5
—Buen día, maestro forjador.
—¡Bah! ¿Por qué los humanos siempre pretenden que crezcan flores en el estiércol? Hace un día horrible. No para de llover y hay barro por todas partes. ¿Por qué dices que es un buen día, Theros?
El minotauro miró enfurruñado al joven, quien a sus dieciocho años era un muchacho alto y robusto. Tenía los brazos bien desarrollados y las manos grandes y fuertes. Llevaba el pelo corto e iba afeitado, tal como era costumbre entre los siervos humanos de los minotauros.
—Es un buen día porque hoy entraremos en batalla, maestro forjador —repuso Theros.
El herrero sacudió la astada cabeza y resopló.
—Dudo mucho que los elfos ataquen hoy. No me parece que este tiempo les convenga. Apostaría que la batalla será mañana, pero eso significa que tenemos muchísimo trabajo que hacer. Yo haré puntas de flecha y tú ponte a hacer puntas de lanza. Nunca hay bastantes. Los guerreros las usan como si fueran rocas que encontraran por el suelo. ¡No se dan cuenta de lo mucho que cuesta hacerlas!
—Me mimáis demasiado, Hran —contestó Theros haciendo una mueca—. Sabéis que odio hacer puntas de flecha. ¡Son tan entretenidas! Pero a vos os cuesta todavía más que a mí. Tenéis las manos demasiado grandes. Dejad que haga yo las flechas y ocupaos vos de las lanzas.
—Estás aprendiendo. Saber quién es bueno para cada tarea es la manera de conseguir que se haga mejor el trabajo. Pero ahora basta de cháchara y a trabajar. Los humanos os pasáis la vida hablando…
Theros se puso a alimentar el fuego. La fragua estaba montada desde el día anterior, pero hasta entonces no había podido ser utilizada. El fuego tardaba un día entero en acumular el calor suficiente para poder trabajar el metal.
El minotauro Hran era el maestro forjador de armas y guarnicionero del tercer ejército minotauro. El ejército llevaba casi todo el verano movilizado, en lucha contra los elfos de los bosques de Silvanesti. Hacía un año, un grupo de minotauros había decidido que el área costera era un lugar ideal para establecer su asentamiento. Encabezados por un pirata llamado Klaf, habían levantado en la costa una población fortificada.
Era el primer asentamiento minotauro en el continente desde que el Cataclismo hizo desaparecer gran parte de éste, dejando aislada la tierra de los minotauros del resto de Ansalon. El plan consistía en que la población creciera hasta convertirse en una ciudad y luego en una fortaleza costera. Una vez que estuvieran bien establecidos, sería imposible expulsarlos, y nadie podría impedir que los minotauros ensancharan su tierra natal por muchas fuerzas de defensa que se les opusieran. Los elfos no tenían más alternativa que atacarlos mientras todavía establecían la nueva colonia en Ansalon.
Y eso era precisamente lo que habían hecho. Conocedores de que los minotauros eran los amos del mar, los elfos habían reunido sus fuerzas para intentar recuperar la zona costera utilizando los ejércitos de tierra. Los minotauros tendrían que sudar para conquistar cada palmo.
Klaf, el adalid minotauro, dirigió una petición al Círculo Supremo y solicitó un ejército para derrotar a los elfos. Si conseguían vencerlos, el mar y las costas estarían a disposición de los minotauros y, desde allí, podrían enviar expediciones de rapiña por todo Ansalon.
El emperador, a través del Círculo Supremo, concedió a Klaf el mando de un ejército minotauro y le asignó la misión de acabar con la amenaza élfica en la zona de la colonia, aunque se le advirtió explícitamente que el honor de todo su clan dependía del éxito de la campaña. Sólo había un pequeño problema y era que no disponían de ningún ejército preparado para la guerra. El tercer ejército se dedicaba por entero a las ceremonias y a los desfiles y, por lo común, no se movía de la capital, Lacynes. El tercer ejército nunca había entrado en combate. Preparar a los guerreros para un enfrentamiento real requeriría un esfuerzo titánico.
