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«ESTRANGULAREMOS A JERUSALÉN»
Kasr el Nil, la gran avenida de El Cairo, estaba aquella tarde llena de gente. Según sus costumbres, la multitud había ido a contemplar las ventanas iluminadas del palacio de Kaman Adin Husseini, la sede del ministro egipcio de Asuntos Exteriores. En el lujoso salón, decorado con tapices de Aubusson, los jefes de Gobierno o de la diplomacia de siete países árabes discutían en medio de una nube de tabaco oriental. Su confrontación duraba ya seis horas.
Siete de aquellos hombres representaban a las siete naciones de la Liga Árabe: Egipto, Irak, Arabia Saudí, Siria, Yemen, Líbano y Transjordania. El octavo era el secretario general de su organización. La fuerza potencial que representaban era considerable. En conjunto, reinaba sobre cuarenta y cinco millones de hombres, dispersos sobre casi cinco millones de kilómetros cuadrados, una entidad treinta veces más poblada y doscientas veces más extensa que Palestina. Bajo sus inmensidades desérticas se hallaban las más importantes reservas de petróleo del mundo. Mandaban cinco ejércitos regulares, de los cuales, tres, los de Egipto, Irak y Transjordania, no eran desdeñables.
La lengua, el pasado y la religión los unían con lazos más aparentes que reales. La política los dividía. Siria y Líbano eran repúblicas parlamentarias de tipo francés. Arabia Saudí, Yemen y Transjordania vivían en las estructuras tribales de los reinos feudales. Egipto e Irak eran monarquías constitucionales de estilo vagamente británico.
Un tejido de rivalidades internas roía a la mayoría de estos regímenes. Unos, históricos, se remontaban a los lejanos conflictos entre los califas de El Cairo y los de Bagdad. Otros eran más recientes, como los que oponían a la rica Arabia del petróleo con sus vecinos menos favorecidos. Se añadían a ello los antagonismos nacionales y personales o las codicias locales, como la que condujo a Irak a reclamar la anexión de Siria, y a Siria la del Líbano, reivindicaciones que arrastraban a los Gobiernos a permanentes conspiraciones.
No obstante, el asunto de Palestina predominaría en lo sucesivo sobre los demás problemas. Se había convertido en el patrón por el que se medían el patriotismo y la popularidad de los hombres políticos árabes. Desde hacía cuatro años habían estimulado, para sus pujas, la intransigencia de los palestinos, que hoy contaban con ellos para liberarlos de la presencia judía. El Primer Ministro del Líbano había afirmado:
—¡Las Naciones Unidas deberán proteger con un soldado a cada uno de los habitantes del futuro Estado judío!
Había llegado el momento de poner una sordina a estas belicosas declaraciones y pasar de las amenazas a los hechos, Pero la larga y borrascosa semana de discusiones que acababa de pasar había evidenciado, sobre todo, el abismo que separaba los discursos patrióticos, de los sentimientos reales de cada uno. Para algunos, que proclamaban de buena gana sus indestructibles lazos con sus hermanos de Palestina, aquella generosa adhesión estaba limitada por las codicias que alimentaban hacia aquella tierra. Y todos pensaban que no se debían lanzar a ninguna acción en Palestina sin calcular antes los posibles efectos sobre sus rivalidades y conflictos de intereses. De hecho, abusando de sus propias palabras, y por una concepción quimérica del equilibrio de fuerzas entre árabes y judíos, no sentían la urgente necesidad de los sacrificios que impondría la lucha contra los sionistas.
Noche tras noche, desde su butaca reservada al delegado del país anfitrión, Mahmud Nukrachy Pachá, Primer Ministro de Egipto, había afirmado su posición: sí para armas y dinero, no para el Ejército egipcio. Numerosos y sutiles motivos explicaban esta negativa. El principal era de orden estratégico: un conflicto opondría a Egipto y Gran Bretaña con relación a la soberanía sobre la zona del Canal de Suez, y este conflicto corría el riesgo de comprometer el aprovisionamiento de las tropas combatientes en Palestina.
A la derecha del egipcio se encontraba el representante del país más rico del mundo árabe: el príncipe Faisal de Arabia Saudí. Su padre, Ibn Saud, unificador de Arabia y gran figura de la Historia árabe, en el espacio de una generación había reunido a las tribus para hacer surgir del desierto un espléndido reino que se extendía desde el mar Rojo hasta el golfo Pérsico.
