33
Theros avanzó sigilosamente en la noche. Rodeó la forja y pasó junto a su casa construida en el vallenwood. Se agazapó entre los arbustos y se paró a escuchar.
Nada. Decidió internarse en el bosque. Avanzaba muy lentamente, apoyando primero la punta del pie y bajando poco a poco el talón para no hacer ruido. Se dirigía hacia un enorme tronco de vallenwood, del que en la oscuridad sólo veía una silueta negra.
Llegó hasta el árbol y se detuvo. Apoyó la espalda en el tronco y se puso a escuchar. Al principio no escuchó nada, pero luego, a medida que su oído se acostumbraba al silencio, percibió tenues voces de tono muy agudo.
Elfos. No podía ser otra cosa.
Se esforzó por detectar la dirección de la que provenían y, cuando lo consiguió, avanzó hacia allí, tan silenciosamente como antes.
Frente a él, varios arbustos juntos formaban una masa de sombras en la oscuridad. Theros se agachó y avanzó a gatas entre las ramas entrelazadas. Cada uno o dos metros, se paraba a escuchar, temeroso de que el poco ruido que hacía llegara a oídos del objeto de su atención.
Al parecer, no lo habían oído, ya que la conversación continuaba. Theros había aprendido la lengua qualinesti durante el tiempo que convivió con los elfos, pero la había olvidado en gran parte debido a la falta de uso.
Intentó reconocer alguna palabra. Sin duda, hablaban en lengua qualinesti. Poco a poco, empezó a entender alguna que otra cosa, recordando que debía prestar más atención a las inflexiones que a las palabras en sí mismas.
Volvió a avanzar a gatas. Quería acercarse lo suficiente para oír con más claridad. En ese momento, una rama le dio en pleno rostro y estuvo a punto de sacarle un ojo. Contuvo el aliento y se mordió la lengua para que el dolor no le impeliera a maldecir. Se frotó el ojo lloroso y siguió avanzando en silencio.
Un poco más adelante, encontró un pequeño claro rodeado de espesura. Los arbustos habían dejado un espacio vacío alrededor de un otrora orgulloso vallenwood, caído hacía ya muchos años. Las ramas habían sido cortadas, seguramente para utilizar la resistente madera en la confección de muebles y hasta bastones, y en el suelo ya sólo quedaba el tronco podrido.
Theros miró a su entorno. La luz que las lunas reflejaban a través de la maraña de hojas proyectaba grandes sombras. Apenas lograba apreciar las formas de la vegetación y las voces habían cesado. Cogió el hacha, se la puso sobre las piernas y permaneció inmóvil en su puesto.
Finalmente, consiguió distinguirlos. Primero vislumbró la figura de un elfo sentado con las piernas cruzadas y un arco sobre los muslos. Miraba inquieto, como si buscara algo. Al poco rato aparecieron tres elfos más, que parecían haberse materializado de la nada.
Se pusieron a hablar y Theros creyó reconocer una de las voces. Estaba allí esforzándose por percibir los tonos, por entender lo que decían, cuando algo se movió justo detrás de él.
Alguien más espiaba a los elfos.
Theros se deslizó de un árbol a otro y esperó. El otro observador le despertaba tanta o más curiosidad que los mismos elfos.
De detrás de un arbusto cercano salió una enorme figura humanoide. La luz de Lunitari lo iluminó de pleno y Theros retrocedió ante la repugnante figura. Jamás había visto algo tan horrible. Era de la envergadura de un minotauro, pero tenía cabeza de lagarto. Llevaba armadura de cuero y en la mano esgrimía una espada muy grande.
No era una espada cualquiera. Llevaba una de las espadas que Theros había entregado aquel mismo día. El herrero se estremeció por la conmoción. ¡Había forjado espadas para monstruos! Para criaturas del Abismo.
Los elfos no habían visto ni oído al hombre-lagarto que se arrastraba entre el follaje. Theros se incorporó hasta ponerse de rodillas y luego se puso en pie con sumo cuidado y lentitud. Avanzó dos pasos y levantó el hacha de guerra por encima de la cabeza. A partir de ese momento, dejó de preocuparse por no hacer ruido. El monstruo lo oyó y se giró hacia él, en el momento en que Theros descargaba el arma sobre su espalda, haciéndole lanzar gritos de rabia y de dolor.
