26
—¿Amigo o enemigo?
La voz del elfo era apremiante y la flecha en el arco tensado con la que le apuntaba al corazón no dejaba lugar a dudas acerca de la necesidad de responder a la pregunta.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Theros para hacer tiempo mientras recuperaba el aliento. El elfo lo había cogido completamente desprevenido y le había dado un susto de muerte—. No te entiendo.
—Contéstame o morirás aquí mismo.
Era evidente que el elfo sólo pensaba admitir dos posibles respuestas. Theros dejó en el suelo el fardo que llevaba a la espalda y le mostró las palmas de las manos para indicarle que iba desarmado.
—Creo que soy amigo.
El elfo hizo un gesto de asentimiento sin dejar de apuntarlo.
—Bien. Ahora, demuéstramelo.
—¿Qué? ¿Cómo quieres que…? —Theros se interrumpió. De la manera que el elfo había entornado los ojos como si se dispusiera a soltar la flecha, no era eso lo que quería oír. Agitó las manos y rectificó—: ¡Espera! ¡Espera! ¿Qué quieres que haga?
Theros había emprendido el camino a Solace. Ya estaba anocheciendo y todavía no había encontrado un buen lugar para acampar, así que se internó unos metros en el bosque buscando algún arroyo y un claro donde encender un fuego y pasar la noche.
No había encontrado agua por allí cerca y había seguido andando, pero aún no había recorrido cien metros cuando el elfo le cortó el paso saltando de detrás de un arbusto y apuntándolo con una flecha.
El elfo silbó imitando el canto de un chotacabras y aparecieron cuatro elfos más de detrás de otros tantos arbustos o árboles. Todos llevaban arcos y en los cuatro arcos había una flecha que apuntaba a Theros.
—No tengo intención de escapar —les dijo Theros.
Llevaba el hacha de guerra en el tahalí con el que la transportaba a la espalda, pero no hubiera podido cogerla. Le habrían disparado cinco veces antes de que la alcanzara.
El primer elfo destensó el arco y se le acercó. Dio una vuelta a su alrededor para examinarlo y luego cogió el fardo que Theros había dejado en el suelo. Soltó la cuerda que lo cerraba y revolvió el contenido, pero, al parecer, no encontró nada interesante.
—Coge el hacha y déjala en el suelo —le ordenó.
Theros se llevó el brazo a la espalda y, con la habilidad fruto de la práctica, hizo saltar el hacha hacia adelante. El elfo retrocedió creyendo que se disponía a atacar, pero Theros dejó caer el arma al suelo. Levantó la vista y vio que los otros elfos relajaban la tensión de los arcos. No quitaron las flechas, aunque las apuntaron hacia abajo.
—Esto prueba que no soy un enemigo. Sólo pasaba por aquí —les dijo.
—Esto no prueba nada, humano, salvo que temes por tu vida. Y con razón. Acompáñanos.
El elfo se colgó el arco del hombro y recogió la enorme hacha de guerra. Se tambaleó y a punto estuvo de dejarla caer. Después de forcejear un poco, finalmente consiguió sujetarla bien y llevársela casi a rastras.
Theros se encogió de hombros y recogió su fardo. No tenía prisa por llegar a Solace, ya que no tenía ninguna cita, no iba a ver a nadie ni había quien le esperara. De hecho, apenas sabía nada de Solace. Toda la información que tenía era que la gente se refería a aquella ciudad como el lugar al que se dirigía el que no tenía ningún otro sitio adonde ir. En un lugar así quizá necesitaran a un buen herrero, así que Theros consideró que podía ser una buena oportunidad para establecerse.
Siguió al elfo. El resto lo rodeó y, de esta guisa, se internaron en los bosques, cada vez más oscuros. El sol se estaba poniendo por el oeste; entre los árboles de la gran fronda de Qualinesti apenas se divisaba la enorme bola roja de fuego.
Caminaron durante casi una hora. Cuando llegaron a su destino, una antigua población élfica construida en los árboles, el bosque estaba envuelto en densas sombras. Las casas formaban parte de los árboles, como si los elfos hubieran conseguido que la naturaleza creciera siguiendo los dictados de sus caprichos. Theros jamás había visto nada igual.
