14

—No pienso dejarte aquí, en el Abismo. Tu sangre pendería sobre mi cabeza. Sin duda, tu clan buscaría venganza. Si quieres desembarcar aquí, tendrás que pagarme el doble.

—¡Esto no es el Abismo! —replicó Theros—. Es una ciudad como cualquier otra, con la única particularidad de que, al parecer, aquí hace falta un buen herrero. Llevadme a puerto.

El capitán minotauro sacudió los cuernos.

—Debes pagar por el privilegio. De ese modo, ningún amigo tuyo podrá acusarme de haberte vendido.

Sin dejar de protestar, Theros finalmente pagó y el barco minotauro se adentró en el puerto. Olifac lo hizo desembarcar casi a empujones, con la tripulación alineada en la borda, armada hasta los dientes y dispuesta a responder a cualquier acción hostil. Después levaron anclas y se alejaron con la marea, en busca de la gloria guerrera.

Theros recorrió el muelle y se adentró en la ciudad de Sanction. Tuvo que admitir que no le impresionaba mucho lo que veía y empezó a pensar que había cometido un error.

Sanction tenía fama de ser un lugar perverso. Asentada en un valle rodeado de tres grandes volcanes, los Señores de la Muerte, en la ciudad de Sanction hasta el olor era infame. Las calles estaban llenas de humo y los ríos de lava fluían por la ciudad como en otros lugares discurre el agua canalizada. El calor y los gases que se desprendían de esos ríos hacían que fuera difícil respirar. La gente iba con la cara tapada con pañuelos que les cubrían la boca y la nariz. Aun así, Sanction era una ciudad próspera y bulliciosa, quizá porque allí nunca se hacían preguntas.

La zona comercial estaba atestada de almacenes, tiendas y mercados. Los transeúntes se abrían paso a codazos por las calles abarrotadas de gente. Theros la recorrió sin que nadie le sonriera ni le dirigiera un saludo. Cada uno iba enfrascado en sus propios asuntos.

El humano empleó su primer día en deambular por las calles y observar a la gente. Nunca había visto tantas razas distintas reunidas en un mismo lugar. Los humanos eran la especie predominante pero, mezclados con ellos, podían verse pequeños kenders charlatanes —contra los que le habían precavido—, ceñudos enanos achaparrados, algún que otro cautelosos goblin o hobgoblin y mestizo de todo tipo de razas.

Le sorprendió enormemente comprobar que los magos, tanto los Túnicas Rojas como los Túnicas Negras, habían tenido la desfachatez de abrir tiendas en las que ofrecían su magia a plena luz del día. Ninguna otra ciudad lo habría permitido. Theros no quería tener nada que ver con hechiceros, por lo que evitó pasar junto a esas tiendas y sus propietarios.

De hecho, estaba intentando soslayar una cloaca sin acercarse a una hechicera que tenía su puesto al otro lado de la calle cuando se tropezó con alguien.

—Lo siento —se disculpó Theros e hizo ademán de seguir su camino.

—¿Qué quieres decir con eso de que lo sientes? —gruñó en su oreja una voz ronca.

Theros miró hacia abajo. Un hombre vestido con una chaqueta de intenso color granate le cerraba el paso mirándolo airado. De estatura media, apenas le llegaba a la altura del hombro.

—¡Me has ensuciado las botas! —le gritó señalando una mota de barro en la punta de una de sus botas.

—Ya le he dicho que lo sentía, señor —se disculpó de nuevo Theros.

Se apartó hacia un lado dispuesto a marcharse pero, para su sorpresa y enfado, el hombre levantó el brazo y le dio un puñetazo en el pecho, al tiempo que le gritaba:

—¡Límpiamela!

—Limpiadla vos mismo —repuso Theros, y una vez más se dispuso a seguir su camino.

Entonces se produjo un centelleo de acero acompañado de gruñidos. Seis hombres vestidos con chaquetas granate lo rodeaban con las espadas desenvainadas y apuntando hacia su garganta.

—Límpiame la bota —repitió el hombre.

Un minotauro jamás sufriría semejante insulto. Theros estaba pensando en lo brevísima que iba a resultar su estancia en Sanction, así como su vida, cuando notó que alguien le tocaba en el hombro.

