22
Theros descendió de la colina y regresó a la forja. No se había tenido noticias de Moorgoth ni se sabía cómo iba la batalla. La tarde estaba muy avanzada. Si tenían que montar el campamento, debería darse pronto la orden o no quedaría luz para hacer nada.
No había caminado dos pasos cuando un jinete entró al galope en la zona de los furgones y fue directamente hacia Belhesser Vankjad, el oficial de logística.
Theros se acercó corriendo para conocer las noticias. Al llegar, el jinete lo saludó y siguió hablando con Belhesser.
—… y, si todo va bien, estaremos aquí antes del anochecer. El barón Moorgoth ordena que se monte el campamento. Confía en que el día acabe con nuestra victoria y, a su vuelta, desea encontrar el campamento montado y una buena cena para sus tropas.
Belhesser miró el sol, ya muy bajo, y se quedó un momento pensando. Luego se volvió hacia Theros.
—¿Qué decís, Ironfeld? ¿Podéis montar antes del anochecer?
—Sí, señor. Lo tendremos todo dispuesto.
—Ya tenéis la respuesta, cabo —dijo Belhesser—. Estaremos preparados. Decidle al barón Moorgoth que le deseamos los mejores resultados en el campo de batalla.
El jinete saludó, montó en su caballo y regresó al galope junto al ejército combatiente.
—¿Qué noticias hay de la batalla? —preguntó Theros. Estaba confundido. No sabía si quería que el barón ganara o que le infligieran una aplastante derrota.
—Todo lo que me ha dicho es que la lucha está siendo encarnizada y que los solámnicos pelean cerca de la ciudad. De todas maneras, Moorgoth parece confiar en un buen resultado. Ordena que montemos el campamento.
—Tendré que ponerme manos a la obra si esta noche quiero estar preparado para reparar armas y armaduras.
Se dio la vuelta y volvió corriendo a su unidad. Érela fue el primer soldado al que encontró.
—¿Dónde está Yuri? —le preguntó, e inmediatamente se dio cuenta de que ya conocía la respuesta.
—Creía que estaba por aquí, en algún sitio —contestó el soldado parpadeando—. Hace un rato estaba aquí. No sé, señor. Hace media hora que no lo he visto. ¿Queréis que vaya a buscarlo?
En su interior, Theros maldijo a su joven aprendiz.
—No importa. Ya lo encontraré. Montad la tienda.
Theros irrumpió en la zona de intendencia con una actitud que no dejaba dudas acerca de su humor de perros. Los trabajadores ya habían empezado a descargar los furgones para montar las cocinas. El intendente Sarger daba órdenes a unos y a otros.
Y allí estaba Yuri, escabulléndose por detrás de un furgón en dirección a la forja. Y también Telera, corriendo en dirección opuesta con la esperanza de llegar a su puesto antes de que nadie advirtiera su ausencia. Podía muy bien ser la escena perfectamente inocente de un beso furtivo tras los furgones.
Theros se paró en seco y señaló hacia Yuri.
—¡Tú! ¡Ven aquí ahora mismo!
Los hombres y las mujeres que montaban la tienda de las cocinas se quedaron parados mirándolo, sin saber si se refería a alguno de ellos. Yuri se acercó corriendo y se paró delante de él, mirándolo con expresión de desafío.
Theros levantó la mano para inculcarle un poco de disciplina. Yuri apretó los dientes y tensó el cuerpo, preparándose para recibir el golpe.
Theros frunció el ceño y bajó la mano.
—¡Vuelve al trabajo! —le ordenó—. ¡Y deja ya de rondar a esa perdida! La gente podría hacerse una idea equivocada.
Yuri parpadeó sorprendido, tanto de no recibir el golpe como de sus palabras.
—¿Qué idea equivocada? ¿Cómo…?
—Calla, idiota. Nos están escuchando. Vuelve al furgón y ocúpate de que la forja se monte como es debido. ¡Venga!
Yuri regresó corriendo a la zona de la herrería, donde los soldados ya estaban levantando los primeros postes.