Durante el año anterior, Klaf no había hecho otra cosa y, para entonces, sus batallones llevaban siete meses luchando contra las unidades élficas de la zona, empujándolas lenta e inexorablemente tierra adentro, pero dos semanas atrás, cuando Klaf ya parecía tener la victoria asegurada, los espías le habían informado de que al enemigo le habían llegado refuerzos, un ejército de ocho mil elfos guerreros que se proponía atacar a los minotauros en campo abierto. Aunque la infantería de los minotauros fuera superior, los elfos tenían excelentes arqueros y una caballería ligera capaz de hacer estragos entre los lentos minotauros.
Klaf creía firmemente que sólo los aficionados maquinaban estrategias y tácticas, mientras que los profesionales se concentraban en la logística. Sabía que los arqueros eran el punto flaco de su ejército, pero el botín obtenido en las primeras batallas le había permitido contratar mercenarios, arqueros humanos, con los que completar sus fuerzas.
Protegiendo la entrada de provisiones a través del mar, se había asegurado de que el ejército estuviera bien alimentado y perfectamente equipado. Cientos de habilidosos artesanos, cocineros, carpinteros y capataces habían sido reclutados entre la tripulación de la flota de barcos minotauros para que trabajaran en la población costera. Uno de ellos era Theros, que había servido a bordo de un barco minotauro desde los diez años, ahora hacía ocho.
En esos años, Theros demostró una gran habilidad afilando armas, un trabajo que había escogido casi por casualidad. Había conseguido tal arte en la reparación del cuero y en el mantenimiento del arsenal de la nave que su reputación se extendió más allá del barco de guerra en el que servía.
Los guerreros del Blatvos Kemas habían tenido éxito en la guerra y, naturalmente, habían sido recompensados, pero, además, el capitán de la nave había concedido a Theros el raro honor de mencionarlo en los informes, diciendo que la calidad de las armas y las armaduras era tal que un guerrero podía confiar en que le permitirían demostrar su verdadera valía. Por desgracia para el capitán, el elogio a Theros llamó la atención de un acaudalado miembro del Círculo Supremo, quien ganó al chico en una apuesta con el capitán sobre un batalla naval, para aflicción de la tripulación y los guerreros.
Theros no fue el único objeto valioso que ganó aquel miembro del Círculo Supremo. Varios barcos, con esclavos, tripulación, guerreros y provisiones incluidos, fueron a parar a las manos del minotauro de alto rango, que envió la mayoría de sus ganancias al renovado ejército de Klaf, como muestra de apoyo.
Al principio, Theros fue asignado al jefe de intendencia del ejército de Klaf, pero Hran, un herrero sabio y poderoso, con legendarias habilidades en lo que se refería a armas de filo y cuyas hachas eran muy apreciadas y buscadas, lo vio afilar los cuchillos de cocina y le asignó el trabajo de hacer puntas de flecha y de lanza, que, si bien no eran las armas de ningún guerrero legendario, sí eran las herramientas cotidianas de cualquier ejército. Por muchas que se hicieran, siempre hacían falta más en cuanto se luchaba dos días seguidos. Cuando vio que Theros desempeñaba su trabajo con destreza, Hran empezó a pensar que quizás aquel humano pudiera llegar a ser un herrero bastante pasable, aunque nunca quiso decírselo.
El nuevo ejército de elfos constituía una grave amenaza para los minotauros, ya que si no conseguían derrotar a los elfos, les sería imposible establecerse en la costa. El lugar no era demasiado hospitalario, y las nubes no habían dejado de descargar agua durante toda la semana anterior. La tierra estaba empapada y cada vez que los grandes furgones que transportaban la impedimenta tenían que moverse, se embarrancaban en el cenagal. El terreno alrededor de la fragua era el único lugar seco en cinco kilómetros a la redonda. Habían montado una gran tienda, cuyo poste central era la chimenea de la fragua, y el calor del fuego había cocido el barro hasta endurecer la tierra.