Virrey del Hedjaz y ministro de Asuntos Exteriores de este Estado que resucitaba, por la opulencia de sus jefes, las leyendas de Creso, el cuarto hijo de Ibn Saud era un diplomático avisado. Era, además, la antítesis de la idea que la gente se hacía generalmente de un emir oriental. Príncipe de sangre en un país donde el rango de un hombre se acostumbraba medir por la dimensión de su harén, Faisal no había tenido nunca más que una sola esposa, con la que llevaba una frugal existencia. Y los dolores persistentes de una úlcera en el estómago, que se cuidaba mediante la ingestión de leche de burra, habían arrugado su rostro y ensombrecido sus ojos melancólicos, hasta el punto de darle el aspecto de un Cristo sufriente de El Greco.
Ibn Saud había repetido, en un telegrama dirigido a la conferencia, que su último deseo era morir en Palestina a la cabeza de sus tropas. Era un noble deseo, pero un flaco socorro. Ibn Saud no tenía tropas. En contrapartida, tenía petróleo. Y la amenaza de cerrar las espitas podía obligar a las naciones occidentales, y en particular a los Estados Unidos, a revisar su política de apoyo al Estado judío. Solicitado sin descanso por sus colegas para que ofreciera la más bella contribución que Arabia podía aportar al conflicto, Faisal había replicado secamente:
—El problema es Palestina, no el petróleo.
Frente al príncipe se hallaba el representante de una familia real que Ibn Saud había expulsado de Arabia para fundar su reino: los Hachemitas de Irak. El bigotudo hombrecillo que gobernaba este otro reino era un antiguo oficial del Ejército otomano incorporado a la revuelta árabe de 1917, uno de cuyos últimos supervivientes era. Compañero de Lawrence, Nuri Said Pachá había entrado en Damasco con las tropas británicas y árabes, y el espectáculo de esta fraternidad de armas lo había marcado para toda la vida. Después no había cesado de considerar que su país debía apoyarse en Londres, y se convirtió, a orillas del Tigris, en el hombre aliado de Inglaterra.
Ningún líder árabe había agobiado tanto a los judíos con injurias como Nuri Said, aun advirtiendo secretamente a sus amigos del Foreign Office que estaría listo para acomodarse al nuevo Estado si esta concesión le valía el apoyo británico para la anexión de Siria, meta final de su sueño de una «media luna árabe fértil» que fuese desde el Mediterráneo al golfo Pérsico. El enviado de Nuri Said a la conferencia había propuesto un plan, destinado a ganar tiempo.
—Aguardaremos a que los ingleses abandonen Palestina —aconsejó—; entonces, los ejércitos árabes, con el de Irak a la cabeza, caerán sobre Tel-Aviv.
Esta sugestión había despertado más confianza que interés. Porque los rivales de Nuri Said veían en todas sus iniciativas la sombra de sus protectores británicos.
Con un fez rojo atravesado sobre su cabeza y una sonrisa jovial que acentuaba la prominencia de sus pómulos, el presidente Riad Solh, Primer Ministro del Líbano, era partidario de una oposición, por la fuerza, al Reparto, y reclamaba el desencadenamiento inmediato de una campaña de guerrilla. Su autoridad era considerable. Seis veces, los ocupantes turcos y franceses le habían condenado a muerte. Tras toda una vida pasada en prisión y en el exilio, había sido el artífice de una realización de la que su país estaba justamente orgulloso. De los países árabes colonizados por Occidente, el Líbano había sido el primero en romper sus cadenas y conquistar su independencia. El conflicto palestino proporcionaba a Riad Solh una nueva ocasión de satisfacer su pasión por la lucha; pero la contribución de su país sólo podía ser simbólica, ya que no tenía ejército. Riad Solh había querido, sin embargo, dar ejemplo mediante un gesto personal. Pasando otra vez por alto las furiosas objeciones de su esposa, había hecho convertir la imprenta vecina a su residencia en un pequeño taller destinado a fabricar cartuchos para los palestinos.
Al lado de Solh se hallaba su amigo y principal aliado político, un propietario cuya ardiente devoción a la causa de la independencia árabe le costó también una vida de prisión y exilio. Incluso antes de la Primera Guerra Mundial, el sirio Jamil Mardam había sido uno de los primeros miembros de la sociedad secreta «Al Fatah», fundada para arrancar a Turquía la independencia árabe. Mardam era también un resuelto partidario de emprender inmediatamente operaciones de guerrilla en Palestina. Basada en Siria, y bajo el control general de los sirios, tal empresa podía, según él, hacer de contrapeso a los deseos expansionistas de su vecino iraquí.
En el centro de la mesa, haciendo resonar nerviosamente el rosario de ámbar entre sus dedos, Abdul Rahman Azzam Pachá, secretario general de la Liga Árabe, había intentado, durante toda la semana, navegar entre las opiniones contradictorias. Alto y delgado, aquel hombre cortés, que hablaba con voz suave, era un revolucionario. Mientras Lawrence sublevaba a los árabes contra los turcos, Azzam Pachá, ayudado por los turcos, había fomentado su propia revolución contra el poder británico en Egipto. Había sido el primer árabe en solicitar la ayuda soviética para la causa árabe, pidiendo a Lenin que apoyara su rebelión el mismo día en que la noticia de la Revolución de octubre llegó a Constantinopla.
