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«HEMOS ATRAVESADO EL MAR ROJO, ¿NO?»

El hombrecillo calvo y cincelado que irrumpió en el asilo infantil del kibbutz de Hulda, donde Shlomo Shamir instaló el puesto de mando de su 7.ª Brigada, no era israelí. Ex alumno de West Point, veterano del desembarco de Normandía y de la campaña de Europa y titular de una colección de condecoraciones americanas y británicas, el judío americano David Marcus abandonó sus funciones de coronel en el Pentágono para luchar en un ejército fantasma. Su llegada a Hulda era fruto de una de las empresas más secretas de David Ben Gurion. La nueva guerra exigía no sólo un armamento moderno, sino que también reclamaba estrategas. Encargó, pues, a sus agentes en los Estados Unidos, que reclutaran a un determinado número de jefes militares, con los cuales constituiría un Alto Estado Mayor de la «Haganah».

El general Walter Bedell Smith, antiguo jefe de Estado Mayor de Eisenhower, se hallaba entre los que aceptaron poner su experiencia al servicio del nuevo Estado. Pero un veto formal del Departamento americano de Defensa hizo fracasar aquella empresa. Únicamente el coronel Marcus desafió aquella prohibición, que redujo a la nada el proyecto de Ben Gurion.

Preocupado siempre por la situación de Jerusalén, el anciano líder dio a Marcus la misma misión que a Yadin: tomar Latrun y abrir la carretera de Jerusalén.

El coronel americano traía en el bolsillo de su battle-dress una orden que hacía de él, aquel 28 de mayo, el comandante en jefe de todo el frente de Jerusalén, desde Latrun hasta la ciudad. Ben Gurion dio al jefe de aquellas fuerzas el nuevo grado de Aluf, haciendo así de David Marcus el primer general del ejército judío desde Judas Macabeo.

Marcus llegaba a Hulda para organizar un nuevo ataque con Shlomo Shamir. Los dos hombres convinieron en mantener, en líneas generales, la misma táctica: un asalto frontal contra los dos flancos del dispositivo enemigo. Pero les fue preciso tener en cuenta las razones del fracaso precedente; y, con una precisión de relojeros, decidieron conducir, aquella vez, su asalto.

Comenzaron por limpiar la zona desde donde se lanzarían sus fuerzas, ocupando los dos caseríos árabes de Beit Jiz y Beit Susin. Luego obligaron a sus oficiales a reconocer minuciosamente el terreno y a enviar numerosas patrullas, a fin de obtener lo que tan cruelmente fracasó la primera vez: informaciones sobre las defensas árabes. Remplazaron los restos del batallón prestado por la «Brigada Alexandroni», por otro de la «Brigada Givati». A esta unidad, mandada por Jacob Prulov, veterano del «Palmach», le correspondió la tarea esencial del ataque: conquistar las prominencias de Bab el Ued, ocupar los pueblos árabes de Deir Ayub, Yalu y Beit Nuba, rodear las posiciones de la Legión Árabe, dirigiéndose a continuación sobre Latrun. Contra las mismas prominencias de Latrun, Marcus y Shamir lanzarían el primer ataque blindado del ejército de Israel.