Theros se quedó mirándolo. A Yuri no le gustaba la vida militar. Nunca se había propuesto ser soldado. Él quería aprender el arte de la forja. Había acudido a Theros con la intención de trabajar por la comida y la cama si le enseñaba el oficio. El muchacho tenía talento para los trabajos que requerían una minuciosa ejecución, pero carecía de la fuerza o la envergadura necesarias para forjar hachas o espadas. No era culpa suya. Había nacido delgado y nervudo, y seguiría así hasta el día de su muerte. En cambio, era inteligente y sabía que si se mantenía dentro de sus límites, podía hacer piezas de calidad.
Pero necesitaba disciplina y, al parecer, no era capaz de disciplinarse por sí mismo, así que Theros tendría que hacerlo por él. Y lo primero que haría era asegurarse de poner punto final a aquel romance, por el bien de Yuri.
Theros encontró a Cheldon dando las últimas órdenes a los jefes de sección.
—… y quiero los fuegos encendidos antes de que oscurezca. Hay que preparar cena caliente para todos y cada uno de los soldados. Ah, y poned dos calderos de más con agua hirviendo. Los heridos necesitarán recibir atenciones cuando lleguen y el agua hirviendo es fundamental. ¡Venga, al trabajo!
Los dos jefes de sección saludaron al estilo militar y se fueron a sus quehaceres. Los trabajadores habían estacionado los furgones detrás de las tiendas y montaban largas mesas de madera que servirían para despachar las comidas.
—Cheldon, necesito hablar con vos —dijo Theros.
—Os escucho, Ironfeld.
—Tengo un problema con Yuri, mi aprendiz. A menudo lo encuentro aquí con una de vuestras trabajadoras.
—¿Eso es todo? —preguntó Cheldon riendo—. Me habíais preocupado. Los muchachos, ya se sabe ¿no, Theros? —Le guiñó un ojo—. Y las muchachas, gracias al cielo, tres cuartos de lo mismo. Dejemos que se diviertan un poco.
—Mirad —respondió Theros frunciendo el ceño—, he oído rumores de que el espía puede ser una de vuestras mujeres. Quizá le esté sacando a Yuri algo más que unas cuantas risas nocturnas. Si se mete en problemas, se me acusará a mí. Todo lo que os pido es que no dejéis que ronde por aquí.
—¿Una de mis mujeres, espía? —Cheldon se había enfadado—. Escuchadme bien, Ironfeld. Es vuestro aprendiz el que viene a rondar a la muchacha, no al revés. Si tenéis un problema con él, ocupaos vos mismo. Y por lo que se refiere a mis trabajadoras, me las traje a casi todas de Sanction y las conozco mucho mejor que vos. Y ahora, dejadme en paz. ¡Tengo trabajo!
Cheldon Sarger se dio la vuelta y lo dejó allí plantado.
Theros regresó furioso a su zona.
El corneta no se separaba de Moorgoth, atento a sus órdenes.
—Aún no… aún no… aún no… ¡Ahora!
Los caballeros solámnicos estaban a ciento cincuenta metros del frente de su infantería. La corneta volvió a sonar clara y precisa desgranando las notas del toque de «retirada».
El barón se quedó mirando al corneta. «Tendré que recompensar a este muchacho —pensó—. No ha errado una sola nota en estos momentos de tensión extrema».
Al oír la llamada, el grupo de mando en pleno se dio la vuelta y echó a correr a toda velocidad hacia el lindero del bosque. El ruido atronador de los cascos de los caballos sonaba cada vez más fuerte a sus espaldas.
Muchos de los soldados corrían a tal velocidad que, al llegar al lindero del bosque, tropezaron y se dieron de cabeza contra los árboles. Aunque la mayoría salió ilesa, algunos no tuvieron tanta suerte.
El extremo izquierdo de la infantería se había desplegado más allá del bosque y los guerreros formaron un tapón cuando intentaban refugiarse todos a la vez. Los caballeros hicieron estragos entre el grupo que había quedado al descubierto, atacándolos por detrás y pasándolos por encima. Casi la mitad fue atropellada antes de que el resto consiguiera internarse en el bosque.