Después de haber alimentado las llamas durante todo un día, finalmente el fuego había acumulado bastante calor para fundir metal. Theros cogió varios lingotes de acero y bronce, y los fundió en una gran caldera. Bajo la mirada vigilante de Hran, añadió pequeñas cantidades de distintos polvos que conferirían propiedades especiales a la aleación de metales. El polvo blanco servía para que el metal no se quebrara al enfriarse y el polvo gris facilitaba la mezcla de los dos metales en una aleación más fuerte.
El contenido de la caldera hervía a borbotones. Con la ayuda de un pequeño cuchillo, Theros limpió la escoria del molde de las puntas de flecha, procurando no desprender cualquier resto de anteriores vaciados. Cuando estuvo satisfecho, colocó los moldes de madera alrededor del fuego y, con unas tenazas, levantó la caldera y vertió el contenido en el primer molde. El metal fluyó por los huecos tallados en el bloque de madera y empezó a espesarse. La madera se puso a arder a causa del intenso calor. Acercó el segundo molde y volvió a inclinar la caldera. Repitió la operación con un molde tras otro, hasta que los diez estuvieron llenos y en llamas.
Volvió a colocar la caldera sobre el fuego de la fragua y dejó caer las tenazas. Corrió hacia el barril de agua, llenó un cubo y corrió de vuelta junto a los moldes en llamas. Uno por uno, metió los moldes en el agua para apagar el fuego al tiempo que templaba el metal. Se formó una nube de vaho, que junto con el humo de la fragua, salía en volutas por el orificio en el centro de la tienda.
—Diría que les quedan tres usos más a estos moldes. Después, ya estarán demasiado quemados. ¿Qué opináis, Hran?
—Yo pienso que los podrías usar por lo menos cuatro veces —gruñó el corpulento minotauro— si te dieras más prisa en apagar el fuego. Para un mocoso que debería estar en plena forma eres excesivamente lento y tan patoso como un enano. ¡Eres un desastre! ¡Nunca serás un buen herrero!
El joven no se dejó intimidar. Era consciente de que los había apagado en tan poco tiempo que era casi una proeza, pero Hran siempre hacía que se superara. Theros volvió a llenar el cubo de agua y enfrió el metal hasta que pudo extraer de los moldes las puntas de flecha en bruto. Las dejó caer sobre una reja de metal colocada en el barril justo por debajo de la superficie del agua y el líquido empezó a borbotear y desprender vapor. Al poco tiempo, doscientas puntas de flecha en bruto se enfriaban en el agua.
—¡Eh, Hran! ¿Cuándo creéis que Klaf saldrá con los guerreros a presentar batalla?
Hran dejó de afilar la hoja de la espada en la que estaba trabajando y levantó la vista.
—Si depende de Klaf, pasarán dos días antes de que se inicie la contienda, pero no creo que sea él quien lo decida. No me imagino a esos blandos y elegantes elfos empapándose mientras esperan a que nos preparemos para luchar imponiendo nuestras condiciones. No, creo que atacarán pronto, demasiado pronto, y debemos estar preparados.
Theros sacó del agua las puntas de flecha, una por una, y las fue sujetando en un tornillo de banco. Cogió una lima grande y se puso a rebajar la pieza esbozada hasta convertirla en una perfecta punta afilada. Con cuatro o cinco pases de la lima gruesa, le daba forma a un lado y, con otros tantos de la lima fina, lo afilaba.
—Pero ¿no creéis que nuestra infantería es mejor que la suya? —preguntó Theros.
Hran siguió afilando la espada.
