11
Theros se despertó sobresaltado. El fuego se había apagado y sólo quedaban algunas ascuas encendidas.
A lo lejos se había oído un alarido de terror y dolor, que se cortó tan repentinamente como había empezado. Había sonado a tanta distancia que Theros hubiera sido incapaz de decir de dónde procedía.
Se incorporó hasta quedar sentado y echó tierra y arena sobre las brillantes ascuas. ¿Serían elfos? ¿Quién gritaba de aquella manera?
Theros se quedó a la escucha. Tenía los nervios de punta y notaba que el corazón le latía con fuerza y la adrenalina le mantenía despierto y alerta.
Se volvió a oír un chillido, esta vez mucho más cercano. Theros se puso en pie y esperó balanceando el hacha de Nevek. Huluk también estaba despierto y se había erguido un poco apoyándose en el brazo. Detrás de ellos, se produjo un fogonazo de luz roja. Theros se giró y vio que el brillo se intensificaba. Se estaba quemando un árbol y, frente a las llamas, destacaba la silueta negra de un cuerpo que agitaba los brazos y las piernas, pero no se oía un solo ruido.
El brillo rojo se extinguió tan rápido como había aparecido. Se diría que un gigante había apagado las llamas de un soplido.
A buen seguro, era magia.
Theros se agazapó. Le daba miedo moverse de allí, sin saber qué extraño ser podría abalanzarse sobre él en la oscuridad. De pronto, el aleteo de un enorme pájaro negro estuvo a punto de derrumbarlo. El pájaro pasó por allí y desapareció. Durante unos segundos, quedó un brillo rojo en el lugar donde se había desvanecido. A Theros le asaltaron vagos recuerdos de viejas pesadillas infantiles.
Siguió esperando agazapado en la oscuridad, seguro de que el ataque se produciría de un momento a otro.
Transcurrida una larga hora de silencio, volvieron los sonidos naturales del bosque. Los grillos cantaban y se oía el rumor de las hojas arrastradas por el viento. Huluk se había dormido. Cansado y aturdido, Theros se sentó en el suelo y se frotó las doloridas rodillas. Se apoyó en un árbol con el hacha en el regazo, pero no pudo dormir en toda la noche.
El sol ya se veía entre los troncos de los árboles cuando Theros se atrevió a moverse de sitio. Con la luz, su valentía pareció revivir. Se levantó, miró a su alrededor y despertó a Huluk.
—¿Qué pasa? —preguntó Huluk alarmado—. Ah, ya es de día —advirtió con un suspiro y, poco a poco, se giró boca abajo, se arrodilló y se levantó—. Ayer noche tuvimos visita —dijo recordando el incidente—. ¡Qué extraño! ¿Descubriste quién era?
—No me moví de vuestro lado —contestó Theros negando con la cabeza—. Vi un árbol en llamas, un cuerpo y… Bueno, eso no tiene importancia. Ahora que ya estáis despierto, iré a ver si descubro huellas en la colina.
—Espera, ayúdame. Voy contigo.
No tuvieron que buscar mucho para encontrar el lugar. Había sangre por todas partes. Apoyado en un árbol, vieron el cuerpo de un elfo, al que le faltaban los brazos y las piernas. También le habían sacado los ojos.
Los dos se quedaron mirando estupefactos.
—Un explorador elfo. Debió de vernos pero es evidente que no pudo informar. ¿Qué sucedió exactamente? —inquirió Huluk.
—Vi un brillo rojo y luego un pájaro —respondió Theros a regañadientes, por miedo a que no lo creyera—. Pasó volando por mi lado. ¡Pero es evidente que un pájaro no puede haber hecho esto!
—No era un pájaro —repuso Huluk bajando la voz—. Era Sargas. Ha acudido en respuesta a mis plegarias, en las que he pedido venganza contra los elfos y ayuda para nuestra causa. He sido distinguido con una señal de mi dios. Hemos de seguir luchando.
—¿Sargas? —preguntó Theros—. ¿De verdad creéis que Sargas ha venido a salvarnos de los exploradores elfos…?
Theros no acabó la frase. De pronto, recordó con toda claridad lo ocurrido la segunda noche después de haber embarcado como esclavo en la nave de los minotauros: el gigantesco pájaro negro que dejó una estela rojiza en la oscuridad de la noche y se elevó en el aire para luego lanzarse en picado.
—Era real —murmuró para sus adentros—. Existe. El honor, ahora lo recuerdo.
