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EL PAPÁ NOEL DE LA «HAGANAH»

La nieve se amontonaba en los tejados y remataba con acolchadas coronas las murallas de la ciudad vieja. Y, por encima, allá arriba, la estrella que 1947 años antes había conducido a los pastores de Judea y a los Reyes Magos hacia el establo de Belén, titilaba como un taro en el cielo de invierno. Envuelta en su manto de nieve, Jerusalén se preparaba para celebrar la Navidad más incierta de su historia. Raramente la paz había parecido tan lejana, y los hombres de buena voluntad, tan poco numerosos como en esta Jerusalén de 1947. Por lo regular, mientras diciembre avanzaba hacia la Navidad, el ruido de los disparos rompían la tranquilidad de la ciudad, y las escaramuzas crecían cada día en intensidad y frecuencia. Antes de fin de año cobrarían numerosas víctimas: ciento setenta y cinco árabes, ciento cincuenta judíos y quince soldados británicos.

Árabes y judíos rivalizaban en ferocidad mutua para alimentar estas estadísticas. Como respuesta a los árabes que disparaban desde lo alto de las murallas sobre el barrio judío de Yemin Moshe, Mishka Rabinovich colocó un fusil ametrallador, en batería, en la ventana de un edificio de la avenida del Rey Jorge V. Desde esta ventana disponía de un ángulo de tiro que dominaba la principal encrucijada árabe que conducía a la puerta de Jafa. Tras haber confiado el fusil ametrallador a su novia, Dina, Rabinovich se subió al tejado provisto de unos prismáticos. Al primer disparo árabe desde las murallas, ordenó a Dina abrir fuego. La joven apretó el gatillo hasta vaciar un cargador entero. De la multitud cayeron una media docena de personas. Algunos minutos más tarde, con su fusil ametrallador desmontado y oculto, Rabinovich y Dina abandonaban el edificio cogidos del brazo como dos enamorados.[6]

Gershon Avner, el joven funcionario que comunicó a Ben Gurion la noticia del Reparto, vio matar, ante sus ojos, a dos soldados británicos en una calle de la Jerusalén judía llena de gente. Un judío fue asesinado en los suks de la ciudad vieja: algunas horas más tarde se encontró su cadáver, metido en un saco de yute, en la puerta de Damasco. Nuria Alima, vendedor de periódicos judío medio paralítico, verdadera institución en Jerusalén, fue asesinado por un árabe que acababa de comprarle un periódico. Robert Stern, célebre editorialista, de origen inglés, del Palestina Post, fue abatido ante la Oficina de Prensa. En el último artículo que acababa de escribir, Stern había compuesto, sin quererlo, su propio epitafio: «Si muero —decía—, antes que un monumento a mi memoria preferiría colectas para el mantenimiento de los animales del zoológico de Jerusalén». Al día siguiente, mientras las primeras entregas afluían al zoo, los árabes ametrallaban el cortejo fúnebre del periodista.

Fuera de las puertas de la ciudad, sobre esta misma carretera de Belén que había visto pasar al carpintero de Nazaret y a su esposa, los tiradores árabes tendieron una emboscada a un convoy judío, matando a diez viajeros y mutilando a continuación sus cuerpos.

Ni aun la vigilia de Navidad fue respetada por los disparos. Atravesando en coche el barrio judío de Mekor Hayim, el árabe cristiano Samy Abussuan, que venía de tocar el violín en el concierto de Navidad de «Radio Palestina», se vio envuelto en una lluvia de balas. Cuando alcanzó la escalinata del «Hotel Semíramis», su automóvil estaba lleno de impactos. Abussuan había conducido a su familia a este modesto hotel, propiedad de su tío, algunas horas después del incendio del Centro Comercial. Con sus tres pisos cubiertos de enredaderas, esta casa era tan discreta que le había parecido el reducto más seguro de Jerusalén.

En el interior, calentado por un gran fuego que crepitaba en la chimenea, un ambiente alegre contrastaba con las calles desiertas y siniestras que el árabe acababa de atravesar. Su familia, según la tradición cristiana, había instalado un enorme árbol de Navidad en el salón del hotel, decorado con guirnaldas y bolas centelleantes. A medianoche, todos los Abussuan debían ir en procesión hasta la vecina capilla de Santa Teresa, para oír la Misa del Gallo. Durante el camino entonarían en la noche los viejos cánticos que celebraban el nacimiento de un Salvador en un establo situado sólo a algunos kilómetros del hotel donde estaban refugiados. Regresarían a continuación para la tradicional cena alrededor de la gran mesa, deslumbrante de porcelana y plata. Como tenía por costumbre en cada Navidad, la madre de Samy había preparado para esta fiesta uno de sus platos preferidos: karshat, tripas rellenas de arroz, ajos y habas.

