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UN CAMINO LARGO Y DOLOROSO
Largo y doloroso había sido para el pueblo de Ben Gurion el camino hacia aquella libertad. Desde la primera aparición de sus antepasados, los hebreos, sobre la tierra prometida por Dios a su jefe Abraham, hasta la votación de aquella noche, habían transcurrido cuatro milenios de sufrimientos y de luchas.
Recién llegados de su Mesopotamia natal, los hebreos habían sido expulsados y condenados a mil años de emigraciones, de esclavitud y luchas, antes de volver de nuevo, conducidos por Moisés, y fundar al fin, en las colinas de Judea, su primer Estado soberano. Pero su apogeo, bajo el gobierno de los reyes David y Salomón, apenas duró un siglo. Establecidos en la confluencia de las grandes rutas de África, Asia y Europa; instalados sobre una tierra convertida en una perpetua tentación, hubieron de sufrir, durante otro milenio, los asaltos de los imperios vecinos. Asiría, Babilonia, Egipto, Grecia y Roma se sucedieron uno a otro para destruirlos, infligiéndoles dos veces el castigo supremo del exilio y de la destrucción del templo erigido sobre el monte Moria a la gloria de Yavé, primer Dios único y universal. Pero de esta doble dispersión y del cortejo de calamidades que los acompañaron iba precisamente a nacer y perpetuarse en ellos el vínculo carnal y místico a la tierra ancestral. Las naciones del mundo acababan de admitir aquella noche la razón que los asistía.
Las vicisitudes del pueblo judío empezaron con el desarrollo de una religión que predicaba, sin embargo, el amor. En su ardor por convertir a las masas paganas, los primeros Padres de la Iglesia cristiana se esforzaron en poner de relieve la fosa que separaba el judaísmo de la nueva fe que ellos difundían. Codificando esta voluntad mediante textos jurídicos, el emperador bizantino Teodosio II condenó al judaísmo a la segregación e hizo de los judíos un pueblo aparte, según la ley. A continuación, Dagoberto, rey de los francos, los expulsó de las Galias, y los visigodos de España se apoderaron de sus hijos para convertirlos al cristianismo. En el siglo VI, otro emperador bizantino, Heraclio, puso fuera de la ley el ejercicio del culto hebreo. Con las Cruzadas llegó una persecución sistemática. Los sarracenos vivían lejos y eran peligrosos; los judíos vivían en cada país de Europa al alcance de su mano, y los combatientes de la fe cristiana podían saciar más pronto y fácilmente sobre ellos sus pasiones religiosas. Para justificar sus acciones, al grito de ¡Deus vult! —¡Dios lo quiere!— arrasaban todas las comunidades judías que encontraban en su camino hacia Jerusalén.
La mayor parte de los Estados negaban a los judíos el derecho a la propiedad de la tierra. Les estaba igualmente vedado el acceso a los gremios artesanos y mercantiles de la Edad Media. Un edicto del Papa prohibiendo a los cristianos el comercio de la plata, hizo que los judíos fueran relegados al infame oficio de usureros. La Iglesia prohibía a los cristianos, además, trabajar para los judíos e incluso vivir entre ellos. Esta discriminación alcanzó su punto culminante en 1215, cuando el cuarto Concilio de Letrán decidió hacer de los judíos una verdadera especie aparte, obligándolos a llevar una señal distintiva. En Inglaterra era una insignia que representaba las Tablas de la Ley sobre las que Moisés había recibido los diez mandamientos. En Francia y Alemania era una «O» de color amarillo, precursora de la estrella amarilla que eligiera el Tercer Reich para designar a las víctimas de sus cámaras de gas.
Eduardo I de Inglaterra y Felipe el Hermoso en Francia, expulsaron de la noche a la mañana a los judíos instalados en sus reinos, lo cual les permitió apropiarse de la mayor parte de sus bienes. Se acusó a los judíos de cometer muertes rituales de niños y de extender la terrible peste negra emponzoñando los pozos con un polvo hecho de arañas machacadas, ancas de rana, lagartos, intestinos de cristianos y hostias consagradas. Después de esta acusación, más de doscientas comunidades judías fueron totalmente exterminadas.