—La infantería no es lo único que cuenta en la batalla. No tenemos caballería y los elfos saben cómo sacar provecho de la suya. Normalmente, eso no nos afecta. Nos quedamos en nuestro puesto y luchamos hasta que no queda ningún enemigo a la vista. Pero en este caso, me huelo problemas. Si nos cortan las líneas de suministro y disgregan la infantería en pequeños grupos, los elfos pueden concentrar sus fuerzas y masacrar a los supervivientes.
—Klaf ya sabe eso. Si tenemos una mínima oportunidad, venceremos —repuso Theros, y soltó la punta de flecha del tornillo, le dio la vuelta y repitió el proceso por el otro lado—. Debéis admitir, amigo mío, que nuestras armas son muy superiores a las de los elfos.
Theros contempló satisfecho su trabajo. Cada poco rato, acababa una punta de flecha y la dejaba en un montón, que iba creciendo regularmente mientras hablaban.
—¡Bah! —resopló Hran—. No sabes nada de armas. Te he enseñado todo lo que he podido en estos meses que has trabajado para mí, pero tan sólo nos hemos ocupado de armas y armaduras pensadas para el uso cotidiano del ejército. Hachas, espadas, flechas, lanzas, cuchillos: todas ésas son las armas de un guerrero. Escudo, coraza y grebas: ésa es la armadura de un guerrero. Hasta ahora, hemos reparado correajes, batido abolladuras y forjado flechas, pero no ha habido ocasión para el trabajo realmente fino. Mira esta espada, por ejemplo. Ésta es un arma para un verdadero guerrero. Sólo un experto podría forjar una hoja así. Me gustaría tener tiempo para enseñarte el arte de hacer una buena espada.
Hran contempló la espada con orgullo y, luego, la deslizó en su vaina dando un suspiro. La dejó a un lado y cogió una coraza de considerables dimensiones. La armadura estaba ornamentada con pictogramas y símbolos de plata incrustada que representaban actos heroicos o escenas de guerra. La pieza metálica se había separado del refuerzo de cuero. Hran hilvanó un tendón en la aguja de coser cuero e inspeccionó la pieza. El refuerzo de cuero se había desgarrado y las tiras de los hombros estaban sueltas. Lo más probable era que se hubiera aflojado en plena batalla y el guerrero la hubiese estropeado al quitársela de un tirón. Hran gruñó y tiró la coraza al suelo.
—¡Bah! Theros, eso te lo dejo a ti. Necesita unas manos más pequeñas que las mías. Me saca de quicio que me obliguen a malgastar mi talento reparando armaduras.
Theros acabó de pulir las puntas de flecha y las dejó en un montón, preparadas para insertarlas en los astiles. Luego, se las llevaría al artesano encargado de ponerles los astiles y las plumas, un trabajo que no era digno de forjadores de armas.
Hran cogió una hoja de hacha de grandes dimensiones con el mango partido colgando del engaste.
—¡Ésta sí que es una pieza excelente! Se advierte la pericia del forjador con sólo mirarla. ¡Con un mango nuevo, será una gran arma para un buen guerrero!
Theros se puso a reír mientras recogía la coraza para examinarla.
—No me extraña que digáis eso. ¡Es evidente que es una de las vuestras! —dijo, y luego se concentró en la coraza.
Con una cizalla, cortó la esquina superior derecha del recubrimiento interior, y las correas del hombro derecho. El cuero se había podrido a causa de la humedad y el desgaste. Probablemente, nunca lo habían untado con grasa. La pieza parecía haber sido utilizada por varias generaciones y, en su día, debió de ser una armadura excepcional, digna de un guerrero honorable y valiente.
Theros se volvió hacia Hran para seguir hablando, pero en ese momento, el minotauro se puso a separar los restos del mango del hacha, golpeando con un mazo enorme sobre una lezna de madera. El estruendo impedía cualquier intento de conversación.