Un memorándum de cuatro páginas se hallaba frente a él. Con la mención «Secreto», el documento era, en buena medida, el resultado de sus pacientes esfuerzos dirigidos a lograr un compromiso entre las diferentes tendencias. Azzam Pachá se puso a leer lentamente el contenido. El primer párrafo resumía el problema que reunía a sus colegas en El Cairo.
—La Liga Árabe —declaró— está resuelta a impedir la creación de un Estado judío y a proteger la integridad de Palestina como Estado árabe único e independiente.
El secretario general sabía que al menos tres de los personajes sentados a su alrededor tenían serias reservas con relación a aquella alianza, y una repugnancia aún mayor por pagar su precio. Pero si toda una semana de debates no había podido desgajar la voluntad común que precisaban los árabes para aplicar tal resolución, la ola de comunicados enardecidos que, día tras día, habían proclamado sus intenciones belicosas, los convertía en prisioneros de su propia retórica. La resolución fue ratificada por un concierto de aprobaciones.
Azzam Pachá declaró entonces que los países debían proveer a la Liga, según una división fijada de antemano, de diez mil fusiles, tres mil voluntarios y un millón de libras esterlinas para permitir un desencadenamiento inmediato de las operaciones de guerrillas en Palestina.
El sirio Jamil Mardam estaba satisfecho. Gracias a este compromiso y a los diez mil fusiles suplementarios que había hecho comprar en Praga por el capitán Kerin, la guerrilla que propugnaba iba a iniciarse bajo favorables auspicios.
Luego, tras una ojeada hacia el enviado del iraquí Nuri Said, Azzam Pachá leyó la última y más importante cláusula de su memorándum.
—La Liga —declaró— se propone confiar al general iraquí Ismail Safuat, veterano de la campaña de los Dardanelos, la responsabilidad de preparar un plan para la intervención coordinada de los ejércitos árabes regulares en Palestina.
La sombra del personaje de perilla rojiza que se encontraba en el centro del drama de Palestina, había gravitado durante toda la semana sobre los debates de los jefes de la Liga Árabe. Desde su villa, en un suburbio de El Cairo, Hadj Amin Husseini había seguido las discusiones con suma atención. Uno tras otro, cada uno de los hombres reunidos en El Cairo había realizado un discreto peregrinaje hasta esta villa. Él había recibido a sus visitantes bajo una gran fotografía de Jerusalén, y, con su voz suave, les había exhortado a adoptar su propia línea de conducta.
Hadj Amin no quería ejércitos regulares en Palestina. Sabía bien que con la presencia militar se instalaba, de hecho, un poder, y él no tenía intención de compartir su autoridad en Palestina, sobre todo con sus rivales de Irak y Transjordania. Por el contrario, su objetivo era el de consolidar sus fuerzas hasta que pudieran combatir a los judíos sin apoyo exterior. De momento, pues, las decisiones de la Liga le convenían perfectamente.
Su objetivo consistía en obtener el control del reparto de armas, del dinero y de los voluntarios, y colocar bajo su mando supremo todas las operaciones de guerrilla en Palestina. Para justificar esta pretensión, de un plumazo reunió a las bandas dispersas de aldeanos en su organización llamada «los combatientes de la guerra santa». Ahora estaba listo para tomar una decisión más importante aún: iba a enviar a Palestina al jefe militar más capaz surgido durante la revuelta de 1936 contra los ingleses.
Las paredes estaban cubiertas de mapas. Dos velas, colocadas en cada extremo de una sencilla mesa-escritorio de madera, iluminaban la estancia. Con los mechones blancos de su cabellera brillando al resplandor de las llamas, David Ben Gurion observaba al grupo de hombres reunidos en torno a él. Su encuentro secreto había tenido lugar en un edificio judío de las afueras de Jerusalén. Ben Gurion había reunido a los jefes de la «Haganah» de aquella ciudad porque estaba convencido de que sería allí, en aquella ciudad, donde los judíos de Palestina iban a afrontar durante los meses venideros su mayor prueba. Aislada, dependiente, para su existencia, de una sola carretera, y aun amenazada, Jerusalén era el talón de Aquiles de la comunidad judía, la única colonia donde bastaba un golpe decisivo para aniquilar todas las esperanzas de Ben Gurion.
—Si los árabes logran estrangular a Jerusalén —declaró— no tendrán más que acabar con nosotros, y nuestro Estado estará muerto antes de nacer.