Comparados con los ejércitos de carros que se enfrentaron en el desierto de Libia durante la Segunda Guerra Mundial, los trece half-tracks comprados por Xiel Federman en Amberes el día de Navidad y las veintidós autoametralladoras de fabricación local, parecían ridículos. Más para el judío que reunió los recuerdos de los ejércitos de Napoleón a orillas del Beresina, eran el orgullo de Israel. En tres días de frenéticos esfuerzos, Chaim Laskov consiguió formar tres grupos de asalto, cuya acción concertada debía concentrar a todas las fuerzas árabes ante ellos y permitir a Prulov rodear el dispositivo enemigo sin hallar oposición. El grupo de la izquierda debía conquistar el caserío de Latrun; el de la derecha, el nudo de carreteras de Ramallah, Tel-Aviv y Jerusalén. El grupo más poderoso, situado en el centro, tenía la misión más dura: apoderarse de la principal posición enemiga, el antiguo puesto de Policía británico. La conquista de este último objetivo se anunciaba tan difícil, que Laskov la repitió con una minuciosidad de director de escena. En un campo próximo al kibbutz reconstruyó con cajas, arena y piedras, todo el decorado de las alturas: las ruinas del castillo cruzado en la colina; la abadía trapense, con su bosquecillo de árboles; la pequeña carretera de Ramallah y, justo enfrente, el vasto cuadrilátero, lleno de aspilleras, del puesto de Policía. Una providencial coincidencia quiso que Laskov conociese incluso la disposición interior del edificio. Un año antes, empleado en la «Palestina Electric Co.», instaló una línea de alta tensión en aquel sector y halló a sus ocupantes británicos, que le invitaron a visitar sus instalaciones. Una importante puerta blindada dominaba la entrada del puesto, y una torre fortificada protegía los flancos. Laskov previó volar aquella puerta con una carga de doscientos cincuenta kilogramos de TNT. En cuanto a la torre, pensaba neutralizarla con las armas más terroríficas con que contaba, armas de las que ya se había servido contra los soldados de la Wehrmacht, cerca de Roma: lanzallamas. Fabricados en los talleres de la «Haganah» según sus instrucciones, aquellos lanzallamas serían montados en los half-tracks. Podían proyectar a veinticinco metros un chorro de napalm que una bala de revólver inflamaría justo delante del vehículo. Laskov estaba convencido de que los legionarios de la torre, aterrorizados por la idea de quemarse como teas, huirían cuando se acercasen. Sin embargo, era un arma delicada, cuyo uso presentaba también inconvenientes. Por no haberlo previsto, un desastre iba a abatirse sobre los blindados de Israel.

Contrariamente al ataque anterior, la «Operación Ben Nun II» comenzó a la hora prevista. A las diez de la noche exactamente, el domingo 30 de mayo, los morteros y «Napoleonchiks» de Shlomo Shamir comenzaron a martillar las posiciones árabes de Latrun, mientras Prulov se dirigía hacia Bab el Ued.

Sacado de su jergón por las primeras explosiones que sacudieron la abadía, el padre Martin Godart se puso su hábito y sus sandalias y se precipitó fuera de su celda. Si el eminente teólogo del dogma de la Encarnación corría a gran velocidad, no era porque temiese por su vida o por los objetos consagrados en la capilla. Pasando como un rayo a través de los pasillos ya sembrados de vidrios rotos, se dirigió hacia el lugar donde yacía el tesoro más preciado de la abadía: los instrumentos que le permitieron hacer famosas las mejores mesas de Oriente Próximo. Con los suaves ademanes de un conservador de museo trasladando las reliquias de una civilización desaparecida, el trapense destilador fue a ocultar sus retortas y alambiques en el sótano más profundo de la abadía.

El claustro que los monjes acababan de adornar con flores y ramas de olivo, a fin —como escribió uno de ellos— de «que Jesús no supiese que Palestina estaba en guerra», se cubría con un colchón de tejas destrozadas, estatuas decapitadas y vidrieras rotas. Los obuses caían cada vez más cerca. Un sofocante olor de polvo y pólvora resecó la garganta de los miembros de la comunidad que se habían cobijado allí.

Finalmente, con una vela en una mano y su camastro en la otra, los monjes descendieron al sótano del padre Godart para buscar refugio cerca de los toneles de exquisitos vinos.

Encaramado en la cresta que dominaba la abadía, el coronel Habes Majelli, al mando de la defensa árabe, escrutaba con sus oficiales la noche henchida por los relampagueos de las explosiones. Mientras se calmaba la barrera de artillería, un Chirrido de orugas ascendió de la llanura, allá abajo. Los judíos atacaban. Majelli se volvió hacia un hombrecillo vestido con una larga túnica.

—Ruegue a Alá para que nos conceda una nueva victoria —ordenó al imán del regimiento.

Laskov también escuchaba el ruido tranquilizante de sus half-tracks que avanzaban a través de la noche en dirección de Latrun. Observó su reloj. Era medianoche.

En el tercer blindado, con unos auriculares en la cabeza, una polaca rubia de diecinueve años veía aproximarse la oscura línea de las colinas. Hadassah Limpel atravesó medio mundo para obtener el privilegio de lanzarse en un half-track hacia las posiciones que obstruían el camino de Jerusalén. Nueve años antes, los «Panzers» de la Alemania nazi pusieron fin a su infancia arrojándola a las carreteras de Polonia y de Rusia. Desde Siberia, entre un miserable tropel de mil quinientos niños polacos, a los cuales nadie quería, fue enviada a Irán y luego a Karachi. Desde allá, un viaje en inmundas barquichuelas la condujo a Bombay, Adén y Port Said y, finalmente, a un muelle de la Tierra Prometida.