Durante estos siglos de crueldad, el único país donde los judíos pudieron llevar una existencia casi normal fue la España de los califas. Allá, bajo la radiante dominación de los árabes, el pueblo judío prosperó como nunca jamás durante todo el tiempo de su dispersión. Pero la Reconquista cristiana puso fin a esta excepción. En 1492, el mismo año en que Fernando e Isabel enviaron a Cristóbal Colón al descubrimiento de nuevos continentes, los monarcas desterraron, a su vez, a los judíos de España.
En Prusia, los judíos no tenían derecho a circular en vehículos ni utilizar los servicios de cristianos para encender sus fuegos del sábado. Como la del ganado, su entrada en una ciudad era concedida por un fielato. En la península italiana, la forma de tratar a los judíos no era menos inhumana. La posesión del Talmud constituía un crimen. Cada año, Roma, para divertirse, renovaba la antigua crueldad de los juegos del circo obligando a los judíos, que habían sido engordados como gansos, a correr medio desnudos, en el Corso. Venecia enriqueció el vocabulario universal bautizando con el nombre de ghetto nuovo —la nueva fundición— el barrio de residencia obligada para los judíos. En los ghettos de la mayor parte de las ciudades, el número de habitantes estaba fijado por la ley, y los jóvenes debían esperar, para casarse, a que un fallecimiento dejara una plaza vacante.
En Polonia, los judíos gozaron, durante cierto tiempo, de una libertad y prosperidad casi comparables a las que en otro tiempo habían gozado en España. Incluso eran admitidos a ocupar importantes cargos en la Administración. Cuando los cosacos se rebelaron contra los polacos, los judíos fueron sus principales víctimas. Con una ferocidad y un refinamiento hasta entonces sin parangón en la historia de las persecuciones antisemitas, los rusos hicieron desaparecer más de cien mil judíos en menos de diez años.
Cuando los zares extendían las fronteras de su imperio hacia el Oeste a través de Polonia, una nueva era de crueldades, parecida a la de la Edad Media, se abatió sobre casi la mitad de la población judía del mundo. Los zares depositaron y encerraron a los judíos en el mayor ghetto de la Historia, la Zona de población, situada en la frontera occidental. Los jóvenes estaban obligados a la conscripción desde la edad de doce años y por un período de veinticinco años. Impuestos especiales eran percibidos sobre la carne, kacher y las velas del sábado. Las mujeres judías no tenían derecho a vivir en las grandes ciudades universitarias si no llevaban la insignia amarilla de las prostituidas. Y después del asesinato de Alejandro II, en 1881, las multitudes fueron oficialmente estimuladas para asesinar a los judíos. Una nueva palabra iba a nacer: la de pogrom, sinónimo de terror y muerte, que sonaría bien pronto de ciudad en ciudad a través de la inmensidad rusa. En lo sucesivo, esta población maldita de los países del Este sólo escaparía al exterminio replegándose sobre sí misma en un apego fanático a su religión y a la observancia apasionada de sus tradiciones.
Desde la Revolución Francesa, los judíos de los países occidentales gozaron de una suerte más envidiable. En Francia, Alemania e Inglaterra, el siglo XIX los había liberado de las tutelas y habían favorecido su emancipación. Sin embargo, fue en la capital de los Derechos del hombre donde una mañana de enero de 1895, el destino de los judíos iba a tomar un giro decisivo.
