32

Theros permaneció entre las sombras, debajo de la cocina, mucho rato después de que los forasteros hubieran huido, pensando en ellos y en la extraña sensación de que le habían acariciado el alma. No encontró explicación que lo satisficiera y, finalmente, decidió olvidar sus preocupaciones pensando que todo aquello era un absurdo y se puso en camino hacia el taller. Por la manera en que los hobgoblins y los soldados humanos corrían de un lado para otro, saltando entre los arbustos y precipitándose arriba y abajo por las escaleras, adivinó que el extraño grupo había logrado escapar.

Llegó a la forja. Estaba revisando que todo estuviera en orden antes de irse a dormir, cuando el hobgoblin Glor llegó corriendo y asomó su fea cabeza por la ventana.

—Maese Ironfeld. ¿Veis gente extraña? ¿Se esconden en vuestro taller?

—No, Glor, nadie se ha escondido aquí —le contestó Theros reprimiendo una sonrisa—. Entra a mirar si quieres.

—Oh, gracias, maese Ironfeld. Debo hacerlo. El jefe lo manda.

El hobgoblin recorrió la forja, pero evitó mirar en los rincones oscuros o en el interior de los grandes barriles y no levantó ninguna trampilla. No le interesaban los lugares en los que alguien pudiera esconderse. Glor no tenía ganas de lucha, y menos con un caballero solámnico que, según dijo, era tan alto como un minotauro y esgrimía una espada del tamaño de un vallenwood.

Theros tampoco deseaba entrar en combate, ni con el caballero ni con nadie. Sus días de lucha pertenecían al pasado. Con los años, había adquirido prudencia y sabiduría, o eso se decía a sí mismo. No sentía ninguna necesidad de buscar la gloria cuando podía ganar montañas de dinero ejerciendo el tranquilo y honesto oficio de forjador de armas y armaduras.

Su nombre era bien conocido y cualquiera que deseara una pieza especial, ya fuera un arma o una armadura, acudía a Theros Ironfeld. Mantenía la boca cerrada, entregaba en plazo y se atenía a las especificaciones que le diera el cliente. Con la presencia de ejércitos extranjeros en el norte y los rumores, o las pruebas, de la inminente guerra, la demanda de armas estaba en pleno apogeo. Por desgracia para la población, pero afortunadamente para Theros, estaba claro que tendría más encargos de los que pudiera atender.

Cubrió la boca de la fragua, dejó que los carbones se enfriaran y el humo saliera en volutas por la chimenea y se retiró al ancho tronco de vallenwood, situado detrás de la forja, que le servía de casa. Vivía en la parte baja del tronco, vaciado para dejar lugar a una habitación que hacía las veces de dormitorio y sala, y a una pequeña cocina. No sabía por qué pero, contrariamente a la gente de Solace, no dormía tranquilo en las copas de los árboles.

Vivía solo. Algunas noches pensaba en Marissa, la mujer que había conocido en Sanction hacía tantos años. No había encontrado a ninguna otra mujer que la igualara, aunque lo cierto es que tampoco se había esforzado mucho. No le parecía que su destino fuera encontrar a su compañera perfecta.

«Cuando sea rico —se decía—, seguro que encontraré a una mujer. Entonces se pelearán entre ellas para que las corteje.

»No sé lo que me digo —se respondía a sí mismo—. Las mujeres no son compatibles con mi trabajo. Tendría que ser una mujer muy paciente la que se aviniera a soportar la suciedad y el hedor de la fragua, y aceptara las manos callosas y ásperas de un forjador de armas».

Entró en su casa, que estaba sumida en la oscuridad. Dejó la puerta abierta para que entrara la luz de las lunas y avanzó a tientas buscando una vela. Un ruido a sus espaldas le llamó la atención.

Se dio la vuelta, y vio a un grupo de gente que cruzaba por delante de su casa avanzando sigilosamente en la oscuridad. No podían verlo. Se acercó de puntillas a la puerta y los observó. Se marchaban de la ciudad en dirección este.

No le fue difícil reconocerlos. El semielfo y el caballero abrían la marcha. Avanzaban en perfecto silencio, a excepción de alguna risita ahogada, proferida sin duda por el kender, que, de inmediato, era acallado por las severas reprimendas del enano. Formaban la banda de fugitivos más peculiar que Theros hubiera visto en su vida.

A su paso, ignorantes de su existencia, una vez más le tocaron el alma.

