15
El recinto de La Furia Desbocada era oscuro y estaba lleno de humo. La chimenea situada en la pared del fondo no tiraba bien. Algunos días, apenas se veía nada a través de la neblina del humo de la leña mezclado con el humo del tabaco de pipa. La comida sabía y olía igual que el aire; el humo lo invadía todo.
A Theros no le importaba. No era ni la mitad de incómodo que estar todo el día de pie junto a una fragua encendida, batiendo el metal para darle forma. El secreto del éxito de la posada era su método para mantener la cerveza fría. Nadie, o por lo menos nadie que estuviera en condiciones de hablar, estaba dispuesto a revelar cómo se mantenían los barriles a temperaturas tan bajas. Las mozas bajaban al sótano, llenaban las jarras y las subían. Nadie más podía bajar a las bodegas.
El contraste entre la comida caliente, el calor del fuego y la bebida helada era un verdadero placer. Theros se acabó la primera jarra de un trago y se dispuso a atacar la media barra de pan con el cuenco de estofado de pollo. No notaba el sabor a humo del que todo el mundo se quejaba. Después de vivir con los minotauros, mucho menos delicados en el aspecto culinario, su paladar estaba algo atrofiado.
Recordó los tiempos difíciles que había pasado trabajando en calidad de esclavo a bordo de la nave de los minotauros y se sintió agradecido por el cambio. En aquella época, él era el último y tenía que esperar a que todos estuvieran servidos y arreglarse con las sobras.
Ahora comía y bebía por tres hombres, aunque también trabajaba por tres. Ya se estaba acabando el tercer cuenco de estofado cuando el hombre de la capa marrón entró en la posada y se quedó de pie junto a la puerta, observando el lugar con atención, de la misma manera que había hecho al entrar en la herrería de Theros. Al cabo de unos momentos, se retiró la capucha y se encaminó hacia la mesa.
Los clientes de la posada, al verlo, se pusieron en pie. El tabernero se apresuró a salir de detrás del mostrador, haciendo tantas reverencias que era un milagro que la cabeza no se le desprendiera. Las mozas lo saludaron con genuflexiones y dejaron todo lo que tenían entre manos.
Theros siguió comiendo, y el hombre de la capa marrón fue directamente a su mesa.
—Theros Ironfeld. Me alegro de que hayáis decidido acudir a la cita. Me alegro muchísimo.
Theros levantó la mirada sin dejar de masticar.
—¿Y a vos qué os importa? ¿Os dará una propina el barón Moorgoth porque me haya presentado?
El hombre se sentó a su mesa sin esperar a que lo invitara a hacerlo y Theros hizo un gesto a la moza para que se acercara.
—Tomaré lo de siempre —dijo el hombre— y un cuenco del mismo estofado que mi amigo.
—No me llaméis amigo. He venido para encontrarme con vuestro comandante. Con vos no tengo nada que hacer —dijo Theros, y siguió comiendo.
—¡Pero, señor! —La moza lo miraba escandalizada—. No sabéis que…
—Calla, Marissa, y ve a trabajar —le ordenó el hombre. Al parecer, algo le divertía enormemente. Se apoyó en el respaldo y continuó—: No tenéis ni idea de quién soy ¿verdad? Soy Dargon Moorgoth. El barón Dargon Moorgoth.
Theros miró al hombre con indiferencia. De eso recordaba a aquel hombre, de verlo pasear por la ciudad en su elegante carruaje o pasando revista a sus tropas en la plaza del mercado. Últimamente, el barón y su ejército cada cierto tiempo desaparecían durante meses y luego volvían con furgones enteros cargados con el botín de los saqueos.
—¿Así que vos sois el barón Moorgoth? ¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Inclinarme y besaros los pies como hace todo el mundo en Sanction? ¿A qué viene el disfraz? ¿Por qué no me habéis dicho directamente quién erais y qué queríais?
—Me han contado que sois un hombre que se rige por sus propias normas y también que os negáis a dar trato de favor a mis guardias, y he decidido comprobarlo por mí mismo. Tenían razón, puesto que me tratáis igual que cuando pensabais que era un soldado raso. Me gusta.