Entre la multitud congregada aquel día en el gran patio de la Escuela Militar de París, un hombre de rostro ornado con una espléndida barba negra daba patadas en el suelo. Era un periodista austriaco, corresponsal, en París, del diario más importante de Viena. Ante él se alzaba, frente a cuatro mil soldados en posición de firmes, la silueta frágil y solitaria de un capitán de artillería. Estremecida por un patriotismo delirante, la multitud se parecía al populacho medieval llegado para asistir a la ejecución pública de un condenado. Y, en cierta manera, el espectáculo de aquella mañana era casi una condena a muerte. Era la degradación pública de un oficial del Ejército francés.
El ayudante Bouxin, que actuaba como verdugo, se adelantó. Con un ademán seco, tomó el sable del capitán y, como una cuerda rompe el cuello de un ahorcado, quebró la hoja sobre su rodilla. A continuación arrancó los galones del oficial.
—Alfred Dreyfus —declaró—, es usted indigno de llevar armas en nombre de Francia.
Una corriente sacudió a la asistencia, que no tardó en prorrumpir en siniestros gritos de venganza.
—¡Muerte al traidor! ¡Muerte a los judíos!
Esta escena debía metamorfosear al periodista en profeta. Como Alfred Dreyfus, Theodor Herzl era judío. Y como Dreyfus, un judío asimilado, perfectamente integrado en la sociedad de su país, indiferente a las cuestiones de raza y religión. Sin embargo, en Viena, donde había pasado su juventud, había oído hablar del destino de aquellas masas del Este, de las que no formaba parte, y he aquí que, de repente, en aquella explanada barrida por el viento glacial del invierno parisiense, los clamores del pueblo más civilizado del mundo le recordaban los aullidos salvajes de los cosacos. Súbitamente, Theodor Herzl acababa de tener la revelación de que el volcán del antisemitismo no se extinguiría jamás y que, en el siglo de los Estados-naciones, los judíos, víctimas del desarrollo del nacionalismo, sólo sobrevivirían convirtiéndose, a su vez, en nación.
Deshecho, Theodor Herzl abandonó los lugares del suplicio. Pero la brutal revuelta sembrada aquella mañana en el fondo de su corazón, iba a cristalizar en una visión que modificaría el destino del pueblo judío y la historia del siglo XX.
El sionismo religioso se convertiría en sionismo político. En dos meses, Herzl iba a trasponer esta visión a la realidad al redactar un manifiesto de un centenar de páginas. Este librito se convertiría en el evangelio que iba a conducir al pueblo judío a su liberación. Herzl lo tituló de la manera más simple. Lo llamó Die Judenstaat (El Estado judío).
«Los judíos que lo deseen poseerán su Estado. Mientras escribía estas palabras —apuntó en su Diario— me parecía oír un ruido extraño, como si un grupo de águilas pasara por encima de mi cabeza batiendo las alas».
Dos años más tarde, Herzl fundó oficialmente el movimiento sionista, en el curso del primer Congreso sionista mundial reunido en el «Casino» de Basilea, en Suiza. Extraño congreso, que mezcló la utopía y el realismo y decidió la creación de un Estado, sin saber dónde ni cómo, ya que el Imperio turco rehusaba toda apertura en Palestina. Sin embargo, los delegados crearon una oficina ejecutiva internacional y un Fondo nacional, así como una banca para la compra de tierras en Palestina. Eligieron incluso los dos emblemas de un Estado que, de momento, sólo existía en el fervor de su imaginación: una bandera y un himno nacional. «En Basilea —concluyó Herzl la misma noche en su Diario íntimo— he fundado el Estado judío. Si dijera esto en voz alta hoy, provocaría un estallido de risa universal. Es posible en cinco años, pero en cincuenta será, con certeza, una evidencia para todos».
Los colores escogidos para la bandera eran el azul y el blanco, los colores del taled, la ritual capa de seda con que los judíos se cubren los hombros durante la oración. En cuanto al canto hebreo escogido por himno, aún era más simbólico. Recordaba, la única riqueza que Herzl y sus partidarios disponían en abundancia: la Hatikvah (la Esperanza).