La población estaba iluminada por varias hogueras situadas en el centro de un círculo. Por lo que Theros pudo apreciar, todas las construcciones rodeaban ese círculo. Según sus cálculos, en todo el pueblo no debían de vivir más de cien elfos.
Entraron en la casa más grande del pueblo, naturalmente alojada en el árbol también más grande. En el interior, el árbol había sido vaciado para construir una espaciosa estancia. Desde la planta baja salía una estrecha escalera de caracol tallada en la madera del tronco, que conducía a un piso superior.
—Deja tus pertenencias aquí y ven conmigo.
El elfo empezó a subir por la escalera y Theros lo siguió. Los otros cuatro subieron detrás de él, sin dejar de mirarlo con desconfianza ni apartar las manos de sus armas. Podía dejar sin sentido al elfo que lo precedía de un solo puñetazo y luego, de un par de patadas, enviar a los otros cuatro rodando escalera abajo. Antes de que los elfos supieran qué había pasado, ya estaría lejos, protegido por la oscuridad de la noche. Consideró la posibilidad, pero enseguida renunció al plan. Sentía curiosidad por saber qué podían querer los elfos de él.
Años atrás, cuando era esclavo de los minotauros, había participado en la ofensiva contra los elfos de los bosques de Silvanesti y había sido testigo de la derrota de los minotauros en la batalla y de su posterior humillación. No sentía ningún aprecio por los elfos silvanestis. Aquéllos eran elfos qualinestis, una raza emparentada. Siempre había pensado que eran la misma, pero aquellos elfos parecían diferentes; también sus ropas, su idioma y sus armas, aunque sus rasgos eran igualmente delicados.
La escalera daba a una amplia habitación circular de unos quince metros de diámetro. Encontraron a dos elfos sentados junto a un hogar de piedra empotrado en la pared de madera. Un tercer elfo se sentaba en un escritorio que parecía haber sido tallado en un costado del árbol.
Theros se detuvo en el centro de la estancia. El elfo que lo había capturado dejó el hacha encima del escritorio y se puso a hablar con uno de los que estaban sentados junto al hogar en lo que Theros supuso que sería el idioma de los qualinestis.
Su interlocutor asintió con la cabeza y los cinco elfos que habían escoltado a Theros dejaron la habitación y bajaron por la misma escalera que los había conducido hasta allí.
—Sentaos —le ordenó el elfo en Común.
Theros tomó asiento en la silla que le ofrecía. No hubiera tenido sentido alborotar para pedir su liberación. Le convenía más sentarse y escuchar.
—Soy Gilthanas —continuó el elfo en tono distante. Era evidente que le suponía un esfuerzo entrar en conversación con un humano—. Pertenezco a la familia real de Qualinesti. ¿Cómo os llamáis?
Theros miró a su alrededor. Los elfos sentados junto al fuego llevaban armaduras de cuero reforzadas con petos metálicos y cada uno sostenía sobre las piernas una espada élfica profusamente ornamentada con grabados. No le quitaban el ojo de encima y supuso que eran los guardias personales del elfo que hablaba con él.
—Theros Ironfeld —se limitó a contestar.
—¿Qué estabais haciendo en territorio qualinesti, maese Ironfeld?
El elfo hablaba en tonos excesivamente agudos pero su dominio del Común era excelente.
—Me dirijo a Solace. Me han dicho que es un buen lugar para instalar un taller.
—¿Qué tipo de taller, maese Ironfeld? —le preguntó el elfo levantando una ceja.
—Soy maestro herrero. Forjo armas y armaduras. Según he oído, allí hay una buena demanda de esos artículos y creo que podría ganarme bien la vida.
La respuesta de Theros pareció intrigar a Gildianas, que dirigió unas palabras a los dos elfos sentados junto al fuego. Ambos le contestaron, pero Theros no consiguió entender una sola palabra. Finalmente, Gildianas volvió a ocuparse de Theros.
—Habladme de vuestra experiencia. ¿Dónde habéis practicado vuestro arte y para quién?