Al llegar al lindero, los caballeros vacilaron. Las monturas, que hasta ese momento avanzaban al galope, se detuvieron bruscamente, y más de un jinete cayó al suelo. Los que fueron capaces de mantenerse sobre la silla, espolearon a sus caballos hacia adelante.
Moorgoth dio otra orden.
Los arqueros surgieron de entre la fronda y dispararon sobre los caballeros. El barón y el corneta se agacharon a la vez para esquivar el cuerpo del sablazo de un caballero que había conseguido introducirse en el bosque con su montura. Uno de los guardias personales de Moorgoth lo abatió. El corneta se puso de pie al lado del barón.
—¡Toca a «acometida»!
Una vez más, el muchacho hizo sonar las notas con toda claridad. Los caballeros se acababan de dar cuenta de que se habían metido en una emboscada e intentaban organizarse. Aquí y allá sonaban toques de retirada, pero las chillonas notas se entremezclaban. Al parecer, los cornetas estaban librando su propia batalla.
Los soldados de Moorgoth se lanzaron al ataque; acometían a los caballeros cuando podían y, cuando no, a sus monturas. Superaban en número a sus enemigos en una proporción de más de dos a uno.
Los caballeros intentaron retirarse pero estaban rodeados y tuvieron que seguir luchando. Delante del barón, cinco caballeros se habían colocado espalda contra espalda, formando un círculo. Veinte soldados los rodeaban, aunque todavía ninguno los había acometido. Los hombres de Moorgoth parecían intimidados por el orgulloso porte de los caballeros solámnicos, con sus espléndidas armaduras y sus rutilantes espadas.
Viendo la situación, el barón se abrió paso apartando a empujones a sus hombres.
—Rendíos o moriréis aquí mismo. La elección es vuestra —les decía a gritos.
Los caballeros se miraron entre ellos. Era una decisión difícil, pero finalmente uno asintió moviendo la cabeza lentamente. Se adelantó rígido en su silla, levantó la visera del casco y le entregó la espada a Moorgoth con la empuñadura hacia abajo.
El barón la aceptó con un gesto cortés.
—Se os tratará bien y con honor. Deponed las armas —ordenó a los otros caballeros.
Los otros cuatro dejaron caer las armas al suelo.
En cuanto estuvieron desarmados, Moorgoth hizo una señal con el brazo hacia adelante y sus hombres se lanzaron sobre ellos, dándoles golpes y cuchilladas.
—¡Maldito seas! —gritó el caballero que le había entregado la espada—. Así vuelvas al Abismo de donde saliste…
Ésas fueron sus últimas palabras.
Riéndose de la expresión de sorpresa que se reflejaba en los rostros de los caballeros, el barón se retiró de la zona de combate. ¡Qué necios llegaban a ser los caballeros! Confiados como perros. Miró hacia atrás y vio que los cinco yacían muertos en el suelo, brutalmente despedazados.
El resto de los caballeros se alejó varios cientos de metros del lindero del bosque. Su general hacía esfuerzos desesperados por replegar sus tropas para recuperar la formación. Todavía continuaba la lucha entre los árboles. Los arqueros eran muy poco efectivos allí, ya que temían herir a sus camaradas.
El barón se fue a mirar cómo iba la batalla por el flanco izquierdo y lo que vio no acabó de agradarle. Los caballeros habían sorprendido a muchos de los suyos en campo abierto y parecía que el frente podía romperse por allí, abriendo un paso que el enemigo aprovecharía para rodearlo.
De pronto se oyeron alaridos de euforia. Moorgoth dirigió la vista hacia la colina y vio a su propia caballería rebasando la cresta del promontorio. Los caballeros solámnicos estaban peleando y no podían darse la vuelta y enfrentarse a aquella nueva amenaza. La caballería de Moorgoth los embistió por detrás.
El efecto fue inmediato. Los caballeros que luchaban en el flanco izquierdo se desmoronaron. Los guerreros del barón aprovecharon la confusión de las fuerzas enemigas y combatieron con renovado vigor.