No conocía a nadie en aquel muelle, entre los centenares de familias congregadas con la esperanza de volver a encontrar un hijo o un pariente perdido en el caos de la guerra. Enviada a un kibbutz, Hadassah Limpel se encargó de reunir a todas las jóvenes con las que, en adelante, iba a compartir su vida. Para conseguirlo, se enroló en las filas del movimiento juvenil del «Palmach». Durante toda la cruel primavera de 1948, armada con una metralleta y dos granadas, la pequeña polaca escoltó, con sus camaradas, los convoyes que los guerrilleros de Abdel Kader intentaba detener. Bloqueada en Tel-Aviv por el corte de la carretera, se presentó voluntaria para aprender a manipular los aparatos de radio comprados por Xiel Federman. Esperaba, mediante aquel compromiso, consagrar su pertenencia al ejército del nuevo Estado. «Estoy segura que no sentirás vergüenza de lo que yo he hecho aquí —escribió a su madre, que se había quedado en Polonia—, y que cuando vengas, te encontrarás con un país libre».

Con todos sus sentidos al acecho, el capitán árabe Izzat Hassan se esforzaba por seguir el ruido de las orugas que avanzaban a través de la llanura de Latrun. Jefe de la compañía de apoyo del regimiento de la Legión Árabe, era responsable de los cañones anticarro y de los morteros que debían detener el ataque. Con los ojos pegados a las mirillas de tiro, sus artilleros horadaban la oscuridad para distinguir en ella cualquier blanco móvil. Toda la atención del oficial árabe se centraba, entonces, en un relieve qué formaba la carretera al pie del puesto de Policía y sobre el cual reguló el alza de sus cañones. Si conseguía descubrir el paso de los half-tracks judíos en aquel lugar, estaba seguro de destruirlos todos.

En el tejado del puesto de Policía, detrás de su ametralladora «Vickers», el sargento ruso Yussef Saab vigilaba también aquel relieve. En torno a él, agazapados detrás de sacos terreros, otros legionarios aguardaban, granada en mano. Justamente debajo, en el fortín que guardaba la puerta del edificio, Mahmud Ali Russan, primo del comandante segundo del regimiento, tenía apretado contra su hombro el tubo de su bazooka. Todos iban a experimentar una súbita sorpresa.

Protegidos por la humareda de sus granadas fumígenas y por la oscuridad de la noche sin luna, los half-tracks judíos franquearon el relieve sin recibir ni un solo obús. Procedente del vehículo de mando que llevaba el nombre cifrado de «Yora», Laskov oyó la voz suave y tranquila de la joven Hadassah anunciar:

—Franqueamos sus alambradas.

En el mismo instante, su atención fue atraída por la trayectoria de una luz verde que subía al cielo. Acogió aquel haz luminoso con una sonrisa de satisfacción. Prulov hizo saber así que acababa de conquistar su primer objetivo: el pueblo de Deir Ayub, encima de Bab el Ued. Laskov estaba tranquilo: Prulov desembocaría bien pronto sobre la retaguardia de las posiciones árabes que atacaban sus blindados. Varios minutos después, Laskov oyó una serie de violentos disparos procedentes de la misma dirección que el cohete. «Prulov acaba de caer en un núcleo de resistencia», pensó.

En Latrun, el ataque se desarrollaba exactamente como había previsto.

—El half-track número uno está a cincuenta metros de la puerta —anunció Hadassah Limpel.

Por una extraordinaria casualidad, la ráfaga de ametralladora que disparó el blindado halló el proyectil que acababa de lanzar el bazooka árabe situado ante la entrada principal e hizo desviar su trayectoria. El servidor árabe del bazooka fue muerto. Bajo la lluvia de granadas de los legionarios apostados en el tejado, los judíos del half-track de cabeza corrieron a depositar su carga explosiva ante la puerta. Era inútil. Los árabes habían olvidado cerrarla. A trescientos metros de allá, el capitán Hassan seguía la batalla con inquietud. No conseguía distinguir en aquellas tinieblas el emplazamiento exacto de los half-tracks judíos, y temía que sus obuses hirieran también a los defensores árabes.