Tras este sombrío preámbulo, el líder pasó a consideraciones más generales. Su genio intuitivo ya le permitía, cuando los ministros de la Liga Árabe discutían aún en El Cairo, discernir hacia qué extremos los árabes iban a verse arrastrados por el exceso de su retórica.
—Ha llegado el momento —prosiguió— de prepararnos para una guerra contra cinco ejércitos árabes.
Estas palabras cayeron como una cuchilla. Algunos asistentes parecían incrédulos.
—¿Cree usted que los árabes de Nazaret piensan atacarnos con carros de combate? —preguntó uno de ellos, en son de broma.
A Elie Arbel, el antiguo oficial checo encargado de los planes de la «Haganah» de Jerusalén, le parecía inverosímil todo aquello: «Ben Gurion habló a continuación de organizar una guerra contra cinco países árabes, cuando los ingleses nos detenían en la calle por llevar una pistola». Ben Gurion se obstinó. Explicó que no cometería jamás el error de subestimar a sus enemigos, y que nada podía amenazar más a su pueblo que la invasión concertada de cinco ejércitos árabes. Pero ya no sobreestimaba a sus adversarios. Conocía su inclinación a creer las más locas jactancias, a confundir los dichos con los hechos, a prepararse para la prueba a base de discursos antes que con sacrificios. Sus amenazas de guerra constituían un terrible peligro para su pueblo. Pero también ofrecían una oportunidad inestimable.
El reparto de Palestina por las Naciones Unidas no había sido —confió Ben Gurion— una solución realmente satisfactoria, pero estaba dispuesto a acomodarse a ella. Como a casi todos los judíos, la internacionalización de Jerusalén le había dejado una dolorosa herida en el corazón. Las largas y tortuosas fronteras atribuidas al Estado judío eran indefendibles y numerosos responsables judíos preconizaban un engrandecimiento del territorio de su Estado, fuese cual fuese la actitud de los árabes. Pero Ben Gurion, apoyado por una mayoría en el consejo de la «Agencia Judía», había rechazado categóricamente esta sugestión.
No obstante, si los Estados árabes persistían en su intención de cruzar el acero, los acuerdos se volverían caducos, y las fronteras del Estado judío no serían ya las impuestas por las Naciones Unidas, sino más bien las que él pudiera conquistar y mantener por la fuerza durante el conflicto.
Ben Gurion conocía bien la Historia de Palestina. ¡Cuántas veces comprobó que la intransigencia árabe había servido providencialmente a las aspiraciones sionistas, «ayudando, con sus amenazas, a realizar grandes hazañas que no hubiéramos sido capaces de cumplir de otra manera»! Los primeros ataques a sus colonias habían obligado a los agricultores judíos a emplear, a pesar suyo, mano de obra judía. Las agresiones contra los judíos de Jafa habían obligado a la fundación de Tel-Aviv. Al negar a los supervivientes de los campos de concentración hitlerianos el derecho a instalarse en Palestina, los árabes habían obligado al mundo a apoyar la creación de un Estado judío. El mayor error que los árabes podrían jamás cometer en favor de los judíos —estimaba Ben Gurion— sería rechazar la decisión de las Naciones Unidas. «Esta negativa cambiaría todo para nosotros —pensó—, ya que nos daría el derecho a coger lo que pudiéramos».
Pero Ben Gurion era un visionario solitario. Era entonces casi el único que encontraba en tan grandes amenazas una fuente de esperanza.
A varios miles de kilómetros de Jerusalén, otra personalidad había formulado ya su propio juicio sobre el resultado del conflicto. Y, contrariamente al líder judío, este hombre se basaba en el tesoro de una inigualable experiencia militar. Artífice de la mayor victoria de Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial, había conducido sus ejércitos desde Caen hasta Hamburgo, y su profecía iba a dar peso a las fanfarronas predicciones de Hadj Amin Husseini. En el argot del cricket, el mariscal Sir Bernard Montgomery, Lord de El-Alamein, predijo que los árabes colocarían a los judíos en el mar con seis golpes de mazo.
Más allá de Jerusalén y del Jordán, al otro lado de la línea sombría de los montes de Moab, un enigmático soberano árabe estaba sentado, como cada tarde, en el salón de su palacio, que dominaba los suburbios de Ammán. Excelente jugador de ajedrez, el rey Abdullah consideraba el tablero dispuesto ante él y reflexionó sobre su próxima jugada. Su peón favorito era el caballo, y su táctica se parecía, extrañamente, a la que él había utilizado para izarse a la posición que ahora ocupaba.
