31

Los sucesos curiosos parecían ser el tema recurrente de aquella semana. Primero fue el extraño pedido de armas que le había hecho el Sumo Teócrata. Luego, la intrigante presencia de un elfo en los alrededores de Solace, un elfo que además había estado vigilando su taller. Y el tercer hecho curioso todavía tenía que ocurrir.

De momento, no hacía más que ocuparse de hobgoblins. Por enésima vez desde hacía un tiempo se preguntó quién habría invitado a Solace a semejantes criaturas.

Para empezar había atendido al hobgoblin de la daga. Con unos cuantos pases de la muela tuvo la hoja afilada. Estuvo a punto de decirle que se la podía afilar él mismo cuando se dio cuenta de que probablemente el filo estuviera en tan malas condiciones a consecuencia de los torpes intentos de afilarla del hobgoblin.

Más tarde se presentaron cinco hobgoblins acarreando dos grandes bloques de acero. Theros les señaló un rincón del taller. Las rechonchas criaturas, jadeando por el esfuerzo, los dejaron caer en el lugar indicado. No se aplastaron los pies porque, en el último momento, su comandante, de nombre Glor, les advirtió que los apartaran.

—¿De dónde lo habéis sacado al final? —les preguntó Theros.

—Cogido a un puñado de enanos. No muy contentos, pero Sumo Teócrata ordena que te lo traemos. Dice que tú necesitas. Ahora puedes acabar trabajo. Eh, ¿me haces una espada nueva?

El hobgoblin le enseñó una espada que, en sus manos, parecía una daga. Theros cogió el arma y la examinó con detenimiento. Por su factura, era obra de un enano. Se la llevó al almacén trasero y allí escogió un sable que había forjado por encargo pero que nadie había ido a recoger. Se trataba de un buen sable, aunque la espada que le había entregado el hobgoblin era una obra maestra por la que fácilmente le darían el doble.

Theros volvió al taller.

—Aquí tienes, Glor, coge este sable a cambio de tu espada.

Glor miró la hoja extasiado. En toda su vida, jamás había tenido algo así. Casi todo lo que poseía lo había robado, pero Theros tenía la impresión de que no era el más afortunado de los ladrones. Glor asintió con la cabeza y balbuceó dándole las gracias. Luego, ordenó a sus cuatro subordinados que lo siguieran y el grupo salió dando traspiés.

Theros volvió a su trabajo. Se sentía culpable por utilizar el acero de los enanos pero, si se negaba, Hederick enviaría a sus secuaces a «convencerlo» de que ésa era la voluntad de los dioses, y Theros no tenía ganas de meterse en líos. Decidió que en cuanto acabara el trabajo, intentaría localizar a los enanos y, ya que no podía devolverles el material, por lo menos se lo pagaría.

Colocó en el fuego una marmita muy grande que utilizaba para fundir metales y metió uno de los bloques en el interior. Cuando el acero estuvo fundido, lo vertió en los moldes que había preparado especialmente para aquel encargo.

Unas horas más tarde, las hojas ya estaban lo bastante frías y duras para sacarlas de los moldes. Se puso unos gruesos guantes de cuero y, a golpes de mazo, separó el acero de la madera y sumergió las hojas en el barril de agua que tenía junto a la forja. El líquido humeó al absorber el calor del metal. Dados los buenos resultados, no necesitaría el segundo bloque de acero.

«Quizá pueda devolvérselo a los enanos», se dijo, y se fue hacia el rincón donde los hobgoblins habían dejado el bloque. Al agacharse a cogerlo, miró distraídamente por la ventana y de inmediato se irguió para ver mejor.

Dos bárbaros, un hombre y una mujer pertenecientes al grupo humano conocido como el pueblo de las Llanuras, andaban por debajo de los árboles de la ciudad. Los acompañaba un caballero ataviado con una armadura completa. Theros los observó intrigado. Había oído hablar del pueblo de las Llanuras, pero nunca los había visto. Era gente poco sociable, que desconfiaba de los extraños y, según le habían dicho, jamás por ningún concepto se alejaba de su tierra. El hombre era extremadamente alto; podría haber mirado a un minotauro a los ojos sin necesidad de levantar la vista. A la mujer apenas se la distinguía, ya que iba embutida en una capa de pieles.

Al momento, Theros dejó de mirar a los bárbaros para observar al caballero, por el que, después de la sorpresa inicial, se sentía mucho más interesado, desde un punto de vista profesional.

La armadura que llevaba era un verdadero prodigio, aunque saltaba a la vista que tanto el modelo como la factura eran muy antiguos. Theros casi se emocionó de placer al contemplar una labor tan fina. Ardía en deseos de tener entre sus manos la maravillosa espada que el caballero llevaba orgullosamente colgada del costado. El tipo de armadura permitía identificarlo como un caballero solámnico pero, al no llevar capa, era imposible saber a qué orden pertenecía.