Poco antes de las once se produjo una sorprendente aparición al pie de la escalera. Tocado con un bicornio de plumas, una capa sobre los hombros y un sable colgado en el cinturón de un uniforme de gala de terciopelo negro bordado en oro, apareció el único cliente de postín del «Hotel Semíramis». Manuel Allende Salazar, vicecónsul de España, iba a representar a su país en la misa solemne de medianoche celebrada cada año, ante el Cuerpo Diplomático y las autoridades del Mandato, en la basílica de la Natividad, en Belén.

Ante las miradas sorprendidas e hilarantes de los demás huéspedes del establecimiento, el joven diplomático español volteó su capa, desenvainó su sable y se perfiló ante la imaginaria silueta de un toro:

—¡Cómo Manolete la tarde de su muerte! —exclamó.

Y, dando una súbita vuelta, desapareció en la noche.

Algunos días más tarde, un eco trágico respondería a las risas que estallaron detrás de él.

Con sus faros iluminados las pendientes cubiertas de nieve, una autoametralladora británica guiaba la columna de vehículos a través de las colinas. Rígido en su uniforme de diplomático, el representante de una nación que, después de muchas otras, se había mostrado incapaz de hacer reinar la paz en esta parcela del Globo, se abandonaba a la melancolía de sus recuerdos. Fue una nevosa noche de diciembre parecida a aquella, treinta años antes, en que el inglés James H. Pallock, prefecto de Jerusalén, vio por vez primera los tejados de Belén. Joven teniente en la vanguardia del ejército de Allenby, se hallaba entonces en el umbral de su vida y de su carrera. Desde aquella primera noche hasta ésta, ni la una ni la otra habían dejado de estar asociadas a Palestina. Ahora, Pollock pensaba con tristeza que él sería el último inglés en representar a su país en la misa de medianoche celebrada en Belén.

Cuando monseñor Vincent Gélat entró en la basílica de la Natividad a la cabeza de la procesión de prelados, las notas del Gloria estallaron entre aquella asistencia, abigarrada de galones, de diplomáticos y peregrinos. En ese instante, todas las campanas de Belén anunciaron una vez más el nacimiento del Mesías. Pero aquel año, sólo un puñado de fieles aguardaban en la plaza de los Pastores, delante de la iglesia, para responder, mediante villancicos, a la llamada de las campanas.

Michel Maluf, árabe cristiano, médico jefe de los hospitales psiquiátricos de Palestina, se levantó al oír el carillón en su casa, a algunas calles de distancia. La vigilia de Navidad era, por costumbre, una alegre fiesta en casa de los Maluf. Decenas de amigos iban a saborear los platos árabes que Berthe Maluf esparcía por todas las mesas. Durante la cena escuchaban las melodías procedentes de la plaza de los Pastores, y después, a la llamada de las campanas, se dirigían, también cantando, hacia la basílica.

Pero aquel año, «la tristeza pesaba sobre la ciudad» y no había ni cena ni fiesta en el hogar de los Maluf. Berthe y Michel habían pasado la tarde jugando al bridge con dos amigos. El único sonido que les había llegado aquella noche fueron las voces de algunos soldados británicos que andaban de francachela.

Cuando los vagos sonidos de los carillones entraron en su salón, el doctor Maluf estrechó la mano de sus amigos y les expresó el voto tradicional de la cortesía árabe: «Que puedan todas vuestras fiestas encontraros en buena salud». Después abrazó a su esposa, y los dos acompañaron a sus amigos hasta la puerta. Juntos, uno al lado del otro, los vieron alejarse por las negras calles cubiertas de nieve. Procedentes del centro de Belén oyeron de nuevo los gritos y cánticos de los soldados británicos, ahora, resonando a través de la noche. «En las casas —pensaba Berthe Maluf al escuchar aquellas voces— ya no hay alegría».