El reino sobre el que gobernaba era, en sus tres cuartas partes, un desierto habitado por menos de medio millón de personas y cuyo presupuesto nacional se elevaba solamente —aparte las subvenciones británicas— a un millón y medio de libras esterlinas. No obstante, de este, territorio casi vacío habían surgido los únicos peones que Abdullah podía maniobrar sobre el tablero del Oriente Medio: los hombres del único ejército profesional del Islam, aquel que David Ben Gurion temía por encima de todos: la Legión Árabe.
Por consiguiente, ningún árabe podía entenderse mejor con Ben Gurion que el monarca que mandaba este ejército. Abdullah era el único dirigente árabe que había mantenido contactos reales con los judíos de Palestina durante los diez últimos años. La luz que cada mañana iluminaba los versículos del Corán de este descendiente del Profeta, era suministrada por una central judía instalada en el noroeste de su reino. En el domicilio del director de esta central, Abdullah se había entrevistado secretamente con Golda Meir el mes de noviembre de 1947. El tono de la conferencia había sido particularmente cordial. El rey había confirmado que no participaría en ningún ataque dirigido contra los judíos. Había asegurado-su amistad a la enviada de la «Agencia Judía» y recordado que Hadj Amin era su enemigo común. Abdullah se había mostrado conforme con el proyecto de repartición de Palestina. Si las Naciones Unidas tomaban esta decisión —había dado a entender—, él se anexionaría el territorio atribuido a los árabes.
Abdullah hacía frecuentes visitas a sus vecinos judíos para solicitar de ellos consejos y asistencia técnica. En realidad, Abdullah consideraba el retorno de los judíos como el de un pueblo semita perseguido en Occidente, llegado a Oriente para ayudar a otro pueblo semita cuyo desarrollo había sido obstaculizado por otra institución occidental: el colonialismo. Por consiguiente, no alimentaba ninguna ilusión sobre las oportunidades de los árabes de dar jaque al Reparto. Al revés del Mufti, cuya propaganda identificaba a todos los judíos de Palestina como débiles estudiantes de las sinagogas de Mea Shearim que huían ante los garrotes árabes; al revés de los sirios e iraquíes, que los juzgaban partiendo de la docilidad de los comerciantes instalados en sus países, Abdullah conocía la energía y la competencia que animaba a sus vecinos.
Para sus colegas, los jefes de la Liga Árabe que discutían en El Cairo, el monarca de la blanca perilla mostraba el más profundo desdén. Abdullah llamaba a la Liga «un saco en el que se han arrojado siete cabezas». Despreciaba a los egipcios en general y al rey Faruk en particular. «No se transforma en gentleman a un hijo de campesino balcánico simplemente haciéndole rey», acostumbraba decir. Consideraba a los sirios, cuyo territorio excitaba su codicia, como vecinos molestos y camorristas. En fin, Abdullah aborrecía al Mufti desde su primer encuentro en 1921. «Mi padre —recordaba frecuentemente a sus partidarios— me puso siempre en guardia contra los predicadores de cruzada».
Toda la vida de este endeble soberano, de cara pálida y mirada llena de inteligencia, no había sido más que una cadena de frustraciones. Había sido el primero, en 1914, en sugerir a los ingleses la idea de una revuelta árabe contra la dominación turca. Pero Lawrence había preferido confiar la dirección de tal levantamiento a su joven hermano, Faisal. La gloria había marginado a Abdullah, cuya familia se vio rápidamente expulsada de Arabia por Ibn Saud, perdiendo así su trono al borde del mar Rojo. A título de consolación, los ingleses entregaron a Abdullah aquel emirato desértico, sacado de Palestina por Winston Churchill, mientras que su hermano Faisal recibió de las mismas manos el trono de Irak. Para subrayar la insignificancia de este regalo, Churchill se vanagloriaba de haber creado Transjordania «con un simple plumazo, un domingo por la tarde, en El Cairo».
Sus habitantes habían acogido a su nuevo monarca bajo una lluvia de huevos y tomates. Durante años no tuvo por residencia más que una sencilla tienda beduina, plantada sobre una colina que dominaba Ammán, allá donde hoy se elevaba su palacio. La suerte empezó a cambiar para él cuando, en 1934, los ingleses, recordando de pronto su existencia, decidieron afirmar su autoridad para nivelar la influencia, cada vez más intensa del Mufti.
Esos años fueron crueles para Abdullah, que tenía multitud de ambiciones y, sobre todo, quería vengar las humillaciones de su familia y reinar sobre un dominio digno de sus orígenes. Pero había sido, según la imagen de uno de sus contemporáneos, «un halcón prisionero en la jaula de un canario».