—Eres un privilegiado —le dijo Huluk poniéndole una mano en el hombro—. Sargas, el dios de los minotauros, debe de tenernos en gran estima. Es un gran honor haber sido salvados por su intervención.
Theros ayudó a Huluk en el camino de regreso al campamento. Bebieron el agua que quedaba, recogieron sus posesiones y se pusieron en camino.
A los pocos minutos, encontraron dos elfos más, que habían encontrado la muerte de la misma manera que el primero. Sus rostros reflejaban un terror infinito, con los rasgos petrificados en un alarido interrumpido antes de acabar.
Los dos viajeros tenían prisa y apenas se entretuvieron. Tres horas más tarde, a Theros le pareció oír una corriente de agua y se pararon a descansar. El muchacho se fue a explorar el terreno y, tal como había pensado, encontró agua y volvió con los odres llenos y un puñado de carnosas setas.
—-¡Comed! —le dijo a Huluk.
El minotauro miró las setas con cara de asco y sacudió la cabeza.
—Soy incapaz de comerme esas cosas si no es con carne. Mi estómago las rechazaría. No me pasará nada si espero un día o dos a comer carne, pero dame un poco de agua fresca.
Theros le pasó el odre y devoró las setas con ansia. Por lo menos, le servirían para acallar los rugidos del estómago.
—¿Creéis realmente que era Sargas?
—Sí, estoy seguro —respondió Huluk devolviéndole el odre—. Todos los minotauros conocemos las señales. Primero aparece ante nuestros enemigos dejando un rastro de terror a su paso. Dicen que siempre impone alguna forma de castigo en venganza por la derrota de un minotauro en el campo de batalla. Cuando se aparece a su gente, adopta la forma de un pájaro…
—… de color negro con brillos rojos —terminó Theros la frase—. Eso es lo que vi anoche.
Huluk lo miró incrédulo.
—Eso has dicho, pero me cuesta creerte. ¿Tú también has visto a Sargas? ¿Acaso eres un seguidor de Sargas? Tienes que serlo, porque de otro modo, nunca se habría mostrado ante ti. Son muy pocos los que han visto a Sargas y todos los casos han sido incluidos en las crónicas de los grandes libros, pero no recuerdo ninguna ocasión en la que un humano fuera testigo de una aparición de Sargas… y viviera para contarlo, por supuesto —añadió Huluk bruscamente.
Siguieron caminando, pero Huluk cada vez avanzaba con más dificultad. La herida seguía cerrada, pero el dolor aumentaba por momentos y tenía los músculos y las articulaciones agarrotados. Sin el descanso y los bálsamos adecuados, podría volver a infectarse.
Una hora después tuvieron que detenerse para que Huluk descansara. Huluk levantó el odre para beber, pero enseguida lo dejó caer y señaló hacia el bosque.
—Algo se ha movido. Podría ser otra patrulla de elfos. Déjame aquí y adéntrate en el bosque dando un rodeo a ver qué averiguas.
Theros escudriñó el bosque pero no vio nada. Cogió el hacha y se metió entre la maleza. Avanzó unos tramos a gatas y otros corriendo, agachándose para que no lo vieran.
De pronto, notó que algo se movía delante de él y se detuvo. Detrás de un árbol, se dibujaba una enorme figura al acecho. Por los cuernos que le salían a ambos lados de la cabeza, supo que era un minotauro. Theros se incorporó con un suspiro de alivio. El minotauro abrió mucho los ojos y levantó el brazo blandiendo el hacha en posición de ataque. Theros dejó caer la suya.
—¡Espera! ¡Detente! ¡Estoy de vuestra parte! —gritó en el idioma de los minotauros.
Sus ruegos fueron repetidos por otra voz de minotauro, que gritaba a cierta distancia del primero.
—¡Detente!
El primer minotauro miró sorprendido hacia la calzada, donde vio a Nevek, que iba esposado y se había quedado sin aliento por el esfuerzo.
—Es el humano que ayudó al comandante Huluk. ¡Lleva mi hacha! —dijo Nevek señalándolo con el dedo.
De entre los árboles salieron diez minotauros más, que se adelantaron con las armas en alto. Uno de ellos miró a Theros con ferocidad y desconfianza.
—Si eso es verdad ¿dónde está el comandante?
En ese momento apareció Huluk, cojeando entre los árboles.
—Aquí. Me alegro de volver a verte, Nevek —lo saludó, y luego se volvió hacia el minotauro desconfiado—. Como ves, Nevek no me ha asesinado para huir en la oscuridad de la noche. Y este humano quizá pudiera enseñarte algo acerca de la lealtad y el honor.