De pronto, Theros retrocedió en el tiempo hasta la noche en que conoció a sir Richard Strongmail, la misma noche en que el honorable caballero murió torturado a manos de los soldados de Dargon Moorgoth. Desde entonces, Theros no había vuelto a ver a ningún caballero solámnico. Los caballeros no eran bien acogidos en Solace. Según el Sumo Teócrata, habían sido una de las causas del Cataclismo y habían contribuido directamente a la destrucción del antiguo imperio sagrado de Istar.

La presencia de aquel joven caballero era todo un misterio. Llevaba una armadura de los tiempos del Cataclismo, o incluso anterior, por lo que Theros pudo apreciar. La empuñadura de la espada parecía indicar que el arma también era muy antigua. Aunque no lucía el emblema de ningún señor feudal, dado su larguísimo bigote, era indudable que pertenecía a los Caballeros de Solamnia.

Los caballeros solámnicos se enorgullecían de sus bigotes tanto como los minotauros de sus cuernos. El denso mostacho rodeaba una boca de expresión seria y adusta que parecía haber sonreído muy pocas veces en toda su existencia.

¿Qué hacía un caballero en Solace? ¿Y por qué iba acompañado de dos bárbaros de las Llanuras? ¿Habría alguna posibilidad de que se mostrara interesado en vender la espada y la armadura? Theros pensó que si llegara a darse el caso, las compraría aunque le costaran hasta la última pieza de acero que poseía.

Estuvo a punto de llamarlo desde la ventana, pero temió que el ruido atrajera la atención de testigos incómodos, tanto para él como para el caballero. Sería mejor entrar en conversación en algún lugar más recogido.

Decidió averiguar adonde iban. Cerró el taller, salió al camino y los siguió a través de la ciudad. Al parecer, el caballero conocía bien Solace. Se fue abriendo camino hacia su destino sin dudar ni detenerse a pedir indicaciones.

El grupo se encaminó hacia el norte, luego giró hacia el este y finalmente se detuvo al pie de un vallenwood al que Theros iba a menudo, entre sus ramas se encontraba la posada El Último Hogar. Theros solía ir a comer y a beber. El tabernero, Otik, hacía las patatas picantes más sabrosas que Theros había comido en toda su vida, y su cerveza, que el herrero probó por primera vez en Quivernost, era la mejor de todo Ansalon. Además, había una moza, una pelirroja llamada Tika, tan bonita como Marissa.

El caballero y los dos bárbaros subieron la rampa espiral y entraron en la posada. Theros se quedó en la puerta, dudando. No era el lugar más indicado para tener una conversación privada, pero quizá fuera mejor así. Theros entró en la sala común y ya se encaminaba hacia el fondo, cuando un agudo chillido lo detuvo.

—¡Mi sombrero! ¡Has pisado mi sombrero!

Theros se volvió. Un viejo vestido con raídos ropajes de color parduzco temblaba de ira al tiempo que señalaba los pies de Theros, que bajó la vista y comprobó que, efectivamente, estaba de pie encima de un sombrero gris que, por su aspecto, había sido pisoteado, arrastrado, deformado y maltratado de cualquier otra forma muchas veces antes.

Se agachó, lo recogió e intentó devolverle, aunque fuera en parte, la forma original, pero al ver que era imposible, lo dejó en la mesa.

—Perdonadme, señor. No lo había visto.

—¡Mi sombrero! —dijo el viejo llevándoselo al pecho. Luego, miró a Theros y le guiñó un ojo—. Esta noche verás cosas mucho más interesantes. ¡Mucho más interesantes que mi sombrero!

«Un chiflado», pensó Theros, y se fue hacia su mesa habitual. No le sorprendía el percance con el viejo. En todo el día no había dejado de encontrarse con los personajes más variopintos.

Se sentó donde siempre, pero negó con la cabeza cuando Tika lo miró. No podía quedarse demasiado rato. Tenía que volver al taller y seguir trabajando en las espadas del Sumo Teócrata. Permaneció sentado observando, esperando la oportunidad de hablar a solas con el caballero, que se había separado de los bárbaros, sentados a una mesa aparte, pero estaba siendo objeto de una cálida bienvenida por parte de otro grupo de caras nuevas en la posada. Uno de ellos era un kender. Alarmado, Theros se llevó la mano a la bolsa de dinero.

—Bien, todavía la conservo —murmuró entre dientes.