—Lanzallamas en posición —anunció la voz de Hadassah Limpel desde el blindado de mando «Yora».

Una fantástica riada de luz desgarró de repente la noche, iluminando como en pleno día la fachada del puesto de Policía. Ante aquel alucinante espectáculo, el capitán Russan pensó «que los judíos iban a cortar la puerta con una batería de sopletes». Cuando la carga explosiva desintegró la puerta en una nube de metal incandescente, un comando judío saltó del segundo half-track y se dirigió al interior del puesto. Pronto, un salvaje combate cuerpo a cuerpo con granadas, metralleta y, finalmente, con cuchillos, cubrió la planta baja del edificio con un horrible montón de moribundos. Legionarios e irregulares se lanzaban juntos a la lucha invocando el nombre de Alá. Pero la suerte de la batalla iba a decidirse afuera. Los haces de fuego de los lanzallamas con los cuales contó Laskov para hacer huir a los defensores de la torre y del tejado, incendiaron la fachada. Entonces, las llamas iluminaban toda la zona de ataque como los proyectores de un escenario teatral. Blancos perfectos, el capitán Hassan vio, de súbito, perfilarse los half-tracks israelíes. La luz era tan viva, que el capitán Russan distinguió incluso «una cabellera rubia tocada con unos auriculares de radio».

Con su voz tranquila, Hadassah Limpel continuó describiendo el ataque a Laskov: Yaaki, el jefe del grupo de asalto, acababa de abandonar su half-track para ir a ver lo que pasaba en el interior del puesto. Apenas dio algunos saltos cuando una lluvia de balas trazadoras, procedentes del tejado, le atrapó en su luminoso camino. Su adjunto, un joven inmigrante que combatiera en el Ejército Rojo, quiso recoger al comandante, pero, nadie en aquel infierno, comprendía sus órdenes. Sólo hablaba en ruso. Entonces, los cañones anticarro de la Legión Árabe se desencadenaron sobre los blindados judíos. Uno tras otro, los half-tracks fueron reducidos a restos ardientes. Laskov oyó aún en sus auriculares un sordo chapoteo; luego, silencio.

—¡Yora, Yora! —llamó.

No le llegó ninguna respuesta del half-track de mando. Todos sus ocupantes estaban muertos. El largo viaje de Hadassah Limpel tocó a su fin.

Dos sombras vacilantes, hurañas, salieron entonces de la oscuridad, aportando a Laskov la noticia de otro desastre. Los zapadores que habían minado la carretera en cuya trampa caerían los autobuses en los que iba su infantería, habían amontonado las minas en la cuneta sin quitarles el cebo. Descendiendo del autobús, el primer soldado desencadenó una escalofriante explosión. Una veintena de sus compañeros murieron, y todos los demás huyeron.

Varios minutos después, Laskov recibió un mensaje por radio de Shamir, anunciándole un tercer desastre.

—Tu sección ha desaparecido —le anunció simplemente.

Laskov comprendió que Prulov y los hombres con los cuales, contaba para tomar por la retaguardia los cañones árabes, se habían desvanecido en la noche. Poco después de lanzar su cohete, Prulov cayó sobre una ametralladora árabe, que mató a tres de sus soldados. Juzgando esas pérdidas suficientes, interrumpió el combate por su propia iniciativa. El segundo asalto de la 7.ª Brigada contra Latrun había fracasado definitivamente.

Ante el puesto de Policía, los lanzallamas que habían transformado en catástrofe la esperada victoria, estaban apagados; los half-tracks, dislocados; los miembros de sus tripulaciones, casi todos muertos. Ninguno de los hombres del grupo de asalto que había penetrado en el interior del puesto logró salir con vida. Aprovechando otra vez la oscuridad, los supervivientes de los vehículos intentaron replegarse bajo la lluvia de fuego que caía del tejado del edificio. Raros fueron los que consiguieron escapar de aquel infierno y regresar a sus líneas.

Tampoco esta vez consiguió la «Haganah» hacer saltar el cerrojo de la Legión Árabe sobre la carretera de Jerusalén. Habían transcurrido cinco días entre los dos ataques, cinco días durante los cuales, en Jerusalén, los depósitos de Dov Joseph se habían vaciado con la regularidad de un reloj de arena que dejaba pasar sus granitos. Y el ejército judío no estaba más cerca de liberar la ciudad que la noche en que David Ben Gurion ordenara a Yigael Yadin tomar Latrun. Era imposible, para David Marcus y Shlomo Shamir, lanzar —por tercera vez— a sus batallones diezmados contra los cañones de la Legión Árabe. Sus dos fracasos establecían claramente que no era con la conquista de Latrun como podría salvarse Jerusalén.