No obstante, los judíos no habían desaparecido nunca de esta tierra de Sión a la que Theodor Herzl y sus discípulos se proponían hacerles regresar. Incluso en las horas más negras, pequeñas colonias israelíes habían sobrevivido en Safed, en Tiberíades y en Galilea. Como en Europa, los más crueles sufrimientos procedían de la dominación cristiana. En efecto, los primeros cristianos habían obtenido su destierro de Jerusalén, y los cruzados habían quemado vivos a los judíos en sus sinagogas de la Ciudad Santa.
Los conquistadores musulmanes de Palestina habían mostrado más clemencia. El califa Omar les había dejado una paz relativa, mientras que Saladino los había conducido de nuevo a Jerusalén. Los turcos habían hasta tolerado los primeros regresos de judíos a la Tierra prometida. Incluso habían autorizado en 1860, al filántropo inglés Moses Montefiore, a estimular su instalación en el exterior de las murallas de la ciudad vieja, mediante la construcción de un nuevo barrio. Esta iniciativa era tan osada para la época, que Montefiore debió prometer una libra esterlina a todo judío que consintiera en pasar una noche tras los muros.
Después de los pogroms de Rusia en 1881 y 1882, Palestina vio llegar su primer contingente importante de inmigrantes. En la época en que el futuro autor de El Estado judío asistía a la degradación de Dreyfus, treinta mil habitantes de Jerusalén, de un total de cuarenta mil, eran judíos. Las matanzas de principio de siglo hicieron afluir nuevos inmigrantes. Eran los hijos del movimiento lanzado por Theodor Herzl. Idealistas de espíritu práctico, constituían la primera generación de pioneros de Palestina entre los que el sionismo iba a extraer sus jefes durante medio siglo. Había entre ellos intelectuales, como Reuven Shari. Era abogado en Crimea, y su mujer, concertista de piano. «Me he traído mis pergaminos y me he dedicado a cavar zanjas —diría más tarde—, y mi mujer se sirve de los dedos que interpretaron los conciertos de Mozart y de Brahms para ordeñar las vacas, porque sólo así era como podíamos hacer prosperar esta tierra».
También estaba David Gryn, un muchacho de diecinueve años, hijo de un abogado de la pequeña ciudad industrial polaca de Plonsk, a sesenta kilómetros de Varsovia. David Gryn había descubierto el sionismo espiando tras la puerta del despacho de su padre las conversaciones de los adoradores de la tierra de Sión. Pero, contrariamente a aquellos que habían hecho de esta habitación su lugar de reunión favorito, él no tenía ninguna intención de discutir sobre el sionismo. Quería vivirlo.
Y lo vivió duramente. Conoció el hambre, la malaria y el agotamiento físico de la lucha por desbrozar un suelo hostil que se había jurado hacer fructificar.
Un año después de su llegada emprendió, a pie, una caminata de dos días para ir a descubrir la ciudad que simbolizaba la causa a la que había consagrado su vida: Jerusalén. Fue una torre de Babel lo que descubrió. Hirieron sus oídos tantos idiomas y dialectos, que se le impuso una certeza: sin una lengua común, jamás las comunidades judías de Palestina podrían fundirse en un verdadero.
Algún tiempo después volvió a Jerusalén en calidad de redactor de un periódico sindical sionista, para poder servir a la vez la causa del trabajo manual judío y la del hebreo obligatorio como lengua nacional. Cuando hubo terminado su primer artículo, consideró su nombre al pie de la página. No había nada de hebreo en el nombre de Gryn. Reflexionó un momento, lo borró y colocó otro en su lugar, que rendía homenaje a un héroe del sitio de Jerusalén por los romanos. En hebreo, hijo del león se escribe Ben Gurion.