—Bien. Me alegro. —A Theros no le entusiasmaban los juegos psicológicos—. Y ahora ¿qué queréis de mí?
—Me lanzo a la conquista. Estoy preparándome para extender mis dominios más allá de Sanction. Mi hombres necesitan buenas armas y armaduras. Mi cometido es entrenarlos y conducirlos a la batalla. El vuestro es equiparlos. En pocas palabras, necesito incorporar un nuevo armero a mi ejército.
Theros rememoró el tiempo en que estuvo en el ejército minotauro. Recordó la emoción de prepararse para la batalla, las horas de trabajo febril a fin de que todo estuviera a punto para el momento del enfrentamiento, el orgullo de saber que las piezas que había contribuido a fabricar habían cumplido su función. Durante un momento, la idea le fue grata, pero entonces le vino a la memoria la dureza de la vida en campaña y el trabajo agotador. Se acordó de la incomodidad de dormir en el suelo y comer frío, así como el penoso avance por terrenos agrestes empujando furgones, ya hiciera frío o calor, lloviera o helara.
Pensó en su acogedora casa, pequeña pero cómoda, en la cerveza fría y el estofado caliente.
—¿Qué podríais ofrecerme que no tenga ya? —repuso sacudiendo la cabeza—. Hoy he ganado cincuenta piezas de oro tan sólo por un justillo armado. ¿Podríais ofrecerme dinero tan fácil?
—¿Os referís al justillo que vuestro aprendiz le ha hecho al kender? —contestó Moorgoth riéndose—. Un buen trabajo, estoy de acuerdo, pero el renacuajo que os lo compró no conocía el valor de lo que os daba a cambio.
Theros frunció el ceño.
—¿Estáis insinuando que soy un ladrón, Moorgoth? Ésa no es manera de iniciar una conversación de negocios. El kender hizo un trato. Jamás he engañado a nadie.
—Sois un soldado, Theros Ironfeld, tan honorable como un minotauro, dice Huluk. Hace tiempo me escribió hablándome de vos pero, por desgracia, en aquel momento ya tenía un herrero, y era bueno. Todavía guardo la carta que me envió Huluk, del clan Hrolk, recomendándoos. Recuerdo bien a Huluk. Era todo un guerrero. Espero que algún día nos venga a visitar aquí, a Ansalon. He oído decir que su ejército no tiene rival.
Hizo una pausa para beber un trago de cerveza. Theros había acabado de comer y apartó el cuenco.
—Mi armero ha muerto —continuó Moorgoth—. El mes pasado nos atacaron por la retaguardia cuando saqueábamos un campamento de enanos. Conseguimos derrotarlos, pero no sin pérdidas. Cogimos lo que habíamos ido a buscar y nos fuimos, aunque todavía tengo que tapar las grietas que abrieron en mi retaguardia. Ya he encontrado a un nuevo jefe de intendencia y a un emplumador. Ahora me falta un herrero que sepa forjar armas y armaduras.
—No me interesa —gruñó Theros—. Estoy bien aquí.
Moorgoth apartó su plato y se echó hacia atrás.
—He pensado en pagaros mil piezas de acero por incorporaros. Luego, durante el tiempo que os quedéis, cada mes os daré una gema como ésta.
Le enseñó una piedra preciosa exquisitamente tallada, que captaba la luz y la reflejaba por todo el recinto, pero enseguida la guardó.
—Vale por lo menos cien piezas de oro y es posible que bastante más. Me llevé un buen montón de piedras iguales que ésta del campamento de los enanos. Os pagaré una cada mes y me comprometo a comprároslas al precio de cien piezas de oro si no encontráis quien os haga un trato mejor.
Theros hizo un gesto a Moorgoth para que se la dejara ver de cerca y el barón la dejó caer en la callosa y enorme palma del herrero. Theros la inspeccionó y se la devolvió diciendo:
—Deberíais haber venido a verme hace siete años. En aquel tiempo me habría interesado vuestra oferta, pero ahora puedo comprarme una de estas gemas cuando me apetezca.
