13

En los muelles se había reunido una muchedumbre de minotauros para asistir al regreso de los colonos. Todos querían saber lo mismo. ¿Era cierto que el tercer ejército había sido totalmente exterminado? ¿Era verdad que había sido destruido por un ejército de elfos?

La multitud gritaba sus preguntas agolpada contra las barreras de contención que habían colocado las autoridades del puerto en un intento inútil de preservar el orden. El desastre se había abatido sobre la colonia asentada en la costa de Silvanesti, y el pueblo quería conocer los detalles.

Acudió el cuerpo de guardia de la ciudad y el gentío fue obligado a retirarse. Sólo entonces empezaron a desembarcar los pasajeros del primer barco que había llegado a puerto y los que fueron llegando después.

Theros y Huluk iban en el primer barco. Los colonos que se habían atrevido a establecerse en la nueva tierra bajaron por la rampa con las cabezas y los cuernos bien altos. No tenían nada de que avergonzarse. Su honor no había disminuido en lo más mínimo. Eran los soldados quienes habían fracasado.

Cuando todos los colonos hubieron desembarcado, Theros ayudó a Huluk a bajar de la nave. La multitud increpó al oficial.

—¿Dónde está tu ejército, guerrero?

—Tú has salvado la piel, pero ¿dónde están los otros soldados del aguerrido tercer ejército? ¿Qué nos contarían si pudieran?

—¿Cómo es que no has muerto junto a tus compañeros del tercer ejército?

Huluk también mantuvo la cabeza alta mientras descendía cojeando hasta el muelle. Pronto conocerían lo ocurrido. Le habían ordenado que se dirigiera directamente a la asamblea del Círculo Supremo para presentar su informe.

Theros acompañó al oficial hasta el pie de la escalinata que conducía al colosal edificio situado en el centro de la ciudad. Era un monumento a la reconquistada libertad de los minotauros y un santuario sagrado en conmemoración del Cataclismo con el que Sargas puso fin al dominio del vil sumo sacerdote de Istar y devolvió la libertad a los minotauros.

Theros expresó sus mejores deseos a Huluk y se marchó.

—¡Espera, Theros! En esta ciudad serás tratado como un esclavo a no ser que demuestres tu estatuto de hombre libre. Toma esta moneda. —Huluk le tendió una moneda con la cabeza del emperador en una cara y el símbolo familiar del clan de Huluk en la otra—. Es una insignia ciánica. Desde hoy perteneces a mi clan —le dijo, y luego añadió fingiendo fiereza—: Preserva nuestro honor o no vivirás para lamentarlo. —Y sonrió—. La verdad es que no tengo por qué inquietarme contigo, Theros. Guarda esa moneda como símbolo de tu libertad. ¡Que tengas suerte!

Huluk empezó a subir la escalinata mientras Theros lo observaba desde abajo. Sólo una orden o una invitación del emperador en persona permitiría a Theros entrar en el magnífico edificio, o en la fortaleza imperial adyacente, donde residía el emperador.

Theros regresó a los muelles y se dirigió a las oficinas del puerto. Entró y aguardó junto al mostrador a que alguien le atendiera. Tuvo que esperar mucho tiempo. Cualquier minotauro que entraba era despachado antes que él. Finalmente, cuando las oficinas quedaron vacías, uno de los minotauros lo miró con aburrimiento.

—¿Qué quieres, esclavo? ¿Has venido a hacer algún encargo para tu amo? Habla. ¿No ves que estamos ocupados?

—Quisiera saber si el capitán Olifac tiene el barco atracado en el puerto —preguntó Theros sin perder las buenas maneras.

—-¿Quién lo pregunta? —gruñó el minotauro.

Theros sacó la moneda del bolsillo y la puso sobre el mostrador con la cara del emblema ciánico hacia arriba.

—Yo —repuso.

El minotauro se acercó al mostrador y la examinó.

