24

Theros entró en las cocinas con el cuenco en la mano. Cheldon Sarger y Belhesser Vankjad estaban sentados a una mesa apartada. El resto de la tienda estaba llena de trabajadores y soldados de las unidades de intendencia, logística y armería. Sus cuatro asistentes estaban sentados con mujeres de las cocinas, riendo y bebiendo felices de disponer de unas horas libres de obligaciones.

Theros se unió a ellos. Los soldados, al verlo, se pusieron en pie de un salto y él los hizo sentar con un gesto.

—No, ahora no. Quedaos sentados y disfrutad por una noche. No os preocupéis de la fragua. He encargado a Yuri que vigile el fuego durante la noche. Al amanecer, despertará a alguno de vosotros para que lo sustituya.

—Sí, señor. Gracias, señor —respondió Érela en nombre del grupo.

Theros se fue hacia la mesa de oficiales.

—Ah, Theros, ya me estaba preguntando dónde os habíais metido —lo saludó Belhesser levantando la vista—. Os hemos dejado un poco de comida y algo de vino.

Le pasaron una copa llena de vino hasta los bordes. La cogió y se sentó a la mesa.

Cheldon se recostó en la silla y se quedó mirándolo.

—Os he visto hacer una visita a los prisioneros. Imagino que habéis ido a comprobar que las cadenas seguían en su sitio.

—Les he llevado un poco de agua —contestó Theros, que no estaba dispuesto a mentir—. Según he oído, han luchado bien. Estaban sedientos.

Belhesser frunció el ceño y lo miró con una expresión de descontento.

—Dará lo mismo cuando Moorgoth se ocupe de ellos. ¡Después de esta noche, desearán no haber nacido ni haber pisado la faz de Ansalon! —dijo riéndose.

—Sospecho que tenéis razón —asintió Theros.

Con la esperanza de que eso pusiera fin a la conversación, se dedicó a la comida. Después de haber comido dos platos, empezó a sentirse reconfortado. El vino le ayudaría a pasar los malos tragos de aquel día. Intentó olvidarse de todo el asunto de los caballeros y se concentró en la manera de ocultar la desaparición de Yuri.

Se estaba haciendo tarde. En el exterior se oía el creciente alboroto de los borrachos y, dentro de la tienda, los hombres no se mostraban más comedidos.

—¡Alegraos! —le dijo Cheldon dándole un codazo—. Servios un poco más de vino. —El hombre estaba dispuesto a emborracharse—. ¡No os quedéis ahí con esa cara de aburrido! ¿Se puede saber qué os pasa?

Theros se dio cuenta de que llevaba cosa de una hora sentado en silencio, absorto en sus cavilaciones, en una noche en la que se suponía que debía celebrar la victoria del ejército, y decidió hacer un esfuerzo por entrar en conversación.

—He oído decir que hoy el barón ha obtenido una impresionante victoria.

Belhesser asintió y agitó su copa en el aire, lo que hizo derramar el líquido por encima de la ropa.

—Así es. Me han dicho que el enemigo ha perdido más de mil quinientos hombres, mientras que nosotros sólo hemos de lamentar cien muertos y otros cien heridos. ¡Es increíble! Más aún si se piensa que el ejército solámnico estaba compuesto casi en su totalidad de caballeros montados.

—Debieron de llevarse una buena sorpresa —intervino Cheldon— al ver que Dargon se presentaba con un ejército casi tres veces más numeroso que el suyo.

Todos se rieron, incluido Theros.

—Sí, realmente ha debido de ser un buen espectáculo. El capitán Ibind me ha contado que han utilizado el bosque para cortar el avance de la caballería. Moorgoth los ha engañado colocando un frente de infantería delante del bosque y, cuando la caballería estaba a cuatro pasos, ha dado la orden de que se internaran en la espesura. Los caballeros se han visto frenados de golpe porque sus monturas se han negado a entrar al galope. Nuestros guerreros han salido entonces del bosque y se ha iniciado el combate. Me han dicho incluso que…

Un alarido agónico sacudió la noche y puso fin a la animación reinante. En el interior de la tienda, todos interrumpieron la conversación. El alarido se repitió y los allí reunidos se miraron entre ellos. Theros intentaba dar la impresión de estar tan perplejo como los demás.