Los elfos se pusieron en pie de un salto; dejaron caer sus arcos y sacaron sus dagas y espadas.
—¿Quién anda ahí? —preguntó uno de ellos en Común.
El hacha de Theros había matado al monstruo de un solo golpe y la hoja todavía estaba hundida en la espalda del nombre lagarto. Theros se inclinó y tiró del mango para liberarla, pero comprobó sorprendido que la hoja se había quedado incrustada.
Alarmado, temeroso de que hubieran más criaturas como aquélla por los alrededores, tironeó y empujó el mango con todas sus fuerzas, pero no consiguió que se moviera ni un milímetro. Frustrado, dio una patada al cuerpo del monstruo derrumbado en el suelo. Su pie se topó con algo duro como la piedra.
¡El cadáver se había petrificado!
—¡Maldita sea! —farfulló.
Levantó la vista y vio que un elfo sostenía la espada junto a la altura de su cuello, pero, de momento, eso le importaba poco. Con un gesto impaciente, apartó la hoja. No estaba dispuesto a perder su hacha de guerra.
—No soy enemigo vuestro —dijo en lengua qualinesti. Las extrañas palabras habían vuelto a su memoria inundando su mente como un torrente.
—¿Theros? —dijo el elfo escrutándolo a la luz de las lunas—. ¿Theros Ironfeld?
—¡Gilthanas! —Theros se alegró de ver a su amigo, pero no era el mejor momento para celebrar una reunión social—. ¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Qué criatura es ésta?
El elfo bajó la espada y miró la figura inmóvil.
—Se llaman draconianos. Su presencia aquí augura grandes desgracias. ¡Ten cuidado! —Gilthanas se había puesto en guardia y miraba de un lado a otro con temor—. Donde hay uno, siempre hay más.
—¡Perfecto! ¡Me encanta! —gruñó Theros volviendo a esforzarse por retirar el hacha del cadáver petrificado—. ¿Draconianos? Nunca había oído hablar de semejantes criaturas y no se puede decir que no haya viajado. ¿Y qué hacéis los elfos de Qualinesti aquí, en Solace?
—¡Alerta! —gritó uno de los elfos.
Otro enorme draconiano surgió de las sombras y abatió al elfo con una estocada de su enorme espada, también forjada por Theros. Aparecieron dos más entre la espesura, y el herrero oyó a un cuarto que se abría paso a través del bosque.
Desistió de recuperar el hacha y cogió la espada que yacía junto al draconiano muerto. Ya había caído otro de los elfos. Theros se dispuso a defenderse. Gilthanas se colocó junto a él, con la elegante espada élfica en posición de ataque.
El otro elfo salió huyendo después de esquivar la salvaje acometida de un draconiano que, al ver que su presa se le escapaba, se irguió y buscó a quién atacar. Sus ojos de reptil despedían brillos rojos y reflejaban la luz de las lunas. Estaba a unos tres metros a la derecha de Theros y sus tres camaradas se disponían en círculo con la intención de rodearlos.
Theros se abalanzó sobre el draconiano que tenía a su derecha. La bestia paró fácilmente el golpe, que de todos modos no había sido más que una finta. Los músculos de los brazos de Theros se abultaron en la pugna por voltear la enorme espada que esgrimía el draconiano, una buena arma, como bien sabía Theros.
Mientras forcejeaba con el draconiano, por el rabillo del ojo vio que otra bestia saltaba de entre los arbustos. Gritó para advertir a su compañero, pero ya era demasiado tarde. El draconiano asestó a Gilthanas un tremendo golpe en la cabeza con la parte plana de la espada y el elfo se derrumbó como un saco de carbón. Theros observó impotente cómo el draconiano se echaba al hombro el cuerpo comatoso del elfo y desaparecía.
Theros consiguió liberar la espada y dar una estocada a su contrincante en la cadera derecha. La hoja traspasó las escamas y se hundió en la carne, pero la herida no era mortal. El herrero intentaba ver qué pasaba a sus espaldas sin quitar ojo a su oponente, que gritaba algo a sus compañeros en una extraña lengua de tonos guturales.
Dos de los draconianos que tenía detrás se internaron en el bosque, probablemente persiguiendo al elfo que había conseguido huir, y dejaron al draconiano herido, delante de él, y a otro más a sus espaldas. Theros dio unos pasos alrededor de la enorme bestia que tenía delante, en un intento de colocarse frente a los dos draconianos.