—Así que eres miembro del clan Hrolk. Mi clan y el suyo tienen íntimos vínculos familiares. —Miró a Theros con desconfianza—. Pero no tengo noticia de que hayan adoptado a un humano. ¿No la habrás robado?

—Soy Theros —contestó sin dejarse amilanar—. Huluk, comandante de grupo del tercer ejército, me ha concedido la libertad.

—Entonces debes de ser el esclavo que ha ayudado al viejo Huluk a escapar de los elfos —dijo el minotauro mirándolo ahora con aprecio—. El relato de tu valiente actuación va de boca en boca. Has demostrado ser un hombre de honor y eso merece respeto. Olifac acaba de zarpar en una expedición de saqueo. Estará fuera varios meses, o años. No tendremos noticias de él hasta que vuelva.

Decepcionado, Theros dio las gracias al minotauro y salió a la calle. ¿Qué podía hacer? Pensó que, aunque Olifac hubiera estado en el puerto, quizá no le hubiera permitido trabajar para pagar el pasaje de Mithas al continente, y no tenía dinero ni objetos valiosos de ningún tipo. Tendría que ganarse la vida.

Se dirigió hacia la zona de los mercados.

En los carritos de los vendedores ambulantes y en los escaparates de las tiendas se exponía todo tipo de mercancías. En una ofrecían tiras de carne recién cocida y, en otra, cuencos de piedra para servir la comida. Al rato de pasear por allí, encontró lo que buscaba, un comercio en el que vendían distintas armas. Comprobó que eran piezas de calidad y entró a preguntar.

—Discúlpeme, señor. Me preguntaba si podría decirme el nombre del herrero que ha forjado las armas que tiene aquí expuestas.

—Hrall debe de ser el hombre que buscas —contestó malhumorado el tendero—. Vende demasiado caras sus malditas piezas. Claro que con todo este lío de la guerra contra los elfos, a lo mejor todavía consigo sacar algo.

Theros dio las gracias al minotauro y se encaminó hacia el barrio de la ciudad donde vivían y trabajaban los herreros, forjadores de armas, guarnicioneros, zapateros y toneleros. Se detuvo en la primera forja que encontró.

—¿Qué quieres, esclavo? —le preguntó el herrero minotauro.

Theros echó una ojeada al taller. Era pequeño pero estaba muy ordenado. Allí se forjaba todo tipo de instrumentos y herramientas metálicas excepto armas.

—Busco a un herrero llamado Hrall. Es un herrero especializado en armas.

—Así es, humano. Su forja está al final de la calle. Es un buen forjador.

Theros se inclinó levemente en señal de respeto y salió del taller. Encontró la forja que buscaba y entró.

Allí dentro había un fornido minotauro que, de espaldas a la puerta, batía la hoja de un sable para darle forma. Con cada golpe hacía saltar chispas y esquirlas de metal de la hoja de acero. El olor del fuego, mezclado con el del cuero aceitado y el humo de la madera quemada, le hizo sentir una punzada de nostalgia. Echaba de menos el trabajo en una herrería y aún añoraba más a su amigo Hran.

El minotauro dejó las tenazas y el martillo, y se volvió hacia él. Theros se sobresaltó.

¡Allí, delante de él, estaba Hran! Era como si Theros lo hubiera invocado. Estaba pensando en su amigo y de pronto allí lo tenía, justo enfrente de él.

El musculoso minotauro se limpió las manos en el mandil que llevaba puesto.

—¿Qué te ocurre, esclavo? ¡Se diría que has visto el fantasma de un caballero muerto!

—Lo siento, señor —repuso Theros inclinándose—. Os parecéis de forma extraordinaria a un minotauro que conocí una vez. También era forjador de armas y muy bueno en su oficio.

—Debiste de conocer a mi hermano Hran. Me han dicho que ha muerto. Ahora me corresponde a mí continuar la línea familiar. ¿Dónde conociste a Hran?

—Era su aprendiz en el tercer ejército. Estaba a su lado cuando murió y yo mismo lo enterré —contestó Theros en voz queda.