Observó con curiosidad que el hombretón que le había encargado la hoja nueva para su espada formaba parte del grupo, así como su hermano, el Túnica Roja. Otro era un enano, que bebía cerveza y discutía con el kender. Junto al enano, se sentaba un semielfo que intentaba disimular su ascendencia élfica con una barba, pero Theros había vivido entre sus congéneres tiempo más que suficiente para reconocer sus rasgos.

Se reían y conversaban en un ambiente de cálida jovialidad, a excepción del Túnica Roja, al que todo el mundo daba de lado. Aun así, también él estaba incluido en el círculo de amistad que parecía rodearlos como la brillante luz de una hoguera.

Observándolos, Theros se sintió muy solo. Nunca en toda su vida había tenido amigos como aquéllos, amigos que adivinaba dispuestos a dar la vida unos por otros. Sintió un vehemente deseo de presentarse y conocerlos, pero pensó que sería una intromisión inoportuna.

Ya era hora de que volviera a la forja. Le quedaban unas cuantas horas de trabajo nocturno si quería terminar las espadas.

Se levantó y se encaminó hacia la puerta. Al pasar junto al grupo, intentó oír lo que decían. No era la única persona que escuchaba. El viejo de las ropas color parduzco parecía estar igualmente interesado en el grupo, puesto que tenía la silla tan inclinada hacia adelante que era un milagro que no se hubiera caído. Su sombrero volvía a estar en el suelo.

En aquel momento, hablaba el semielfo.

—… alegro de volver a verte, viejo amigo. ¿Se sabe algo de la herencia de tu padre?

Theros no oyó la respuesta del caballero, pero se hizo una idea de la procedencia de la espada y la armadura. Era muy poco probable que quisiera venderlas. Se detuvo y recogió el sombrero.

—Tened, abuelo. Si lo dejáis en el suelo, es fácil que alguien os lo pise.

—¿Eh? Oh, gracias, chico. ¿Podrías hacerme un pequeño favor?

—¿De qué se trata, abuelo? —le preguntó Theros creyendo que le iba a pedir una jarra de cerveza.

—Sólo tienes que pasarte por casa de Hederick y decirle que debería acercarse a ver quién hay en la posada esta noche. —El viejo señaló al grupo de amigos con la cabeza.

—¿Por qué razón iba a hacer algo así? —repuso Theros perplejo e indignado—. No soy un soplón.

—En nombre de Sargas ¿por qué? —replicó el viejo en tono alegre, y luego lo empujó con su largo y puntiagudo dedo—. Porque si lo haces, puedes conseguir tu deseo. Cumple mi encargo, ¿quieres? Sé buen chico.

Theros empujó la puerta y bajó al camino gruñendo.

Echó a andar dispuesto a volver a su taller, cuando recordó las palabras del viejo.

«En nombre de Sargas ¿por qué?». ¡Sargas! ¿Aquel viejo era un mensajero de Sargas? ¡Imposible! El dios de los minotauros jamás tendría a un viejo humano decrépito a su servicio. Pero entonces ¿cómo se explicaba que hubiera mencionado a Sargas? ¿Por qué conocía al dios minotauro? Y ¿de qué deseo le hablaba?

Todo era muy confuso. Sin darse cuenta, Theros encaminó sus pasos hacia la casa del Sumo Teócrata y, una vez allí, llamó a la puerta. Esta vez el sirviente se apresuró a franquearle el paso.

El soldado que guardaba la estancia se levantó de un salto, pero el Sumo Teócrata le indicó que se sentara.

—Relajaos, sargento. Es Theros Ironfeld, conocido herrero y forjador de armas de nuestra ciudad. ¿A qué debo esta segunda visita en el día de hoy? ¿Están listas las espadas?

—Las habré acabado mañana por la noche.

Theros se esforzaba por centrar sus pensamientos, que parecían tan deformes como el sombrero del viejo de la posada. Abrió la boca para hablar pero, en el último momento, no pudo decir nada del caballero y sus amigos. Podría acarrearles problemas y eso sería de lo más deshonroso.

—Eso… es todo —murmuró Theros.

Ya se iba cuando un soldado entró precipitadamente y casi lo tira al suelo.

—¡Teócrata, hay un extraño grupo de viajeros en la posada El Ultimo Hogar! ¡Uno de ellos es un caballero solámnico!

Theros se detuvo a oír la respuesta. El burócrata casi se cae de espaldas en su silla.

—¿Qué habéis dicho? ¿Un caballero solámnico, aquí, en Solace? Fueron ellos quienes provocaron la ira de los dioses y ahora sufren el odio de todos los pueblos civilizados de Ansalon. ¡No puedo permitirlo! Y no sólo eso: lord Verminaard ha prometido recompensar a quien le dé razón del paradero de cualquiera de ellos.

El Sumo Teócrata se dirigió hacia la puerta, y el soldado lo siguió.

