21

El ejército esperó durante más de una hora escondido en el bosque sin recibir ninguna noticia. La espera era desconcertante. No se veía que ocurriera nada en la ciudad ni en los campos que la rodeaban. Nada.

Un soldado se arrastró entre los matorrales junto a los que se escondía el barón.

—Señor, no hay rastro del enemigo —susurró—. Los exploradores no lo han visto por ninguna parte.

Moorgoth asintió con la cabeza y el soldado volvió a arrastrarse entre la maleza de regreso a su puesto, más adelantado. Siguieron esperando.

De pronto, se oyó un rumor en la lejanía. Se acercaba procedente de la ciudad, cada vez más fuerte. Moorgoth se levantó y miró hacia la ciudad. Sacó un catalejo de un bolsillo colgado del talabarte y observó a través de él.

Vio humo en el cielo y llamas en el extremo más alejado de la ciudad. El humo le impedía ver con claridad pero consiguió distinguir varias casas y las calles que las separaban. Enfocó el catalejo hacia el camino principal de entrada a la ciudad.

Al poco rato, oyó un ruido de caballos que galopaban por las calles. No podía verlos, pero reconocía el retumbar de los cascos sobre suelo duro.

Vio un brillo de acero y luego otro. Moorgoth movió el catalejo para seguir el recorrido del camino y descubrió dos jinetes.

Eran de los suyos.

El barón dejó el catalejo. Podía verlos a simple vista, galopando por el camino. Detrás de ellos, aparecieron más caballos que abandonaban la ciudad entre el estruendo de la carrera. Volvió a mirar por el catalejo y reconoció los uniformes granate. Era su caballería.

Se giró a dar órdenes a un mensajero.

—Son nuestros soldados de caballería —le dijo con voz dura—. Ve a decirle al capitán Jamaar que mantenga escondidos sus escuadrones en el bosque hasta que oiga la llamada del corneta. Dile también que me informe de cómo ha ido. ¿Has entendido?

El joven asintió con la cabeza y desapareció en el bosque a la carrera.

Los dos primeros jinetes entraron en la espesura y desmontaron en cuanto estuvieron ocultos a los ojos de la gente de la ciudad. El mensajero se acercó corriendo a transmitirles las órdenes. Uno de ellos volvió a montar y retrocedió justo a tiempo para conducir al segundo grupo a través del bosque hasta la posición acordada. El otro acompañó al mensajero al escondrijo del barón.

—Buen día, señor. Ha sido una buena batalla, pero muy dura —declaró el oficial.

—Sois el teniente Boromus, ¿no? El segundo al mando de la caballería ligera, ¿verdad? —preguntó Moorgoth al joven oficial.

—Así es, señor.

—¿Se han cumplido los objetivos?

—No todos, señor —contestó el oficial sacudiendo la cabeza—. Irrumpimos en el centro de la ciudad. Al principio, los guardias nos opusieron resistencia, pero no fueron un gran obstáculo. Los derrotamos pronto. Sin embargo, teníais razón, señor, hay un espía entre nosotros —continuó el guerrero con tristeza—. Nos estaban esperando.

—¡El diablo nos lleve! —maldijo Moorgoth en voz baja.

—Cuando conseguimos que la guardia de la ciudad se rindiera, empezamos a perseguir a los civiles y los reunimos en la plaza central del mercado —contó el oficial e hizo una pausa.

—Seguid —le instó el barón.

—Había más civiles de los que creíamos y se habían preparado para la batalla. Lucharon como demonios salidos del Abismo, señor. En un momento dado, tiraron del caballo a uno de los guerreros de la caballería pesada de Jamaar y lo apalearon hasta dejarlo muerto. Conseguimos hacer que se retiraran pero no sin un gran derramamiento de sangre.

»La guardia de la ciudad se reagrupó, nos atacó por detrás y nos encajonó en la esquina oeste de la plaza. Mataron por lo menos a cuatro e hirieron a otros tantos antes de que pudiéramos darnos la vuelta y equilibrar la batalla.

Moorgoth se dio cuenta de que el oficial de caballería apenas se sostenía en pie del agotamiento.

—Bebed un poco —le dijo ofreciéndole su pellejo de agua.