Adivinándole las intenciones, el draconiano herido retrocedió a fin de mantener la posición y, para sorpresa de Theros, le habló en Común con bastante corrección.
—Ríndete, humano, y recibirás un buen trato como prisionero de la Reina Oscura.
—Al Abismo contigo y con tu reina —repuso Theros abalanzándose con la cabeza gacha sobre el draconiano herido.
Como ya preveía, el draconiano que tenía a la espalda había blandido el arma contra él. Oyó silbar la hoja a pocos centímetros de las orejas.
El golpe de Theros no alcanzó su objetivo, pero el draconiano, al esquivarlo, tropezó y cayó de espaldas. Theros se volvió de cara a su otro oponente que eludía sus golpes manejando su espada con torpeza. Theros podía solidarizarse con él en ese aspecto. Los dos blandían espadas nuevas y todavía no se habían acostumbrado a ellas, pero el humano tenía una desventaja adicional: no estaba habituado a luchar con espada, hacía mucho tiempo que no esgrimía ninguna, y la enorme hoja no se avenía con su estilo de combate ni con su talla.
El draconiano aprovechaba las circunstancias y lo hacía retroceder hacia la maleza. Entretanto, Theros oyó un rumor, recordó al draconiano herido y se volvió, pero ya era demasiado tarde. El golpe le llegó por la izquierda. Theros se agachó, sumergiéndose entre los arbustos, pero la hoja le alcanzó en el brazo. No era una herida grave. Rodó sobre sí mismo, se levantó y salió corriendo.
Era la primera vez en su vida que huía de un combate. Casi podía ver a Hran y a Huluk, por no hablar de Sargas, observándolo con una mirada de reprobación. No le importaba. En aquella situación era mejor recurrir al sentido común humano que al concepto de honor minotauro. Sus enemigos le doblaban en número y corpulencia. Carecía del arma adecuada y estaba herido. La alternativa era huir o morir.
Corrió por el bosque todo lo que le fue posible. De vez en cuando tropezaba y caía, pero enseguida se levantaba y seguía la carrera. Tenía la impresión de que los draconianos no deseaban dejarse ver en Solace. De otro modo, ya habrían entrado en la ciudad, en lugar de acechar por los bosques de las inmediaciones.
Theros tenía razón. En cuanto se divisaron las luces de las casas, oyó que sus perseguidores se detenían. Siguió corriendo hasta la ciudad y subió por la primera escalera que encontró. Avanzó a tientas por las pasarelas elevadas en dirección al centro y, al llegar allí, giró hacia la zona donde estaba situada su casa y bajó por otra escalera hasta el nivel del suelo.
Constantemente miraba hacia atrás, pero los draconianos no lo habían seguido. Abrió la puerta de su casa y se apresuró a entrar. Con las manos temblorosas, encendió una lámpara y examinó la herida. Ya había dejado de manar sangre, pero le atormentaba el dolor. Se la lavó y consiguió vendarla, aunque con bastante torpeza.
—¡Draconianos! —murmuró para sí mismo—. ¿De dónde habrán salido esos monstruos? Y los elfos… Gilthanas. ¿Qué hacía Gilthanas en Solace?
La mente de Theros era un torbellino de incógnitas sin respuesta. Se preguntaba si debería alertar a alguien de la presencia de los monstruos que acechaban en el bosque, pero llegó a la conclusión de que no tenía a quién avisar. El Sumo Teócrata había vendido sus espadas a esos monstruos. Estaba asociado con ellos, y lo mismo cabía decir de la guardia de los Buscadores y de los hobgoblins.
De pronto, por la ventana entró una ráfaga de viento que apagó la lámpara que sostenía Theros. El aire, caliente y de una consistencia anormal, le erizó el vello de los brazos y el cuello. Con el viento, vino la oscuridad, una especie de tinieblas que Theros nunca había visto antes. Era como si las lunas y las estrellas hubieran sido barridas del firmamento. En el exterior, procedente de la zona norte de la ciudad, empezó a oírse un terrible estruendo que hacía temblar la tierra. Si era un trueno, se avecinaba la tormenta más violenta que Theros hubiera presenciado jamás.