La repartición de Palestina iba, quizás, a ofrecerle hoy la suerte que le había sido negada durante un cuarto de siglo, o sea, poder salir de su jaula, convertirse en el jefe poderoso que soñaba ser y dominar sobre un reino a su medida. En fin, Abdullah prestó a Jerusalén una atención muy particular. Su posesión daría a su persona un prestigio internacional y rehabilitaría a los Hachemitas —su familia— en el papel que Ibn Saud le había arrebatado en el seno del Islam. Privado del derecho a reinar en Jerusalén, Abdullah se sabía condenado a seguir siendo lo que era: el irrisorio soberano de una extensión de arena.
Con el mismo cuidado que ponía en mover las piezas sobre su tablero, Abdullah reflexionó sobre las iniciativas que podrían favorecer sus ambiciones. Aquella mañana de diciembre, mientras en El Cairo sus colegas de la Liga Árabe estaban enzarzados en una de sus interminables discusiones, adelantó su primer peón. Poco antes del mediodía, su Primer Ministro se personó en la entrada de una modesta residencia situada no lejos del palacio real, sede del personaje amable y distinguido que representaba a la Gran Bretaña en Transjordania, Sir Alec Kirkbride.
Después del café preliminar y de las cortesías usuales, el mensajero de Abdullah expuso el objeto de su visita. En el futuro Estado árabe de la Palestina dividida —explicó—, el Mufti de Jerusalén sería quien se adueñaría del poder. Pero éste era un hombre poco inclinado a servir los intereses de Gran Bretaña y del rey Abdullah. De todas formas, con sus fronteras absurdas y sus conflictos internos, el Estado árabe no tardaría en caer en el caos antes de ser absorbido, finalmente, por el Estado judío. No obstante, existía un medio de prevenir este desastre, y para ello, para sondear a Gran Bretaña a este respecto, se había desplazado el Primer Ministro del rey Abdullah. Y como quiera que, posiblemente, este medio se revelaría impopular, Abdullah debería estar seguro de contar con el apoyo británico para imponerlo.
—¿Cuál sería la reacción del Gobierno de Su Majestad —preguntó cortésmente el Primer Ministro— si el rey Abdullah anexionara a su reino la parte de Palestina atribuida a los árabes?
Sentado en un sillón al lado del fuego, un hombre pensativo se impregnaba de la majestuosidad de las composiciones para órgano de Juan Sebastián Bach. A cien kilómetros de Ammán, en su fastuosa residencia de Jerusalén, el Alto Comisario británico en Palestina saboreaba su momento de descanso favorito. Regularmente, antes de comer, Sir Alan Cunningham se encerraba en su saloncito para escuchar música y reflexionar acerca de los problemas que pesaban sobre sus hombros.
Pero en aquel mes de diciembre de 1947, el escocés estaba molesto. Su misión en Palestina no había sido más que una serie continua de decepciones, y ahora, casi al final, aún le esperaba la mayor de todas.
Se acordaba, con amargura, de lo solo que le había dejado Londres durante todo aquel período. Desde su nombramiento, en octubre de 1945, sólo había recibido órdenes contradictorias sobre la política que debería seguir en Palestina. Antes de embarcar para Jerusalén fue a ver al Primer Ministro con la esperanza de recibir algunas directrices.
—¡Oh! —exclamó Clement Attlee encogiéndose de hombros—. Simplemente, vaya allá y gobierne.
Adivinando la sorpresa de su visitante, Attlee se levantó para acompañarlo hasta la puerta. Poniendo la mano sobre el nombro del escocés, añadió:
—Me apena, general, dar a su pregunta una respuesta de político. Pero es lo único que puedo hacer.
Después, y hasta la semana anterior, es decir, durante tres años, el Alto Comisario en Palestina no había recibido ninguna instrucción precisa.
Allí residía todo el drama, pensó Cunningham; Londres era incapaz de trazarse una línea de conducta y atenerse a ella: «La urgencia de la situación es extrema», había hecho saber al Foreign Office en julio de 1946. El Gobierno había tergiversado; era demasiado tarde, y ahora era cuando la fuerza de los hechos imponía una solución sobre la marcha.
Aquellos últimos tiempos, Cunningham tuvo el presentimiento de que Ernest Bevin, ministro británico de Asuntos Exteriores, se encontraba «completamente bajo la órbita de una camarilla de funcionarios proárabes, de los que obtenía todas sus informaciones», y consideraba a Harold Beeley, subsecretario del Foreign Office, como «un hombre particularmente peligroso».
Pero estas recriminaciones pertenecían al pasado. Por primera vez acababa de recibir instrucciones sobre la política que había de seguir durante el acto final del mandato en Palestina y sobre la actitud que se había de adoptar frente a la decisión de las Naciones Unidas. Debía «velar para que la situación permaneciese tan calmada que le permitiera un compromiso físico lo más limitado posible de las fuerzas armadas británicas». Pero, especialmente, no debía «mezclarse de ninguna forma, y con ningún pretexto, en las cuestiones concernientes al Reparto».