Menos de un mes después de la aparición del primer editorial firmado por David Ben Gurion, siete jóvenes árabes, de los cuales dos eran palestinos, fundaron en Damasco una sociedad secreta a la que pusieron el nombre de Al Fatah (La Victoria). Su objetivo era la liberación de los árabes de la tutela turca. Pero, sobre todo, en el tiempo en que el nacionalismo judío de Theodor Herzl arrancaba sus primeras conquistas, la fundación de «Al Fatah» era el signo premonitorio de un renacimiento del nacionalismo árabe que, durante medio siglo, iba a oponerse a las pretensiones de los judíos en Palestina.
Pronto, los árabes recibieron también una promesa análoga a la que hiciera Lord Balfour a los judíos. En un intercambio de ocho cartas entre su representante en Egipto, Sir Henry McMahon, y la más alta autoridad religiosa musulmana, el jerife de La Meca, Gran Bretaña prometió a los árabes —en contrapartida de la revuelta de los árabes contra los turcos aliados de Alemania— atribuirles un vasto reino independiente cuando acabara la Primera Guerra Mundial. Notables por su imprecisión diplomática, las cartas de McMahon se abstenían de mencionar Palestina, pero su tono podía dejar creer a los árabes que estaba comprendida en la zona geográfica que les sería devuelta. Esperanzados por esta promesa y por la elocuencia del coronel Thomas Edward Lawrence, los árabes cumplieron su palabra y se sublevaron contra los turcos. Pero mientras su revuelta se extendía por el Oriente árabe, Gran Bretaña cedía a Francia una enorme parte de la zona ya prometida a los árabes para establecer en ella su reino independiente. Negociado por Sir Mark Sykes y Charles-Georges Picot, el acuerdo fue firmado en Moscú en 1917. Debería permanecer secreto, pero a su llegada al poder, los bolcheviques lo revelaron, provocando así la indignación de los árabes. Traicionados por Inglaterra, desposeídos de Damasco y Siria por Francia, sus reivindicaciones en Palestina, contrariadas por los efectos de la promesa de Balfour a los judíos y por la tutela del mandato británico, los árabes asistían al derrumbamiento de sus sueños. Por consiguiente, era inevitable que su cólera apuntara, como primer blanco, a la instalación de los sionistas en una tierra que sólo consideraban prometida a ellos.
Por su parte, los judíos dispersados imaginaban casi siempre a Palestina en una visión bíblica. Que esta tierra pudiera estar habitada por otro pueblo dispuesto a defender sus derechos era para ellos un peregrino descubrimiento. Durante años, los líderes sionistas se negaron a reconocer oficialmente la presencia árabe y sus derechos. Herzl no mencionó a los árabes en ninguno de sus discursos en los congresos sionistas mundiales, y en sus escritos relega el problema árabe a segundo término.
Sólo en 1925, ocho años después de la creación de un Hogar Nacional Judío en Palestina, el dirigente sionista Chaim Weizmann subrayó la importancia del problema árabe. «¡Seiscientos mil árabes viven en Palestina! —exclamó ante el XIV congreso mundial—. Cada uno de ellos tiene el mismo derecho a su hogar que nosotros a nuestro hogar nacional».
Los primeros sionistas estaban sensiblemente impregnados de la filosofía social que había nutrido los ideales de Herzl. Influidos por los teóricos del marxismo, que, como ellos, habían condenado las persecuciones zaristas, soñaban con construir un Estado donde la tradición judía se conjugara con la institución de una verdadera democracia social. La persecución de este ideal había hecho del sionismo una doctrina infinitamente más rica que un simple movimiento religioso, e impregnado a sus adeptos de un sentido de la disciplina social y de la responsabilidad colectiva, que desempeñaría un papel vital en sus éxitos ulteriores.
Uno de los conceptos fundamentales que había aportado al sionismo era el de una especie de redención de la raza judía mediante un retorno al trabajo manual, una purificación de la mentalidad de los ghettos por la búsqueda de las ocupaciones que los judíos no realizaban desde hacía mucho tiempo. En el Estado judío, tal como ellos lo concebían, los jornaleros tenían tanta importancia como los filósofos. Con su pico y su fusil, los pioneros de los kibbutz ponían en práctica la utopía que habían soñado todos los socialistas del siglo XIX y rechazaban entre los viejos oropeles, el mito del judío errante, perezoso y venal. Falansterio y monasterio a la vez, el kibbutz iba a responder tanto a las exigencias de la seguridad como a las aspiraciones del ideal y a cultivar, desinteresadamente, el trabajo y la virtud.