Theros se tomó cierto tiempo antes de contestar, mientras decidía qué le convenía contar y qué era mejor callar. Se dio cuenta de que la historia de su vida podía no ser muy agradable a las puntiagudas orejas de los elfos.
Tras abandonar el ejército de Moorgoth, Theros había regresado a Sanction en busca de Marissa. Allí supo que había desaparecido el mismo día en que los soldados de Moorgoth partieron de la ciudad.
—Creíamos que se había ido detrás del ejército —le dijo el tabernero—. Aquel día recibió un mensaje de uno de los hombres de Moorgoth. Se fue y nunca más volvió.
Theros sintió que el corazón se le encogía de rabia y dolor. Recordó la mueca de disgusto que se había dibujado en el rostro de Moorgoth cuando Marissa lo besó en público. Nunca podría demostrarlo pero no albergaba ninguna duda respecto a quién era el culpable de la desaparición de Marissa. Ya no había nada que lo retuviera en Sanction. Hizo una breve visita a la familia de Yuri para informarles de que su hijo había conocido a una chica y pensaba casarse, pero no les contó nada más.
Amargamente decepcionado, ya se iba de la ciudad cuando se topó con un soldado de la guarnición de Sanction que en otros tiempos le había comprado armas. Moorgoth había dejado un retén en la ciudad durante su ausencia.
—¡Ironfeld! —exclamó al reconocerlo—. ¿No os habíais unido al ejército de Moorgoth? ¿Cómo es que habéis regresado a la ciudad? Según me han dicho, el ejército avanza hacia el norte.
Theros se excusó diciendo que el comandante había encontrado a otro herrero e intentó seguir su camino, pero el soldado se le pegó como una lapa.
—A eso le llamo yo buena suerte. ¿Conocéis a Yagath? Busca un buen forjador de armas para su ejército. Me dijo que estaba dispuesto a pagar bien por tener un buen herrero. Supongamos que le doy vuestro nombre.
—Supongamos que no se lo dais —repuso Theros.
Yagath era un bárbaro del sur que atacaba, con su horda de guerreros montados, a sus enemigos como un letal huracán que no dejara nada vivo a su paso. Theros no deseaba formar parte de ningún ejército y menos aún del de Yagadi. Hizo ademán de seguir su camino.
—Supongamos que le digo a Moorgoth dónde puede encontraros —se burló el soldado.
Theros se volvió a mirarlo.
—Me dijeron que habíais desertado —le dijo el hombre.
—¿En tal caso, por qué no me entregáis?
—Porque Yagath me dará más por vos vivo que Moorgoth por vos muerto. Como os he dicho, Yagath necesita un herrero.
Theros se encontró con que no tenía más opción que unirse al ejército de Yagath o ser entregado a los hombres de Moorgoth. Estaba sin dinero y carecía de medios para ganarlo. La mujer a la que amaba había desaparecido. Debía de haber sido vendida como esclava o, en el mejor de los casos, estaría muerta. No tenía nada que perder.
Theros trabajó para Yagath durante cinco años, instalado en un campamento base donde levantó una forja, en un valle entre montañas cerca de Neraka. En aquellos años, en la zona de Sanction y Neraka se concentró gran cantidad de tropas. En el ejército de Yagath bullían los secretos y las conspiraciones, pero Theros estaba ciego, sordo y mudo a ese respecto. No se granjeó amigos ni enemigos. No le preocupaba nada fuera de sí mismo; se limitaba a hacer su trabajo y a cobrar su paga. Había aprendido lo que podía ocurrir cuando se metían las narices en los asuntos de otros hombres.
Se concentró en su trabajo y consiguió que las espadas y armaduras que forjaba fueran las mejores.
Cinco años después de haber empezado a trabajar para Yagath, estalló la guerra que, con el tiempo, habría de ser conocida como la Guerra de la Lanza. Bajo el caudillaje de un hombre llamado Ariakas, la mayoría de los ejércitos se dirigió hacia el norte o el este, con el objetivo de conquistar las áreas más pobladas. El ejército de Yagath marchó con ellos y nunca más volvió.