Estas instrucciones, como Harold Beeley debía recordarle más tarde, significaban que Gran Bretaña aceptaba el reparto de Palestina con «un mínimo absoluto de entusiasmo». Reflejaban también la última decisión tomada por el Foreign Office. En adelante, Gran Bretaña ajustaría al máximo sus intereses a los de los árabes en Oriente Medio. En cuanto al nuevo Estado judío, Gran Bretaña «se desinteresaría de él por el momento, ya que de todas formas, apenas podría contar con su amistad antes de transcurridos varios años». La única disposición del Reparto que apoyó el Foreign Office fue la internacionalización de Jerusalén. La razón era simple: entre una América considerada como projudía y una Rusia juzgada antirreligiosa, el primer papel en la ciudad internacionalizada sólo podría recaer en Gran Bretaña.
Para concretar esta política, Beeley había encargado a la delegación británica en las Naciones Unidas que se mostrara particularmente favorable a las tesis árabes. En vísperas de la apertura de la conferencia de la Liga Árabe en El Cairo, Gran Bretaña había anunciado que continuaría restringiendo por la fuerza, y hasta su marcha, la emigración judía a Palestina.[5]
Estas instrucciones aportaron a Sir Alan una nueva decepción. Contrariamente a Bevin y a Beeley, era partidario del Reparto, única forma, en su opinión, de salir del dilema en el que sus moratorias habían sumido a Palestina. Hombre ponderado, impregnado de un sentido calvinista del deber y de la justicia, sentía profundamente la obligación que tenía Gran Bretaña cíe poner un punto final honorable y ordenado a su reinado en Palestina, para dejar algo más que el caos tras ella. Pero he aquí que las directrices recibidas después de tanto tiempo, le ordenaban ahora no tener rigurosamente en cuenta el único plan que —pensaba él— podía ofrecer a Tierra Santa alguna posibilidad de paz. Sabía cuan necesitada estaría Palestina de esta paz los meses venideros. Durante las dos semanas que habían seguido al Reparto, habían muerto noventa y tres árabes, ochenta y cuatro judíos y siete ingleses. Esta hecatombe se le antojaba el signo precursor de la terrible cosecha que se preparaba.
En un cajón cerrado de su despacho de trabajo se hallaba una orden de tres páginas, procedente del Ejército británico, clasificada como «Muy secreto» y con fecha 6 de diciembre de 1947. Esta orden preocupaba al escocés tanto como las instrucciones que acababa de recibir de Londres. Establecía los principios bajo los que debía efectuarse la salida de las fuerzas británicas. Pero omitía indicar si estas fuerzas serían o no hasta su marcha, dentro de cinco meses, responsables del orden en Palestina.
Acosado, humillado, perpetuamente cogido entre dos fuegos, el Ejército británico estaba cansado. Ahora que estaba decidido el fin del Mandato, su jefe, un compañero escocés de Cunningham, el general Sir Gordon Mac Millan, estaba resuelto a no arriesgar la vida de sus soldados en Palestina más que para los intereses estrictamente británicos. Una sola frase, en el documento, había alegrado la cara del Alto Comisario. Obra de algún suboficial de intendencia, aportaba, en medio de tantas incertidumbres, una contribución ordenada a los preparativos de la próxima marcha. Precisa y minuciosa, era la evaluación del material necesario que se había de embalar, los despojos de treinta años de reinado británico en Palestina: cuatro mil toneladas de plancha y veintidós toneladas de clavos.
El mensaje llegó a la hora en que, en todas las mezquitas de Palestina, los fieles se descalzaban para la oración del alba: «Abu Mussa ha vuelto». Desde Jafa, Haifa, Nablus, Jenin, Tulkarm y de otras veinte ciudades, los hombres se pusieron en camino, solos o en pequeños grupos, atentos a no despertar la curiosidad británica. Todos tenían un destino común: Beit Surif, un pequeño pueblo de Judea, al sudoeste de Jerusalén.
Poco antes de mediodía, un «Chrysler» negro y polvoriento apareció sobre el camino que conducía al pueblo. A la vista del árabe tocado con un keffieh a cuadros blancos y azules, sentado al lado del chófer.
La multitud se precipitó con algazara hacia el coche, prorrumpiendo en gritos y silbidos. El hombre descendió del coche y se sumergió entre un mar de cabezas y brazos que pugnaban por abrazarlo y tocarlo. Era de estatura media, rechoncho, de cara algo rolliza y triste y los pliegues de cuya túnica traicionaban un inicio de obesidad. Visiblemente emocionado, se tocaba continuamente la frente y el corazón para responder a las ovaciones al tiempo que se abría paso hacia la sencilla casa de piedra donde le esperaban sus partidarios.