Decididos a formar una verdadera clase obrera, los pioneros se esforzaron por promover una mano de obra judía al servicio de empresas judías. Así la «Histadruth», la Confederación General de los Trabajadores Judíos en Palestina, obligaba a las empresas judías a emplear sólo obreros judíos. A medida que compraban las tierras, casi siempre a grandes terratenientes árabes residentes en Beirut, los sionistas expulsaban a los granjeros árabes para instalar en su lugar a colonos judíos.
Ansiosos de extender el hebreo, preocupados por la renovación cultural, los judíos desarrollaron también su incomparable sistema de instrucción pública. A través de las estructuras de la «Agencia Judía», pudieron también llevar a su talante sus propios asuntos políticos. En la persecución de sus objetivos, la comunidad judía obraba como si ocupara ella sola Palestina, mientras que su nivel de vida y educación la incitaba a considerar como inferior a la comunidad árabe.
Para los árabes, estas instituciones de las que estaban tan orgullosos los judíos, constituían una intolerable intromisión extranjera. La política de mano de obra judía y el desarraigo del campesinado árabe condujeron a la creación de un proletariado urbano árabe sin defensa ni recursos. Hundidos o rechazados por el sentido de la organización y el dinamismo de sus adversarios, los árabes de Palestina no tardarían en dejarse ganar por la amargura, el temor y, finalmente, el odio. Cada día se ensanchaba más el abismo abierto entre las dos comunidades.
Al principio, los árabes se dedicaron a reacciones a la vez primitivas y viscerales. Sumergidos en un mundo que aún no había entrado en la era industrial, habituados a la irresponsabilidad de los pueblos colonizados; reforzados en su actitud por un fatalismo tradicional; poco movilizados aún por reivindicaciones nacionales, eligieron por instinto el comportamiento que creían más adecuado: la negativa. La dinámica árabe llevaba un retraso de medio siglo con relación a la del sionismo.
Condenados a la búsqueda de soluciones extremas, los árabes rehusaron categóricamente todo compromiso. En lo tocante a las reivindicaciones de los judíos, al no tener fundamento alguno a sus ojos, el solo hecho de discutirlas les habría dado un inicio de validez. Repetidas veces, su actitud, reforzada por el fanatismo de sus jefes, les hizo perder ocasiones de poner freno al impulso judío en Palestina y de definir sus propios derechos con precisión. Por tanto, el resentimiento árabe dio prácticamente lugar a explosiones de violencia en 1920, 1929 y 1935-1936, en una revuelta abierta contra la tutela británica.
El Hogar Nacional Judío sobrevivió siempre a estas tempestades y a su peor enemigo: la escasez de nuevos inmigrantes. La llegada de Hitler al poder arrojó sobre las riberas de Palestina a más de sesenta mil personas en cuatro años. Las inversiones judías se acrecentaron en las mismas proporciones. En los primeros quince años del mandato británico, totalizaron ochenta millones de libras esterlinas, o sea, el doble del presupuesto británico para Palestina, durante este mismo período. Una de las consecuencias de la violencia árabe fue la de convencer a los judíos de que sólo podían contar con ellos para asegurar su protección, y no con la Policía y el Ejército británicos, a menudo demasiado indiferentes. De este descubrimiento debía nacer una milicia de vigilantes, luego una organización de guardias muy compleja y, finalmente, el ejército clandestino de la «Haganah», y su cuerpo de élite, el «Palmach».