—¿Estabas allí? ¿Lo enterraste? Dime, ¿murió como un guerrero? ¿Murió con el hacha en la mano?

—¡Sí, señor! Murió luchando contra la caballería élfica que asoló el campamento. Nos vencieron, pero antes Hran mató a ocho guerreros de élite, de los que llevan armadura de metal y caballos protegidos con bardas. Cayeron al intentar reducirlo. Murió con el hacha en la mano, como un verdadero guerrero. ¡Podéis enorgulleceros de él! ¡Luchó con habilidad y valentía!

—No creas que me sorprende —gruñó Hrall—. En absoluto. Verdaderamente, era un gran guerrero, y un gran forjador, también. No nos llevábamos demasiado bien, mi hermano y yo. Él decidió tomar el camino de la guerra, mientras que yo me dediqué a la fabricación de armas con fines comerciales. Mis piezas se prueban en la arena. Quiso seguir la carrera militar sin renunciar a su oficio de herrero y consiguió lo que se había propuesto. Yo también he logrado mis objetivos. Nos veíamos poco. Ahora lamento que no nos viéramos más. De veras que lo siento.

Theros no sabía qué decir al minotauro, al que era evidente que la muerte de su hermano había afectado en gran manera.

—¿Trabajabas como esclavo en el taller de mi hermano, no?

Theros asintió con la cabeza.

—Bien, ahora trabajarás aquí. Te compraré a quienquiera que sea ahora tu amo.

Theros le mostró la moneda que le había dado Huluk.

—Señor, soy un hombre libre. No tengo amo. Ahora pertenezco al clan de Hrolk. Y no era exactamente el esclavo de Hran. Me nombró su aprendiz.

—No sabía que en estos tiempos aún se manumitían esclavos —se sorprendió Hrall—. Eso cambia las cosas. Tendría que pagarte y no puedo permitírmelo. Tengo bastante trabajo, pero no gano tanto dinero como para contratar a nadie.

—Señor, si me contratarais, trabajaría por la comida y el alojamiento, al principio. Hran me enseñó bien. Si trabajo para vos, tendréis más clientes y, cuando vuestro negocio crezca, podréis pagarme.

Hrall miró al joven con cierta desconfianza.

—Dices que eras el aprendiz de mi hermano. ¿Eres hábil? ¿Sabes trabajar el cuero?

—El oficio de herrero no es nuevo para mí, señor, pero tampoco soy un maestro. Puedo encargarme de los trabajos más rutinarios, de manera que os quede tiempo para concentraros en las operaciones más importantes y delicadas. Y sé coser cuero.

Con eso Hrall tuvo bastante.

—Te contrato. Puedes vivir en el cobertizo que hay detrás del taller, pero tendrás que limpiarlo tú mismo. Nunca he sido capaz de trabajar el cuero tan bien como mi hermano. Si sabes coser cuero, yo te enseñaré el oficio desde donde lo dejara mi hermano.

El minotauro y el humano se dieron la mano.

Theros regresó a la sede del Círculo Supremo en busca de Huluk, para informarlo de que tenía trabajo. Allí tuvo que esperar durante horas. Nadie lo molestó ni pareció percatarse de su presencia. Era un humano y por lo que respectaba a los minotauros, lo mismo podría haber sido una pulga.

De pronto, antes del anochecer, las campanas de la torre que coronaba el edificio del Círculo Supremo se pusieron a repicar. El lugar empezó a llenarse de minotauros que llegaban procedentes de todas direcciones y se amontonaban delante de Theros, haciéndolo a un lado. Tenían la mirada fija en las grandes puertas de madera que se abrían al final de la escalinata de piedra. De las calles adyacentes salían más y más minotauros.

—¿A qué viene todo esto? —se preguntó Theros temiendo que tuviera alguna relación con Huluk.