El jeep saltaba, rebotaba, se ladeaba y derrapaba en una absurda protesta mecánica. Dos de los judíos que transportaba descendieron para aligerarlo y guiarlo de piedra en piedra. En tres mil kilómetros de guerra en Europa, ni David Marcus ni Vivian Herzog jamás vieron un vehículo sometido a semejante tortura. Aferrado al volante, Amos Chorev, joven oficial del «Palmach», maniobraba como si se tratase de un kayak en el rápido de un río. Desde el fondo de un barranco, comenzaron a remontar la otra ladera, metro a metro, llenando el frescor de la noche con un aroma de caucho y aceite quemados. Acabaron su terrorífica escalada izando literalmente su vehículo hasta la cima.

A menos de cuatro kilómetros, distinguieron entonces, a la luz de la luna, las verdes alturas contra las que lanzaron —en vano— sus fuerzas la noche precedente. Distinguían, al pie de las construcciones de la abadía de Latrun, la cinta plateada de la carretera de Jerusalén, que atravesaba el dominio de los trapenses en dirección a Bab el Ued.

El paso infernal, a lo largo del cual acababan de pasar con su jeep, corría paralelo a la carretera. Tras haber superado el caserío árabe abandonado de Beit Susin, se sumergía entre los barrancos y abruptas pendientes de las colinas de Judea. Camino bíblico de corderos y cabras, aquel sendero bordeaba por entre tomillos, artanitas y matorrales silvestres realzando los caprichos del relieve. Tomando aliento, Amos Chorev observó la oscura silueta de las colinas.

—Si se pudiera pasar por allá —suspiró—, tendríamos un camino de «repuesto» para Jerusalén.

—¿Crees que será posible? —preguntó Vivian Herzog.

Marcus lanzó un gruñido.

—¿Por qué no? Hemos atravesado el mar Rojo, ¿no? Varias horas más tarde, un ruido de motor despertó bruscamente a los tres hombres que descansaban un poco mientras aguardaban continuar su exploración al amanecer. Cogieron sus metralletas y se parapetaron detrás de un bosquecillo de olivos silvestres. Distinguieron entonces, trepando por la vertiente opuesta, una silueta que guiaba la ascensión de un jeep hacia la cima de su colina. Chorev se adelantó prudentemente. De pronto, lanzando un grito de alegría, se levantó y descendió por la pendiente. Reconoció al conductor del jeep y a su guía. Eran dos camaradas de la «Brigada Harel», del «Palmach». Llegaban de Jerusalén.

Aquel encuentro accidental de los dos jeeps judíos en el desolado escenario de las colinas de Judea iba a tener consecuencias incalculables. Los dos vehículos habían recorrido la mitad del camino que separaba la Jerusalén judía de su liberación. Si el camino que utilizaron podía ser transformado en un paso utilizable por camiones y hombres, Jerusalén podría, quizá, ser salvada.

David Ben Gurion parecía sacudido por una serie de descargas eléctricas al escuchar a los tres personajes, sucios y barbudos, que acababan de entrar en su despacho. David Marcus, Vivian Herzog y Amos Chorev se presentaron ante él a su regreso a Tel-Aviv para proporcionarle el primer relato de su desatino. Cuando terminaron, Ben Gurion saltó de su sillón. Comprendió en seguida. Quizás habían conjurado, al fin, el espectro que preocupaba a todos desde diciembre: el aislamiento de Jerusalén. Pero Ben Gurion sabía que un camino por el que consiguieran hacer pasar algunos jeeps cada noche no podría salvar a una ciudad de cien mil habitantes hambrientos. Necesitaba una carretera, una verdadera carretera de «repuesto» hasta Jerusalén. Volviéndose hacia el antiguo oficial de un ejército que, en una sola guerra, trazó a través del mundo más kilómetros de caminos varios que todos los demás ejércitos desde Alejandro Magno, Ben Gurion declaró:

—Marcus, es preciso construir una carretera, una auténtica carretera.

