PRÓLOGO

Aquella tarde de mayo de 1948, el lamento de las gaitas se extendió por última vez en el laberinto de viejas callejuelas. Anunciaba la salida de los soldados británicos que habían ocupado la vieja ciudad de Jerusalén. Impasibles, marchaban silenciosos en grupos de ocho o diez, y el martilleo de sus borceguíes punteaba la melodía. Encuadrando a cada grupo, dos hombres, metralleta en mano, vigilaban atentamente las fachadas y terrazas del universo hostil que atravesaban.

En las ventanas o en los umbrales de las sinagogas y escuelas religiosas de la calle de los Judíos, los viejos de luengas barbas contemplaban el desfile. Durante tres mil años, sus antepasados habían visto partir a muchos otros ocupantes: asirios, babilonios, persas, romanos, cruzados, árabes y turcos. Hoy les tocaba el turno, a los militares británicos, de abandonar aquellas murallas tras un triste reinado de treinta años. Pálidos y encorvados por una existencia dedicada por completo al estudio, aquellos ancianos encarnaban la perennidad de la presencia judía en Jerusalén. Rabinos, talmudistas o doctores de la ley, parcela casi olvidada de la comunidad dispersa, habían sobrevivido de siglo en siglo. Habían santificado el día del sábado y regulado cada acto de sus pobres vidas según los preceptos sagrados. Se habían aprendido de memoria los versículos de la Torá y copiado de nuevo cuidadosamente los textos del Talmud, que se transmitían de generación en generación. Cada día acudían a postrarse ante el Muro de las Lamentaciones, implorando al Dios de Abraham que hiciera regresar a su pueblo a esta tierra de la que había sido expulsado. Nunca este día pareció más próximo.

De hecho, otras miradas espiaban la columna de soldados extranjeros. Emboscados al abrigo de sacos terreros que obstruían determinadas ventanas o tras invisibles aspilleras dispuestas en las venerables fachadas, los vigías judíos esperaban, armados con metralletas y granadas rudimentarias. Dentro de poco, cuando desapareciese el último soldado, se lanzarían hacia las posiciones británicas abandonadas, una media docena de casas fortificadas que defendían el barrio judío de los ataques procedentes de los barrios árabes que lo rodeaban.

Cuando el último destacamento británico llegó al final de la calle, torció hacia la izquierda, para subir por una callejuela que conducía al imponente cercado del patriarcado armenio. Se detuvo cuando llegaron ante el arcén de piedra que coronaba la entrada del número 3 de la calle Or Chayim.

En su despacho, con las paredes repletas de libros viejos y objetos religiosos, el rabino Mordechai Weingarten, la más alta autoridad del barrio, había pasado la tarde en compañía de sus textos sagrados. Absorto en su meditación, tardó un momento antes de responder al golpe dado en la puerta. Se levantó al fin y, tras ponerse el chaleco y la levita negros, se ajustó sus gafas con montura de oro, cogió su sombrero y salió. En el patio, un oficial, con las insignias amarillas y rojas del «Suffolk Regiment», le esperaba para entregarle una gran llave. Era la llave de la puerta de Sión, una de las siete puertas de Jerusalén.

—Desde el año setenta hasta hoy —declaró el oficial—, ninguna llave de Jerusalén ha estado en manos judías. Es, pues, la primera vez en diecinueve siglos que su pueblo obtiene este privilegio.

Weingarten alargó una mano trémula. La leyenda quiso que la noche en que el emperador romano Tito destruyera el templo de los judíos, sus sacerdotes lanzaran las llaves de Jerusalén hacia el cielo gritando: «¡Qué Dios sea en adelante el guardián de estas llaves!».

El oficial británico se cuadró y saludó.

—Nuestras relaciones no han sido siempre fáciles, pero separémonos como buenos amigos —añadió—. Buena suerte y adiós.

—¡Bendito seas —murmuró Weingarten—, oh, Dios, que nos concedes la vida y el pan y nos has permitido ver este día!

Después, dirigiéndose al inglés, añadió:

—En nombre de mi pueblo, acepto esta llave. El oficial dio media vuelta y ordenó retirarse a sus hombres. El crepúsculo cubría ya de sombras la ciudad. Pronto, un nuevo ruido sucedió al lamento de las gaitas. Se desvanecía la alegría del rabino que apretaba entre sus dedos la llave de la puerta de Sión. Este ruido venía a recordarle cuan frágil era el derecho del pueblo judío a vivir en aquella ciudad, y cuan ilusoria podía revelarse la posesión. Una vez más, Jerusalén se iba a convertir en campo de batalla. Sus muros sólo pertenecerían a aquellos que supieran conquistarlos y guardarlos. En la creciente oscuridad, el ruido se multiplicaba. Desgarrador y siniestro, pronto pareció venir de todos los rincones de la ciudad. Era el crepitar de las balas.