Ya se había reunido cerca de un centenar de minotauros cuando al fin las puertas se abrieron. Primero salieron dos guardias vestidos con uniforme de gala y, a continuación, se dejaron ver los ocho miembros del Círculo Supremo, seguidos de algunos oficiales del ejército, entre los que se encontraba Huluk, al que era fácil reconocer por la cojera.

La multitud guardó silencio en señal de respeto hacia el Círculo Supremo. Uno de los ocho se adelantó dos pasos.

—¡Minotauros del imperio! Nosotros, el Círculo Supremo, declaramos a Klaf, el comandante muerto del ahora extinguido tercer ejército, culpable de crasos errores de juicio que pusieron en peligro a toda la colonia de minotauros en Silvanesti, así como las vidas y el honor de guerreros del más alto rango. Su clan ha perdido el honor y deberá recuperarlo en la arena. Hasta el día en que demuestren su valía, llevarán el nombre de Nar-Klaf.

La multitud aclamó la decisión. Uno de los minotauros que estaban junto a Theros sacudió la cabeza de lado a lado y, al verlo, otro lo señaló y gritó:

—¡Nar-Klaf descastado!

El primero se volvió y echó a correr, quizá con la idea de avisar a su familia. Algunos le tiraron piedras, pero la mayoría se volvió de nuevo hacia el orador.

—En sustitución de Klaf, hemos nombrado a Huluk, oficial superviviente del desastre, comandante en jefe del tercer ejército. Reunirá y organizará un nuevo tercer ejército formado por veteranos y nuevos reclutas. No volveremos a la tierra de los elfos, al menos de momento. Nos vengaremos de los elfos si Sargas lo permite, pero todavía no ha llegado la hora.

»Aquí finaliza la declaración del Círculo Supremo. Anunciad que sus palabras son ley, por la gracia del emperador.

El orador se retiró y cedió la palabra a Huluk.

—¡Guerreros del imperio minotauro, os conmino a uniros al tercer ejército! Aquéllos de vosotros que contabais entre los miembros de vuestro clan a alguno de los guerreros que participaron en la marcha hacia la muerte siguiendo a Nar-Klaf ¡escuchad esto!: todos los clanes, excepto el de Nar-Klaf, son absueltos de cualquier culpa en relación con la derrota de Silvanesti. Soy testigo directo del honor y el coraje que demostraron los combatientes, y de cómo se sacrificaron.

Entre la multitud corrió un murmullo de alabanzas a Sargas. Todos los clanes de la capital tenían algún miembro en el tercer ejército.

—Los guerreros que fueron hechos prisioneros por los elfos serán liberados y transportados a Mithas en el período de un mes. Eso es todo.

Huluk dio un paso atrás y los miembros del Círculo Supremo se dieron la vuelta y entraron de nuevo en el colosal edificio, seguidos de los oficiales del ejército. Los últimos en entrar fueron los guardias, que cerraron las puertas.

Las campanas voltearon dando un último repique y luego quedaron en silencio. No volverían a ser oídas en Mithas hasta diez años más tarde, cuando los ejércitos marcharan a la Guerra de la Lanza.

Theros esperó dos horas más. Ya hacía un buen rato que era de noche y Huluk aún no había salido, así que decidió volver a la herrería. Las calles del área de la ciudad en la que se agrupaban los edificios administrativos estaban a oscuras, pero percibió un resplandor en las afueras, en los barrios donde proliferaban las tabernas y los establecimientos de comidas. Muchos minotauros se dirigían hacia allí después de la jornada de trabajo. A Theros le habría gustado unirse a ellos.

No tuvo ningún problema en encontrar el camino de vuelta. Las calles de Lacynes estaban bien trazadas. La ciudad había sido construida hacía varios siglos siguiendo un estudiado plan urbanístico y no sufrió grandes desperfectos en el Cataclismo, aun cuando no distaba mucho de Istar. Sargas había recompensado así a los minotauros por el terrible sufrimiento que les impusieron los clérigos y santones de Istar.