Luego, sabedor del consuelo moral que un solo jeep procedente de Tel-Aviv podría aportar a la población de la asediada Jerusalén, ordenó a Amos Chorev renovar su hazaña la noche siguiente.

—Esta vez —precisó—, su jeep deberá llegar hasta la meta, hasta Jerusalén.

El informe que escuchaba aquella mañana de junio Isaac Levi era «la más sombría sucesión de noticias» que jamás oiría.

Se trataba, casi bala por bala, del estado de las reservas de municiones que aún poseían los defensores judíos de Jerusalén. Un rápido cálculo permitió estimar a Isaac Levi que permitirían, en el mejor de los casos, aguantar una sola jornada de intensos combates. Pero aquél no era el único cuadro siniestro de la mañana. Minutos después, en el despacho de Dov Joseph, se enteró de que los depósitos de la ciudad sólo contenían harina para fabricar, durante siete días, las flacas raciones de pan de la población. «Es preciso, a toda costa, que seamos aprovisionados —se dijo—; si no todo se derrumbará».

Mientras Levi examinaba aquellas lúgubres estadísticas, llegaba a Jerusalén el primer jeep que franqueó el sendero de cabras descubierto la noche anterior. Amos Chorev realizó la simbólica hazaña exigida por Ben Gurion: salido de Tel-Aviv, su jeep consiguió alcanzar la capital. Sabedor de que un equipo del «Palmach» intentaría, la siguiente noche, aquella proeza en sentido opuesto, Levi decidió unirse a él para alertar a Ben Gurion sobre el estado realmente catastrófico de las reservas de Jerusalén.

Abandonó la ciudad a las diez de la noche a bordo del único vehículo, entre los que disponía la «Haganah» de Jerusalén, capaz de afrontar las torturas de las colinas de Judea. Era de color crema, y su anterior propietario había muerto con ocasión de una desesperada tentativa por interceptar aquella misma carretera que el oficial judío deseaba intentar abrir. Era el jeep de Abdel Kader, capturado a raíz de los combates del 14 de mayo.

A las cinco de la madrugada, tras siete horas de suplicio, Levi alcanzaba las afueras de Tel-Aviv. Agotado, se detuvo en un tabernucho de Rehovot para tomar una taza de café.

—¿De dónde viene usted? —le preguntó el dueño.

—De Jerusalén.

—¿De Jerusalén?

Al oír aquellas palabras, todos los clientes se precipitaron hacia el aturdido Levi para abrazarle, apretarlo entre sus brazos y felicitarle como si acabase de conquistar el Everest.

El hambriento viajero vio entonces que se acercaba a él el dueño con un extraordinario regalo de bienvenida: una enorme bandeja de fresas con nata.

Cuando les hubo hecho los honores, Levi se dirigió a casa de Ben Gurion. Éste le recibió con una brusca pregunta.

—¿Podremos resistir en Jerusalén?

La respuesta fue también brusca.

—La ciudad tiene hambre. La gente no se muere todavía de hambre, pero no está lejos el día en que ocurra esto. Pero ahora la suerte de Jerusalén no depende del aprovisionamiento de su población, sino de las municiones.

Dio cuenta del estado de las reservas, tal como le fue comunicado la víspera.

—Si los árabes desencadenan un solo ataque serio —afirmó—, no tendremos nada que poner en nuestros fusiles.

Miró un instante al hombre agobiado por tantas responsabilidades que tenía enfrente, y añadió con gravedad:

—Seremos aplastados.

Ben Gurion convocó rápidamente a Joseph Avidar, el hijo del molinero ucraniano responsable de los aprovisionamientos de la «Haganah». Si un jeep podía franquear aquellas colinas, podrían hacerlo también otros veinte. Sus cargamentos sólo serian, ciertamente, una gota de agua en el océano de las necesidades de Jerusalén, pero, al menos, proporcionarían a los defensores la certeza de que se intentaba todo lo humanamente posible para ayudarles. Ben Gurion ordenó a Avidar que requisara todos los jeeps que pudiera encontrar en Tel-Aviv, que los llenara con armas y municiones y los confiara a Levi para que éste los condujera, desde aquella noche, a través de las colinas.

Policías militares se dirigieron a los principales cruces de Tel-Aviv para interceptar los preciosos vehículos. Pero la noticia de aquella requisa no tardó mucho tiempo en extenderse a través de la ciudad, y los jeeps desaparecieron como por encanto. Toda una jornada de requisas sólo permitió recoger un botín irrisorio: un solo jeep, y aun en estado lastimoso. Descorazonado, Ben Gurion miró tristemente a Levi y suspiró:

—Al menos, tome el mío.