Ningún árabe de Palestina, ni aun su tío, Hadj Amin. Husseini, suscitaba tanta admiración como aquel hombre, llamado afectuosamente Abu Mussa. El Mufti le había enviado a Palestina para tomar el mando de sus combatientes de la guerra santa. Como su tío, Abdel Kader el Husseini, era miembro del clan de los Husseini de Jerusalén. Con cuarenta años apenas, era un dirigente de hombres y un jefe de un temple físico excepcional. Al contrario que la mayoría de los lugartenientes del Mufti, era instruido, pero permanecía al mismo tiempo cerca de su pueblo, del que conocía instintivamente las virtudes y los defectos y del que sabía sacar el máximo partido posible. Gozaba de tal poder carismático, que era una especie de leyenda viviente. Pronto, a la sola invocación de su nombre, centenares, millares de árabes tomarían el fusil y saldrían de sus pueblos y sus suks.
Colocado sobre una humeante montaña de arroz se hallaba el cordero asado con mensif, el tradicional banquete beduino, para celebrar su regreso. Abdel Kader se puso de cuclillas en el suelo, rodeado por el círculo de hombres que le esperaban. El jefe de la casa alargó la mano derecha y le arrancó un ojo al cordero para ofrecérselo a su invitado. Después, entre el excitado zumbido de las conversaciones, comenzó el banquete.
Era ésta la primera vez, casi en diez años, que la mayoría de los hombres sentados alrededor de Abdel Kader veían a su jefe. Dos veces, durante la revuelta árabe de 1936- 1939, Abdel Kader había sido herido en la cabeza. La segunda vez, en 1938, había sido llevado, medio muerto a Siria, a lomos de un camello. De allá pasó a Irak, donde su participación en el levantamiento contra los ingleses le valió cuatro años de prisión. Su presencia hoy en Beit Surif era ilegal. Permanecía desterrado de Palestina por las autoridades británicas.
Los ingleses marcaron desde entonces la mayor parte de los años de su existencia. A los trece años los vio expulsar a su padre del cargo de alcalde de Jerusalén por haberse resistido a su presencia. A los veintitrés años, tras haberse licenciado en Química en la Universidad americana de El Cairo, participó, al lado de su padre, en su primera manifestación antibritánica. Después, en Palestina, Irak y Egipto, dedicó mucho tiempo a combatirlos y conspirar contra ellos. En 1938, el Mufti lo envió al extranjero con un reducido grupo de partidarios seleccionados. En las aulas de una escuela especial del Tercer Reich, Abdel Kader perfeccionó los conocimientos que sobre explosivos había adquirido en la Universidad americana de El Cairo.
Hoy, tras nueve años de ausencia, volvía a Palestina para dirigir el combate contra un nuevo adversario. Secando sus labios con una punta de su keffieh, indicó a sus compañeros que el banquete había terminado y que había llegado el momento de hablar de cosas serias. Contrariamente a los demás lugartenientes del Mufti, Abdel Kader sentíase poco inclinado a las explosiones verbales. Era un hombre serio, ponderado, que sabía exactamente lo que se tenía que decir.
—La diplomacia y la política —declaró— no nos han permitido alcanzar nuestros objetivos. Los árabes de Palestina no han tenido elección y vamos a defender con la espada nuestro honor y nuestro país.
Tranquila y metódicamente, comenzó a exponer sus concepciones estratégicas. Al igual que Yigael Yadin, el judío encargado de los planes de la «Haganah», Abdel Kader sabía también que la guerra de Palestina se desarrollaría en las carreteras. Ningún terreno era más propicio para las fuerzas de que disponía: la emboscada era la táctica militar que sus árabes conocían mejor, y la idea de saquear los convoyes sólo podía incrementar su ardor. Desplegando un mapa de Palestina, señaló con el dedo una cadena de colonias judías aisladas, rodeadas por un círculo rojo. Entorpecer las comunicaciones judías con esas colonias, impedir su avituallamiento mediante emboscadas, bloquear las carreteras a sus convoyes: ése debería ser el primer objetivo.
Después, el dedo de Abdel Kader se deslizó hacia el centro del mapa, hacia una mancha negra en el corazón de Palestina. Sabía también que los cien mil judíos de Jerusalén representaban el objetivo más vulnerable de Palestina. Cuando sus hombres y sus armas estuvieran listos, daría allí el golpe decisivo de la campaña. Encerraría a Jerusalén en un cerco, anunció. Juntando las manos para ahogar con su ademán la mancha negra, juró:
—Estrangularemos a Jerusalén.