—Haz lo que dice —le aconsejó una voz en la lengua de los minotauros—. No te reportará ninguna honra morir en una cloaca de Sanction y eres tú quien se ha interpuesto en su camino.

Theros levantó la vista y vio a un fornido minotauro, que sacaba más de una cabeza a cualquiera de los presentes. Tenía razón en lo que había dicho. Ya los rodeaba un nutrido grupo de curiosos. Theros, rojo de indignación, se arrodilló en la acera y le limpió la bota al hombre con el puño de la camisa.

El hombre levantó el pie, se lo plantó en el pecho y lo empujó. Theros cayó de espaldas, y el hombre y sus camaradas se alejaron entre risas.

Theros se puso en pie de un salto, no sabía si ir tras ellos u olvidar el percance. El minotauro lo observaba.

—Te he visto bajar del barco de Olifac. ¿Quién eres? ¿Un esclavo manumitido?

—Sí, señor —dijo Theros sacudiéndose el polvo de la ropa.

No le preguntó al minotauro quién era él. Por una parte, no habría sido correcto y, por la otra, había visto la muesca que tenía en uno de los cuernos. Era la marca de la deshonra que hacían a los proscritos sus mismos familiares.

—Hazme caso —le dijo el minotauro—. Olvídalo. Los hombres del barón Moorgoth son pura chusma, pero gobiernan Sanction, al menos de momento, mientras no llegue alguien más fuerte. Tienes dos opciones: enfrentarte a ellos y perder o utilizar la astucia para obtener de ellos lo que quieras.

Dicho esto, el minotauro se fue. Theros no volvió a verlo, pero pensó larga y detenidamente en sus consejos.

El barón Moorgoth. ¿Podría ser el amigo de Huluk? El comandante ni siquiera había mencionado el hecho de que Dargon Moorgoth fuera barón.

Tras aquel incidente, probablemente no era el momento más oportuno para acudir al barón y recordarle sus viejas amistades. El orgullo se lo impedía. Se las arreglaría él solo, y cuando le fueran bien las cosas, ya iría a visitarlo.

Theros tuvo que trabajar casi un año haciendo todo tipo de tareas antes de reunir el dinero necesario para comprar una vieja forja en el barrio de los mercaderes. En la ciudad no había ningún herrero de calidad y la forja que compró llevaba años en desuso. El taller se había utilizado de almacén, pero la fragua, la chimenea central y casi todos los bancos de trabajo seguían allí. En un rincón, languidecía un enorme yunque. Para Theros, aquel utensilio valía su peso en acero.

Compró el taller por una miseria, aunque no por eso dejó de gastarse cuanto tenía. Se vio obligado a abrir el negocio como guarnicionería y dedicarse a coser cuero mientras ahorraba para comprar las herramientas necesarias para dedicarse a la forja de metales.

Seis años más tarde, ya había consolidado el negocio. Poseía una de las herrerías más grandes de Sanction y se había ganado una buena reputación como forjador de espadas y dagas de la mejor calidad. Tenía que agradecer su triunfo comercial al barón Moorgoth y a sus hombres uniformados de granate.

El barón Moorgoth había llegado a Sanction con una gran fortuna que, según dijo, procedía de una herencia. Corrieron rumores de que había matado a un tío para robarle las joyas, pero no se pudo probar nada y Sanction no era una ciudad en la que se diera crédito a las murmuraciones. Mediante una serie de sabias inversiones en diversos negocios, Moorgoth consiguió triplicar sus bienes y utilizó su riqueza para contratar hombres y armas. Apoyado por estos leales seguidores, se fue haciendo el amo de Sanction.

Se nombró a sí mismo gobernador de la ciudad, aunque rechazó de plano que lo molestaran con asuntos tan triviales como el mantenimiento de la ley y el orden o las mejoras sociales. En aquel momento, había reunido un pequeño ejército y se decía que pretendía expandir sus dominios.