Luego, añadió:

—Dígale a Shaltiel que resista a toda costa. Vamos a abrir una nueva carretera para salvar a Jerusalén.

Una hora después, el oficial cuyos soldados sólo tenían un puñado de cartuchos, descubrió, bajo los hangares del kibbutz de Hulda, un tesoro que le dejó perplejo: «¡Dios mío —pensó Levi al contemplar una montaña de cajas de municiones—, qué diferencia hubiera habido si hubiésemos tenido todo esto en Jerusalén!».

Como un niño en una pastelería, no sabía qué escoger. Finalmente, cargó treinta ametralladoras checas en su jeep, y un centenar de obuses de mortero en el de Ben Gurion, y regresó a Jerusalén.

Al principio débil y lejano, el ronroneo comenzaba a llenar todo el cielo de Ammán. Ningún avión de línea sobrevolaba, sin embargo, la capital beduina a aquella tardía hora. Los dos pequeños aparatos que desembocaron en la noche tachonada de estrellas no pertenecían a ninguna línea comercial: eran dos cazabombarderos «Messerschmitt 109» de la fuerza aérea de Israel.

Su presencia sobre Ammán era la consecuencia de una orden dada aquel día por David Ben Gurion. Media docena de los «Messerschmitt» comprados por Ehud Avriel en Checoslovaquia habían llegado, por fin. El primero de aquellos aparatos se estrelló al despegar; el segundo fue derribado; pero, un tercero consiguió abatir dos bombarderos egipcios, probando así que Israel esperaba, en adelante, disputar a los árabes el control de su cielo.

Tras haber bloqueado el ataque de una columna blindada egipcia, aquellos aparatos iban a ofrecer aquella noche a los habitantes de Ammán una réplica de las noches que vivieron los de Tel-Aviv desde el 14 de mayo. Bajo las alas de los «Messerschmitt» judíos, las luces del palacio Ragdan brillaban como si el rey diese una fiesta. Abdullah ofrecía un gran banquete en honor de los dirigentes árabes. Siempre se había negado a plegarse a toda consigna de black-out, afirmando que «jamás se dirá que yo, un hachemita, he debido apagar mis luces a causa de una amenaza sionista». Aquella noche, el pequeño soberano quiso incluso ofrecer su respuesta personal a la incursión aérea de Ben Gurion. Bajo las estupefactas miradas de sus invitados, se apoderó del revólver de su guardaespaldas, salió afuera y comenzó a disparar alegremente hacia el cielo.

En Tel-Aviv, frente al mar, en una habitación de la «Casa Roja», dos hombres presidían una conferencia única en los anales de la «Haganah». Un ruso, Joseph Avidar, y un americano, David Marcus, iban a obligar al pueblo que atravesó a pie el mar Rojo y franqueó los desiertos del éxodo, a embarcarse en una nueva aventura. Iban a intentar realizar, a fuerza de sudor, ingenio técnico y audacia, lo que no pudieron conseguir por las armas; abrir una carretera hacia Jerusalén.

Teniendo en cuenta la escasez de los medios materiales que poseían, la suya era una empresa colosal. Se trataba de cortar, en el relieve caótico de los montes de Judea, un camino viario, bordeando todo el trazado de la carretera principal de Jerusalén, controlado por la Legión Árabe. Y no debería ser un vago camino para jeeps, sino una verdadera carretera capaz de soportar convoyes de pesados camiones. Era preciso, además, construirla rápidamente y bajo la constante amenaza de los cañones árabes de Latrun y los ataques de los legionarios.

Por una vez, los jefes de la «Haganah» no buscarían en la Biblia el nombre de aquella empresa. La operación llevaría el nombre de la fantástica hazaña que —a escala infinitamente más vasta— socorrió a millones de chinos. En recuerdo de los mil ciento sesenta y ocho kilómetros de carretera construidos por los ingenieros americanos y por los culíes chinos durante la Segunda Guerra Mundial, a través de las junglas y montañas de Birmania, decidieron bautizar la carretera, con la que esperaban salvar a Jerusalén, con el nombre de la «Ruta de Birmania».

Oh, Jerusalén
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