A primera hora del día siguiente, después de una noche de sueño agitado y no demasiado reparador, Theros se fue a visitar al Sumo Teócrata. Golpeó la puerta, pero no obtuvo respuesta. Aplicó el oído y escuchó. Sin duda, se oían voces. Volvió a golpear con fuerza.

Finalmente, la puerta se abrió. El capitán de la guardia, un guerrero enfundado en una armadura negra de cuero, lo miró con enfado.

—¿Qué os trae por aquí?

—Pronto tendré las espadas terminadas —repuso Theros en un tono que indicaba su indignación por la espera—. ¿Dónde debo entregarlas?

No era más que una excusa. En realidad, a Theros le consumía la curiosidad por saber qué había ocurrido en la posada la noche anterior. Mirando por encima de la cabeza del guerrero, lo que no era difícil para un hombre de la estatura de Theros, descubrió al Sumo Teócrata sentado en un sillón entre cojines y almohadones. Estaba más pálido que un fantasma y se tocaba el brazo envuelto en abultados vendajes.

—Lo siento, capitán. No me daba cuenta de la situación. ¿Se encuentra bien el Sumo Teócrata? —preguntó Theros—. ¿Está herido?

—Anoche fue atacado por una banda de criminales en la posada El Último Hogar. ¿Habéis visto algo…?

—¿Es Ironfeld? —gritó el Sumo Teócrata desde el interior—. Que entre, capitán.

Theros entró y no pudo evitar fijarse en la mano vendada del Sumo Teócrata. El vendaje dejaba al descubierto las yemas de los dedos, ennegrecidas e hinchadas.

—¿Qué os ha ocurrido, señor? —se interesó.

—Fue esa maldita mujer bárbara y esa Vara de Cristal Azul. —Era evidente que Hederick combatía el dolor con los licores que destilaban los enanos, porque tenía la voz pastosa, la mirada desenfocada y apenas se entendía lo que decía—. Capitán, sabíais que había dado órdenes de detener a cualquiera con una Vara de Cristal Azul. Con una vara de cualquier tipo. Tipo. ¿Cómo es que esa mujer ha entrado en la ciudad con la vara, capitán? —Hederick dio un puñetazo en la mesa con la mano sana—. ¡Contestadme!

El capitán puso cara de mortificación, como si ya se lo hubiera explicado cincuenta veces y supiera que lo conminarían a explicarlo cincuenta más.

—Cuando ella, su compañero y el caballero solámnico pasaron por el control del camino a las afueras de la ciudad, la vara parecía un simple bastón de caminante, Sumo Teócrata. Hemos publicado una orden de arresto contra todos los integrantes del grupo que nos habéis descrito. Si asoman por alguna parte, tendrán que responder ante mí y, por supuesto, ante vos, Sumo Teócrata.

Hederick gruñó con disgusto y el soldado inclinó la cabeza en señal de sumisión, mientras ponía los ojos en blanco aprovechando que el Sumo Teócrata no lo veía.

—¿Sabéis algo de todo eso, Ironfeld? —le preguntó Hederick.

—Lo siento, señor —se disculpó Theros—. No sé nada. ¿La… la vara os hizo esa herida en la mano?

—No —contestó Hederick incorporándose con orgullo—. Me lo hice yo mismo.

Theros lo miró sorprendido. Sabía reconocer una quemadura grave aunque sólo viera el contorno. Por el aspecto de su mano, se diría que Hederick la había metido en las ascuas al rojo vivo de su fragua.

—¿Os… lo hicisteis vos mismo, señor?

—¡Sí, pero ella me obligó! —Le salía espuma por la comisura de la boca—. ¡Esa bruja!

—Entiendo —dijo Theros, pero no era verdad.

—¡Bien, entonces, idos! —le ordenó airado—. Si veis a alguno de ellos, informadme.

Dicho esto, Hederick echó mano de la botella de licor. El capitán abrió la puerta y acompañó a Theros a la salida.

Pasó una semana antes de que Hederick le diera instrucciones sobre lo que debía hacer con las espadas.

Theros volvió una vez más a la casa del Sumo Teócrata, acudiendo a su llamada.

Al parecer, el Sumo Teócrata ya se encontraba mejor, pero todavía llevaba la mano vendada y las cicatrices de aquel percance le durarían de por vida, como bien sabía Theros por experiencia.

El herrero le informó de que la mercancía estaba lista para ser entregada, mencionó de pasada el precio convenido, y luego procuró satisfacer su curiosidad.

—Sumo Teócrata, ¿a quién van destinadas las espadas? Son demasiado aparatosas para vuestra guardia.

