor. Theros supo reconocer que había sido vencido. Lo mejor era aceptar la derrota, rendirse y seguir adelante, pero sin perder la dignidad. Eso nunca.

Cojeando por la quemadura, se acercó al barón y le preguntó:

—¿Todavía necesitáis a un armero?

—Efectivamente —contestó Moorgoth.

—En ese caso, aceptaré el trabajo —repuso Theros con frialdad—. Me pagaréis lo que me ofrecisteis ayer noche: mil piezas de acero por unirme a vuestro ejército. Podéis dármelas ahora. Las necesito para reemplazar lo que he perdido en el incendio.

—De acuerdo —dijo Moorgoth sonriendo—, aunque podría deciros que no estáis en condiciones de exigir nada.

—Podríais —replicó Theros—. Y yo podría deciros que vayáis a buscar a vuestro herrero al Nuevo Mar.

El barón le tendió una bolsa de dinero y se alejó. Sus hombres lo siguieron riendo y charlando animadamente.

—Además —dijo Theros levantando la voz para que le oyera—, quiero un porcentaje de los botines que obtenga vuestro ejército, sin que eso influya para nada en mi paga. ¿Está claro, barón?

El barón se giró y lo miró atónito.

—¿Qué habéis dicho, Ironfeld? Me ha parecido oír que aún me veníais con más exigencias.

—Habéis oído bien —repuso Theros tranquilo.

A su lado, Yuri temblaba de miedo y le hacía señas de que se callara, pero Theros no le hizo caso.

—Quiero un porcentaje del botín. Lo valgo y creo que vos estáis de acuerdo conmigo. Diría que debéis de haber pagado una fortuna a ese maldito hechicero por su trabajo de hoy.

—No sé de qué me habláis —contestó Moorgoth—. El terrible accidente os debe de haber trastornado. De todos modos, creo que podemos cerrar el trato. El anterior herrero tenía un dos por ciento. Vos recibiréis lo mismo. Si os quedáis después de los tres años de contrato, incrementaré el porcentaje. ¿Tenéis alguna exigencia más, Ironfeld?

—De momento, no, barón —dijo Theros—. ¿Dónde me tengo que incorporar?

—Reuníos con nosotros en el centro de la ciudad —contestó Moorgoth mirándole con renovado respeto—. Creo que nos llevaremos bien, Ironfeld. Muy bien.

Dicho esto, se marchó seguido por sus hombres. Yuri miraba a Theros sin salir de su asombro.

—¿Qué? —preguntó Theros irritado, y se agachó a ponerse el linimento en la pierna. Tal como esperaba, el dolor desapareció de inmediato—. Deja de mirarme con la boca abierta. Pareces tonto. Coge dinero de la bolsa y cómprate ropa de abrigo y una manta. Piensa que tendremos que dormir al raso.

—Yo… ¡Yo no quiero ir! —protestó Yuri.

—Naturalmente que vienes. No seas necio. Ganarás dinero y aprenderás el arte de la forja en un frente militar.

—Pero… es peligroso, señor. Y… y…

Theros le dio la espalda y contempló los restos del taller. Algo debía de quedar que fuera aprovechable. Dejó que el chico protestara sin hacerle el menor caso hasta que oyó que le decía:

—¡Os odio, Theros Ironfeld!

Theros, sorprendido, se dio la vuelta.

El joven estaba furioso. El mismo miedo le había dado coraje.

—¡Yo no soy un esclavo como erais vos! Soy un hombre libre y tengo derecho a decidir si os acompaño o no. No toméis decisiones por mí. Me tratáis como a un perro, como a un perro que os molesta. Trabajo duro sin que jamás me digáis nada ¡a no ser que me equivoque!

Theros contempló al joven en silencio. Un minotauro le habría dado tal tortazo que lo habría tirado al suelo, a ver si aprendía a respetar a sus mayores. Yuri escupía las palabras con la rabia de quien se ha reprimido durante meses.

—¡No puedo creer que os vayáis con ese hombre perverso! ¡En su ejército no hay más que ladrones y truhanes! ¡Por Gilean, os han incendiado la herrería! ¡Y vos os quedáis ahí parado y lo aceptáis! ¿Y esperáis que os acompañe? ¿Después de esto? ¿Después de lo que os han hecho? ¿De lo que nos han hecho?

Theros se tragó las palabras airadas que se le venían a la boca. Yuri era demasiado joven para entender que a veces uno se tiene que doblegar al destino.

—La paga es buena —dijo Theros con rudeza—. Te darán más de lo que yo podría pagarte. Y lo vales. Quiero que vengas. Necesito tu ayuda.

Yuri lo miraba sin dar crédito a sus oídos.

—¿Y bien? —le instó Theros impaciente—. ¿Vas a venir conmigo o no?

—¿Lo decís en serio, Theros? ¿De verdad creéis que lo valgo? —le preguntó Yuri con una sonrisa tímida.

—No dejaría que te pasearas por aquí estorbando si no lo creyera así —le contestó más amablemente—. Ahora, ve a comprar lo que te he dicho.

Yuri cogió el dinero y se fue calle abajo.

Theros asió un palo y se puso a remover las cenizas aún calientes de lo que hasta ese día había sido toda su vida.