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UNA FRONTERA EN LA CIUDAD

Los pedazos de metal retorcido aún estaban calientes. Abdullah Tell sopesó el mayor de ellos y lo examinó como un joyero evalúa un brillante. Comprendió que aquellos estallidos de mortero de seis pulgadas señalaban un hito decisivo en la historia de Jerusalén. «Para los árabes, toda esperanza de apoderarse de la ciudad judía acababa de desvanecerse», diría más tarde. La artillería árabe no era la única en retumbar en el cielo de Jerusalén.

Desde la reanudación de los combates, la población árabe conoció, a su vez, el infierno. Los heridos se agolpaban, entonces, en el «Hospicio austríaco». El árabe Aladin Namari, que se autonombró ministro de Información al transcribir para sus ciudadanos los boletines de victoria de las radios árabes, tuvo bajo sus ojos un escalofriante espectáculo. Con el vientre reventado por una explosión, una mujer gemía y llamaba a su hijo. En una camilla cercana se encontraba un amasijo de carne sanguinolenta: era lo que quedaba de su familia.

El cañoneo judío no cesó por la noche. Embrutecida, aterrorizada, la población árabe comprendió en la madrugada lo que Abdullah Tell supo desde el primer instante. Aquel día, 9 de julio, que con tanta impaciencia aguardó la población árabe, marcaba el inicio de una era de desgracias y no de victorias.

El ejército de Israel atacaba en todos los frentes: al Sur, contra los egipcios y, al Norte, contra los sirios. Ocupó Nazaret, en Galilea, pero su principal victoria fue la toma de Lod y Ramleh, dos importantes ciudades árabes situados entre Tel-Aviv y Latrun.

Desencadenado la noche de la expiración del alto el fuego, el ataque fue llevado a cabo por los grupos de asalto de un joven oficial tuerto, cuyo rostro iba a encarnar la audacia militar de su país: Moshe Dayan. Aquella fulgurante victoria judía arrojó a los caminos del éxodo a un nuevo contingente de árabes presos de pánico. Eran decenas de millares. Sabedor de las ventajas que ofrecía la conquista de un territorio abandonado por su población, los israelíes instrumentaron cuidadosamente aquel formidable desastre. Camiones equipados con altavoces recorrieron las calles para incitar a la huida a sus habitantes. Fueron convocadas las personalidades árabes y puestas sobreaviso para que se fueran. En Lydda, familias enteras fueron expulsadas y conducidas a la fuerza a la carretera de Ramallah.

La caída de Lod y de Ramleh provocó alborotos en todo el mundo árabe. En Ammán, millares de jóvenes marcharon hacia el palacio real, gritando: «¡Traición!». Separándose de sus guardaespaldas, el frágil soberano afrontó solitario a la multitud y se dirigió hacia uno de los cabecillas, al que pegó una sonora bofetada.

En el sorprendente silencio que siguió, el rey Abdullah miró fijamente al adolescente.

—Si quieres luchar contra los judíos —le gritó—, ve a enrolarte en la Legión Árabe. ¡Si no, quédate en tu casa y cállate!

La fortaleza volante «B 17» que sobrevolaba el Mediterráneo en aquella mañana de julio, enarbolaba la enseña de las Fuerzas Aéreas de Panamá. Comprado en los Estados Unidos, aquel aparato burló la vigilancia del FBI, desafió el embargo americano, atravesó secretamente el Atlántico y, finalmente, llegó a la base israelí de Zatec, en Checoslovaquia. Era el primer bombardero pesado en reunirse con la Fuerza Aérea a la que pertenecía: la aviación israelí. El piloto Roy Kurz —ex agente de Policía de Brooklyn—, conocía especialmente bien la región, por haberla recorrido durante dos años como mecánico de la «TWA». La fortaleza volante judía se dirigía hacia Tel-Aviv, pero su tripulación decidió efectuar un corto desvío por El Cairo, para demostrar a los súbditos del rey Faruk que el nuevo espíritu ofensivo de la nación judía no era privilegio exclusivo de sus fuerzas terrestres.

A las 21'35 horas, Roy Kurz sintonizó su radio en la frecuencia de Almaza, el aeropuerto internacional de El Cairo.