—Gracias, señor —contestó Boromus, y bebió un trago—. En cuanto acabamos con la guardia de la ciudad, desmontamos y dejamos los caballos en la parte este, preparados para cuando debiéramos abandonar la ciudad según el plan acordado. Creíamos tener a todos los civiles bajo control, pero un puñado de ellos se había escondido. Debieron de escabullirse entre los edificios en lugar de correr por las calles, donde los habríamos visto. Mataron a los vigilantes de los caballos y dejaron en libertad a las bestias. Hemos llegado a tiempo para detenerlos, aunque se han perdido muchos hombres, monturas y suministros.

—¿Qué ha pasado después?

—Hemos seguido peleando, tanto contra los civiles de la plaza como contra la guardia, aguantando hasta media tarde como vos habíais ordenado. Luego, hemos abandonado a toda prisa ese avispero. Señor, creedme, ardo en deseos de arrasar esa sentina de ciudad. Yo…

Moorgoth dejó que el hombre se desfogara. Se daba cuenta de que la tensión estaba haciendo estragos en Boromus. Necesitaba dar rienda suelta a su indignación.

—Habéis dicho que no lograsteis todos los objetivos —continuó después de esperar pacientemente a que se calmara—, pero vuestra única misión era convertir la ciudad en un campo de batalla hasta media tarde y eso parece que lo habéis hecho bastante bien.

—¡Señor, creo que no entraba en vuestros planes perder a la mitad de la caballería! La mitad, señor. La mitad están muertos. Los que habéis visto salir de la ciudad son todos los que quedan, unos cincuenta. Quedaron también algunos heridos, pero a estas horas ya deben de estar muertos.

Moorgoth miró al suelo y volvió a maldecir en silencio, jurando tomar venganza por la muerte de sus hombres. La ciudad pagaría cara su hazaña.

—Cumplisteis con vuestro deber y aguantasteis. Eso es lo que cuenta. Volved junto a vuestro capitán.

El oficial lo miró con los labios apretados de rabia y desespero.

—Señor —empezó a decir, pero no pudo continuar.

—Vuestro capitán ha muerto, ¿no? Vos tomaréis el mando. ¿De acuerdo?

El joven oficial asintió.

—Bien, entonces debéis gozar del rango que os corresponde. Seréis el capitán Boromus. Me habría gustado ascenderos bajo mejores circunstancias. Todavía queda mucho día por delante. Haced que vuestros hombres coman y descansen. Puede que os vuelva a llamar, pero de momento coordinaos con el capitán Jamaar. Volved a vuestra unidad.

El hombre se fue sin hacer el saludo reglamentario. Se arrastró entre la maleza hasta su caballo, montó y se dirigió lentamente hacia el lugar donde lo esperaban sus tropas.

Moorgoth sacudió la cabeza. ¿La mitad? ¡Más de la mitad! Había perdido más de la mitad de la caballería. Sólo el coste económico ya resultaba apabullante, pero la pérdida de buenos soldados era aún peor. Los muertos se contaban entre los mejores mercenarios que le habían servido nunca.

Se fijó entonces en el promontorio que se veía a la izquierda del paisaje. En la línea del horizonte había aparecido un jinete solitario. Moorgoth volvió a levantar el catalejo para verlo mejor.

A través de la lente, distinguió la figura de un caballero con armadura sobre un corcel blanco. Llevaba un emblema en el escudo: un pájaro. El jinete estaba a unos ochocientos metros de distancia y Moorgoth no pudo apreciar nada más, pero no necesitaba detalles para saber que la insignia era un martín pescador, el símbolo de los Caballeros de Solamnia.

El jinete descendió por la colina en dirección a la villa. El humo de los incendios provocados en la zona más alejada de la ciudad manchaba lo que habría podido ser un agradable cielo de verano.

Moorgoth perdió de vista al caballero cuando éste se acercó a la ciudad. El barón se volvió para avisar a sus hombres de que se prepararan, pero comprobó que no era necesario. Todos observaban al caballero, agazapados en sus escondrijos y listos para salir al ataque. La emoción los hacía agitarse como hojas de árbol sacudidas por el viento.

Dos minutos después, el caballero salió al galope de la ciudad y subió a la colina para desaparecer por donde había llegado.