A cuatro mil kilómetros de allá, cerca del puerto de Amberes, un hombrecillo sonriente vestido con impermeable negro, descendió de un «Buick» de alquiler, con los brazos cargados de botellas. Haciendo un ademán con la cabeza, el judío Xiel Federman indicó al solitario guardián del establecimiento que el regalo era para él. Asombrado por aquella inesperada generosidad, el guardián abrió el portal y le hizo al visitante una señal para que pasara. Federman le dirigió un «Feliz Navidad», depositó su paquete en el suelo y se frotó las manos pensando en la tarea que le esperaba.

En la mañana de aquel 25 de diciembre estaba a punto de convertirse en el Papá Noel de la «Haganah». Ante él se extendía el más fantástico almacén de saldos existentes en el mundo en 1947. Distribuida en más de una docena de depósitos se encontraba una cantidad de pertrechos de guerra suficientes para todo un ejército. Cuidadosamente alineados se sucedían centenares de half-tracks, ambulancias, camiones-cisternas, remolques, bulldozers, jeeps, transportes de municiones. Había tiendas de campaña de todos los tamaños —algunas podían albergar a cien hombres—, un océano de cascos, kilómetros de hilos, de cables, de cañones, millares de radios, teléfonos de campaña, walkies-talkies, generadores. Había vagones de cartucheras, calzoncillos, calcetines, borceguíes, jerseys, mochilas, lámparas de bolsillo, botiquines de socorro, productos profilácticos; en pocas palabras, un tesoro inagotable que podían equipar a la mitad de los judíos del mundo. Un tesoro que nunca, antes de su salida para Europa, había pensado Federman en descubrir.

Federman era una excepción en la comunidad judía de Palestina. Rico ya a los veintitrés años, mejor que una simple contribución financiera, puso su genio comercial al servicio del ejército judío clandestino. Mientras Ehud Avriel había ido a Europa a comprar las armas y municiones, Federman fue encargado de adquirir el resto del equipo y del material necesario para poner inmediatamente en pie de guerra a un ejército de dieciséis mil hombres.

Ninguna misión podía convenirle mejor. Emigrado de Alemania en 1940, Federman abrió, cerca del puerto de Haifa, un café, que se convirtió rápidamente en el punto de cita de los marinos británicos. Sólo tenía dieciséis años, pero rápidamente empezó a tratar con sus clientes, «bajo el mostrador», de negocios que nada tenía que ver con sus simples refrescos. Haciendo su biblia del Manual militar de equipo e intendencia, se convirtió en seguida en el primer proveedor del Ejército y la Armada de Su Majestad. Raro era el producto por excéntrico que fuese, que Federman no estuviese en condiciones de proporcionar a sus clientes, de una manera u otra.

Su éxito mayor consistió en proveer a la Royal Navy de cien mil gorras de marino en un tiempo récord. En ninguna parte, en todo el Cercano Oriente había una prensa capaz de dar a estos sombreros su característica forma achatada. Federman descubrió en los arrabales de Tel-Aviv un viejo sombrerero polaco cuya especialidad era la confección de los stramiel, esos sombreros redondos que llevan los judíos ortodoxos de Polonia la noche del Sabbat. El viejo artesano reunió a sus colegas escapados de los ghettos de Polonia, y pronto, los dedos que antes habían fabricado los stramiel de una generación de judíos, produjeron las gorras de los marinos de Su Majestad.

Algunos meses después de la entrega de la última gorra, Federman pudo contemplar su obra en el curso de una ceremonia oficial celebrada en el puente del acorazado Warspite. Aquel día llovía a cántaros, y mientras el almirante pasaba revista a la guardia de honor, la nariz de Federman comenzó a agitarse. Un abominable hedor salía de las filas, olor que reconoció bien pronto. Era el hedor punzante de la cola que había suministrado para la confección de las gorras, y que se disolvía bajo la lluvia; su cola era una pasta hecha con los huesos comprados en los mataderos de Tel-Aviv.

Ahora, Federman contemplaba con orgullo la inmensidad de las riquezas almacenadas ante él, y preparaba la lista de sus compras. En uno de los primeros depósitos tropezó con unos extraños objetos alineados a centenares. Eran los capazos del Ejército americano, de que se servían los soldados para llevar las cargas pesadas. Federman meditó durante algunos segundos y luego se dijo que los futuros soldados del ejército de su país también necesitarían recorrer largas distancias y llevar bultos. Aquellos instrumentos podrían serles preciosos. Por una casualidad, escribió en su lista: «300 capazos», y después continuó su exploración. Estos capazos costaban el equivalente de un franco por unidad. Un día salvarían a Jerusalén del hambre.

Oh, Jerusalén
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