A Theros le preocupaba poco lo que Moorgoth hiciera o dejara de hacer. Había trabajado duro durante muchos años para aprender a fondo el oficio de forjador de armas y ahora empezaba a recoger el fruto de sus esfuerzos. El negocio le iba tan bien, que incluso había contratado a un aprendiz para que se encargara de trabajar el cuero y otras tareas rutinarias, lo cual le dejaba más tiempo para concentrarse en el arte de la forja de espadas.

Sobre la puerta de la herrería, situada a varias manzanas del área portuaria, había colgado un letrero en el que se leía, en Común, «Armas y Armaduras. Theros Ironfeld, propietario». Ironfeld era un nombre que se había puesto él mismo. Lo había escogido de manera que le sirviera de apellido y de reclamo. Además, era una manera de demostrar que estaba orgulloso de sus habilidades. No se había esmerado mucho en el trazado de las letras, pero a la población de Sanction eso no le preocupaba. De todos modos, la mayoría no sabía leer.

Aquel día, su primer cliente fue uno de los guardias de Moorgoth, vestido, como todos, con la chaqueta granate de uniforme. Theros lo miró y lo saludó con la cabeza, pero siguió trabajando. Estaba batiendo una hoja de metal al rojo para dar forma a una espada de acero. El guardia, sabedor de que era inútil intentar hacerse oír por encima del estruendo, esperó impaciente a que el herrero hiciera una pausa.

Theros no había crecido mucho en los últimos siete años, pero su volumen había aumentado de forma espectacular desde el tiempo en que era esclavo de los minotauros. Tenía unos brazos descomunales, en los que se marcaban claramente los músculos. Su pecho tenía el diámetro de un gran tonel y su piel negra brillaba a la luz de la fragua. En comparación con los minotauros, siempre pareció canijo y enclenque, pero, en cambio, sacaba una cabeza a la mayoría de los humanos. Cuando Theros recorría las calles de Sanction, la gente se apartaba para dejarle paso.

Theros se irguió, resoplando por el esfuerzo, y el guardia tosió para llamar su atención.

—Hola, Morik. ¡Habéis venido por una vaina nueva! Ya os dije que volveríais. Esa horrorosa vaina desgastada no es una funda digna de la joya que os hice.

Theros se sentía orgulloso de aquella pieza, el primer sable de la temporada. Era buena señal que se la hubieran encargado tan pronto. Al parecer, sería un buen año.

El guardia sacó el arma de la vaina y dijo:

—En realidad, no, maestro herrero. La vaina servirá, pero ¿podríais hacerme un puñal a juego con el sable?

—Ya veo que sabéis apreciar las cosas buenas de la vida —repuso Theros sonriendo—. Sí, claro que os puedo hacer un puñal a juego. ¿Queréis que os grabe el escudo familiar como en la espada?

El guardia asintió con la cabeza.

—Está bien —concluyó Theros—. Os costará cuarenta piezas de acero. Pagadme la mitad ahora y la otra mitad a la entrega. Lo tendréis dentro de dos semanas.

—¡Cuarenta piezas de acero! —se sorprendió el guardia—. Los venden por quince piezas al otro lado de la calle, en el taller de Malachai el Enano.

—Pues id allí —contestó Theros—. Ya conocéis el camino.

—Veinte piezas —regateó el guardia.

Theros volvió a su trabajo sin molestarse siquiera en contestarle. No le interesaba rebajar precios. Malachai el Enano apenas era capaz de forjar algo más que herraduras y clavos.

El guardia se movió inquieto por el taller y luego se fue, mirando por encima del hombro con la esperanza de que Theros saliera tras él, pero el herrero siguió con su trabajo sin inmutarse. A los pocos minutos, el guardia estaba de vuelta con la bolsa del dinero en la mano.

—¡Yuri! —gritó Theros.

El muchacho de dieciséis años que cosía un guantelete de cuero en un rincón del taller se levantó y fue hacia el guardia.

—Serán veinte piezas por adelantado, señor.

El muchacho era el encargado de cobrar.

Theros introdujo en la fragua la espada en la que estaba trabajando para que se calentara otra vez y oyó la conversación de los otros dos.

—¿Es que nunca hace una rebaja ese malnacido? —gruñó el guardia.

Yuri negó con la cabeza. Se sentía orgulloso de su maestro.