A cada silbido, la joven árabe bajaba la cabeza y apresuraba el paso. A su izquierda, Assiya Halaby distinguía las murallas de la ciudad vieja bañada por el sol de Levante. Ante ella, en lo alto de la desierta avenida, se elevaba el edificio de cinco pisos donde había pasado gran parte de su existencia. Aquella gran mole de piedra dominaba el cielo de Jerusalén, tal como sus ocupantes habían dominado la vida de la ciudad. Llevaba el nombre del rey judío que había escogido, para construir su capital, estas colinas de Judea y que, aún ayer, albergaba la sede de la autoridad británica en Palestina.

Aquella mañana, el vestíbulo del «Hotel Rey David» estaba casi vacío. Una capa de polvo amarillo cubría las butacas y canapés, y los papeles ensuciaban los corredores. Sobre la escalinata, varios armarios repletos de archivos precintados con un sello de lacre rojo esperaban ser cargados en un camión. Fuera, en la terraza, otros documentos acababan de ser quemados en cajas metálicas: viejos decretos o reglamentos cuya publicación había suscitado, poco antes, tantas esperanzas, y cuyas cenizas se dispersaban en las corrientes de aire. En un rincón del vestíbulo, algunos oficiales británicos hablaban en voz baja, con ese tono propio de los últimos invitados a una recepción, cuando, descubren que ya se han ido los demás convidados.

Assiya Halaby comprendió que de todos los empleados, árabes o judíos, ella era la única que había ido, con peligro de su vida, a despedirse de aquellos hombres. Habían gobernado su tierra natal durante casi un tercio de siglo. La vigilia, en su despacho del tercer piso, había prestado sus servicios en un último acto oficial para el Gobierno de Su Majestad. Había firmado el documento solicitando al Departamento de Agricultura un crédito suplementario excepcional de seiscientas cincuenta libras palestinas para la contratación de dos nuevos guardas con destino al bosque de Jenin. La seguridad de que ningún árbol de aquel bosque conocería jamás su protección, no había impedido el meticuloso deslizamiento de su pluma de funcionaria. Assiya Halaby era un genuino producto de aquella administración cuyas cajas de archivo llevaban ahora el trabajo ordenado.

JERUSALÉN Y SUS ALREDEDORES

1. La puerta de Jafa, donde murió la señora Majaj.

2. «Hotel Semíramis», donde desapareció la familia Abussuan.

3. El «Palestina Post», que no se publicaría más.

4. Matanza en la calle Ben Yehudá.

5. «Agencia Judía», donde anunció Ben Gurion: «Al fin, somos un pueblo libre».

6. La trágica emboscada al convoy del hospital de la Hadassah.

7. Aquí detuvo Josef Nevo a los autocañones de la Legión Árabe.

8. «Notre-Dame de France», la fortaleza que cambió diez veces de manos.

9. «Orfelinato Schneller», primera base de la «Haganah» en Jerusalén.

10. Centro Comercial, escenario de la primera escaramuza.

11. Universidad hebrea.

12. Hospital de la Hadassah.

13. Residencia del Alto Comisario británico.

14. «Instituto Augusta Victoria».

15. «Hotel Rey David».

16. Calle Mamillah.

17. Estación.

18. Y.M.C.A.

19. Recinto ruso.

20. Escuela de Policía.

21. Consulado de Francia.

22. Avenida del Rey Jorge V.

23. Avenida de la Princesa Mary.

24. Central de Correos.

25. Monasterio de San Simeón.

26. Calle de los Profetas.

27. Puerta Nueva.

28. Puerta de Damasco.

29. Puerta de Herodes.

30. Puerta de San Esteban.

31. Puerta Dorada.

32. Puerta de Dung.

33. Puerta de Sión.

34. Central eléctrica.

35. Edificio David.

36. Cuarteles Allenby.

37. Musrara.

38. «Banco Barclay's».

39. Convento de las Hermanas Reparadoras.

40. Plaza de Sión.

41. Avenida de Solimán.

42. Cuartel El-Alamein.

43. Hospital italiano.

44. Casa de Katy Antonious.

Procedente de una familia árabe cristiana de la burguesía media, debía mucho a aquella administración. En primer lugar, su emancipación, simbolizada en un breve formalismo en la oficina de matriculación de vehículos de Jerusalén, una mañana de 1939. Aquel día, Assiya Halaby se convirtió en la primera mujer árabe dueña y conductora de un automóvil. Como la mayoría de los árabes de Palestina, Assiya no había creído ciertamente en la marcha de los ingleses. Sobre todo, le parecía imposible que aquellos hombres, que le habían inculcado su satisfacción por las cosas bien hechas, pudieran irse «dejando semejante vacío tras ellos». Y, sin embargo, tras un rápido apretón de manos, subían uno tras otro al autocar. Impacientes ya por abandonar aquellos lugares, ninguno de ellos se preocupó de desearle un feliz regreso a casa. El convoy se dirigió a la puerta de Damasco, para enfilar la carretera del puerto de Haifa, punto de partida de los viajeros para regresar a su país. Sola en la acera, Assiya agitaba el brazo en un último adiós. Ahora, el «Hotel Rey David» permanecería desierto. En aquel edificio que había sido la ciudadela de su poder civil en Palestina, sólo quedaban de la Gran Bretaña algunos pedazos de papel arremolinados en el vestíbulo abandonado.