Theros abrió la puerta de la herrería, entró y se sentó junto a la fragua. Estaba solo y tenía hambre. Los rugidos de su estómago se debían de oír en toda la calle. Pensó en la posibilidad de pedir a Hrall que le diera algo de comer, pero el orgullo y el sentido común le aconsejaron no rebajarse a semejante acto. Hrall le perdería el respeto.

Aquella noche Theros durmió en el taller. A pesar del hambre, se durmió con una sonrisa en los labios, acunado al amor de la fragua por el añorado olor del cuero y el humo de la madera al quemar.

Se levantó con los primeros rayos de luz. Hrall no apareció hasta una hora después del amanecer, por lo que Theros se entretuvo curioseando entre las herramientas y las armas a medio hacer. La atronadora voz que le gritó desde la puerta le cogió desprevenido.

—Por los habitantes del Abismo, ¿qué haces con eso?

En aquel momento, Theros se había colocado en posición de ataque y sostenía en alto un hacha a medio hacer, como si se dispusiera a atacar él solo a la caballería élfica. Al oír la voz, dio un salto y dejó caer el hacha. Con un sentimiento de culpabilidad se giró hacia su nuevo maestro, al que encontró con el ceño fruncido, que demostraba un evidente malestar ante el desacostumbrado desorden de la forja.

—Si te vuelvo a ver jugar con las cosas del taller, te traspaso con un palo y te aso en la fragua —le dijo Hrall al tiempo que recogía el hacha.

La amenaza no preocupó a Theros, pero a la mención de algo relacionado con la comida, se le hizo la boca agua y le rugió el estómago.

—Ya veo que no has comido. Se te adivina el hambre de lobo en la mirada, muchacho.

Hrall se parecía mucho a Hran: gruñón en apariencia, pero amistoso en el fondo.

—Ven conmigo. Creo que encontraremos algo que te puedas llevar a la boca.

Salieron por la puerta trasera y pasaron junto al cobertizo en el que a partir de entonces se alojaría Theros. De allí salía un sendero que conducía a la calle paralela. Giraron a la derecha y entraron en el primer edificio, la casa de Hrall. Su compañera sacó carne, sidra, y un mendrugo de pan negro. Theros le dio las gracias y se dio prisa en comer, siempre con los ojos en el plato, pues un humano nunca debía mirar directamente a una hembra de minotauro. Cuando se acabó el plato, eructó ruidosamente para indicar a su anfitriona que la comida había sido de su gusto.

Regresaron enseguida a la forja, donde Hrall empezó a dictar las normas del taller. Insistió en que debía hacer exactamente lo que él dijera, sin preguntas.

Theros lo escuchó sonriente. Era el mismo discurso que había oído de boca de Hran.

Se sintió como en casa.

Theros se quedó dos años con Hrall, aprendiendo las técnicas y los secretos de un maestro forjador de armas. Cuando supo todo lo que Hrall podía enseñarle, decidió que había llegado el momento de marcharse. De hecho, en muchas labores, como la guarnicionería, era bastante más hábil que su maestro. Estaba en condiciones de llevar su propia forja, pero nunca lo conseguiría si se quedaba en Mithas o Kothas. Los minotauros no permitirían que otros de su especie trabajaran a las órdenes de un humano.

Después de la proclama del Círculo Supremo, Theros nunca más volvió a ver a Huluk, a no ser de lejos. Se había convertido en un héroe y desfilaba al frente del tercer ejército, que ahora estaba a su mando. Constantemente lo desafiaban a combatir en la arena, pero hasta el momento nadie lo había derrotado.

Un día, Theros se despidió de Hrall. El maestro herrero recibió la noticia afligido, pero le dio buenos consejos y le regaló el hacha que Theros blandiera aquel primer día cuando creía que estaba solo.

Theros dejó la herrería y se encaminó hacia el puerto. Quería coger un barco, el Jelez Klarr. Su capitán era un minotauro llamado Olifac.

Para entonces, Theros ya podía pagar el pasaje.