—Es un secreto oficial —repuso Hederick mirando a su alrededor para comprobar que nadie los escuchaba—. No os lo debería decir, pero…

Su vanidad lo dominaba hasta el punto de ser incapaz de ocultar sus relaciones. Hizo una señal a Theros para que se acercara.

—¿Habéis oído hablar de la campaña de lord Verminaard contra esos malditos elfos?

—Sí —contestó Theros con voz tranquila—. Y también que cuando haya acabado con los elfos marchará sobre Solace.

—Me une una amistad personal con lord Verminaard —protestó Hederick—, y me ha asegurado en múltiples ocasiones que no piensa perturbar la paz de Solace, pues sabe que está en manos expertas.

Theros deseó que fuera verdad.

—¿Y las espadas son para las fuerzas destacadas en el norte o para las tropas de Verminaard? Lo pregunto porque como son tan…

El Sumo Teócrata le impuso silencio con un siseo.

—Silencio, maese Ironfeld. Como ya os he dicho, son secretos oficiales. Esas armas están destinadas a la guerra pero no necesitáis saber quién las utilizará. ¡Es un secreto! Vos sólo debéis preocuparos de que os pague bien por vuestro tiempo y vuestro esfuerzo.

Para subrayar sus palabras, el Sumo Teócrata le entregó una abultada bolsa de fieltro.

—El dinero de más es la recompensa por la calidad de vuestro trabajo, maese Ironfeld.

Theros cogió la bolsa y se abstuvo de abrirla y mirar en el interior. Confiaba en que contuviera buenas piezas de acero y no falsas monedas de cobre o lo que había dado en llamarse «céntimos de kender».

—Gracias, Sumo Teócrata. Os agradezco la distinción que supone trabajar para vos. Y ahora, si quisierais decirme dónde queréis que entregue las armas —preguntó Theros con la esperanza de conocer al comprador.

—Glor pasará a recogerlas —le contestó Hederick con una sonrisa amarga—. Tenedlas preparadas a mediodía, maese Ironfeld —dijo, y con un gesto dio por acabada la entrevista.

De vuelta al taller, Theros se puso a embalar las armas para el transporte. «Así que aquellas armas iban destinadas a Verminaard», se dijo recordando a Gilthanas, Vermala y los otros elfos. Quizás una de sus espadas sirviera para asesinar a sus amigos. El trabajo actual de Theros podía significar la muerte de aquellos por los que en otro tiempo había trabajado tan duro para poner a salvo.

«¡Bah! Es ridículo. Me he limitado a hacer mi trabajo, nada más. Bien tengo que ganarme la vida, ¿no? Ni el mismo Gilthanas me censuraría —pensó—. De todos modos, no será difícil seguir a ese tonto de Glor cuando deje la ciudad».

Al darse cuenta de que estaba conspirando, Theros hizo una mueca. ¿Podía ser que estuviera intentando recuperar el gusto por la aventura de su juventud? No tenía ninguna necesidad de saber nada de los destinatarios de las armas que acababa de forjar, salvo que habían pagado al Sumo Teócrata una buena suma de la que él había recibido un generoso pellizco.

«Tonto, soy condenadamente tonto —se dijo—. Te van a dar de garrotazos en la cabeza si no vas con cuidado, Theros Ironfeld». Estaba resuelto a permanecer en la forja.

A la hora convenida apareció Glor con un furgón. Entre los dos cargaron los tres cajones de espadas en la parte trasera de la carreta y Glor los ató firmemente con cuerdas para que no se movieran durante el trayecto a causa de los baches del camino.

Glor se subió al furgón. El hobgoblin estaba de excelente humor, contento de que el problemático grupo de forasteros hubiera desaparecido sin dejar rastro.

Theros esperó hasta que se hubo alejado unos cien metros por el camino y luego lo siguió a pie, escondiéndose entre las sombras de los árboles que jalonaban el camino.

Tal como fueron las cosas, no hubiera hecho falta que se escondiera, porque Glor no miró hacia atrás ni una sola vez. Siguió al lento furgón hasta las afueras de la ciudad y por los campos de los granjeros, que tapizaban el paisaje hasta el horizonte.

En un par de ocasiones perdió de vista el furgón, debido a que las suaves colinas le tapaban la continuación del camino. Al rebasar la cima de la segunda loma, vio que el furgón estaba parado en la falda, junto al camino. Estaba tan cerca que ni siquiera un mentecato como Glor podía dejar de advertir su presencia.