Los otros minotauros se inclinaron ante el comandante. Los cuernos de Huluk eran más amplios que los del resto y los galones demostraban su pericia en la guerra.
—Comandante, nos alegramos de encontraros vivo —dijo uno de los guerreros.
Huluk se rió y dijo:
—Al parecer, habéis encontrado a Nevek corriendo por el camino, con mi hacha a cuestas y, sin pensarlo dos veces, habéis dado por sentado que me había matado y se había llevado mi magnífica arma. Era un desertor del tercer ejército y vosotros, unos tipos listos que habíais conseguido prenderle. ¿Es así?
El joven oficial, que llevaba a la espalda el hacha de Huluk, asintió tímidamente.
—Sí, señor. Bueno, no exactamente, señor, pero no creo que nadie esperara que mandara a la mitad de mi patrulla de vuelta al pueblo para informar de la increíble historia que contaba ese guerrero acerca del exterminio del tercer ejército ni que me creyera que un esclavo humano, que ya no es esclavo, os estaba ayudando a escapar de los elfos.
Si Huluk hubiera estado en forma, le habría asestado tal puñetazo en la mandíbula que lo habría tirado de espaldas. Tal como estaban las cosas, se limitó a gruñir en tono de profundo disgusto:
—Todo lo que os ha contado Nevek es cierto. ¡Y haced el favor de quitarle las esposas de una vez!
Los guerreros sacudieron las astadas cabezas, como si no pudieran acabar de creérselo. Uno de ellos le quitó las esposas a Nevek.
—Y ahora, escuchad —continuó Huluk—. Creo que Nevek y yo, junto con este humano, somos los únicos supervivientes del ejército. Los elfos nos tendieron una emboscada y acabaron con todo el ejército. Envía a tu mejor mensajero de vuelta al pueblo para alertar al comandante de la guarnición. Le dirá a Blevros que estoy más muerto que vivo, aunque no tan mal como les gustaría a los elfos, y también que el ejército ha sido derrotado, por lo que deberá tomar las disposiciones que el Círculo Supremo le ordenara tomar llegado este caso. Le dirá asimismo…
A Huluk le flaquearon las rodillas y se desplomó. El joven oficial ordenó a dos de los guerreros más fornidos que lo ayudaran a levantarse. Ya nadie se ocupaba de Theros, que, de pie a un lado del grupo, se aclaró la garganta para captar la atención del oficial y habló en voz baja:
—Señor, creo que deberíamos construir una silla de mano con dos ramas gruesas para llevar al comandante hasta el pueblo. No está bien. Creo que vuelve a tener fiebre.
Al oficial no pareció gustarle que un humano, fuera o no esclavo, le diera consejos.
—Buscad ramas. Construiremos una silla de mano para el comandante —ordenó a sus hombres y luego miró con fiereza a Theros, retándolo a que dijera algo.
Theros le aguantó la mirada con cara seria y se dispuso a acomodar lo mejor posible al comandante.
Los minotauros volvieron con dos ramas rectas, de unos dos metros de largo y unos quince centímetros de grueso, a las que habían quitado las ramas secundarias con las hachas de guerra. Sostuvieron los palos como si fueran las varas de una camilla y los acercaron al suelo para que el comandante pudiera sentarse sobre ellos, con las piernas colgando a los lados. Theros buscó una rama más pequeña que sirviera de travesaño, y preguntó si alguien llevaba cuerdas. Uno de los guerreros sacó un trozo de la mochila y Theros lo cortó en dos partes iguales. Entre ambos, ataron el travesaño a los dos palos de manera que sirviera de respaldo. Estaban preparados para ponerse en camino.
—¡Cuidado con dejar caer mi hacha! —rugió Huluk dirigiéndose al joven oficial—. Ha pertenecido a mi familia durante más de diez generaciones. ¡Como se te ocurra perderla o sufra algún desperfecto te las verás conmigo en combate! Ya es suficiente con haber perdido una coraza excelente.
Miró a Theros y le hizo un guiño. Era lo más similar a dar las gracias o pedir perdón a lo que se rebajaría el minotauro.
Theros sonrió y asintió con la cabeza, como si se diera por enterado.
El oficial gruñó sin saber a qué atenerse. Colgó su propia hacha del tahalí que llevaba atado a la espalda y cogió el hacha de Huluk con las dos manos; la transportaba con la misma reverencia que normalmente se dispensa a los objetos religiosos.
Y de esta guisa, se fueron hacia el pueblo a buen paso.