—No necesita hacerlo. Sabe que si deseáis el arma, pagaréis y, si no, no —contestó el muchacho extendiendo la mano.

—Tendría que andarse con más cuidado para no ofender a quien no le conviene —murmuró el guardia vaciando la bolsa en la mano del muchacho—. Alguien podría pensar que se da demasiados humos.

El chico contó el dinero, asintió y se fue al fondo del taller para depositar el dinero en la caja fuerte. El guardia salió de mal humor.

Yuri volvió junto a Theros y se quedó mirando cómo se alejaba el guardia.

—Lo habéis ofendido, maestro. Es uno de los lugartenientes de mayor rango en el ejército de Moorgoth y cree que su posición debería haberle servido para que se le tratara con más respeto… y se le hiciera una rebaja.

Theros bufó. Era un hábito que conservaba de los años pasados entre minotauros. No quería saber nada de los asuntos políticos de Sanction ni de ninguna otra ciudad.

—Vuelve al trabajo —le dijo—. Y creo haberte dicho que no hables si no es para contestar.

—Sí, maestro —contestó el chico, y suspiró.

Theros hizo como si no lo hubiera oído. Enseñaba a Yuri de la misma manera que los minotauros le habían enseñado a él. Quizá fuera un método demasiado severo, pero era el único que conocía. Yuri carecía de disciplina y si Theros tenía que tratarlo como a un esclavo para que la adquiriera, al fin y al cabo sería el muchacho quien saldría ganando a largo plazo. Al menos, ése era el parecer de Theros.

Yuri acabó de coser el guantelete y se puso a trabajar en un pequeño justillo de cuero, poniéndole varillas de metal por el revés para que la armadura pasara desapercibida. El justillo era de color verde vivo y estaba decorado con dibujos pintados en el delantero y en la espalda.

Theros se dio cuenta y lo miró con expresión de enfado.

—¿Todavía no has acabado ese justillo?

—No, señor —contestó Yuri sonrojado—, pero lo tendré hecho en menos de una hora. El kender no vendrá a buscarlo hasta la tarde, así que todavía tengo tiempo.

—Asegúrate de que así sea. No quiero tener a ese maldito kender rondando por mi taller mientras «toma prestadas» más armas y herramientas. Cuando hayas acabado, espéralo fuera y entrégaselo en la calle. ¡No dejes que pase de la puerta! Y no te dejes timar.

Hacía una semana que el kender había aparecido por el taller. Normalmente, Theros se apresuraba a echarlos, pero en aquel momento estaba ocupado grabando una hoja y no había podido dejar el trabajo. Yuri había cometido la estupidez de dejarlo entrar y, una vez que estuvo dentro, no supo cómo librarse de él. Se había paseado por todas partes, curioseando todo lo que le vino en gana sin dejar de parlotear contando cosas de su tío, un tal Saltatrampas o algo así.

Finalmente, Theros pudo dejar su trabajo y coger por el cuello al kender, al que atrapó cuando se estaba metiendo unas tenazas de acero en una de sus múltiples bolsas. Lo cogió por las solapas y empezó a sacudirlo con intención de que saltaran las tenazas y cualquier otra cosa que hubiera dejado caer en la infinidad de bolsas y bolsillos que llevaba. Lo agarró por los tobillos, lo puso boca abajo y volvió a sacudirlo. Mientras, el kender no paraba de chillar e intentar golpearle las piernas con su jupak. Una cascada de objetos cayó al suelo, y la ira de Theros se trocó en asombro.

Estaba seguro de que el kender todavía llevaba más cosas, pero cuando lo dejó en el suelo, el montón ya tenía dos palmos de alto.

—¡Jamás en la historia de los Saltatrampas se les había tratado tan injustamente! —exclamó el kender ofendido.

El esmirriado tipo se puso a dar saltos alrededor, intentando recuperar sus preciadas posesiones, pero todos sus intentos fueron frustrados por el fornido herrero.

—Yuri, revisa todas estas cosas y separa todo lo que sea mío —ordenó Theros.