Moorgoth no se dio por vencido.
—Podríais conservar la forja, Ironfeld. Sólo tenéis que cerrarla por un tiempo, mientras estáis fuera. Os contrataré por tres años, e incluso pagaré a un guardia para que os vigile el taller, sin que eso os cueste nada.
Theros estaba impresionado y no podía evitar sentir cierto interés.
—¿Qué tendría que hacer para merecer un pago tan alto? Me da la impresión de que si pagáis a todos los miembros de vuestro ejército con la misma generosidad que me estáis demostrando, tendríais que saquear el reino de Thorbardin y no un simple campamento de enanos.
—Sabéis tan bien como yo —contestó Moorgoth después de dar un largo trago— que encontrar buenos guerreros nunca es un gran problema. Los jóvenes, hombres y mujeres, siempre están dispuestos a demostrar su valor y a arriesgar sus vidas a cambio de una parte del botín, y cuento con algunos veteranos expertos en el arte de la guerra que garantizan la solidez y continuidad de mi ejército. Lo que necesito ahora es un armero que conozca su oficio y no tengo tiempo para esperar tres años a que cualquier herrero aprenda el arte de forjar buenas espadas. Necesito un herrero experimentado, alguien capaz de trabajar rápido y bien en un campamento militar. Podéis traeros a vuestro aprendiz para que os ayude. Le pagaré el doble de lo que gana ahora.
La moza de la posada, Marissa, pasó por su lado y preguntó al barón si deseaba que le volviera a llenar la jarra.
—Sí, gracias —contestó dándole un pellizco.
La moza le dedicó una sonrisa y se fue haciendo revolotear la falda de manera que se vieran las bien torneadas piernas que tenía.
Theros se volvió a mirarla mientras se iba. En todos los años que llevaba acudiendo a aquel establecimiento, a él nunca lo había mirado así. Sin duda, no era el hombre más guapo del mundo y quizá sus modales eran demasiado bruscos y fríos después de haber vivido tantos años entre minotauros, pero el barón tampoco era una preciosidad y la mujer sí le había sonreído. Dinero y poder eran las claves de la diferencia. «También me sonreiría a mí si le pusiera esa joya en las manos», pensó Theros.
En su interior, una voz le preguntó: ¿Para qué quieres a una mujer que sólo te sonría cuando le pagues? ¿De verdad quieres trabajar para un hombre que no te gusta?
Theros gruñó y se echó hacia atrás en su asiento.
—No, gracias, barón. Como he dicho, hace siete años quizás habría pensado de otra manera. Si buscáis a un herrero, os sugiero que vayáis a ver a Malachai el Enano. Puede que él esté interesado, pero yo, no.
El barón siguió insistiendo, exponiendo su oferta desde una y otra perspectiva, pero Theros se mantuvo firme. Al final pareció que Moorgoth aceptaba su negativa sin demostrar resentimiento. Simplemente, pasó a hablar de otras cosas.
La moza volvió a la mesa con dos jarras llenas de cerveza. Moorgoth la cogió por la cintura y la atrajo hacia sí.
—Mis hombres y yo nos vamos pronto a la batalla. ¿Te gustaría que te trajera algo?
La mujer se rió e intentó separarse, pero sin demasiado empeño.
—¡Claro, señor! ¡Sería maravilloso! —exclamó, y se arrimó más a él. Sabía cómo hacer amigos.
—Quisiera que este hombre, Theros Ironfeld, se uniera a mi ejército. ¿Crees que podrías persuadirlo de que haga eso por mí?
La chica abrió los ojos sorprendida. Había visto a Theros en la posada muchas otras noches en los últimos años, pero nunca le había prestado demasiada atención. Ahora lo miró con más respeto.
—No sabría qué decirle para que se lo pensara mejor —dijo.
Moorgoth la empujó hacia Theros. La chica se tambaleó y acabó sentada en las rodillas del herrero.