—Torre de control de El Cairo —llamó—. Aquí el vuelo 924 de la «TWA». ¿Pueden iluminar la pista, por favor?

Una doble hilera luminosa apareció pronto en la noche.

—«TWA» 924 —respondió El Cairo—, puede usted aterrizar en la pista número cuatro.

Johnny Adin, el bombardero de la tripulación, escrutaba el aeródromo en su visor. Mientras el piloto picaba directo hacia la pista que tan a menudo había utilizado, Adin descargó su pañol de bombas.

Virando en dirección a Israel, Kurz no pudo impedir tomar de nuevo contacto con El Cairo para un mensaje de despedida.

—Torre de control de El Cairo —preguntó—, ¿de veras desea usted que aterrice en la pista número cuatro?

En aquella noche del 14 de julio, una insólita actividad arrancaba a la pequeña estación estival libanesa de Aleih de su sopor habitual. El Presidente del Consejo, Riad Solh, recibía a los dirigentes árabes convocados para acordar la respuesta que se había de dar al ultimátum de las Naciones Unidas. Alarmado por la agravación de la situación en Oriente Próximo, el Consejo de Seguridad acababa de ordenar un alto inmediato y definitivo de los combates. Aquella vez, los dirigentes árabes tenían todos los motivos para aceptarlo. Tal como predijo el rey Abdullah, los treinta días de tregua habían trastornado el equilibrio de fuerzas en el campo de batalla. Desde la reanudación de las operaciones, los ejércitos árabes retrocedían en todos los frentes y sufrían grandes pérdidas.

Las discusiones prosiguieron toda la jornada «en una atmósfera tan fúnebre como si enterrasen a un viejo amigo», recordaría Whalid el Dali, secretario personal de Azzam Pachá. Se decidió, finalmente, aceptar la detención de los combates. Incluso los belicosos sirios se asociaron a aquella pacífica resolución. Por razones particulares, era cierto. Chukri el Kuwatly, presidente de la República Siria, reveló a sus colegas que su país estaría próximamente en condiciones de tomar la cabeza en una nueva guerra santa. Poseía una bomba atómica de fabricación local, construida por un herrero armenio de Damasco.

Poco antes de medianoche, el joven secretario de Azzam Pachá entró corriendo en el despacho de Telégrafos de la Central de Correos de Beirut, que permanecía abierto por una orden especial de Riad Solh. Whalid el Dali sacudió al empleado que dormitaba y le entregó un corto despacho. Destinado al Secretario General de las Naciones Unidas, hacía saber que los árabes renunciaban, provisionalmente, a la conquista de Palestina y que aceptaban el alto el fuego.

La rapidez de la respuesta árabe privaba al oficial judío que se preparaba a la conquista de Jerusalén, de un triunfo mayor: tiempo. El 15 de julio, por la mañana, David Shaltiel supo que tan sólo tendría cuarenta y ocho horas para realizar su proyecto, mientras que él pensaba disponer de un mes. El inicio de la nueva tregua fue fijada para dentro de dos días, el sábado 17 de julio, a las cinco horas.

Shaltiel convocó a sus oficiales.

—Esta tregua —les dijo— significa el fin de la guerra y, por consiguiente, renunciar —durante años o quizá siglos— a lo que no haya podido ser conquistado antes de su entrada en vigor.

El comandante de Jerusalén recordó la importancia que la conquista de la ciudad vieja representaba para el Estado de Israel y para el pueblo judío.

—¡Qué gloria sería para nosotros —declaró— ofrecer Jerusalén a nuestra generación y a las futuras!

Su plan inicial preveía rodear la ciudad vieja mediante un gran movimiento en tenaza, y luego, un bombardeo de artillería, breve pero intenso, que debía provocar la huida de los habitantes árabes. La ciudad caería entonces «como una fruta madura» en manos de los soldados judíos. Aquel plan comportaba, sin embargo, un obstáculo: su ejecución exigiría mucho más tiempo que las escasas horas que quedaban antes del alto el fuego. Shaltiel impuso entonces otra operación, que sus oficiales juzgaron particularmente arriesgada: el ataque frontal a las murallas. Para Yeshurun Schiff, su adjunto, ello representaba un auténtico póquer: todo se ganaría o perdería en una sola baza.