—No —dijo Hederick—. No conviene que entremos en tromba. Podrían ir armados y no quiero líos. Los observaré y escucharé su conversación. Cuando estén bien borrachos, entras tú y los detienes.

El Sumo Teócrata bajó al camino y se encaminó hacia la posada de El Ultimo Hogar. Theros regresó lentamente hacia la forja pensando en todas las cosas extrañas que le habían sucedido aquel día.

Se puso a trabajar en las misteriosas armas. Ya tenía el acero toscamente modelado, pero ahora quedaba el lento proceso de calentarlas y batirlas en el yunque para darle forma al filo.

Cogió la primera hoja y la introdujo en la fragua, apoyándola en la parrilla que cubría la mitad del horno. Luego, accionó el fuelle de cuero situado a un lado y las ascuas se encendieron. Enseguida el metal estuvo lo bastante caliente para trabajarlo. Sacó la hoja de la fragua y empezó a batirla en el yunque.

Había cerrado el taller para que nadie entrara a molestarlo. Después del anochecer, la ciudad había quedado en silencio. La mayoría de sus habitantes se había recogido en sus casas o había acudido a la posada de Otik para comer y beber. Aunque estaba a cierta distancia de la posada, cuando dejaba de martillear oía el jolgorio del local.

Siguió trabajando una hora más, durante la cual afiló y templó la primera espada. Luego, dejó que el fuego languideciera y decidió que ya había trabajado bastante por aquella noche. Cerró los postigos y la puerta de entrada.

De pronto, oyó un espeluznante grito procedente de la posada El Último Hogar y se le encogió el corazón. No había oído un grito así desde que Uwel Lors torturara a los caballeros. Theros echó a correr para ver qué pasaba.

Tardó unos minutos en llegar al pie de la escalera que conducía a la posada. En el nivel superior había un auténtico desbarajuste de gente que gritaba y se empujaba. Una voz chillona, que le pareció la del viejo de las ropas de color parduzco, llamaba a la guardia de la ciudad.

Theros miró a su alrededor y vio a un sorprendido hobgoblin que se daba la vuelta y echaba a correr hacia allí, a la vez que se esforzaba por desenvainar la espada. De la posada empezó a salir un reguero de clientes que bajaban la rampa a todo correr.

Theros se hizo a un lado para dejar paso al grupo de gente que se precipitaba escalera abajo. No deseaban tener un encuentro con la guardia de la ciudad.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—¡El Sumo Teócrata! —le contestó una mujer entre jadeos—. ¡Han atacado al Sumo Teócrata!

Theros miró hacia arriba y vio a Hederick que salía dando tumbos. Tenía una mano herida y farfullaba invectivas contra los blasfemos y las hechiceras. Desapareció tambaleándose por el camino en dirección a su casa.

Veinte hobgoblins o más salieron del cuartel de la guardia corriendo hacia la posada, donde se encontraron con los guardias Buscadores, todos con las armas en la mano.

Theros dio la vuelta a la base del enorme árbol vallenwood a fin de dejar sitio a los soldados para que maniobraran. Lo último que deseaba era interponerse en el camino de un hobgoblin sediento de lucha, así que se retiró hacia la parte trasera y se situó bajo la cocina de la posada.

Miró hacia arriba y vio a los forasteros. Mientras la guardia de la ciudad entraba por la puerta de la posada, el mismo grupo de amigos que había admirado hacía unas horas huía por la cocina. Theros los observó oculto entre las sombras.

La moza de la posada, Tika, les explicaba cómo descender por una soga que normalmente se utilizaba para izar los grandes barriles de cerveza. El grupo de amigos estaba al completo y los acompañaba la pareja de bárbaros. Uno tras otro descendieron por la maroma, todos menos el hechicero, que bajó flotando por el aire con la ligereza de una pluma.

Theros se estremeció y sacudió la cabeza.

—Hechiceros —murmuró para sí con repugnancia.

El caballero y el semielfo fueron los últimos en bajar. El primero parecía sentirse a disgusto con la idea de huir del peligro en lugar de enfrentarse a él, y el semielfo se esforzaba en hacerle entender que los superaban en número y entre ellos había una dama a la que debían proteger.

«Realmente curioso —pensó Theros observándolos desde abajo—. Deben de haber sido ellos los que han atacado a Hederick».

El herrero consideró la posibilidad de gritar para avisar a la guardia de su presencia y delatarlos. Los soldados estaban muy cerca y, si daba un grito, acudirían en pocos instantes.

Sin embargo, guardó silencio. Los vio desaparecer en la oscuridad y, en su interior, les deseó suerte. Después de todo, en una ocasión él también se vio obligado a huir y tuvo la suerte de que nadie lo delatara.

Se quedó en las sombras meditando sobre los extraños sucesos de aquel largo día.