Theros se agazapó entre los arbustos, se tumbó boca abajo en el suelo y avanzó arrastrándose a fin de ver a los clientes de Glor. Cuando consiguió asomar la cabeza, el furgón ya estaba vacío y Glor arreaba al caballo para que diera la vuelta.

—¡Maldita sea! —farfulló Theros.

Se había perdido la transacción. Quienquiera que hubiera recogido las armas ya debía de haber desaparecido en el bosque. Cuando tuvo el carro mirando hacia Solace, Glor hizo detenerse al caballo para recoger los tres cajones vacíos y cargarlos.

De todos modos, Theros había confirmado sus sospechas. Las espadas no iban a utilizarse para la guerra en el norte. De haber sido así, no las habrían sacado de los cajones. No, aquellas armas habían sido entregadas para satisfacer necesidades más urgentes y locales.

Theros permaneció escondido entre los arbustos hasta que Glor lo adelantó, y luego volvió a seguirlo de vuelta a la ciudad. Al entrar en ella, Theros subió por la primera escalera que encontró, y acortó camino por las pasarelas hasta el vallenwood a cuyo pie se encontraba la forja.

Cuando llegó, Glor ya había parado delante de la puerta y entraba en el taller. Un minuto más tarde, salía gritando su nombre mientras rodeaba el taller. Theros descendió por la rampa.

—¡Aquí arriba, Glor! ¿Me buscabais? —le preguntó Theros en tono despreocupado.

—Oh, sí, maese Ironfeld. Tengo cajas de madera de las espadas. ¿Dónde las dejo?

—Dejádmelas detrás del taller si no es molestia, Glor —le dijo al tiempo que le lanzaba una pieza de plata.

El hobgoblin la cogió en el aire y sonrió de oreja a oreja.

—¿Les han gustado las espadas a tus clientes? —le preguntó Theros intentando sacarle información.

—Yo no sé. No dicen nada a Glor. Ellos creen que yo esclavo. Me dicen «haz esto», «haz aquello» y quieren que yo ir corriendo. Ahora me voy. A comer y a beber.

El hobgoblin se fue y Theros regresó a su taller, sin saber mucho más que cuando había salido. Jadeaba y estaba todo sudado. Por lo menos, Glor no parecía haber sospechado nada.

—No estoy en forma —farfulló hablando consigo mismo—. ¡Hace demasiado tiempo que vivo cómodamente! Y he cometido el error de dejar que ese hobgoblin se adelantara en exceso.

Pero a todo esto, sonreía. Tenía que admitir que había disfrutado de la excursión clandestina. Necesitó hacer un esfuerzo de voluntad para volver a la rutina del trabajo.

Al anochecer, fue a la posada El Ultimo Hogar y pidió lo de costumbre: patatas picantes y cerdo a la sal. La comida estaba buena y la cerveza tan exquisita como siempre. En la posada se hablaba de lo de siempre: los rumores de guerra en el norte. Corrían historias de criaturas del Mal, de una especie nunca antes vista en Krynn, que atacaban a ciudadanos desprevenidos. Otros afirmaban tener amigos cuyos familiares conocían a otros que habían oído contar que en Ciudadela Norte se habían producido ataques de dragones.

Theros se reía para sus adentros. Había estado en aquella zona con los ejércitos de Dargon Moorgoth y del clan Brekthrek y nunca vio un dragón ni ninguna otra criatura del Mal. Comió y bebió en silencio, escuchando la cháchara que los clientes con sentido común calificaban de «cuentos de kenders».

Cuando acabó de comer, pagó la cuenta y volvió a la forja para echar un último vistazo antes de retirarse a dormir. Abrió la puerta y entró sin detenerse a encender ninguna lámpara. Le bastaba la luz de los carbones encendidos, las antorchas de la plaza cercana y el brillo de las lunas.

Todo estaba en orden. Ya se iba cuando se dio cuenta de que había olvidado cerrar los postigos traseros y, al disponerse a hacerlo, le pareció escuchar un murmullo entre los arbustos, en el mismo lugar donde hacía una semana había visto, o le había parecido ver, a un elfo.

Ya fuera un elfo o un bandido, un kender o un hobgoblin, a Theros no le hacía ninguna gracia que alguien estuviera curioseando alrededor de la forja y del almacén repleto de espadas, dagas y vainas finamente trabajadas. Cerró los postigos con rabia y se fue hacia la sala principal del taller. Allí encontró su viejo tahalí de cuero y se lo puso. Luego, fue hacia el mostrador, descolgó la enorme hacha de guerra del centro del expositor y se la echó a la espalda.

¡Por Sargas que averiguaría qué estaba pasando!