Yuri revolvió los objetos del montón y encontró las tenazas de acero, una aguja de coser cuero, una daga pequeña y unos alicates para el cuero. El resto de objetos era un revoltijo de lo más heterogéneo. Entre otras cosas, había mapas de todos los tamaños y de los más diversos lugares, joyas, una escarcela con oro, un pastel de manzana que parecía haber sobrevivido al Cataclismo, pequeños artilugios mecánicos que ni Yuri ni Theros pudieron reconocer, un recetario del arte culinario de los enanos, varios botones de fantasía procedentes de una túnica, un par de esposas, una copa de plata decorada con un escudo solámnico y una bolsa de cuentas de cristal.

Yuri cogió un cuchillo y se lo pasó a Theros diciendo:

—Diría que no es de los suyos, señor.

Theros examinó el arma. Sin duda, era una pieza de calidad, pero de un modelo distinto a los suyos, así que la devolvió al montón.

—¡Es un modelo especial para matar conejos! —les dijo el kender con orgullo—. ¡Me la dio mi tía Evadeprisiones! De eso es de lo que había venido a hablar.

De otro bolsillo que Theros ni siquiera había visto, el kender sacó una escarcela.

—Mirad, tengo dinero. He venido a haceros un encargo.

—Es una escarcela de mujer —observó Theros—. ¿Cuánto oro lleváis ahí?

Yuri se lo cogió y contó las monedas. Luego, se fijó en algo que había entre el montón y se agachó a recogerlo. Era otra bolsa y también contenía oro.

—Debe de haberlo robado —comentó.

—¿Robar? ¡Robar! —se indignó el kender—. ¡Cómo te atreves! Es un regalo de unas damas que conocí en Palanthas. ¿O fue en Solace?

—¡Entre las dos, hay noventa y una piezas de oro! —anunció Yuri después de contar el contenido de la segunda escarcela.

Theros sacudió la cabeza y se volvió hacia el kender.

—¿Qué queréis que os hagamos? ¿Un cuchillo? ¿Una espada corta?

—Ya tengo cuchillo —contestó el kender con los ojos brillantes—. Y no creo que se me diera muy bien manejar la espada. ¿Qué otra cosa podéis ofrecerme?

Theros se quedó un momento pensando. En la reyerta, le había desgarrado el justillo.

—¿Qué os parecería un justillo nuevo?

—¿Tendría muchos bolsillos? —preguntó el kender dando saltos de un lado a otro—. ¿Me lo haríais de muchos colores? ¿Me pondríais un bonito broche delante? ¿Podría esconder cosas en el forro?

—Yuri os hará un justillo de cuero de vivos colores, con montones de bolsillos. En el interior, pondrá tiras de acero para armarlo y que os sirva de defensa contra armas blancas, y os lo forrará para que os caliente en invierno. Os costará todo el oro que lleváis en esas dos escarcelas. ¿Cerramos el trato?

Al kender de poco no se le deshizo el copete de tan vigorosamente como asintió con la cabeza. Theros le dijo que volviera en el plazo de una semana y Yuri se puso de inmediato a trabajar.

La semana había pasado y el justillo estaba casi terminado. Yuri estaba insertando las últimas tiras de metal, sujetándolas al cuero y forrándolas. Desde fuera, no parecía nada especial y, sin embargo, tenía treinta y un bolsillos y faltriqueras disimulados entre el forro. Yuri estaba orgulloso de su trabajo. Lo había diseñado él mismo.

Theros consideraba que era una pieza muy bien hecha, pero no se lo dijo. La disciplina no era amiga de elogios.

—¡Creo que me gustaría llevar la vida de los kenders! ¿No creéis que debe de ser divertido, siempre viajando y conociendo a gentes de todo tipo? —comentó Yuri, charlando, como siempre, sin fundamento.

Theros se limitó a gruñir. No estaba de humor para chanzas. En realidad, nunca lo estaba. Estaba convencido de que la vida era muy dura y cuanto antes lo aprendieran los muchachos como Yuri, mejor.

—Date prisa y acaba. No quiero que ese kender vuelva a entrar en el taller.

Yuri acabó en menos de una hora y se fue a la calle con el justillo. No tuvo que esperar más que un momento antes de que apareciera el kender saltando calle arriba.