—Calma. Mantened la calma —dijo Moorgoth a sus hombres, aunque sabía que no podían oírlo—. Ahora llega la peor parte. Tenemos que esperar a que venga el grueso de los caballeros. Aguardaremos aquí agazapados y observaremos cómo se preparan delante de nuestras narices, sin hacer el menor ruido. Van a ser unos minutos muy duros.

Hizo un gesto para que se acercara el mensajero.

—Avisa a todos los oficiales. Si el enemigo nos descubre antes de que estemos preparados porque algún hombre hace ruido, yo mismo le cortaré el cuello. Ve y da el aviso.

A los pocos instantes, apareció otro mensajero arrastrándose hasta donde estaba el barón.

—Señor, el comandante Omini os manda saludos.

Moorgoth lo miró airado.

—¡No necesito los saludos de Omini! ¿Qué noticias me traes, maldita sea?

—Señor, desea informaros de que su explorador ha observado que una fuerza de caballería pesada y otra de soldados a pie avanzan a buen paso hacia la ciudad.

Moorgoth se sintió alborozado. ¡Corrían a caer en la trampa!

—Bien —le dijo al mensajero—. Di a Omini que quiero a toda su brigada tendida boca abajo en el suelo hasta que oigan la llamada del corneta. Dile que haga volver a todos los exploradores y que se escondan.

El mensajero saludó mientras se alejaba gateando a cuatro patas y Moorgoth tuvo que hacer un esfuerzo por contener la risa. La figura del muchacho saludando al estilo militar mientras se arrastraba por el suelo era realmente ridícula.

El destello de la luz del sol reflejada en la armadura los avisó del regreso del jinete unos veinte minutos más tarde. Moorgoth observó con el catalejo la figura que se dibujaba en la cima de la colina. El caballero miraba directamente hacia él.

El barón se agachó al punto. Miró hacia arriba y dio un suspiro. No pasaba nada; estaba en la sombra. Había temido que el caballero hubiera visto el reflejo del sol en la lente de cristal, pero sólo debía de estar escudriñando el bosque.

Junto al primer caballero apareció otro, y luego otro, y después veinte más. Uno de ellos llevaba un estandarte: una bandera blanca colgada de una larga pértiga con un travesaño. El emblema de la bandera era el mismo martín pescador que el caballero lucía en el escudo.

Los caballeros se quedaron unos minutos parados en la cresta de la colina, mirando a su alrededor. Moorgoth se dio cuenta de que estaba sudando. Sólo con que algún idiota estornudara, los caballeros se darían cuenta de que les habían tendido una emboscada.

Silencio.

Un grupo de diez jinetes se separó de sus compañeros y se lanzó al galope hacia la ciudad. Se oyó un toque de corneta que resonó por todo el campo. El barón, nervioso, miró hacia atrás. Alguno de sus hombres podía haber creído que aquel toque de corneta era suyo. Esperó en tensión, con el temor de oír a sus soldados lanzarse a la carga antes de tiempo.

Nadie se movió. Todos tenían la mirada fija en la cresta de la colina. Moorgoth respiró tranquilo.

El grueso de las fuerzas solámnicas bajaba por la colina, con los caballos al paso. Por el horizonte, apareció una columna de caballeros, formada en líneas de cuatro. Detrás de ellos, iban los soldados de a pie. Marchaban en filas de ocho, al mismo ritmo que la caballería.

Moorgoth volvió a levantar el catalejo para estudiar el batallón de infantería. Todos llevaban corazas de cuero y cascos de acero. Muchos de ellos iban armados con espadas o hachas, y, colgados a la espalda, llevaban grandes escudos. Al observarlos, advirtió que la columna se truncaba, pero enseguida vio que detrás marchaba un grupo de unos doscientos arqueros, sin ningún tipo de armadura que los protegiera. Sólo llevaban los arcos atados con correas a los hombros.

El barón miró a su alrededor y observó los ojos inquietos de sus guerreros. Les dirigió una mirada severa con la intención de recordarles su intransigencia. En una emboscada, lo más importante era la disciplina.