—Puede que la diversión haya empezado antes de lo previsto —aventuró Belhesser.

En ese momento, Uwel Lors entró de estampida haciendo revolotear el toldillo más alejado. Avanzó hacia la mesa de oficiales y saludó.

—Señores, tengo que informaros de que los prisioneros han huido.

—Entonces, ¿qué demonios ha sido ese grito? —preguntó Belhesser.

—Bueno, señor, no todos los prisioneros han alcanzado su objetivo. Entre ellos hay un herido y, en lugar de abandonarlo, son tan bobos que unos cuantos se han quedado con él. Pero, a lo que venía, me han informado de que uno de vosotros ha sido visto hablando con los prisioneros hace unas horas. ¿Es eso cierto?

Belhesser y Cheldon miraron a Theros, que se puso en pie y se aclaro la garganta.

—Sí, es verdad. Les he llevado agua.

—¿Y habéis notado si faltaba alguno a esa hora? —preguntó Uwel al tiempo que jugaba con el látigo dándose golpecitos en la pierna.

—No, los veinte estaban allí. —Theros se encogió de hombros—. Deben de haber huido después. ¿Cuántos han conseguido escapar?

—Voy a tener que informar al barón Moorgoth —le advirtió mirándolo con desconfianza—. Han escapado quince. Los otros cinco han sido capturados y servirán de ejemplo.

Como para subrayar sus palabras, se oyó otro alarido que reverberó por todo el campamento. Uwel volvió a saludar y dejó la tienda.

Belhesser se volvió hacia Theros.

—¡Os lo agradezco de todo corazón! —le dijo con amargura—. ¿Habéis olvidado que estáis bajo mis órdenes? ¿Cómo se os ha ocurrido hacer algo así?

—Si os he causado algún problema, lo lamento. Asumiré toda la responsabilidad. Le diré a Moorgoth que ha sido culpa mía, renunciaré a mi puesto y abandonaré este ejército —le contestó Theros.

Belhesser siguió mirándolo con la misma cara de preocupación.

—Si habéis tenido algo que ver con la huida de los caballeros, no se os dará la oportunidad de marcharos. Os esperan las torturas del Abismo. Los caballeros que no han escapado saldrán bien parados si comparamos su suerte con el tratamiento que Moorgoth os dará, a vos y probablemente a mí. Quizá debiera ir a ver a Lors y disculparme antes de que pase nada más.

Los terribles alaridos y la conciencia del peligro habían despejado a Belhesser, disipando las brumas de la bebida. Miró a Theros con odio, se levantó y salió de la tienda a grandes zancadas.

Theros se puso en pie. No tenía ningunas ganas de presenciar el espectáculo, pero temía que, si no lo hacía, parecería aún más sospechoso. Miró a Cheldon y le preguntó:

—¿Venís?

Los alaridos habían alterado gravemente al oficial de intendencia, que se había servido otra copa. Se había puesto pálido y temblaba. Sacudió la cabeza y consiguió esbozar una sonrisa.

—N… no. No estoy hecho para estas cosas. La sangre de los pollos es la única que puedo ver sin marearme. —Levantó la vista y añadió—: No se lo digáis a nadie. Hacedme ese favor.

Theros salió de la tienda y se encontró con una escena que parecía extraída directamente de una pesadilla.

Los cinco caballeros estaban atados a unos grandes trípodes de madera. Les habían atado las muñecas juntas y les habían colgado los brazos del poste central del trípode. Las piernas, separadas, las tenían encadenadas a dos de las patas del artilugio. Estaban despojados de las armaduras y de la ropa, sólo les habían dejado en prendas menores.

Ya habían empezado a torturar a uno de los caballeros. Colgaba desmadejado del trípode, con el rostro desfigurado y la camisa empapada de sangre.

El barón Moorgoth se dirigía a las tropas.