Como todo buen jugador, el comandante judío poseía un triunfo. Él también tenía su «bomba atómica». Su inventor era uno de los sabios más eminentes del mundo: el físico Joel Racah. Bautizado con el nombre de «Conus», por su forma de cono, aquel ingenio era un obús de trescientos cincuenta kilogramos, cuya explosión liberaría una carga hueca animada por un prodigioso poder perforante. El físico afirmaba que si era posible transportarla hasta las murallas, aquel obús podría abrir una brecha suficiente como para permitir a los batallones de David Shaltiel introducirse en la ciudad vieja.

El ataque debía tener lugar el viernes 16 de julio, poco antes de medianoche. Como aquella fecha coincidía con el dos mil quinientos aniversario del asalto a las murallas de Jerusalén por Nabucodonosor, los judíos le dieron el nombre de Kedem (Antigüedad). Gracias a la invención de un físico del siglo XX, Kedem debía, aquella noche, perforar las murallas de Jerusalén y devolverlas a las manos de los judíos por primera vez en dos mil años.

Mientras sus tropas se apresuraban en sus preparativos, David Shaltiel daba los últimos toques al plan que debía dar un Gobierno judío a la ciudad vieja. Convencido del éxito de su ofensiva, previó la ocupación del territorio conquistado hasta en sus menores detalles. Hizo, incluso, imprimir una moneda provisional de ocupación. Redactadas en hebreo, árabe e inglés, octavillas anunciando sus órdenes aguardaban ser pegadas a los muros.

Para el puesto de gobernador militar designó a David Amiran, profesor de química y aficionado a la arqueología. Este último reunió, en pocas horas, un equipo para aplicar sus primeras decisiones. Comenzaría por imponer un toque de queda. Luego, de acuerdo con las instrucciones formales de Ben Gurion —«que los soldados judíos se porten como santos»— haría proteger los Santos Lugares por policías. Las tropas de la Legión Árabe y los irregulares serían, a continuación, invitados a deponer las armas. Entonces podrían establecerse las condiciones para una vida normal. Cada miembro de su equipo recibió un brazalete azul y blanco, que algunos se apresuraron a colocarse. Amiran escogió la Oficina de Correos como emplazamiento de su futuro C. G. Después, en previsión de las responsabilidades que pronto asumiría, fue a acostarse para estar en pie al amanecer.

A la caída de la noche, David Shaltiel desenterró de sus escondrijos los dos instrumentos que debían consagrar oficialmente su victoria: la bandera judía —que izaría en la torre de David— y el cordero que inmolaría en la explanada del Templo. Luego leyó a sus colaboradores el discurso que pronunciaría desde lo alto de la torre de David para hacer saber al mundo su conquista de la ciudad vieja. Comenzaba con estas palabras:

—Tengo el supremo honor de anunciar que las tropas de Jerusalén han liberado la ciudad entera y que la devolveremos, orgullosamente, al pueblo judío.

El árabe que debía impedir a David Shaltiel mantener su promesa, recorría nerviosamente el patio de su puesto de mando de la escuela de la Raudah. También para Abdullah Tell, aquella noche sería decisiva Sabía que sus adversarios desencadenarían —antes del alto el fuego— el ataque que aguardaba desde hacía varios días. Poco después de las diez de la noche, un primer obús de mortero rugió por encima de los tejados de la ciudad vieja. En pocos minutos, un terrorífico concierto de explosiones sacudió a los viejos barrios.

Un lazo tan carnal como el del comandante judío unía a aquel árabe con Jerusalén. En previsión de aquella última batalla, también él preparó una orden del día. La hizo transmitir, por radio, a todas sus unidades. «¡Qué cada verdadero creyente luche o muera! —ordenó—. Defenderemos la Ciudad Santa hasta el último hombre y el último cartucho. ¡Esta noche nadie retrocederá!».

Durante las tres horas siguientes, un diluvio de casi quinientos obuses se abatió sobre la ciudad árabe. El «Hospicio austríaco» conoció una noche infernal. Los heridos útiles se refugiaron en los sótanos, mientras las camillas de los demás se amontonaban en los corredores. Uno de los primeros obuses pulverizó la única ambulancia del hospital; otro incendió los árboles del patio. Los camilleros no podían salir. «Las mujeres chillaban de terror —recuerda el doctor Hassib Bulos—. Vivos, muertos y moribundos estaban mezclados por toda la ciudad, y no había medio alguno de ir a socorrerles».