Hizo una señal al corneta para que se acercara y volvió a centrarse en el ejército que recorría la distancia entre la colina y la ciudad. Cuando vio que la última línea de infantería dejaba atrás la cresta de la colina y la primera aún no había entrado en la ciudad, supo que era el momento.

Se puso en pie y el corneta, atento a sus movimientos, se colocó a su lado.

—Corneta, toca a «avance de arqueros» —le ordenó el barón.

Las doce notas sonaron con toda claridad y se propagaron por el bosque y el campo abierto. Al principio, no ocurrió nada, como si nadie hubiera oído la llamada.

Luego, mil arqueros salieron de todo el perímetro del bosque, se adelantaron y se alinearon delante de los árboles.

Dejaron sus aljabas en el suelo, sacaron la primera flecha y la colocaron en el arco. Los acompañaba un oficial, que sostenía la espada en alto. Con un solo grito y un leve movimiento de la espada, dio inicio a la batalla.

—¡Disparad!

Las flechas saltaron de los arcos casi al unísono. Rápidamente, cada arquero cogió la siguiente flecha de la aljaba, la colocó en el arco y apuntó alto para lograr el máximo alcance.

—¡Disparad!

La segunda andanada voló por los aires antes de que la primera llegara al suelo. Muchas de ellas fueron certeras. Un diluvio de flechas cayó sobre la desprevenida infantería enemiga, sorprendida en campo abierto.

Enseguida se pudo apreciar el efecto, por las brechas que se abrieron en la columna de infantería solámnica. Por todas partes caían guerreros muertos o heridos. Los oficiales respondieron sin tardanza. Ordenaron cargar hacia el bosque, y sus hombres, tocados pero no vencidos, se lanzaron hacia adelante.

El instinto de los oficiales solámnicos era acertado. Si los hombres no se hubieran movido, las bajas habrían sido incontables. La segunda tanda abatió a muchos más que la primera, pero la tercera voló por encima de su objetivo sin hacer blanco. Las cosas se habían puesto difíciles para los arqueros del barón. Tenían que apuntar a un blanco móvil.

La infantería enemiga sólo veía a los arqueros, por lo que avanzaba confiada. Por muy numerosos que fueran, no eran rival para una buena infantería pesada. Detrás de ellos, la caballería oyó el ruido del enfrentamiento e hicieron retroceder a sus caballos para acudir a la batalla. Se oyeron sonar cornetas que daban la alarma y ordenaban el ataque.

Ésa era la parte más difícil del plan de Moorgoth. Tenía que mantener oculta la infantería. Los caballeros solámnicos se acercaban por momentos, pero cada andanada de flechas derrumbaba a unos cuantos más. Ya estaban muy cerca.

Cuando estuvieron a doscientos metros, los disparos de los arqueros arreciaron. El oficial les había ordenado que dispararan a discreción y que cada cual escogiera su objetivo.

—¡Toca a «avance de infantería»! —ordenó el barón al corneta gritando por encima del fragor de la batalla.

El corneta se llevó el instrumento de latón a los labios. Las notas resonaron en el aire y los hombres salieron corriendo para sumarse al combate. Parecía que los árboles hubieran cobrado vida. La infantería se adelantó al encuentro de los atacantes.

Los arqueros se retiraron a la seguridad del bosque. No podían enfrentarse a unos atacantes bien armados y protegidos por armaduras. Los guerreros de infantería que salían en tropel de entre los árboles se encargarían de ellos.

Los soldados de Moorgoth no tuvieron tiempo de formar en filas. Se lanzaron a la carrera contra los cansados y jadeantes guerreros solámnicos. Los dos frentes se encontraron con un atronador entrechocar de armas. Sonó como si cincuenta árboles se derrumbaran a la vez.

Dado el ingente número de soldados que formaba el ejército de Moorgoth, no todos encontraron contrincante. No había bastantes guerreros solámnicos para repartir.

Los arqueros contuvieron el aliento mientras observaban la refriega con la máxima atención. Si los solámnicos conseguían abrir una brecha, ellos serían los responsables de detenerlos. Afortunadamente, no parecía que las unidades de infantería fueran a fallar.

Moorgoth volvió a llamar al mensajero.