—Hoy hemos obtenido una gran victoria, pero a un alto precio. Muchos de nuestros compañeros padecen por las heridas que les han infligido estos caballeros. Muchos de nuestros amigos han muerto. Por si no fuera bastante, sus camaradas han roto su palabra de caballeros y han huido de la manera más indigna, pero éstos pagaran por todos.

Un soldado sacó una tea ardiente de una hoguera próxima y se la entregó a Uwel Lors.

—¡Ha llegado la hora de divertirse! —anunció Uwel.

Se acercó al caballero que estaba inconsciente y sostuvo la llama bajo su pie izquierdo. El prisionero levantó bruscamente la cabeza y lanzó un aullido, al tiempo que intentaba separar el pie de la llama, pero las cadenas no se movieron ni un milímetro.

A pesar de que estaba a cierta distancia, Theros percibió el olor nauseabundo de la carne quemada. Mientras que a él se le revolvía el estómago, la caterva de borrachos parecía entusiasmada, gritando y pidiendo más.

Uwel se acercó al siguiente caballero. A la luz de la llama, Theros reconoció a sir Richard.

Naturalmente, aun sabiendo el destino que le esperaba, no había querido abandonar a sus subordinados y se había quedado atrás con el herido.

—¡Que Sargas le honre! —murmuró Theros—. Y le conceda una muerte rápida.

Uwel prendió fuego al taparrabos que lo cubría. Sir Richard se retorció hacia uno y otro lado intentando evitar la llama, aunque no le sirvió de nada. La piel formaba ampollas y luego se fundía. La ingle se le fue poniendo negra. Al principio reunió todo su valor para sufrir la tortura con dignidad, pero finalmente no pudo soportar el dolor. Sus alaridos hicieron reír con más ganas a los borrachos. Por fortuna, desde el punto de vista de Theros, el caballero pronto perdió la conciencia.

La multitud estaba enardecida. Uwel pasaba de un caballero a otro, quemándoles los pies, las manos y la ropa. El primer caballero no se movió. Ya debía de estar muerto. Uwel sacó una daga y le rajó el estómago. El cuerpo rebulló, pero el caballero no recuperó la conciencia, y enseguida dejó de moverse. El alma del caballero se había ido en busca del dios que hubiera reverenciado en vida.

La sesión de tortura se prolongó una hora más. Todavía quedaban tres caballeros vivos, debatiéndose desesperados sin conseguir aflojar en lo más mínimo sus ataduras. La escena era estremecedora.

Theros no pudo aguantar más. Se sentía enfermo. Había visto morir en combate a hombres y minotauros, pero nunca se le había encogido el estómago de aquella manera. Su único consuelo era pensar que había advertido a tiempo a sir Richard. El comandante de los caballeros había escuchado su aviso y había actuado en consecuencia. Quince de ellos habían conseguido escapar, y Theros quería pensar que habrían llegado al bosque, donde Yuri y Telera los estarían esperando para guiarlos.

Theros se abrió paso entre la muchedumbre de soldados. Necesitaba agua, tenía que enjuagar el sabor y el olor de sangre que le impregnaban la nariz y la boca. Se precipitó sobre un barril de agua, y apenas había bebido cuando se arrepintió. Las arcadas le obligaron a doblarse por la cintura. Vomitó convulsivamente al ritmo de los alaridos que lanzaban los caballeros todavía conscientes.

Al fin, cuando ya no le quedó nada en el estómago, Theros se irguió y respiró hondo. Se enjuagó la boca con agua y se refrescó la cara. Echó una ojeada hacia el centro del campamento. Justo en ese momento, Uwel blandía la espada y la hundía en el cuello de sir Richard. Salió un chorro de sangre que empapó las ropas del sicario, provocándole la risa. El cuerpo de sir Richard colgaba sin vida. Todos los caballeros habían muerto.

Theros supo que su alma nunca le perdonaría las escenas que había presenciado. Lo atormentarían en sueños durante el resto de su vida.

Regresó a la intendencia dando tumbos.