Theros, interesado a su pesar, los observó a través de la ventana. El kender abrazó afectuosamente a Yuri, y el chico, con toda seguridad, se alegró de haberse vaciado los bolsillos antes de salir.

—¿Ya está hecho? ¿Ya está hecho? ¿Cómo es? —El kender saltaba de un lado a otro excitado.

Yuri sostuvo en el aire el justillo acabado y el kender se quedó extasiado, hasta el punto de que la emoción le hizo quedarse quieto unos tres segundos.

Se probó el justillo y vio que le sentaba bien. Los tres broches de latón en realidad eran de chatarra, pero el kender no lo sabía y, de todos modos, cumplían su función. Revisó cada uno de los bolsillos y costuras y, por último, lo cogió e inspeccionó el exterior. El delantero y la espalda estaban decorados con tintes para la ropa de distintos colores, de manera que algunos bolsillos secretos quedaran disimulados. Las costuras eran totalmente invisibles. Theros pensaba que la combinación de colores era horrorosa, pero al kender le pareció perfecta.

—Así pues, ¿os gusta?

—¿Y decís que está armada debajo del forro? —preguntó el kender, pero estaba demasiado excitado para esperar la respuesta—. ¡Bien, fascinante! Estoy dispuesto a entregaros gustoso esa escarcela tan elegante…

—Eran dos —le recordó Yuri—. Había dos.

—Um, bien, pero ya no tengo dos. Sólo tengo una. —El kender rebuscó en una de las bolsas y sacó una escarcela. Todavía estaba llena de oro, pero ¿dónde estaba la otra?

—¿Qué pensáis darme en lugar de la que falta? Hicimos un trato. Es una cuestión de honor —sentenció Yuri bajando la voz a imitación de Theros, para gran regocijo de su maestro.

El kender pareció desconcertarse por un momento, pero enseguida se puso a revolver en los bolsillos y sacó un cráneo de perro.

—Son los huesos de un antiguo dragón de tiempos remotos. Quizás os lo pueda dar en pago, pero…

—Tal vez sean los huesos de un caniche de tiempos remotos —repuso Yuri disgustado—, pero de ningún modo son de un dragón.

El kender volvió a meter el cráneo en la bolsa y siguió buscando.

—No estáis interesado en ningún mapa, ¿verdad?

Yuri negó con la cabeza.

Al rebuscar en el fondo de la bolsa, el kender dejó caer una piedra brillante. Era una pepita de plata del tamaño de un puño humano. Yuri se agachó y la recogió.

—¿Y qué tal esto?

—¿Eso? ¿Mi pisapapeles? Sí, claro, si os gusta. Tengo piedras más bonitas que ésa.

Yuri la sopesó en la mano al tiempo que le daba vueltas para examinarla. A primera vista, Theros pensó que bien debía valer treinta piezas de oro. Yuri contó que en la escarcela quedaban treinta monedas, así que al kender todavía le faltaban otras treinta. Theros no dijo nada y esperó a ver qué hacía el muchacho.

El kender ya se había quitado la chaqueta vieja y pasaba sus cachivaches a la prenda que le había hecho Yuri. Media hora más tarde, después de haber dicho decenas de veces cosas como «mira dónde había ido a parar» o «no recordaba tener uno de éstos», se puso el justillo nuevo.

—¿Trato hecho? —preguntó el kender ansioso.

Era evidente que a Yuri le era simpático el kender y, además, se sentía muy satisfecho de que su trabajo le gustara tanto.

—Trato hecho —dijo finalmente.

Theros frunció el ceño.

El kender le estrechó la mano, le sacudió el brazo arriba y abajo, y le dio las gracias por el justillo. Yuri se apresuró a separarse y a comprobar que todavía tenía en su poder la escarcela y la pepita de plata.

El kender se fue dando saltos, y Yuri regresó al interior del taller. Theros dejó lo que estaba haciendo.

—¿Te ha pagado lo prometido?

—No, señor. No exactamente. Tenía treinta piezas de oro y una pepita de plata que debe de valer por lo menos treinta más. Creo que…

Theros le cruzó la cara.

—Un trato es un trato. Es una cuestión de honor. Si no ha pagado lo acordado, deberías haberte quedado el justillo y llamar a la guardia.