Yagath había muerto, abatido por el disparo de un certero arquero elfo, y los oficiales y la tropa se habían unido a otros ejércitos. Al recibir la noticia, Theros recogió sus cosas y se dispuso a marcharse. Se sentía igual que cuando los minotauros le devolvieron la libertad. Era agradable no depender de nadie, pero ¿qué iba a hacer ahora con su vida?
En el camino de vuelta a Sanction se cruzó con un ejército de hobgoblins que se dirigía hacia el norte. Sacó el hacha y la sostuvo en alto dispuesto a vender cara su vida pero, para su sorpresa, los hobgoblins lo trataron como si fuera una especie de dios y lo escoltaron como invitado de honor hasta su campamento.
El clan Brekthrek se trasladaba a un territorio seguro en Nordmaar y necesitaban un forjador de armas.
—Hemos oído hablar muy bien de ti —le dijo el jefe del clan dándole un golpe amistoso en el pecho—. Tú ven. Trabaja para nosotros.
Theros rechazó la oferta. No quería tener nada que ver con hobgoblins, a los que consideraba groseros, brutos y malolientes.
El jefe del clan le ofreció una paga de mil piezas de acero por unirse a ellos.
—Y —añadió con una mueca burlona— la promesa de no decir al barón Moorgoth dónde puede encontrarte.
Theros renegó del día en que había conocido a Moorgoth. Aquel hombre era como una maldición en su vida.
Theros pasó a ser un miembro del clan Brekthrek. Los hobgoblins nunca habían visto armas o armaduras de tanta calidad como las que forjaba Theros. De hecho, las armaduras y espadas eran demasiado buenas para que el jefe del clan las dejara en manos de sus goblins. A las tropas del clan Brekthrek les bastaba con espadas y lanzas ordinarias, y justillos de cuero por armadura. El hobgoblin vendía o trocaba las armas con los humanos de los ejércitos de Ariakas.
La guarnición de hobgoblins en Nordmaar se enriqueció y Theros se aseguró de recibir una parte de las ganancias. Cambiaba todas sus monedas de acero por piedras preciosas, que guardaba en una bolsa de la que no se separaba jamás. Soñaba que algún día tendría la oportunidad de marcharse y empezar una nueva vida lejos de allí.
La oportunidad de dejar el clan se presentó dos años más tarde, cuando la guarnición se trasladó al interior de Neraka. A Theros no se le permitió permanecer con el ejército por mucho que el hobgoblin rogara para conservar a su herrero ya que eran muy pocos los humanos sirvientes que podían entrar en la ciudad. Si Brekthrek conocía la razón, cosa que Theros dudaba, no se la quiso decir. Theros había oído habladurías acerca de los extraños y terribles rituales que se celebraban en los templos de Neraka. No tenía la menor idea de en qué consistían, ni le importaba. No era asunto suyo.
No era el mejor relato que podía ofrecer a los elfos. Si descubrían que había trabajado para los hobgoblins, le clavarían aquellas ornamentadas espadas directamente en el corazón.
—Procedo de Nordmaar —dijo Theros—. Mi padre era pescador. De niño fui capturado por los minotauros y durante años trabajé como esclavo en una de sus naves.
¿Se engañaba, o su interlocutor de pronto parecía extremadamente interesado?
—Formaba parte del tercer ejército minotauro que atacó a los elfos silvanesti. Fui liberado por un campeón silvanesti, al que sigo agradecido.
Era la verdad, pura y desnuda. Los elfos lo escuchaban sin hacer ningún comentario. No habría podido decir si lo creían o no.
—A partir de entonces, fui de un lado a otro, sin detenerme demasiado en ninguna parte. Ahora me dirijo hacia el sur en busca de un buen lugar donde establecer mi negocio. No me convenía quedarme en el norte. Está plagado de ejércitos y ocurren cosas terribles. Incluso hay rumores de dragones —añadió sonriendo.
Los rumores de la existencia de dragones siempre hacían reír a la gente, pero los elfos ni siquiera sonrieron.
—¿Qué os ha traído hasta aquí? —le preguntó Gilthanas.
—Allí donde fuera, alguien me hablaba de Solace. Todos los viajeros que me encontraba por los caminos iban a Solace o venían de allí. El nombre de la ciudad también me atrae. —Theros se encogió de hombros—. He llevado una vida muy dura; no me irá mal solazarme un poco.
