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El pueblo no era más que una mota junto a la prístina playa de color azul esmeralda. Una maltrecha corbeta de guerra se deslizaba lentamente hacia la costa con las velas apenas desplegadas. Era notorio que la corbeta y su tripulación de minotauros y esclavos humanos habían entrado en liza recientemente. Con sólo una vela izada, el grueso de las jarcias se amontonaban enredadas en la cubierta y, junto con los restos desperdigados del palo mayor, quebrado, hacían más penosa la vida de la tripulación.
—¡Cinco grados a babor!
Un minotauro daba voces indicando el rumbo al timonel. Desde el castillo de proa observaba por un catalejo el diminuto espacio de civilización. El catalejo era sinónimo de vida para la nave. De factura humana, probablemente de tiempos anteriores al Cataclismo, era de latón y no medía más de tres palmos. Las dos lentes se ajustaban girando los cilindros hasta enfocar imágenes a más de kilómetro y medio de distancia.
Los símbolos grabados alrededor eran incomprensibles para el minotauro, al que tampoco preocupaba lo que pudieran significar. El aparato cumplía su función: agrandaba los objetos distantes y alertaba de la cercanía de enemigos o víctimas. Eso era todo lo que el capitán minotauro le pedía. Además, el precio había sido justo. Años atrás, lo había obtenido como parte del botín de una incursión. A bordo de la corbeta todo era producto de los robos perpetrados en las incursiones o bien se habían adquirido a medida que la necesidad lo dictaba.
Los minotauros eran los amos del barco; los marineros y los guerreros: el corazón, los músculos y el cerebro. Sin embargo, ellos no baldeaban la cubierta ni vaciaban los cubos de agua sucia. De los trabajos pesados se encargaba el contingente de esclavos, humanos obtenidos en las correrías. Algunos esclavos conseguían escapar y otros morían en el combate o al ser castigados, pero eso no importaba a los minotauros. Los humanos nunca escaseaban. Se reproducían como gusanos.
La corbeta cambió el rumbo dando un bandazo. En cubierta, treinta minotauros se preparaban para la batalla. Mientras unos se ajustaban las armaduras de cuero, otros se armaban con sogas acabadas en garfios, preparadas para el abordaje, o se ataban los talabartes, de los que pendía todo tipo de armas, desde sables solámnicos hasta puñales élficos o los mayales característicos de los Buscadores, y otros más afilaban las hojas de sus hachas. El barco de guerra de los minotauros no había estado nunca allí, pero, dado que era una población de la costa norte de Nordmaar, lo más probable era que se tratara de un asentamiento humano.
Lentamente, la corbeta se fue aproximando a tierra. En la orilla, se había reunido un grupo de humanos que, sorprendidos por el extraño navío, lo señalaban y gritaban. No era raro ver barcos navegando en aquellos tiempos, pero sí que atracaran antes de mediodía y, además, la estructura del navío que se acercaba no era nada común. Era una corbeta alargada, con un castillo a proa y otro a popa, entre los que se extendía una larga cubierta plana. Las velas estaban dispuestas en dos palos mayores equidistantes, asentados en la parte central del barco. Un tercer mástil, el palo del trinquete con parte del aparejo roto, se alzaba delante de ambos. En la popa, anclada en el codaste, estaba la rueda del gobernalle, unida al timón.
Los barcos de Nordmaar eran muy distintos, más cortos y ventrudos. Eran, sobre todo, barcazas de pesca, pensadas para arrastrar grandes redes y limpiar el pescado una vez subido a bordo. No se parecían en lo más mínimo a la enorme corbeta que se aproximaba.
En el puerto se había reunido un grupo de gente, en su mayoría mujeres. Sus maridos estaban faenando, como bien sabía el capitán de los minotauros, que se había asegurado de que la pequeña flota de pesca que habían dejado atrás no advirtiera su presencia. La corbeta ya estaba a menos de cien metros de distancia cuando alguien corrió a llamar a un vigía de la ciudad, quien enseguida se dio cuenta de que era un barco de guerra maltrecho y que las criaturas con cuernos reunidas en la proa no eran un grupo de viajeros de visita a la pintoresca localidad pesquera.
Demasiado tarde, se dio la alarma. La campana de la torre del ayuntamiento empezó a redoblar cuando, con penosa lentitud, la corbeta chocaba contra el primer muelle. Los treinta guerreros minotauros corrieron hacia la proa y saltaron al muelle.
En un almacén de avituallamiento cercano al muelle, un humano viejo sostenía un arco y a su lado tenía una aljaba de flechas; unos instantes antes aquellas armas habían estado expuestas para la venta. Apuntó con cuidado y efectuó el primer disparo, el minotauro que iba en cabeza cayó al suelo con el astil de una flecha incrustado entre los ojos.
—Toma eso, vaca maldita —aulló el anciano.
Cogió otra flecha y disparó de nuevo. Otro minotauro cayó a menos de veinte metros de la ventana de la tienda.