—Lo siento, señor, pero es que… —replicó Yuri encogiéndose.

—No quiero oír hablar más del asunto. ¡Decir que lo sientes no sirve de nada cuando está en juego el honor! ¡Ahora extenderá el rumor de que se me puede tomar el pelo!

Theros volvió a su trabajo y se puso a martillear con renovado vigor, mientras Yuri regresaba cabizbajo a su rincón de trabajo.

El joven tenía mucho que aprender.

Cuando ya iban a cerrar, a la hora en que el sol proyectaba las sombras más alargadas sobre la ciudad, entró un hombre en la herrería. Iba vestido con una capa marrón y llevaba la capucha calada hasta los ojos. Cerró la puerta tras él y esperó en la entrada un momento, mientras sus ojos se acostumbraban al contraste entre la oscuridad y la brillante luz de la fragua. Luego, se descubrió la cabeza, pero permaneció en silencio.

Debía de tener unos cincuenta años, a juzgar por las canas que abundaban en su pelo corto. Le faltaban algunos dientes y el resto los tenía mellados. En la mejilla izquierda, tenía por lo menos dos cicatrices. A Theros le sonaba su cara, pero no sabía de qué.

«Será un soldado —decidió Theros—. Un veterano además». El herrero sabía que lo había visto antes, pero ¿dónde? Seguramente, en la calle o en la posada.

Siguió batiendo el metal. Ya le había dado forma a la espada nueva y ahora estaba trabajando los filos. Un minuto más tarde, dejó el martillo, metió la espada en la fragua y se volvió hacia el recién llegado.

—¿Qué deseáis, señor? ¿Una espada nueva, o una daga, quizá?

El hombre siguió inmóvil durante unos segundos más, examinando la forja con la vista.

—Sois Theros Ironfeld, en otro tiempo esclavo de los minotauros y ahora miembro del clan Hrolk. ¿Estoy en lo cierto?

Los nombres y las caras de otros tiempos volvieron a su mente después de haber estado relegados al olvido durante muchos años.

—Sí, soy Theros Ironfeld, aunque a vos eso no tiene por qué importaros. ¿Deseáis alguna arma o armadura?

—Cada cosa a su tiempo, Ironfeld —repuso el hombre levantando una mano enguantada—. Tengo entendido que ponéis precios muy altos y no os avenís a ningún tipo de regateo. ¿De verdad sois tan bueno como decís?

—Preguntad a la gente de Sanction —contestó Theros encogiéndose de hombros—. Mis clientes os dirán si vale la pena pagar los precios que pongo, aunque también podéis juzgar vos mismo la calidad de mi trabajo.

El hombre miró las espadas que había sobre la mesa, pero no las tocó.

—También he sabido que vinisteis a Sanction buscando a Dargon Moorgoth pero, al parecer, una vez aquí perdisteis el interés por verlo y nunca fuisteis a visitarlo. ¿Querríais hacerlo ahora?

—Estoy ganando dinero y no necesito acudir a nadie —replicó Theros—. No, no tengo ningún interés en encontrarme con el barón Dargon Moorgoth. ¿Por qué?

—Resulta que Dargon Moorgoth está interesado en veros —contestó el hombre de la capa marrón después de estudiarlo con detenimiento—. Quiere encontrarse con vos esta misma noche. ¿Vendréis?

La idea de conocer finalmente al gran barón Dargon Moorgoth lo atraía y, de todos modos, pensaba cerrar el taller durante la noche. Nadie lo esperaba en casa, así que ¿por qué no? Quizá Moorgoth necesitara una buena espada. Detrás del hombre, Yuri escuchaba y asentía entusiasmado. Podría ser que se hicieran ricos.

—Decid al barón Moorgoth que me encontraré con él en la posada La Furia Desbocada de la calle Mayor. Decidle también que se traiga la bolsa del dinero, porque él invita. Estaré allí una hora después de que cierre el taller.

Theros dio la espalda al desconocido. Sacó la espada de la fragua y, acercándose al yunque, cogió el martillo y volvió a batir el metal. El hombre se fue.

«Si no saco otra cosa, por lo menos me pagará una cena», pensó Theros.