La Segunda Guerra Mundial aportó una corta tregua al conflicto judeo-árabe. Pero de las cámaras de gas y de los hornos crematorios de la Alemania nazi iban a surgir los motivos de un nuevo enfrentamiento. Mientras el conflicto mundial tocaba a su fin, los dos jefes de las comunidades antagonistas comenzaron a prepararse para los acontecimientos decisivos que el fin de las hostilidades desencadenaría inevitablemente en Palestina.
En los inicios de la primavera de 1945, nada distinguía, en Tel-Aviv, el número 15 de la calle Keren Kayemet, de los demás inmuebles de hormigón rojizo. Por doquier, los mismos parapetos de ladrillo obstruían las ventanas de la planta baja, recuerdos del tiempo reciente en que la ciudad era blanco de los bombarderos de la Luftwaffe. Detrás de un tragaluz, una mujer de baja estatura, con una pañoleta de campesina rusa alrededor de la cabeza, limpiaba la mesa de su cocina, donde había acabado de comer con su marido algunos trozos de tomate y pepino, con leche cuajada y pan negro.
Justamente encima, en su desordenado despacho donde se amontonaban centenares de obras de Filosofía e Historia, David Ben Gurion recibía una visita. Por la ventana abierta llegaba el ruido del mar. Aquella habitación repleta de libros era la torre de marfil de Ben Gurion, el santuario al que se retiraba cada noche para leer y trabajar. Raros eran los acontecimientos o los hombres que podían apartar al líder judío de aquel rito nocturno. No obstante, aquella noche a David Ben Gurion le habría gustado conversar toda la noche con el personaje que estaba sentado frente a él.
Miembro importante del Gobierno de los Estados Unidos, había acudido, hacía algunas semanas, a una cita excepcional. En la pequeña ciudad de Yalta, en Crimea, los tres grandes habían dibujado, bajo sus ojos, el mapa del mundo de la posguerra. Ahora relataba a su cautivado anfitrión los detalles de una conversación privada entre Franklin Roosevelt, Winston Churchill y José Stalin, a la que había asistido y cuyo tema no había sido otro sino el de Palestina. En el curso de la entrevista, Stalin, muy irritado, se volvió hacia Churchill. Sólo había una solución al problema de los judíos y árabes en Palestina, dijo a los ingleses, y él defendería su causa. Era la de un Estado judío.
Esta revelación pareció trastornar a Ben Gurion. Nadie mejor que él podía saber su enorme importancia. Años más tarde, recordaba que aquél fue el momento preciso en que tuvo la certeza absoluta de que un día nacería un Estado judío en Palestina. Esto podría producirse en uno, dos o tres años; pero bajo la presión combinada de la Unión Soviética —cuyas intenciones le acababan de ser desveladas— y de los Estados Unidos —tan sensibles a la potencia de su comunidad judía—, estaba convencido de que Gran Bretaña sería, finalmente, obligada a aceptar las reivindicaciones de los judíos.
Ben Gurion se arrellanó en su butaca y se puso a reflexionar sobre las consecuencias de la noticia que acababa de recibir. Durante años, el esfuerzo esencial de los sionistas estuvo centrado en el reconocimiento, por el resto del mundo, de los derechos del pueblo judío a poseer un Estado. A partir de aquel día debía concederse a la defensa de aquel Estado la prioridad total. Ben Gurion sabía que si las grandes potencias tenían el poder de dar a su pueblo una identidad política, no impedirían el enfrentamiento militar con los Estados árabes coaligados. Y este conflicto no opondría ya más, como en 1936, a las tropas clandestinas de la «Haganah» con algunas bandas de guerrilleros, sino con ejércitos árabes regulares, que poseían aviación y unidades blindadas. Cuando llegara este enfrentamiento, la supervivencia de los judíos dependería únicamente de su grado de preparación.
David Ben Gurion agradeció cálidamente a su visitante la extraordinaria información que acababa de entregarle. En adelante, toda su energía estaría consagrada a preparar a los judíos de Palestina para la guerra. Velaría personalmente porque estuvieran preparados para la hora del choque.