Ya era media mañana, la neblina empezaba a levantarse e incluso la llovizna parecía querer detenerse. Ahora Theros podía ver la tienda del emplumador y la del comisario, así como los furgones del oficial de intendencia. El tiempo estaba mejorando. Los guerreros minotauros entraban y salían de sus tiendas, mientras los esclavos humanos se afanaban de un lado para otro, era el ajetreo típico de la retaguardia de un ejército.
Un corpulento guerrero, con la testa coronada por una cornamenta excepcionalmente grande, entró en la forja. Hran no se dio cuenta y siguió martilleando para desprender los restos del mango. Theros reconoció al minotauro, el oficial en jefe de la retaguardia, y se levantó. Se llamaba Huluk y tenía reputación de pendenciero. Se decía que su único placer era luchar, ya fuera en la batalla o con sus compañeros de armas.
—¿Estás trabajando en mi armadura, esclavo? —preguntó el imponente minotauro gritando para hacerse oír por encima del estrépito—. Déjame ver eso.
Theros hizo un gesto indicándole que la correa de la derecha todavía no estaba acabada, pero el minotauro hizo caso omiso. Después de todo, Theros no era más que un esclavo, así que tuvo que dársela para que la examinara. El oficial cogió la coraza, se la ajustó y buscó a tientas las correas. Cuando vio que la derecha no estaba, se puso furioso y le tiró la coraza a Theros.
—¡Mal trabajo! La quiero lista en una hora.
Esta vez Hran oyó que alguien hablaba y dejó de martillear. Se giró y vio que el oficial se alejaba chapoteando rabioso en el barro.
—En nombre de Sargas, ¿qué ha pasado?
—El comandante ha quedado descontento de mi trabajo —respondió Theros encogiéndose de hombros—. No me ha dejado decirle que no había acabado de repararla. La quiere dentro de una hora.
—Ya puedes decirle que la tendrá cuando se pueda.
Theros sonrió, pero su sonrisa estaba teñida de amargura.
—No me atrevería a hablarle así. Soy un esclavo. ¿Lo habéis olvidado?
—A veces creo que eres tú quien lo olvida, Theros. Dices «nosotros» o «nuestro» ejército, como si te consideraras un minotauro. ¿Cómo es eso?
Theros murmuró algo así como que probablemente era porque hacía ocho años que vivía entre minotauros. Nunca le había contado a nadie su encuentro con Sargas, ni pensaba hacerlo.
Hran se quedó mirándolo con la expresión del que sospecha que hay algo más, pero Theros bajó la cabeza y volvió al trabajo.
El forjador de armas rezongó algo sobre la necesidad de hablar menos y trabajar más y se puso a martillear la pala del hacha para vaciarla de astillas.
Theros cogió un trozo de cuero nuevo y lo cortó a medida. La aguja, ya enhebrada, estaba en la mesa, junto al resto de herramientas. La cogió y cosió la pieza de cuero nuevo al cuero viejo que aún estaba unido a la coraza. Cuando hubo terminado la costura que la sujetaba en el lugar adecuado, añadió hilas de algodón que harían de almohadilla entre el cuero y el metal, y luego sujetó los bordes de la pieza de cuero al contorno de la coraza, utilizando los pasadores que quedaban y poniendo otros nuevos donde se habían caído.
Dejó la coraza a un lado y sujetó la pieza de cuero al tornillo de banco. Con unas tenazas, rompió los remaches para quitar la correa vieja.
Tiró el resto de cuero podrido y retiró la hebilla, que untó con grasa. Se puso a trabajarla con los dedos para desprender el óxido, hasta que recuperó la movilidad de las partes y volvió a ser útil. Sólo faltaba colocarla de nuevo en la coraza.
Theros se volvió hacia la mesa para coger el martillo de remachar. En ese momento, las nubes se abrieron y los rayos de sol penetraron hasta el suelo.
En el frente, sonó un cuerno solitario. Era la llamada a la batalla.