—Di al grupo de mando que se retire de la lucha y se reúna conmigo. Luego, informa a los comandantes de caballería que quiero que salgan al galope y se sitúen tras la colina —le dijo señalando la loma que hacía poco habían cruzado las fuerzas solámnicas—. Diles que esperen allí y que, cuando oigan la llamada, los ataquen por detrás. ¡Ve!

A Moorgoth le latía el corazón muy deprisa. Disfrutaba con la emoción de la batalla. Observó la lucha encarnizada que se desarrollaba a menos de cincuenta metros. Su infantería estaba haciendo retroceder a los solámnicos, cuyas líneas empezaban a desfallecer e iban cediendo.

—¡Arremeted, maldita sea! —gritó Moorgoth sin dirigirse a nadie en particular.

Como si lo hubieran oído, los hombres del barón cargaron hacia adelante y la infantería solámnica se desmoronó.

Ya no eran una unidad, ni siquiera un conjunto de unidades; sólo eran individuos que huían para salvar la vida. Los guerreros solámnicos corrían hacia la ciudad. La infantería emprendió la persecución. Moorgoth se volvió hacia el corneta.

—¡Rápido, toca a «formación»!

Las notas se impusieron sobre el alboroto reinante.

Los oficiales gritaban órdenes y los soldados más veteranos colocaban a empujones a los desorientados.

El grupo de mando, formado por cuatro guardias personales con armadura y dos oficiales, se dirigió hacia donde estaba el barón. Moorgoth hizo una señal al corneta para que lo siguiera y salió a su encuentro. La bandera roja y negra ondeó orgullosa al viento.

Moorgoth echó a correr. Pasó junto al grupo de mando y siguió hacia el frente, un poco más adelante.

—¡Venid! —les ordenó—. ¡Seguidme!

Los guardias personales y los oficiales corrieron tras él.

Moorgoth pasó entre las tropas para observar de cerca los movimientos. La infantería estaba empezando a formar filas. Varios hombres se habían destacado para recoger a los heridos y retirarlos al bosque. Sólo levantaban a los guerreros de uniforme granate. A los solámnicos, los dejaban morir donde hubieran caído o los ayudaban a acelerar el mal trago con una puñalada en el corazón.

En ese momento de exaltación, el barón presintió el peligro. En lugar de lanzarse a un ataque desorganizado tal como él había esperado, la caballería enemiga formaba ordenadamente en el campo. Debían de ser unos ochocientos, lo que confirmaba el informe del explorador.

Moorgoth ordenó al corneta que tocara la «llamada de oficiales».

Le enfurecía la arrogancia de los caballeros. El comandante se había colocado frente a sus hombres y, en lugar de ordenar el ataque, parecía estar endilgándoles un discurso.

Sus propios oficiales llegaron corriendo.

—Señores, seré breve. Cuando oigáis al corneta tocar a «retirada», haced que los hombres regresen corriendo al bosque y se preparen para volver a salir. Que los arqueros estén preparados para acribillarlos en cuanto los guerreros estén bajo los árboles. ¿Entendido? —Miró a su alrededor—. Bien. Cuando hayamos parado la carga, sólo nos quedará luchar con valor. Demostrad quién sois. ¡Y ahora, apresuraos a volver a vuestros puestos!

Los oficiales corrieron junto a sus unidades y se pusieron a gritar órdenes. El comandante de los caballeros había concluido la arenga con alguna frase inspirada. Los jinetes lanzaban gritos de entusiasmo.

Salieron al trote, con las lanzas hacia arriba.

Ver cómo avanzaban los caballeros solámnicos era todo un espectáculo: ochocientos caballeros, tanto ellos como sus monturas protegidos por brillantes armaduras, se adelantaban en filas perfectas y haciendo ondear con orgullo los emblemas heráldicos de todas las familias. Se lanzaron al medio galope.

La distancia que separaba a los dos ejércitos disminuía rápidamente. A medida que se acercaban, el grupo de mando iba apreciando más detalles de su enemigo. Mantenían una formación sin tacha.

Cuando estuvieron a unos quinientos metros, en varios lugares de la caballería atacante sonaron toques de corneta, y los caballeros enristraron las lanzas y se afianzaron en las monturas, dispuestos a matar cuando se produjera el impacto.

Los caballeros espolearon sus monturas y pasaron al galope tendido.