En un edificio de la nueva Jerusalén, situado frente al cinematógrafo «Sión», el oficial judío Zvi Sinaí —que debía conducir las tropas de asalto—, estaba dispuesto. El plan judío preveía penetrar en las murallas por tres lugares diferentes, que recibieron, cada uno de ellos, un nombre en clave. Ciento cincuenta hombres del «Irgún» se dirigirían desde «Notre-Dame de France» hacia París —la puerta Nueva—; una unidad del grupo «Stern» confluiría hacia Moscú —la puerta de Jafa—.[29] El grueso de las tropas, quinientos hombres de un batallón creado recientemente, descendería del monte Sión hacia Berlín, la brecha abierta en el muro por el «Conus».

Mishka Rabinovich, el artillero herido en el brazo que, dos meses antes, detuviera a los blindados de la Legión Árabe con su bazooka, mandaba una de las compañías de asalto. Daba sus instrucciones cuando uno de sus hombres, un judío ortodoxo, preguntó:

—¿Qué tendremos que hacer cuando lleguemos ante la mezquita de Omar?

—¡Quitaros los zapatos y continuar luchando!

Los hombres del grupo «Stern» reunidos delante del «Banco Barclay's» reservaban, sin embargo, distinta suerte a los monumentos de la explanada del Templo. Rechazando las órdenes de David Ben Gurion, tenían la intención de volar las mezquitas de Omar y El Aqsa, a fin de allanar la explanada para la reconstrucción del tercer Templo.

Mientras las tropas judías se reunían en sus posiciones, se planteó, de repente, un problema dramático a los organizadores del ataque. En su apresuramiento por fabricar el ingenio que debía permitirles alcanzar el corazón de Jerusalén, los judíos lo habían previsto todo, salvo el medio para transportarlo. Sus trescientos cincuenta kilogramos de peso fueron, finalmente, colocados sobre barras de hierro y llevados por hombres. Al llegar al pie del monte Sión, los porteadores distinguieron, con terror, que la trinchera que ascendía hacia la cima era demasiado estrecha para que la pudieran pasar. Consiguientemente, debieron emprender a descubierto aquella penosa ascensión. Rabinovich y sus hombres les cubrían. Agotados bajo el peso de su carga mortal, con los pies y las manos sangrando, los porteadores ascendieron la pendiente metro a metro. A medida que pasaban los minutos, y pronto las horas, y se acercaba la del alto el fuego, la angustia se apoderaba de Shaltiel y de sus oficiales. Se necesitaron cuatro horas para subir el «Conus» hasta la cima del monte Sión.

Eran más de las dos de la madrugada cuando se inició el ataque, con el asalto del «Irgún» a la puerta Nueva. Pocos minutos después llegó un mensaje triunfal al puesto de mando de Zvi Sinaí. París estaba en manos de los judíos. Sinaí ordenó a las fuerzas del monte Sión que actuaran cuando el «Conus» hubiera abierto las murallas. Luego salió al balcón y aguardó la explosión. Desde una trinchera del barrio de Yemin Moshe, David Shaltiel también tenía los ojos fijos en el lugar donde debía producirse el choque del que dependían todas sus esperanzas.

Desde lo alto de las murallas, el capitán árabe Mahmud Mussa distinguió en la oscuridad un espectáculo asombroso. En el cementerio armenio, en la ladera del monte Sión, un grupo de figuras «empujaban a través de las tumbas una especie de vehículo de las cuatro estaciones». Sus legionarios lanzaron granadas. Una de ellas incendió un matorral de cardos, «y los judíos aparecieron como en pleno día». El porteador Menachem Adlers se horrorizó ante la idea de que una granada pudiera hacer estallar el «Conus». «Estábamos rodeados de llamas —recordaría—, y ciento setenta y cinco kilos de dinamita podían, en cualquier momento, convertirse en polvo». No obstante, el comando consiguió llegar a la base de las murallas y colocar correctamente el aparato frente a las piedras. Tras haber conectado los tres sistemas de ignición, los judíos huyeron.

—¡Atención! ¡«Conus» a punto! —gritó Rabinovich refugiándose detrás de la pared del cementerio—. ¡Estad atentos!