Otra pequeña broma a la que los elfos no parecieron encontrar la gracia.
—He pasado cerca de Thorbardin —continuó—. También pasé por Pax Tharkas, y en todas partes he oído hablar de guerra. No deseo verme envuelto en ella.
Era la verdad. Se sentía mortalmente asqueado de la guerra, hastiado de tanta lucha y tanta muerte.
Gilthanas se volvió hacia los otros dos elfos, que asintieron con la cabeza, y luego volvió a dirigirse a Theros.
—Maese Ironfeld, para ser sincero, os diré que os hemos traído aquí creyendo que erais un agente de Verminaard.
—¿Verminaard? —preguntó Theros repitiendo el nombre—. He oído hablar de él. ¿Es algo así como un nuevo tipo de clérigo, no?
—Es un clérigo del Mal y el comandante del ejército de Pax Tharkas —repuso Gilthanas con voz apesadumbrada pero firme—. Ese tal Verminaard tiene un solo objetivo: exterminar a todos los elfos de Qualinesti.
Gilthanas lo observó para ver cómo reaccionaba.
—Ni siquiera los minotauros se proponían algo así —gruñó Theros—. Sólo pretendían establecer una colonia.
Esa vez Gilthanas sonrió y miró a Theros con cierta perplejidad.
—Me gustaría haceros una pregunta que quizá consideréis algo extraña.
—Adelante —contestó Theros.
—¿Por qué os dejó en libertad el campeón elfo, maese Ironfeld? Por lo común, nuestros primos silvanestis matan a los humanos sin pensárselo dos veces, igual que hacen con los minotauros. Encuentro muy misterioso vuestro caso.
Theros pensó unos segundos y luego repuso:
—Fue un combate justo y una derrota honorable. Tuve la oportunidad de matarlo y le perdoné la vida. Él me pagó con la misma moneda.
—Ya veo.
Gilthanas lo contemplaba pensativo. Theros tuvo la impresión de que el elfo realmente podía verlo. Quizás incluso viera más cosas en aquel incidente que el propio Theros.
Theros reprimió un bostezo y deseó que aquello se acabara pronto. Necesitaba dormir si quería volver a ponerse en camino a la mañana siguiente.
Gilthanas se levantó y dio la vuelta al escritorio hasta situarse de pie frente a él.
—Seréis nuestro invitado por esta noche, maese Ironfeld. Hirinthas y Vermala os mostrarán la habitación en la que os alojaréis por esta noche.
No era una invitación que pudiera declinarse. Theros iba desarmado y estaba solo en un campamento guerrero. Se encogió de hombros y aceptó la oferta. Mientras los elfos tuvieran la amabilidad de darle algo de comer y le proporcionaran un lugar cálido donde dormir, no pensaba poner pegas a sus planes, al menos por aquella noche. Había dormido en sitios mucho peores.
Hirinthas y Vermala lo llevaron al piso de abajo. Theros miró a su alrededor buscando sus posesiones, pero no las vio por ninguna parte.
—No os preocupéis, maese Ironfeld —le dijo Vermala—, vuestra bolsa de viaje os será devuelta mañana por la mañana.
Los elfos condujeron a Theros a otra casa construida en un árbol hueco, al otro lado del círculo central del pueblo. Le franquearon la entrada y le acompañaron por otra escalera de caracol que daba a una trampilla en el techo. Vermala la abrió y le mostró una alcoba.
—Aquí tenéis vuestra habitación, maese Ironfeld. Os vendremos a buscar por la mañana.
Theros subió y los elfos cerraron la trampilla. Era una alcoba limpia y curiosa, con un lecho de paja en un lado y un soporte con una jofaina en el otro. En una mesa baja situada junto a la cama había un cuenco con pan y fruta. Theros hizo una mueca de disgusto. Después de haber vivido tantos años entre minotauros, su paladar estaba habituado sobre todo a la carne, pero ya sabía que los elfos raramente se alimentaban de animales.
Comió y se lavó. Llevaba casi toda la semana viajando y durmiendo al raso. Disponer de una cama era todo un lujo.
Se acostó y durmió profundamente durante toda la noche.