Se acercó a la ventana y vio una enorme bola de fuego que explotaba ante sus ojos. El robusto vallenwood que tenía delante empezó a arder en ese mismo instante. Los ocupantes de las casas construidas en sus ramas lanzaron gritos de terror. En nombre de Sargas, ¿qué estaba ocurriendo?
Oyó otra explosión, y luego otra más.
Se precipitó al exterior y vio que en la parte norte de la ciudad había muchas casas ardiendo. La gente, dominada por el pánico, se arrojaba desde las pasarelas en llamas y, al caer a tierra, muchos morían por el impacto.
En ese momento empezó a sentir miedo. Una especie de terror desconocido para él le invadió el cuerpo y le convirtió la sangre en agua helada. Todo el cuerpo le temblaba. Sobre su cabeza, el cielo retumbaba. Prácticamente inmovilizado por el horror, hizo un esfuerzo por levantar los ojos. Unas criaturas monstruosas surcaban el cielo nocturno, escupiendo humo y fuego por las fauces.
¡Dragones! Había oído leyendas acerca de ellos, algunas se las habían contado siendo niño en su pueblo natal de la costa de Nordmaar, pero aquello no eran seres imaginarios. Los dragones estaban allí y eran reales.
El fuego se había extendido por todas partes. A través de las llamas, Theros vio entrar a un ejército en la ciudad. Avanzaban a ras del suelo, en formación de columna. Observó horrorizado a los soldados que lo integraban. Las fuerzas atacantes eran draconianos. Cientos de ellos se aprestaban a tomar la ciudad, acompañados por humanos con uniformes granate.
Los draconianos marchaban junto a las tropas del barón Moorgoth. Finalmente se cumplía el destino de Theros.
El miedo agudo conocido como «pavor de dragones» estaba a punto de hacerlo enloquecer. Sin saber bien qué hacía o adonde iba, echó a correr entre el humo y las llamas. El instinto lo llevó a la forja, donde comprobó aliviado que todavía estaba en pie. Enseguida supo la razón: una cuadrilla de draconianos y hobgoblins la rodeaba, evidentemente con el objetivo de protegerla. ¡Por supuesto! Para un ejército, la forja era el lugar más valioso de la ciudad.
Theros se dio la vuelta, dispuesto a huir de allí, pero ya era demasiado tarde; lo habían visto.
—¡Es él! —chilló Glor—. ¡Ése es el herrero!
Los draconianos lo persiguieron. Agotado y con los pulmones infectados por el sofocante humo, fue una presa fácil.
El ataque a Solace acabó tan rápido como había empezado. La ciudad estaba en su mayor parte carbonizada. La forja había salido indemne, pero la casa de Theros, a menos de veinte metros, había ardido como una antorcha. Cuadrillas de invasores recorrían las calles de puerta en puerta; hacían salir a los supervivientes y los conducían hacia la plaza.
Theros estaba en el interior de la forja, prisionero de los draconianos que, para mantenerlo a raya, sostenían el filo de una espada hecha por él junto a su cuello. Un oficial humano entró en el taller. Llevaba una armadura de cuero negro, con un casco negro y una coraza de metal también negra, adornada con la insignia de un dragón. Theros respiró aliviado al ver que no vestía uniforme granate.
—Bajad la espada —ordenó el oficial a los draconianos, y luego miró a Theros—. ¿Sois Ironfeld, el herrero?
—El mismo —asintió Theros.
—¡Bien! Me alegro de que hayáis sobrevivido al fuego. Habéis estado suministrándonos buenas armas. Fewmaster Toede, el nuevo comandante del distrito militar de Solace, desea que continuéis haciéndolo. A cambio, vuestra forja ha sido respetada. Si cooperáis, seréis generosamente recompensado. Si os resistís, os espera la muerte. ¿Alguna pregunta?
Theros no era capaz de pensar en ninguna pregunta después de oír aquello, y menos rodeado de cinco draconianos.
—Os forjaré armas con una condición. Olvidaos de vuestro dinero. Ahí fuera hay multitud de heridos. De mis días en el ejército, conservo alguna habilidad que hoy les puede ser útil. Dejad que los ayude y luego os serviré.
—Un trato estúpido, humano —gruñó el oficial—. Podríais haber amasado una fortuna suficiente para comprar toda esta miserable ciudad. Pero, en fin, lord Toede siempre agradece ahorrarse algún dinero.