Una formidable explosión sacudió a toda la ciudad, mientras un resplandor envolvía la noche. Desde el balcón de su puesto de mando, Zvi Sinaí lanzó un grito de alegría:

—¡Las murallas están perforadas! Entran en la ciudad vieja.

Trastornado, David Shaltiel saltó de su trinchera y se puso a correr hacia el monte Sión para seguir a las tropas de asalto. Emboscado en la cima con los soldados de una de las compañías de ataque, el oficial Abraham Uzieli se dijo «que era exactamente como en Jericó: las murallas caen ante nuestras trompetas».

—¡A la carga! —rugió un vigía desde una posición próxima a las murallas.

A aquel grito, Abraham Zorea, comandante del batallón, se dirigió hacia los hombres de su compañía de cabeza.

—¡Penetrad! Os sigo con los demás.

Momentos después, Zorea vio regresar, lívido, a uno de sus soldados.

—Todo ese ruido, y ni el menor agujero —gimió—. Apenas ha hecho algunas grietas.

No habría milagro para los soldados del nuevo ejército de Israel en aquella madrugada de julio. Sus trompetas no derribaron las murallas. La máquina infernal en la que depositaron todas sus esperanzas se había mostrado como un miserable petardo.

Cuando un mensajero le comunicó la noticia, David Shaltiel pareció «envejecer diez años», recordaría su adjunto, Yeshurun Schiff. Eran casi las cinco de la madrugada, y el alto el fuego comenzaría en breves instantes. Tal confianza tenían todos en su famoso ingenio, que no tenían ningún plan de ataque en reserva.

—No tenemos elección —declaró Shaltiel hundido—. Ahora es preciso aceptar la detención de los combates.

Zvi Sinaí le suplicó que le dejara intentar una última operación. Podía retirar al batallón del monte Sión y lanzarlo por la brecha que abriera el «Irgún» en la puerta Nueva. Aquello significaba, seguramente, una violación del alto el fuego durante varias horas, pero ¿acaso el riesgo no valía la pena? Shaltiel puso una mano en el hombro del joven oficial. Su decepción era tan profunda como la suya —dijo—, pero las órdenes eran claras. Debían obedecer. Aniquilado «por un espantoso sentimiento de fracaso», Sinaí tomó su teléfono y ordenó a sus unidades cesar de disparar a la hora prevista.

Se fue a despertar al hombre que debería, a aquella hora, convertirse en gobernador militar de la vieja Jerusalén. Cruelmente decepcionado, David Amiran entró en el despacho donde se amontonaba el material que le habría sido necesario: billetes de la moneda de ocupación, octavillas, folletos, brazaletes de la primera ocupación judía de toda la vieja Jerusalén desde hacía dos mil años. Separó dos ejemplares de cada documento para los archivos del ejército israelí. Luego, con irónica amargura, arrojó el resto a la papelera.

Fuera, el cielo se teñía de gris. El cañoneo se calmaba. Una incierta paz se instauró de nuevo sobre Jerusalén. Escuchando desvanecerse el ruido de los disparos, David Shaltiel murmuró:

—Nadie morirá hoy. Pero no hemos tomado la ciudad vieja.

Detrás de las murallas, Abdullah Tell recorría los corredores del «Hospicio austríaco», donde sufrían tantos de sus legionarios. La alegría de haber podido retener los muros de la ciudad vieja se entremezclaba, en el oficial árabe, con una extraña compasión por sus adversarios. «¡Dios mío —se dijo—, todas esas vidas perdidas por nada!».

Los últimos disparos fueron efectuados por los soldados del «Irgún» que consiguieron franquear la puerta Nueva, ante «Notre-Dame de France». Contenidos por los legionarios y sin esperanza de refuerzos, acabaron por separarse, abandonando las murallas de la ciudad vieja a la Legión Árabe. Desde Sheij Jerrah, al Norte, hasta el kibbutz de Ramat Rachel, al Sur, aquel repliegue dejaba a Jerusalén dividida en dos. La antigua profecía de Isaías se había realizado. Los niños de Jerusalén «yacían en las encrucijadas de sus calles, aturdidos por la cólera del Eterno». Una frontera dividía a Jerusalén.

Oh, Jerusalén
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