—Espero que tu dios vacuno te esté esperando —clamó el viejo.
Furiosos, porque habían creído que les opondrían poca o ninguna resistencia, los minotauros entraron en tropel en la tienda. El primero saltó por la ventana en el momento en que el arquero se erguía después de coger otra flecha. El hacha del minotauro se abatió sobre la espalda del viejo y le hizo trizas la columna. La sangre salpicó al minotauro, que se echó atrás aullando, arrebatado por la excitación de la muerte.
—Y tú toma esto, escoria sin dios —gruñó en su lengua.
Cerca del centro de la villa, un segundo vigía se había unido al que había dado la alarma y, juntos, se disponían a defender la plaza. Al poco rato, se vieron rodeados por un grupo de minotauros que, a pesar de superarlos ampliamente en número, no parecían deseosos de atacarlos. El primer vigía se abalanzó con su espada sobre el minotauro que iba en cabeza, que dio un salto atrás y lo esquivó torpemente. Varios minotauros les hicieron señas de que depusieran las armas.
—Quieren que nos rindamos —dijo uno de los vigías, medio mareado por el hedor que desprendían los peludos cuerpos.
—Quieren esclavos —repuso su compañero, todavía con la espada en alto.
—Somos más listos que esos malnacidos. Ya nos escaparemos —dijo el primero—. Es mejor que morir.
—Puede que sí o puede que no —replicó el segundo.
Los vigías miraron en derredor en busca de apoyo, pero no lo había. Al ver que estaban solos, bajaron las espadas. El minotauro de mayor rango se adelantó y les arrebató las armas. Los dos hombres fueron atados de manos y llevados a bordo.
A mediodía, la ciudad entera había capitulado. Todos los habitantes que no habían conseguido escapar, y fueron muy pocos los que lo lograron, estaban rodeados en el muelle. Los escasos hombres, en su mayoría mercaderes y adolescentes, fueron separados de las mujeres, a las que no pensaban llevarse. A los minotauros no les gustaban las humanas. Sin pelo, sin morro y sin cuernos, las mujeres humanas eran irremediablemente feas. Las dejarían para que se hicieran cargo de los niños, con una excepción.
Un niño, un rapaz de no más de diez años, miró ofendido al minotauro que lo empujó hacia el grupo de las mujeres y, acto seguido, regresó al lado de los hombres. Dos de los minotauros encargados de custodiar a las mujeres se echaron a reír ante la audacia del mocoso.
En lengua Común, incorrecta pero inteligible, el comandante del barco minotauro le gritó:
—¡Tú! ¡Con tu madre!
El chico negó con la cabeza sin moverse de sitio.
—¡Tú! ¡Sí, tú! —El minotauro lo empujó con el lado romo del hacha—. Vuelve. No necesito crías. Pocos esclavos aquí, hombres pescando. Coger sólo diez machos. Tú, no.
El chico se quedó donde estaba, con los ojos fijos en los maderos agrietados del muelle.
—Quiero ir con vosotros —dijo, y levantó la vista para mirar de frente al capitán de los minotauros—. Cuando era pequeño, mi madre se fue al cielo y mi padre me odia porque dice que se murió por mi culpa. Me quiero ir y ser un esclavo y trabajar en vuestro gran barco para vosotros.
Una de las mujeres gritó e intentó correr a su lado para llevárselo, pero uno de los guerreros la atrapó y la hizo retroceder.
—Coge al niño, capitán —dijo uno de los minotauros en su idioma—. ¡Tiene más coraje que la mayoría de estos desgraciados!
—Cuando tenía su edad, yo era igual que él —comentó el capitán a su lugarteniente—. ¡Está bien, chico! Afilarás mis armas y sacarás brillo a mis correajes y a mis botas. Desde ahora eres mi esclavo personal.
Ocho hombres y el chico, de nombre Theros, subieron a bordo y fueron conducidos a la bodega, donde los esperaban los dos vigías. Los guerreros minotauros, bajo la dirección del capitán y sus lugartenientes, saquearon la ciudad en busca de cuerdas, maderos y lona para reparar la nave, además de agua potable y alimentos. Se llevaron cuanto les pareció útil y lo acarrearon a bordo. De todos modos, no pensaban pagar.
Antes de dos horas, la corbeta ya estaba cargada y se hacía a la mar. Los daños no habían sido reparados, pero los minotauros disponían de una nueva provisión de esclavos y alimentos. Los hombres del lugar no regresarían a sus casas hasta el anochecer y, para entonces, la nave de los minotauros tendría unas seis horas de ventaja sobre cualquiera que saliera a perseguirla, si es que alguien lo intentaba. Los pescadores no eran rival para una corbeta de guerreros minotauros, por muy maltrecha que estuviera. Los hombres más prudentes de la ciudad desaconsejarían la persecución.
Una villa como aquélla no podía perder más hombres en un solo día.