A su regreso, Assiya encontró un mensaje de su hermano presionándole a regresar al barrio árabe, tras las fortificaciones protectoras de la ciudad vieja. Reunió algunas cosas, su máquina de escribir, su almohada de niña y su oso de peluche. Después eligió un libro de la estantería de su biblioteca.

Tanto para Assiya Halaby como para innunerables habitantes de Jerusalén comenzaba una nueva existencia. Al recorrer la corta distancia que separaba su casa natal de las murallas de la ciudad vieja, tomaba en realidad el camino del exilio. Pronto, su ciudad seria dividida en dos. Y durante los diecinueve años que iba a durar esta separación, la joven tendría tiempo de meditar sobre el mensaje del libro que había cogido. Se titulaba El despertar árabe.

Rígido y solemne en su uniforme, recién planchado, de general de la Artillería Real, el escocés de blanco bigote apareció en el balcón de honor de su residencia y contempló el panorama que se extendía bajo sus pies. Sensible a la belleza del lugar, pero ignorante de la Biblia, un oscuro funcionario había edificado la residencia oficial del Alto Comisario británico en aquella colina, llamada del Mal Consejo. Sir Alan Gordon Cunningham dejó vagar la vista por última vez sobre el espectáculo de la ciudad vieja con su corona de fortificaciones, y después descendió para presidir una breve ceremonia. Porque hasta para un militar, los acontecimientos más dolorosos tenían derecho a la sanción de una rigurosa liturgia. Aquella mañana, Sir Alan enterró en Palestina el reino de Gran Bretaña. Sin embargo, pocas responsabilidades habían sido más codiciadas por su país como el mandato que había recibido de la Sociedad de Naciones en 1922, mediante el cual su autoridad remplazaba, en Palestina, a la de la Turquía vencida por los cañones aliados de la Gran Guerra. Palestina era necesaria a Inglaterra para desarrollar su política en Oriente Medio tras el primer conflicto mundial. Debía servirle de puente de unión entre las fabulosas reservas de petróleo del Irak y el Canal de Suez, arteria vital que había llegado a ser tan británica como el Támesis.

Para realizar esta ambición, Gran Bretaña se empeñó solemnemente en borrar cinco siglos de oscurantismo turco con un modelo de dominación cristiana ilustrada y en abrir las puertas de su vieja patria a los judíos dispersos. Había enviado a Jerusalén a la élite de su administración colonial. Pero como los problemas se revelaron totalmente insuperables, Gran Bretaña, consciente de su fracaso, acabó por renunciar a su mandato. Sir Alan Cunningham, último representante de una lista de grandes comisarios animados por las más elevadas intenciones, sabía mejor que nadie que su país dejaba tras él el caos y la perspectiva de una guerra. Mientras contemplaba la ciudad extendida a sus pies, le turbó un pensamiento inquietante: allá, bajo su terraza, ciento sesenta mil habitantes esperaban su marcha para matarse entre sí.

Algunos oficiales, funcionarios y periodistas —una veintena de personas en total— se habían reunido en la explanada. Cunningham comprobó con tristeza que ningún representante de las comunidades árabe y judía había venido a despedirle. Tras haber estrechado varias manos, se situó ante la fachada de la residencia. Cinco soldados de faldones escoceses verdes, con galones amarillos, del regimiento «Highland Light Infantry», se mantenían firmes en el balcón. Eran las siete de la mañana. Sonó un clarín, y sus notas flotaron un momento en el aire transparente. Después, lenta y majestuosamente, las gaitas acompañaron con su lamento la arriada de la Union Jack en el cielo azul. Sir Alan se sintió lleno de desaliento. «¡Tantos esfuerzos —pensaba—, tantas vidas, para un resultado tan irrisorio! ¿Qué queda de estos treinta años?».

La limusina negra que le conduciría al aeropuerto se detuvo ante él. La aparición del vehículo le contrarió. Era un «Daimler» blindado de cuatro toneladas, especialmente diseñado para los desplazamientos del rey Jorge VI durante los bombardeos de Londres. El escocés siempre se había negado a utilizarlo. Pero aquella mañana efectuaría en él su último viaje a través de Jerusalén.

Antes de acomodarse, quiso ver de nuevo un paraje que le era querido. Le había gustado ir a meditar en las alamedas de aquel jardín. Allí, a menudo, había decidido, a solas con la conciencia, sobre la vida o la muerte de un judío condenado, o procurado el olvido de la atroz visión de sus soldados destrozados por las bombas terroristas. Conocía cada rosal, cada ramo de espliego, cada pino de Alepo, cuidadosamente podado. «Y ahora —pensó—, ¿quién se ocupará de ellos?». Era el 14 de mayo de 1948. Aquel día vio a los ingleses abandonar Palestina, a los judíos proclamar el Estado de Israel y a los árabes en pie de guerra.

Un conflicto iba a abrasar la Tierra Santa para no apagarse ya. Este libro relata su génesis.

Oh, Jerusalén
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