—Estoy seguro de que se te ocurrirá alguna cosa, preciosa.
Los ojos de Marissa se pasearon por la desarrollada musculatura de Theros demostrando su admiración. Luego, levantó el brazo y le acarició el hombro. Dargon Moorgoth le había deslizado tres piezas de oro en la mano mientras estaba sentada con él. Theros, que no se había dado cuenta, le pasó el brazo por la cintura.
—Dime lo que quieras. ¡Eres una mujer encantadora!
La moza se arrimó un poco más y lo miró a los ojos.
—Oh, señor. ¿De verdad lo creéis así? —preguntó, coqueta.
—Ya es hora de que me vaya a dormir, Theros Ironfeld —anunció Moorgoth poniéndose en pie sonriente—. Espero que cambiéis de opinión y os decidáis a uniros a los saqueadores de Moorgoth. Quizás os vaya a visitar mañana y podamos tener otra agradable conversación.
Dicho esto, se dio la vuelta y salió de la posada.
La moza se levantó y se puso a recoger los cuencos de la mesa. Los llevó a la cocina y luego se acercó a hablar con el tabernero. Discutieron un momento entre murmullos y, al final, el hombre extendió la mano para recibir unas cuantas monedas.
Ella volvió a la mesa a recoger su jarra, ahora vacía. Se inclinó hacia adelante, dejando que su cabellera le cayera por un lado y acariciara la cara de Theros.
—Te espero arriba, en la habitación número dos, dentro de media hora —le susurró al oído.
Se dio la vuelta y se llevó la jarra al mostrador.
A Theros se le desbocó el corazón. Durante mucho tiempo, había admirado en silencio a la moza de la posada y ahora era correspondido. Ya no era simplemente el herrero de la ciudad.
Subió la escalera hasta el primer piso.
A pesar de la mortecina luz del pasillo, enseguida encontró la habitación. Los candeleros colgados de la pared iluminaban los números grabados en placas de latón. Dudó un poco delante de la puerta y luego la abrió sin llamar. Echó una rápida ojeada y vio que no había nadie.
El lecho era lo bastante grande para dos personas y, en un rincón, había un escritorio y una silla. Al lado de la puerta, vio un soporte con una jarra llena de agua y una jofaina, junto a la que habían dejado una navaja de afeitar. De una pequeña percha, fijada en la pared, colgaba una toalla. Era una habitación realmente cómoda.
Theros probó la cama con precaución. Era blanda. El jergón de paja estaba cubierto por un edredón bajero cuidadosamente dispuesto para evitar el contacto con las briznas que pudieran producir picor. Por encima del edredón, habían puesto sábanas y una manta.
Se tumbó en la cama y cerró los ojos. Se sentía mimado por el destino. Le habían propuesto unirse a un ejército y, aunque rechazó la oferta, los recuerdos de otros tiempos le hicieron preguntarse dónde se dirigirían, cuántos hombres serían y de qué equipamiento dispondrían. Estaba pensando en eso, cuando se abrió la puerta.
La moza entró en la habitación y cerró la puerta. Se acercó y se sentó en el lecho junto a Theros. Le puso las manos en el pecho y lo miró a los ojos.
—Me llamo Marissa.
Theros fue a decirle su nombre, pero ella lo detuvo con un beso, y él la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.
Marissa se separó y le pasó las manos por el corto pelo ensortijado, de color castaño muy oscuro.
—Conozco tu nombre y te pido disculpas por no haberme fijado antes en ti, Theros Ironfeld —dijo con voz queda y entrecortada.
Se llevó la mano al interior del corpiño, sacó tres piezas de oro y se las dio.
—¿A qué viene esto? —preguntó sorprendido.
—Me has pagado de más por la cena —contestó sonriendo.
—Pero si…
Marissa volvió a besarlo y no volvieron a hablar de dinero ni ella mencionó siquiera la posibilidad de que se uniera al ejército de Moorgoth.
Theros nunca olvidaría aquella noche.