El comandante de los caballeros había ordenado retirarse de la lucha a doscientos de sus hombres, con la idea de repetir la carga, pero se dio cuenta de que lo triplicaban en número. Cargar de nuevo sería un suicidio.
Ordenó la retirada, pero muchos de sus hombres se negaron a obedecerlo. Preferían morir antes que dar la victoria a aquellos carniceros.
Entonces gritó una larga frase de la que sólo se oyó claramente el final: «¡… por el Código y la Medida!». Luego hizo dar la vuelta a su corcel y salió al galope a través del campo en dirección a la ciudad.
La mayoría de los caballeros lo siguieron, pero un pequeño grupo, de unos veinte, al parecer había decidido morir luchando. Volvieron a la batalla y cargaron contra el grupo de guerreros situados justo delante del barón, matando a diestro y siniestro.
—Vienen por el estandarte —gritó a Berenek Ibind, el abanderado del ejército.
El fornido guerrero se mantuvo a pie firme.
—¡Proteged el estandarte! —bramó Moorgoth, y lo repitió en todas direcciones.
Blandió la espada y avanzó hacia el tumulto. Sus guardias personales se agruparon en torno a la insignia. Los caballeros trataban desesperadamente de aproximarse al estandarte, dispuestos a apoderarse de él y a hacerlo trizas, con lo que conseguirían por lo menos una victoria moral. Uno tras otro, los soldados del barón iban cayendo bajo las espadas de los caballeros, pero también asestaban golpes y estocadas y, de vez en cuando, conseguían tirar a un caballero de su montura; en cuanto estaba en el suelo, lo acuchillaban.
Cuando Moorgoth se incorporó a la lucha ya sólo quedaban ocho caballeros. Le salió al encuentro un hombre fornido montado en un corcel blanco. El barón se agachó justo a tiempo para esquivar el sablazo del caballero. Al erguirse, levantó la espada y la hendió en el vientre del animal. El caballo se encabritó y salpicó sangre en todas direcciones; el caballero cayó al suelo, pero al momento estaba de pie y se encaraba a Moorgoth.
Un soldado corrió hacia él por la derecha, con la intención de atacarlo por un ángulo ciego, pero el caballero lo vio venir, fintó e interceptó su paso con la espada, de manera que al topar con el filo su propio impulso lo cortó en dos y murió al instante. El barón blandió la espada contra el caballero sin darle tiempo a recuperarse del ataque, pero su oponente logró evitar el golpe por unos milímetros.
Los dos se movían en círculo junto al caballo muerto, que limitaba por un lado la reducida arena en la que se iba a librar el combate. El resto de los caballeros estaban muertos o se habían rendido.
Moorgoth no podía permitirse mirar a su alrededor. El caballero que tenía delante estaba dispuesto a morir y quería llevárselo con él. El barón paraba golpe tras golpe, aunque no conseguía colocarse en una posición que le permitiera atacar. De pronto, el caballero se quedó rígido. Un soldado lo había acometido por detrás con una lanza, clavándosela en la espalda a través de la armadura.
Pero el hombre no se derrumbó. Alzó la espada y reunió todas sus fuerzas para asestar un golpe destinado a partir en dos al barón.
Moorgoth levantó la espada y paró el golpe. El mandoble del caballero rompió limpiamente la hoja, separándola de la empuñadura, y su propia espada se partió por el lugar del impacto. La punta salió dando vueltas por el aire y se clavó en el suelo.
El caballero cayó de bruces en el barro y el barón sintió que el brazo le ardía de dolor por el encontronazo. Había caído de espaldas y yacía en el suelo. Se quedó un momento inmóvil; los oídos le silbaban tan fuerte que no oía nada más.
Al momento consiguió levantarse, pero seguía sin oír otra cosa que el entrechocar de hojas de acero. Miró a su alrededor y comprobó que no quedaba ningún caballero en pie de guerra. La batalla había concluido y el estandarte permanecía enhiesto.
Berenek Ibind sostenía la espada desenvainada, con la punta manchada de sangre, que todavía goteaba, y con la mano izquierda sostenía en alto el estandarte.
La victoria era del barón Moorgoth.